Hay vivencias
anecdóticas de juventud que marcan las inclinaciones que uno irá consolidando a
lo largo de la vida. Una de ellas resultó bastante insólita por la época y las circunstancias
en que se produjo.
Temerariamente me
había lanzado a atravesar la península en diagonal, para pasar las vacaciones
de Navidad en familia, conduciendo un viejo 600 que ésta ya había desechado. No
recuerdo el tiempo que me llevó, pero sí la aventura en que me vi envuelto.
Circulaba por un paraje
desolado de la meseta central, en una tarde de un frío mortal, y paré en una
tronada gasolinera para repostar. Yo me resguardaba dentro del coche mientras
el empleado llenaba el depósito cuando, inesperadamente, aparece por la
ventanilla el rostro mostachoso de un Guardia Civil, con su tricornio y toda la
impedimenta. Asustado, bajo el cristal y, con un marcial saludo, me pregunta en
qué dirección voy. Se lo digo y me vuelve a preguntar si tendría inconveniente
en llevarlo hasta una población que me cogía de paso. Insólito era encontrarse
con un Guardia Civil haciendo autostop, pero el caso es que el hombre usaba
este medio para disfrutar de su permiso navideño. Desde luego no pude menos que
aceptarlo como copiloto y, al ocupar el espartano asiento, pude percibir que lo
desbordaba con su robusta figura.
Manteníamos una
intermitente y educada conversación mientras veíamos con inquietud un alboroto
de nubes que no presagiaban nada bueno. Efectivamente no tardó en ponerse a
llover, cada vez con más intensidad e, incluso, aparato eléctrico. En ésas
estábamos cuando pasó algo que era de prever, dada la precariedad mecánica de
mi viejo vehículo. El caso es que empezó a traquetear y a salir humo del motor,
hasta que se paró. Fuimos a abrir el capó, amorosamente amparados ambos en el
capote del guardia. Pero pronto llegamos a reconocer que ni uno ni otro
teníamos solución para el percance. Seguro que el pobre hombre ya pensaría que
en mala hora me había escogido como transportista.
Única tabla de
salvación nos pareció un caserío no muy distante. Allá nos dirigimos
precariamente resguardados por el capote. El campesino que nos abrió la puerta
se llevó un buen susto al encontrarse con un Guardia Civil en tal estado. Por
supuesto, no tenía teléfono y, ya de noche y con la tormenta, no sería posible
llevarnos con el tractor hasta el pueblo, cosa que se ofreció a hacer por la
mañana. Podríamos pasar la noche en un cuarto de arriba. “Pasa el tiro de la
chimenea, así que no tendrán frío y podrán secar la ropa”. Subimos pues junto
con una jarra de leche caliente y una botella de aguardiente.
Al Guardia Civil se le
veía nervioso y cabreado, más contra los elementos adversos que conmigo.
Enseguida se puso a quitarse la ropa e irla extendiendo junto a la pared por la
que llegaba el calor. “¡Joder, estamos empapados!”. Yo me había quedado
inmóvil, boquiabierto ante su rápido desvestir. Llegó a estar solo con los
amplios calzoncillos –de esos antiguos–, mostrando un torso peludo y abundante
en carnes.
Pero exclamó: “¡Hasta esto está húmedo!”, y se los bajó de un tirón
irritado. La visión del culazo y de un sexo bien cargado me electrizó, como si
me hubiera alcanzado un rayo de los que caían por el exterior. Entonces, aún
con la prenda en la mano, me miró, como si solo ahora se percatara de mi
presencia. “¿Piensas quedarte así? No te dará vergüenza…”. “No, es que
descansaba un poco”, repliqué tontamente. “Igual te asusta un tipo tan gordo y
peludo como yo”, añadió riendo. No dije ya nada y me fui desvistiendo, pero conservé
los calzoncillos, no tanto por pudor como para que mi excitación no me
delatara. “Los míos están secos…”, creí necesario justificar. Entretanto había
llenado dos vasos de leche y, con la botella de aguardiente en la mano,
comentó: “Solo hay dos vasos; así que lo echo también… Para entrar en calor”. Y
añadió dos buenos chorros. Mientras bebíamos –yo lo notaba fortísimo, pero lo
disimulé–, miró la única cama que había,
y no muy ancha. “¡Anda que a estas alturas dormir con un tío…! Al menos nos
daremos calor”. Juntos y desnudos ¡qué maravilla y qué pánico!, pensé.
“¡Bueno, pues a
dormir!”. Se metió en la cama y apagó la luz. Aunque los frecuentes relámpagos
mantenían casi constantemente la estancia iluminada a través de la ventana. Aproveché
que me daba la espalda para quitarme los calzoncillos, que en realidad estaban
humedecidos y él podría notarlo. Entré por el otro lado de la cama, que ocupaba
en gran parte. Casi hube de amoldarme a su contorno trasero para no caerme,
pero con cuidado de que el roce no fuera excesivo. Porque en mi situación, con
el calor que desprendía su corpachón tan próximo, me había empalmado casi
dolorosamente. Tenía ya unas ganas locas de hacerme una paja, pero el
movimiento podía delatarme. Incluso llegué a esperar que, si sus ronquidos
denotaban un sueño profundo, tal vez podría aliviarme con cuidado. Pero, con
una respiración normal, nada indicaba un cambio de estado. Al cabo de un rato,
me sorprendió preguntando: “¿Duermes?”. “No”, respondí con voz tenue. Nuevo
silencio y, de pronto, echa un brazo hacia atrás y me toca la polla. “Me lo
temía”, comentó. Quise que me tragara la tierra en ese momento. Pero el caso es
que la mantuvo cogida unos segundos. La soltó y volvió el brazo hacia delante.
Entonces dijo algo que apenas podía creer. “Oye ¿me harías una mamada?”. Y todo
seguido añadió: “Luego, si quieres, te hago yo una paja”. Expresé mi total
aceptación arrimándome a él. Pero enseguida apartó la ropa de la cama y se puso
boca arriba. Verlo a media luz sobándose la polla y pellizcándose un pezón casi
me da vértigo. Cuando acerqué la cara a los bajos, me dejó vía libre y ocupó
las manos con sus tetonas, mirando al infinito. Su verga estaba solo morcillona
sobre los rotundos huevos. Para acceder mejor al conjunto le separé un poco los
muslos. Acaricié todo aquello con deleite y hundía los dedos en el espeso
pelambre. Pero tenía claro cuál era su deseo y no lo demoré. Lamí la verga
intentando levantarla y de pronto la sorbí. Oí que emitía un “¡uhhh!” que
expresaba el grato efecto causado. Chupé lentamente, salivando en abundancia, y
bajando con la lengua la piel que cubría a medias el capullo. Éste adquiría
solidez a medida que todo el miembro se endurecía. Ya con la boca llena,
succioné con un ritmo variado y me encantaba percibir cómo hacia vibrar todo su
cuerpo. Sus “¡ohhh!”, “¡sííí!”, denotaban una entrega al placer que le daba y
que me estimulaba a esmerarme. Cuando exclamó: “¡Joder, tío, cómo mamas!”, me
colmé de morboso orgullo. Pero mi persistencia acercaba el orgasmo. Tensó el
cuerpo y su respiración se convirtió en resoplidos. Un prolongado “¡ahhh!”
coincidió con la inundación de mi boca. Fui desacelerando la chupada, al tiempo
que me pasaba por la garganta la abundante leche. Como mantenía la polla en la
boca mientras él se distendía, preguntó con curiosa incredulidad: “¿Te la has
tragado?”. “¡Claro, bien rica!”, respondí satisfecho. “Si tú lo dices…”, y
quedó en total relajación.
Mi excitación estaba in extremis, así que, cumplida mi misión, me puse a
meneármela. Pero en cuanto se dio cuenta, intervino para frenarme. “¡Ssss!
Había un acuerdo ¿no?”. Se puso de lado y me apartó la mano. Sin embargo, tras
palpar mi polla, exclamó: “¡Coño, qué tiesa la tienes!”. Y como reflexionando
con ella en la mano preguntó muy serio: “¿Tú has dado por el culo alguna vez?”.
Mi respuesta fue ambigua, pero prosiguió: “Dicen que da mucho gusto…”. “Sí que
lo dicen, sí”, apostillé para ver a dónde quería llegar. “Pero dolerá ¿no?”. Ya
me envalentoné: “Con el culo que tienes, no creo que seas demasiado estrecho”.
“¡Joder, casi que probaría! ¿Te parece?”. “Por probar…”, contesté disimulando
las ganas que me habían entrado. Para disipar sus dudas añadí: “Tranquilo, que
no será una violación. Poquito a poco y, si no te gusta, paro y acabas de
hacerme la paja”. Rio nervioso y aceptó: “Vale. Pues tú dirás cómo lo hacemos”.
Me produjo un extraño mareo la visión fugaz de la concatenación de
acontecimientos que me habían llevado a convertirme en introductor a la sodomía
nada menos que de un Guardia Civil. Su docilidad y disponibilidad me llegaban,
por lo demás, a emocionar. Como la tempestad iba amainando y dominaba la
oscuridad, decidí encender la luz. Ahora fue él quien pareció avergonzado. Me
permití bromear: “Así apuntaré mejor”.
Empecé a darle
instrucciones. “Ponte de rodillas y échate hacia delante apoyado en los
antebrazos”… “Así. Separa un poco las piernas”… “Relájate ahora… Tienes un culo
magnífico”. Adulación que me salió del alma, al contemplar la gorda y compacta
superficie ornada de vello. Acariciarlo me enervó y él, al sentir mi contacto,
aún expresó sus miedos: “A ver cómo lo tratas, eh”. “Te lo voy a comer un poco.
Verás lo que te gusta”. Acerqué la cara y pasé suavemente la lengua por la
raja. Profundicé un poco más y aproveché para ensalivarle el ojete. “¡Sí que es
agradable, sí!”, reaccionó. “Ahora vamos a ello”. “Vale, pero con cuidado”. Me
sobé la polla que, con los preliminares, había perdido algo de consistencia;
pero el deseo que me embargaba me puso en forma enseguida. Nada más rozarlo con
ella dio un respingo. “¡Relájate, hombre, que no muerde”. “Ya, ya… ¡Venga,
dispuesto!”. El roce se convirtió en una cierta presión tanteando la raja.
Encontré el camino y apreté poco a poco. “¡Huy, parece que va entrando!”, y le
temblaba la voz. Efectivamente la dificultad no era demasiada y no tardé en
tenerla toda adentro. “¡Uf, uf!”, iba resoplando, pero aguantaba. “¿Ves como no
era para tanto?”. “Algo duele…”. “Pues ahora empieza la follada”. Me moví,
primero despacio y luego más rápido. “¡Oh, oh, qué sensación más rara!”. “¿Pero
buena?”. “No sé…”. Pero la cosa fue evolucionando… “¡Sí, sí, no te vayas a
parar ahora!”…Y marchaba. “No aguantaré mucho sin correrme”, avisé. “Vale, pero
no te salgas”. Que le hubiera cogido gusto me excitó todavía más y ya no tardé
en vaciarme. Retuve dentro la polla hasta que empezó a aflojarse y caí sobre su
espalda. “¡Coño, no me imaginaba que esto pudiera ser así!”. “Pues te diré que
me ha encantado follarte”. Apagamos la luz y me dormí con su peludo pecho por
almohada. Él me pasaba su brazo por encima.
Nos despertaron los
ruidos de la mañana y, afortunadamente, el día estaba despejado. Mientras nos
vestíamos, se mostró callado y taciturno, lo cual yo respeté. A saber cómo
estaría procesando su mente lo sucedido aquella noche.
El campesino nos
acercó al pueblo en su tractor. Allí pude contratar una grúa para recoger mi
coche. El Guardia Civil había de procurarse un medio de transporte más seguro.
Así que tocó despedirnos. Se cuadró e hizo el saludo reglamentario llevándose
la mano al tricornio. El apretón de manos que me dio a continuación pareció
decirme muchas cosas.