Los gladiadores que
habían sobrevivido, ya mayores y aflojados por el engorde de sus cuerpos, al no
ser aptos para la lucha en la arena, aunque libertos, eran reclamados para la
diversión de sus antiguos amos patricios. Si en los espectáculos que éstos
ofrecían en sus fiestas era frecuente el contenido sexual, en todas las
variantes posibles, los que antes habían sido luchadores no escapaban a
actuaciones de esa clase. El contraste entre su recio aspecto y la fragilidad
de los esclavos, adolescentes de ambos sexos, que habían de someter como
complaciera a anfitriones e invitados, era muy apreciado. Pero tampoco faltaban
las ocasiones en que ellos mismos habían de enfrentarse en combates de
contenido erótico.
En una de estas
fiestas, un hombre robusto y completamente desnudo aparecía con las muñecas
atadas en alto a una barra horizontal que se desplazaba mediante unas poleas. Unos
esclavos iban rodeando su cuerpo con gruesas cuerdas y cadenas; otro lo untaba
con aceite. Su sexo aparecía ya brillante y era rodeado con una cinta dorada.
Entonces surgió otro gladiador cubierto por una breve túnica, de la que fue
despojada. No menos robusto y más velludo que el otro, fue también sujetado a
una barra similar y sometido a iguales ataduras y lubricaciones. Las barras
fueron desplazándose hasta que ambos quedaron enfrentados. Tan próximos que sus
caras se tocaba y las barrigas se aplastaban una con otra. Ahora eran ligados
de nuevo enredando cuerdas y cadenas. Enanos burlones jugueteaban con sus
penes, estirándolos y juntándolos.
Así expuestos fueron
objeto de chanzas por parte de los asistentes. Incluso algunos patricios –y alguna dama más desinhibida– se les
acercaron y, con el pretexto de participar en la pantomima, los tocaban allá
donde les venía en gana, sin omitir los glúteos y los genitales. Luego se
limpiaban las manos en los cabellos encrespados de esclavos. La impasibilidad
de los gladiadores era ampliamente celebrada, aunque poca libertad de
movimientos les quedaba.
A continuación, fueron
soltados de las barras, mientras un cuadrilátero de mármol era cubierto de
abundante aceite. Lanzados sobre él, el juego consistía en irse desligando del
enredo de cuerdas y cadenas que los envolvían a cada uno y entre sí. La
dificultad de la tarea se veía incrementada por lo resbaloso del suelo y de sus
propios cuerpos. Se veían forzados a caer uno sobre otro, en abrazos y
revolcadas que semejaban un ardiente encuentro sexual. Como sus penes también
estaban ligados, tenían que cogérselos para liberarlos, lo cual desataba burlas
y groseras incitaciones. Poco a poco iban logrando deshacer la maraña y sus
cuerpos brillantes de aceite emergían en su rotundidad. Cuando al fin se
incorporaron separados, saludaron
recibiendo los aplausos del público.
Pero aún faltaba la
segunda parte del espectáculo. Para ella, varios esclavos hicieron que el
primero de los gladiadores se tendiera boca arriba sobre una mesa de piedra, en
la que lo inmovilizaron con los brazos pegados al cuerpo, atándolo con cuerdas
desde los codos hasta el cuello. Como si ya hubiera sido aleccionado sobre lo
que se esperaba de él, el otro inició un masaje destinado a logar la excitación
del yacente. Sus rudas manos sobaban y estrujaban los pechos, e iban
descendiendo hacia el vientre. La mayor expectación se centraba obviamente en
la manipulación de los genitales. Consciente de lo que se esperaba de él, el
peludo masajista los amasaba y retorcía a dos manos. Tomando más aceite de un
recipiente, lo aplicaba largamente a los testículos. Sobaba con fruición el
pene, que se mantenía flácido. Hacía correr la piel y pinzaba el glande,
apretando con un dedo el orificio. Incrementaba la intensidad de las
frotaciones y, cuando parecía que la verga empezaba a responder, la soltaba y
pasaba a la parte superior del cuerpo. Los pellizcos a los pezones eran ahora
tan fuertes que hacían que el cuerpo y las piernas se tensaran, provocando la
oscilación del pene reluciente por la grasa. Volvió el masajeo genital, que iba
logrando que apuntara la erección. Una masturbación lenta y con deliberadas
interrupciones hacía que el sometido se agitara todo él bajo las ataduras. Dio
lugar a regocijo observar que, al quedar el pene del masajista a la altura de
la mesa, el masajeado, por nervios o por deseo, se pusiera a manosearlo con la
mano libre a su nivel. Aquél se dejaba hacer y prosiguió la morbosa frotación,
con apretones y estiramientos. Por las contorsiones del ligado y el
endurecimiento de su miembro, se notaba que estaba al límite de excitación. El
masajista miró al anfitrión para obtener la venia y, con una enérgica pasada
final, obtuvo un abundante chorro de semen, que iba extendiendo por barriga y
pecho.
La eclosión entusiasmó
morbosamente a los asistentes, pero el espectáculo continuaba. El velludo
masajista ya estaba siendo atado con brazos y piernas abiertos sobre una cruz
de madera en forma de aspa. Gruesas cuerdas sujetaban muñecas y tobillos, y
otra ligaba el centro de su cuerpo al cruce de la cruz. Ésta fue levantada
verticalmente y apoyada en el muro, pero de forma que el crucificado quedaba
boca abajo. Entre sus gruesos muslos, los genitales se volcaban hacia el
vientre, mientras que su rostro enrojecía por lo extremo de la posición. El que
acababa de eyacular, cuyas muñecas eran atadas a unas argollas a ambos lados de
la cruz, quedaba con la cara casi pegada al sexo del otro, la cabeza del cual
también alcanzaba la entrepierna de aquél. Los enanos los acosaban con empujones
para que se acoplaran y sobando el trasero del que quedaba de espaldas. Lo escabroso
del montaje provocó murmullos de admiración, que se trocaron en risas cuando se
produjo el primer lametón.
Porque de lo que se
trataba era de que, en tal posición invertida, las bocas trabajaran lo que
tenían enfrente. El que se hallaba de pie se esforzaba ya en estirar la lengua
para pasarla por los testículos, así como en tratar de levantar la verga
replegada. Más difícil lo tenía el crucificado en postura tan antinatural, que
le obligaba a arquear el ancho cuello para alcanzar el sexo de su antagonista. El
primero era evidentemente el que mejor se manejaba. Se afanaba en que sus
lamidas surtieran algún efecto que le permitiera atrapar la verga colgante. Su
persistencia empezó a dar resultados y se pudo contemplar cómo el miembro
empezó a adquirir consistencia y a alzarse poco a poco. Más frustrante estaba
siendo la actividad del otro, a quien, entre la mortificación de su situación y
lo que estaba sintiendo en su entrepierna, apenas le quedaban fuerzas para que
su boca se hiciera con el pene flácido que oscilaba ante su cara. Por el
contrario, su compañero ya había engullido su verga y la endurecía con
enérgicas succiones. El considerable tamaño que llegó a adquirir suscitó la
admiración de patricios y dóminas. Ya contaban el tiempo que tardaría la eficaz
succión en dar frutos. El cuerpo del receptor se agitaba todo lo que le
permitían sus ataduras hasta que llegó un momento en que se tensó con un fuerte
estertor. Solo entonces lo soltó el chupador y el miembro cayó por su propio
peso sobre el vientre. Cumplida su misión, el gladiador se volvió hacia el
público para mostrar el semen que le chorreaba por la barbilla.
El vaciado que había
sufrido el crucificado no lo redimía, sin embargo, de su fracaso en trabajar
con su boca los genitales del otro. Por ello, y antes de que fueran desatados,
el anfitrión dio con un gesto una orden que fue captada por el que se hallaba
de pie. Éste reafirmó las piernas y, con esfuerzos que contraían sus glúteos,
comenzó a expeler un chorro de orines a la cara del caído en desgracia, que lo
recibía al borde del agotamiento. Ello supuso un broche de oro cómico, a juzgar
por el alborozo que provocó.
Los gladiadores fueron
al fin desatados y quedaron exhaustos sobre el suelo. Un esclavo les vertió
agua por encima y esto los reanimó. Una vez que se hubieron levantado, esclavos
y enanos acudieron con coronas y
guirnaldas de hojas y flores, con las que los engalanaron. Pero la
exhibición había constituido tal éxito que, cuando se iban a retirar, muchos
asistentes empezaron a protestar y reclamaban su permanencia. El anfitrión
entonces, haciendo gala de sus recursos para satisfacer a sus invitados, dio
paso a la actuación que tenía en reserva. Efectivamente, los gladiadores fueron
retenidos y hubieron de aguardar que unos esclavos dispusieran un grueso tronco
de madera, forrado de pieles, en horizontal sobre unos soportes. Los dos
hombres quedaron echados de bruces sobre el tronco de forma que sus culos
estuvieran bien expuestos, uno junto al otro. Por el lado opuesto, en el que colgaban
sus brazos, éstos fueron atados a unas argollas en el suelo. Asimismo, les
colocaron unos topes entre los pies para que se mantuvieran separados y
forzaran la apertura de las piernas. La visión
de traseros tan rotundos mostrados de esa forma levantó murmullos de
complacencia y las expectativas de lo que podía acontecer mantenían atento al
personal.
Con un acompañamiento
de timbales y trompetas, apareció un esclavo africano de considerable
envergadura, con ricos adornos que contrastaban con la oscuridad de su piel.
Pero lo que más llamaba la atención era un enorme miembro viril que casi le
llegaba a la rodilla. El anfitrión le ordenó entonces que se paseara entre los
invitados para que éstos pudieran comprobar, con sus ojos y manos, que todo era
natural y sin artificio alguno.
Satisfecha la
curiosidad, el semental inició una danza ritual cerrando el círculo en torno a
los dos gladiadores. Su agitación fue trasladándosele a la entrepierna y dando
lugar a una descomunal erección. Se cogió la gran verga como si blandiera una
espada y se recreó en simular falsos
ataques. Se percibía la tensión en los cuerpos de las futuras víctimas, al
prever indefensos la inminencia de las salvajes penetraciones. El primero en
ser ensartado no pudo reprimir un bramido. El agresivo espolón había entrado en
un solo impulso hasta el tope de la pelvis. Bombeó varias veces y se salió con
aires de triunfo. Tuvo que agarrar de las caderas al segundo, cuyas piernas
flaqueaban de pavor. La embestida y sus efectos fueron similares y, a continuación, aguardó
que el público escogiera con cuál de los dos gladiadores había de rematar la
faena. La mayoría se inclino por el de culo más grueso y peludo. Tomó pues
posesión de él y, en un frenético entra y sale, alardeó de su potencia. Tras un
explosivo orgasmo, sacó la verga goteante y mostró el lacerado ano del que chorreaba
semen. Monedas y flores cayeron sobre el africano, que se retiró alardeando aún
de sus atributos.
Los gladiadores fueron
liberados, pero esta vez quedaron abandonados en el suelo como olvidados. Sin
embargo, todo y su extenuación, alentaban la esperanza de que volverían a ser
solicitados, tal vez incluso para solaz de algún patricio o de alguna patricia.
No pongas estas fotos o me mataras a pajas. Que bueno que estas joder un abrazo
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