Diego, acabados sus
estudios en el Seminario, había llegado a ser ordenado como diácono, paso
previo a su consagración al sacerdocio. Era un joven regordete y risueño que
aparentaba menos de los veintiséis años que tenía. De una sólida vocación, se
mantenía fiel al voto de castidad que su estado comportaba. Con tesón se había
mantenido alejado de las tentaciones derivadas del contacto con el sexo
femenino. El apego que había sentido por algunos de sus superiores los vivía
más bien como muestra de respeto y deseo de imitación, sin apreciar en ello
ninguna connotación de otro orden.
Por su parte, el padre
Emilio era párroco en la iglesia de una población mediana. Grueso y superados
los cincuenta años, su carácter extrovertido y campechano le había hecho
acreedor de mucho predicamento entre sus feligreses. Con el propósito de lograr
alguna ayuda en sus tareas de culto y pastorales, acudió al obispo de la
diócesis. Le fue asignado precisamente el recién ordenado diácono Diego, que
cayó muy bien al padre Emilio nada más conocerlo.
Ambos congeniaron
enseguida y, además de sus tareas en la iglesia, compartían la casa parroquial.
Ésta era antigua y necesitada de reformas, pendientes del siempre aplazado
presupuesto. Como era lógico, el padre Emilio siguió ocupando la habitación más
confortable y Diego se instaló en otra más pequeña y algo incómoda. Lo cual no
le importó dado su espíritu humilde.
Aparte de esas
relaciones cordiales, a un nivel más personal, Diego fue experimentando hacia
Emilio, quien pronto le pidió que lo tuteara, la veneración que siempre había
sentido por sus superiores. En cuanto a Emilio, la lozanía e incluso candidez
de Diego empezaron a remover en su interior ciertas pulsiones poco ortodoxas,
que además se hacían cada vez más intensas.
En esta línea, Emilio
empezó a desplegar un cierto espionaje de la intimidad de Diego. Más de una
vez, cuando oía el sonido de la ducha, había irrumpido en el baño y tras la
falsa excusa de “¡Perdona, no sabía que estuvieras aquí!”, aprovechaba para
echarle una ojeada antes de volver a cerrar la puerta. Maliciosamente se llegó
a alegrar el día en que, tras volver Diego de una excursión con los niños de la
catequesis, mostrara un desgarro sangrante en una pierna, producido por una
piedra a consecuencia de una caída. Poder decirle “Quítate los pantalones, que
eso habrá que limpiarlo y desinfectarlo”, le produjo un gran alboroto interior.
De este modo Diego quedó en calzoncillos y se sentó en una silla con la pierna
estirada. Emilio pudo aprovechar sus desvelos curativos para palpar la recia y
suavemente velluda pierna. Ante la visión del bulto que hacían los calzoncillos
enterrados entre los muslos, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para resistir
el impulso de echarlos abajo y desvelar su contenido. Diego, ante lo que podía
parecer un exceso de celo en el manoseo de Emilio, solo lo interpretó como una
muestra de afecto.
Llegó el invierno, que
en aquella comarca solía ser bastante frío. Resultaba que a la habitación de
Diego no llegaba la calefacción y el pobre había de soportar resignadamente las
desapacibles noches. Fue entonces cuando Emilio tuvo una idea, que le trasmitió
a Diego. “Esta dichosa casa es un desastre… Me sabe mal que tu dormitorio sea
tan gélido. Se me ocurre que podías pasarte al mío, si no te importa. Hay un
catre donde al menos no pasarías frío”. Diego, al que en un principio le daba
un cierto corte, acabó aceptando la oferta, agradecido por la generosidad de
Emilio. Pero resultaba que el catre era duro y demasiado estrecho para el
rollizo Diego quien, si bien no tuvo frío, apenas pudo dormir y amaneció con el
cuerpo baldado. Emilio tampoco pegó mucho el ojo, pero por otro motivo. Oír la
respiración y los movimientos inquietos de Diego, tan cerca de él, lo mantuvo
en un intenso desasosiego. Por la mañana le comentó: “Me parece que no has
estado muy cómodo…”. Diego reconoció: “Al menos no he tenido frío… Pero igual
te he estado molestando”. “En absoluto”, replicó Emilio.
La noche siguiente cada
uno volvió a ocupar su cama en la habitación de Emilio. Pero éste, al cabo de
un rato, se decidió a dar el paso que llevaba barruntando todo el día. Así que
dijo: “Anda, entra en mi cama que estarás mejor… Es lo suficientemente ancha
para que quepamos los dos”. Esto sí que sorprendió a Diego, que no se atrevía a
hacerlo. Emilio insistió: “¡Venga! No tengas reparos, que te lo pido yo”. Diego
ya no pudo menos que corresponder a ese
gesto de confianza. Salió del catre y, con su casto pijama, se deslizó dentro
de la cama de Emilio. Se mantuvo lo más apartado posible, pero lo turbó sentir
unas palmaditas en el muslo. “Veras qué bien estamos los dos”, decía Emilio.
Azorado, a Diego solo se le ocurrió contestar: “Gracias… Buenas noches”. Optó
por ponerse de lado dando la espalda a Emilio e intentó conciliar el sueño.
Emilio había quedado
preso de una gran excitación, que se le mostraba en la entrepierna con una
fuerte erección. Pero asimismo se hallaba sumido en total confusión. Porque
estos primeros pasos que había dado lo arrastraban a dar más, y cada vez más
descarnados ¿Cuánto podría dar de sí la buena fe de Diego? ¿Y si éste llegaba a
plegarse a sus deseos o incluso también los tenía ocultos? Sin poder salir del
atolladero mental, se giró acercándose al cuerpo del Diego. Oír su plácida
respiración lo enervaba, pero a la vez indicaba que estaba sumido en el sueño.
Se atrevió entonces a posarle una mano en el culo, lo que le hizo sentir una
especie de descarga eléctrica. Se quedó así hasta que un movimiento
inconsciente de Diego lo hizo apartarse. Esa primera noche en que compartían
cama no intentó nada más. Mejor aguardar a que Diego asumiera con más confianza
la intimidad que así se creaba.
Emilio había
conseguido dormirse tardíamente y, cuando despertó, Diego ya se había levantado
y sonriente le dijo: “Espero no haberte dado una mala noche”. Emilio respondió:
“¡Qué va! ¿Y tú qué tal estás?”. “Estupendamente… Eres muy amable conmigo”. Emilio
quiso entender esto como una confirmación por parte de Diego de que no rehuía
seguir compartiendo cama.
Esa noche Emilio se
fue antes a la habitación sin esperar a que Diego acabara de recoger en el
cocina. Se limitó a decirle: “No tardes”. Deseando volver a tenerlo en la cama,
le vino además la lasciva ocurrencia de no ponerse el pantalón del pijama. Le
satisfizo que Diego ya no dudara en meterse a su lado. Para colmo, agradecido
de que compartiera la confortable y abrigada cama, le dijo: “Te portas tan bien
conmigo…”. Hasta se atrevió a ser el que le diera una cariñosa palmadita en el
muslo. Le extrañó el roce directo de la piel velluda y retiró enseguida la
mano. Algo turbado, ya solo dio las buenas noches y se giró de espaldas.
Emilio estaba de nuevo
excitado al máximo y llevó una mano hacia la desnudez de sus bajos. Se acarició
el pene erecto y de buena gana se habría masturbado de no ser por la agitación
de la cama que ello hubiese provocado. Además estaba decidido a un tanteo más
osado de Diego. Esperó a que la respiración de éste indicara que se había
sumergido en un sueño profundo. En esta ocasión subió con cuidado la chaqueta
de pijama y metió una mano por la cintura del pantalón para acariciar el suave
culo. De pronto oyó: “¿Qué haces?”. “Nada. Sigue durmiendo”, y siguió con el
manoseo. Diego llevó una mano hacia atrás para apartarlo y fue a dar con la
polla tiesa de Emilio. Sobresaltado dijo: “Eso que haces no está bien”. Emilio
sacó la mano pero se arrimó más y vio llegado el momento de desplegar la
argumentación que venía construyendo desde que decidió no seguir reprimiendo su
deseo. Dijo con todo cinismo: “Son necesidades que uno tiene”. Diego,
desconcertado, se dio la vuelta de cara
a Emilio y le replicó sin mostrar enfado: “Pero nosotros no podemos dejarnos
llevar por ellas… y menos así”. Emilio contraatacó: “Precisamente así es como
puedo hacerlo yo”. A Diego le sorprendió tanto esto último que se incorporó
para quedar sentado. “No entiendo de qué
hablas”. Emilio, sin inmutarse, se dispuso entonces a hacer una pedagogía que
resultara convincente para sus intereses. “Veo que eres más inocente de lo que
esperaba. Sabes poco de la realidad de la vida eclesiástica…”. Diego no pudo
estar más intrigado. Emilio prosiguió: “El voto de castidad se impuso para que
los clérigos no formaran familias y procrearan hijos que dificultaran sus
tareas. Pero lo que sí se permitió, y se sigue permitiendo, es que las
necesidades que tiene todo hombre se satisficieran discretamente entre los
propios eclesiásticos ¿Cuáles crees que son las funciones de un diácono?”.
“Ayudar y asistir al sacerdote”, recitó Diego. “Pues ahí puede entrar también
lo que yo necesito de ti”, añadió Emilio. “Nadie me había hablado antes de
eso”, replicó Diego escéptico. “Precisamente por la discreción que lo rodea… Es
el sacerdote el que puede hacerlo, si cree que el diácono es adecuado”, siguió
fabulando Emilio. Cuando Diego preguntó: “¿Y tú crees que yo lo soy?”, supo que
había allanado el camino. “¡Claro que sí! Sabes que te encuentro muy
agradable”. A Diego le costaba asimilar que aquello se le planteara como un
deber para con su superior. Por otra parte, Emilio ejercía sobre él un
sentimiento de adhesión semejante al que le habían inspirado otros prelados y
que, en las actuales circunstancias, podía tener una manifestación que hasta
entonces había eludido. Por eso su actitud de rechazo inicial se fue
debilitando. “Es que me va a resultar muy difícil…”. “Tal vez te parezco
demasiado mayor y gordo”, dejó caer Emilio. “¡No, qué va! Eso nunca me
provocaría rechazo”. “¿Entonces te atrae?”. “No te diría que no… Pero llegar al
sexo…”. Le resultó raro pronunciar esta palabra, aunque era la que planeaba en
toda la conversación. “Ya te he explicado por qué está justificado… Para ti
sería un acto de servicio”, le recordó Emilio, que veía cada vez más cerca la
meta. “No querría tomármelo solo así”, replicó Diego. Pero esta casi definitiva
aceptación dio un giro inesperado, porque Diego dijo con tono de súplica: “Te
pediría que esta noche nos limitemos a dormir… Necesito poder asimilar algo tan
inesperado para mí”. Así pues durmieron, más o menos, pero desde luego sin
tocarse.
Al día siguiente se
comportaron con total normalidad, sin la menor alusión al tema. Al llegar la noche,
Emilio volvió a irse antes a la habitación. Solo dijo: “Mi cama sigue abierta
para ti”. Pese a las dudas sobre el comportamiento de Diego, decidió acostarse
sin el pijama, pero con la ropa de cama subida hasta el cuello. Le dio un
vuelco el corazón cuando Diego abrió la puerta. Sin embargo éste, ya cambiado
con el pijama como de costumbre, hizo amago de volver a ocupar el catre. Emilio
le preguntó extrañado: “¿No vienes a la cama?”. Diego titubeó y al fin dijo:
“Sigo creyendo que no está bien”. Emilio exageró su expresión de asombro y
personalizó. “¿Tan desagradable te resulto?”. “No es por ti… Si te agradezco tu
sinceridad”. “Entonces no te entiendo…”, insistió Emilio. “Es todo tan extraño…
Nunca había tenido dudas sobre lo que consideraba correcto”. Porque en realidad
a Diego le inquietaba darse cuenta de que había algo más que veneración y
respeto hacia el sacerdote que lo acogía, por más que se lo hubiera negado a sí
mismo. Emilio no estaba dispuesto a desaprovechar la actitud dubitativa de
Diego. Al fin y al cabo había llegado a ir a su habitación, pese a saber lo que
se esperaba de él. En un gesto de osadía apartó la ropa de la cama, desvelando
sin pudor su rollizo y peludo cuerpo, en el que destacaba una patente
excitación. “¿No ves cómo estoy?”, exclamó en un tono algo irritado. Diego no
pudo evitar recorrerlo con la mirada, pero guardó silencio. Emilio pidió
entonces: “Al menos podías dejar que te vea yo también…”. La firmeza de Diego
se tambaleó y al fin dijo: “Si es lo que necesitas…”. Con manos temblorosas se
fue quitando las dos piezas del pijama hasta dejar completamente desnudo su
cuerpo relleno y algo velludo. Emilio lo contempló ardiendo de deseo. “Necesito
algo más…”, dijo y le tendió una mano. “¿Por qué no vienes a mi lado?”. Diego,
en la indefensión que acrecentaba su desnudez, y más allá de su voluntad, le
tomó la mano y dejó que Emilio tirara de él hasta hacerlo caer sobre la cama. Diego,
no obstante, se mantuvo con un cierto recato, procurando no rozarse con Emilio.
A éste, aun ardiendo de deseo, le quemaba también la actitud meramente
resignada de Diego. “¿Solo te mueve la obediencia?”, le preguntó. Diego fue ya
sincero. “No lo sé. Enséñamelo tú”.
Emilio, una vez que la
seducción de Diego había quedado consumada, pensó que, pese a la urgencia de su
excitación, no debería abrumarlo con su lujuria. Por ello se volvió hacia él,
sin arrimarse demasiado, y se puso a acariciarlo con delicadeza. Por lo demás,
el cuerpo redondeado y de piel limpia poblada de un vello suave lo merecía.
Repasaba con los dedos los pechos turgentes para irlos resbalando luego por la
barriga, donde el vello se aclaraba. Llegó con contención a la zona más íntima,
que primero bordeó para rozar los fornidos muslos, en uno de los cuales quedaba
la sombra del rasguño que había curado. Diego se dejaba hacer respirando
profundamente. Ya Emilio palpó el inerte pene y cosquilleó los testículos. Notó
el estremecimiento de Diego, que lo alentó a manosear con más decisión. Le
encantó percibir que el miembro acusaba un efecto endurecedor. Por su parte a
Diego, cuyo cerebro había quedado lavado a fondo en el rechazo al sexo, le
resultaba difícil comprender la revuelta que se estaba produciendo en todos sus
sentidos. La hinchazón de su pene, inicialmente estimulada por las caricias de
Emilio, se consolidaba ahora con total autonomía y le provocaba una extraña sensación,
casi dolorosa, en los testículos. Se oyó a sí mismo preguntar con lengua
pastosa: “¿Debo tocarte yo también?”. Nada mejor podía desear Emilio que, no
obstante, inquirió: “¿Lo quieres tú?”. “Creo que sí”, respondió Diego, que
miraba ahora con nuevos ojos aquel cuerpo más grueso y maduro que el suyo y con
vello más poblado y oscuro, que lo atraía con una intensidad desconocida para
él. Emilio se tendió complaciente y Diego empezó a remedar las caricias que él
mismo había recibido. Se detuvo ante la verga erecta, cuyo capullo rojizo y
húmedo desbordaba la piel. “Dime qué he de hacer…”, consiguió pedir para que
Emilio le marcara la línea a seguir. “Quiero que tus manos me den calor… Yo te
lo daré también a ti”. Como Diego se hallaba erguido sobre las rodillas,
Emilio, apoyado sobre un codo, tomo con la mano libre la polla de aquél para
frotarla. “Hazme lo mismo”, dijo ofreciéndose a su vez. Diego entonces palpó la
verga de Emilio imitando la cadencia. “¡Acércate más!”, exigió Emilio y, por
sorpresa, alcanzó con la boca la polla de Diego. “¡¿Qué haces?!”, exclamó éste
sobresaltado. Pero Emilio se reafirmó en su mamada y la oleada de placer que
recorrió a Diego la equilibró intensificando el manoseo de la verga de Emilio.
Diego sintió que se vaciaba de una forma irrefrenable y, casi simultáneamente,
su mano quedó desbordada por el semen de Emilio. Diego tuvo que buscar apoyo
con la mano limpia y dejarse caer junto a Emilio, quien, con la respiración
entrecortada, llegó a decir: “Esto es lo que te daba tanto miedo… ¿Tan malo te
ha parecido?”. Diego se limitó a responder: “Será mejor que ahora durmamos”.
Emilio aún pidió: “¿Te molestará que te abrace?”. “Claro que no”.
Cuando Emilio
despertó, Diego ya no estaba. Se levantó de la cama y lo encontró en la cocina
preparando el desayuno. Ante su semblante taciturno, le preguntó: “¿Cómo
estás?”. Diego, rehuyendo su mirada, respondió: “Debería estar bien ¿no? He
cumplido con mi obligación, según tú”. Emilio reaccionó: “Yo no te obligué…
Podías haber seguido negándote y lo habría tenido que aceptar”. “Eso es lo
malo, que no me negué…”. “Dejaste libre a tu instinto y ahora sientes herido tu
orgullo”, replicó Emilio. “Pareces conocerme mejor que yo”, añadió Diego más
calmado. “Son los muchos años de diferencia que nos llevamos…”. “Quizás
deberías haber buscado otro diácono”, dijo Diego con un punto de ironía. “Estoy
muy a gusto contigo… ¡Ven aquí!”. Emilio tendió los brazos y Diego se le acercó
dejándose rodear por ellos. Lo labios de Emilio buscaron los de Diego que se
entreabrieron. Las salivas se mezclaron en el choque de lenguas y el cuerpo de
Diego se estremeció. Al separarse Emilio preguntó: “¿Lo tomamos como un beso de
paz?”. “Si quieres llamarlo así, lo admito”, contestó Diego ya entregado.
Desayunaron ahora tranquilamente y se dedicaron a sus tareas del día.
Los dos esperaban con
ansiedad la noche, en que no habría lugar para el desencuentro. Igualmente
Emilio se adelantó mientras Diego acababa de recoger. Se echó desnudo sobre la
cama con un deseo más tranquilo. Disfrutó viendo cómo se desvestía también
Diego y se tendía junto a él. Aún no se habían tocado y ya sus erecciones eran
firmes. Diego dijo entonces: “Quiero hacerte lo mismo que me hiciste anoche”.
“¿Te atreves?”, previno Emilio. “¿Por qué no? ¿Eres más venenoso que yo?”. Tomó
posiciones y, primero, sujetando la polla, lamió el capullo. Luego fue
succionando hasta llegar casi a atragantarse. “Poco a poco”, le recomendó
Emilio. Con más decisión ya chupó y lamió simultáneamente. Se interrumpió para
preguntar: “¿Así está bien?”. “¡De maravilla!”. Contestó Emilio, que no tardó
mucho en avisar: “Estoy a punto ¿Quieres seguir?”. Diego asintió con la cabeza
y dio más impulso a la mamada. Emilio resopló y notó como su leche se expandía
en la boca de Diego. Éste apretó los labios para recogerla y tragarla con su
sabor desconocido para él. Se había excitado tanto que casi se marea. Se
derribó junto a Emilio, que lo abrazó. “¡Qué feliz me estás haciendo!”, exclamó
éste. “¿Es verdad eso?”, aún preguntó Diego. “No vuelvas a las andadas”.
Emilio, sin deshacer del todo el abrazo, llevó una mano a la polla de Diego y
se puso a acariciarla. “Esto te vendrá bien”. “Haz conmigo lo que quieras”,
asintió Diego. Mientras lo masturbaba, sin embargo, esta frase de Diego
despertó en Emilio un deseo que no dudaba que podría satisfacer también…
A la noche siguiente
Emilio le dijo a Diego: “Cuando vengas a la habitación trae un vasito con un
poco de aceite”. “¿Vas a encender alguna lamparilla?”, preguntó Diego
extrañado. “Tú tráelo y ya te explicaré…”. Al llegar Diego al cuarto, con el
vasito en la mano, Emilio lo esperaba en cueros sentado en el borde de la cama.
“Deja eso en la mesilla y desnúdate”, le dijo. Diego hizo lo que le pedía con
total candidez y Emilio lo atrajo hasta ponerlo entre sus piernas. Le acarició
la polla, que pronto empezó a responder. Aunque enseguida le asió de las
caderas para que se diera la vuelta. “Tienes un culo precioso”. Se puso a
acariciarlo y darle besos, lo cual hizo reír a Diego, quien bromeó: “Me alegro
de que te guste”. Pero los dedos de Emilio iban más allá, hurgando por la raja
y tratando de profundizar. Diego se contrajo. “¿Qué haces?”, preguntó alarmado.
“Tienes ahí una joya que podría hacerme aún más feliz…”. A la mente de Diego
acudió la palabra que siempre había relacionado con el calificativo de nefanda:
sodomía. Sabiendo que Emilio lo entendía, se limitó a preguntar: “¿Serías
capaz?”. Emilio lo desafió. “¿Lo serias tú?”. No había dejado de manosear el
culo de Diego y éste tampoco se había apartado. Diego no contestó, sino que
hizo otra pregunta: “¿Para eso querías el aceite?”. “Así no te haría daño…”.
“Parece que tienes experiencia”. “¡Qué más da eso ahora! Es algo entre tú y yo…
Bien que dijiste que hiciera contigo lo que quisiera”. “Y pensaste en esto…”.
Diego estaba tan conmocionado que no reaccionaba al hecho de que los dedos de
Emilio se le hubieran adentrado osadamente por la raja. Solo la sensación que
le produjo la suave presión en el ojete le indujo a decir: “No pararás hasta
que lo consigas ¿eh? …Como haces siempre”. Emilio insistió: “Lo deseo tanto…
Deja al menos que pruebe con el dedo”. Ya había metido el índice en el aceite. Diego
seguía encajonado de espaldas entre los muslos de Emilio, y se debatía entre el
rechazo y la morbosidad que lo acababa plegando a las instigaciones de Emilio. Cuando
el dedo resbaloso tanteó en el ojete aguantó la respiración. Sintió cómo le
entraba sin demasiada presión y un escalofrío lo sacudió. Emilio giró el dedo y
notó que movía la punta. No era tanto dolor como sensación extraña. Emilio sacó
el dedo y empujó sus caderas hacia abajo. “¡Siéntate!”. Entonces la verga
gruesa y ardiente le produjo un efecto de desgarro interior. “¡Aaahhh!”, se
lamentó. “¡Sí, aguanta ahí!”, exclamó Emilio que se había echado hacia atrás.
Diego no se atrevía a moverse, pero Emilio ordenó: “¡Ahora ponte sobre la
cama!”. Al desacoplarse Diego experimentó un brusco vacío y no se resistió a
obedecer. Se tumbó bocabajo con las manos crispadas sobre la almohada y Emilio
le vertió un poco de aceite por la raja. Los dedos hurgaron y, a continuación, la polla se abrió paso de nuevo, mucho más a
fondo. La quemazón que sentía Diego le impedía hasta quejarse. Fue Emilio quien
dijo con una gran excitación: “¡Oh, cuánto lo deseaba!”. Empezó a moverse y a
bombear cada vez con más energía. Los gemidos de Diego todavía lo enervaban
más. Porque éste, junto al dolor, sentía una especie de conmoción interior que
no sabía cómo definir. Ansiaba que aquello terminara y, a la vez, saberse
poseído por Emilio, que acabaría llenándolo con su semen, lo arrebataba. Emilio
resoplaba con fuerza en sus arremetidas. “¡Qué caliente estoy! ¡Me voy a
correr!... ¡Ya, ya!”. Sus temblores sacudieron a Diego, que notó los latidos de
la polla al vaciarse. Luego, un efecto de ventosa inversa fue liberando su ano,
con Emilio derrumbado sobre él. “¡Cómo me has hecho disfrutar!”, declaró Emilio
con voz entrecortada levantándose del cuerpo de Diego. “Lo conseguiste…”,
replicó éste al darse la vuelta poco a poco.
Las relaciones entre
ambos se desenvolvieron ya con una sexualidad sin tabúes. Emilio se sentía
satisfecho con la forma plena en que Diego se le entregaba. Y éste iba dejando
atrás sus prejuicios para disfrutar de la vía que Emilio le había abierto. Pero
el tiempo corría rápido para ellos, y a Diego le llegó el momento de ser
ordenado sacerdote. Emilio asistió emocionado a la ceremonia, aunque apenado
por la separación que ello fuera a suponer. ¿Seguirían visitándose al menos?
¿Le asignarían a Emilio un nuevo diácono? La vida puede dar muchas vueltas…
¡Qué morbo tiene el clero!!!
ResponderEliminarClaro tantos hombres juntos conviviendo, es lo que tiene que acaban follando como descosidos.
Escenas como las que describes seguro que se han producido en más de una parroquia.
Sublimme !
ResponderEliminar:-O
Unnnn...que si sucede esto asi en mas parroquias...Mucho mas de lo que tu te crees AmoSevero...Y que yo vivi en mi persona, el atrevimiento de un cura, que parecia un inocente de lo mas inocente, y que nunca habia roto un plato...y vaya vaya
ResponderEliminarMe ponen durísimo tus relatos que tienen que ver con curas e iglesias. Me dan mucho morbo. Yo mantuve una relación con un cura gallego con forma de osito, y follamos en cada rincón que pudimos. Era complaciente a tope. Gracias por tus relatos
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu relato , gracias por compartirlo.
ResponderEliminarPara cuando nuevos relatos los espero con ansia. Un saludo
ResponderEliminarYa van dos meses y no hay relato nuevo. Que pasa?.
ResponderEliminarnos tienes abandonados
ResponderEliminardonde te metes? Necesitamos algun relato nuevo
ResponderEliminarhola majo no se lo que ocurre realmente para que no sigas contándonos cosas que nos hacías vibrar supongo que tendras un motivo de fuerza mayor pues que sepas que somos muchos los que esperamos tus relatos y que eres un crac y te queremos mucho asi que un besazo majo y sigue con nosotros porfa
ResponderEliminarsaludos amigo VVanupp he estado muchos dias dandome una paja por el morboi de tus relatos, esps relatos.ero puedas seguir con narrativa morbosa de tu
ResponderEliminarToda la razón eres el crack de los relatos. Soy nuevo, un gran saludo.
ResponderEliminarCreo que nos has dejado huerfanitos
ResponderEliminarHola,a mi me gustaria conocer a un cura o sacerdote maduro para mantener contacto y momentos de placer.alguno por el sur de galicia??
ResponderEliminarHola. ¿Por qué no has escrito nada desde marzo? ¿Ha pasado algo? Me gustaría mucho que volvieses a escribir esos relatos en los que nos pones tan calientes. ¡Son geniales!
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