Como soy algo hipocondríaco, me
obsesioné con un pequeño bulto que me había salido en una pantorrilla. Traté de
tranquilizarme, convencido de que se trataba de un simple quiste sin
importancia. Pero para salir de dudas y que se me quitaran los temores, decidí acudir
a la consulta de un dermatólogo. Busqué entre los de mi mutua uno que pudiera
atenderme cuanto antes y me dieron un hueco en la última hora de la tarde.
Llegué antes de tiempo y aún había un par de pacientes en la sala de espera.
Afortunadamente sus visitas fueron bastante rápidas y, cuando ya sólo faltaba yo,
la enfermera debió dar por acabada su jornada y se marchó tras la salida del
que me precedía. Al poco de quedarme solo, el propio doctor abrió la puerta del
despacho para invitarme a entrar. Me costó desclavarme del asiento por la
impresión que me causó su visión. Maduro, bastante robusto y con cabello corto,
llevaba una chaquetilla blanca arremangada. Era evidente que no tenía nada
debajo pues, además de sus desnudos brazos regordetes, la abertura del escote
dejaba ver un vello suave. Cordialmente me dio la mano y me rozó con la barriga
al cruzarnos en la puerta. Todo ello me puso ya alterado.
Le expliqué la cuestión y, al
disponerme a subir la pernera para enseñarle el bulto, me interrumpió, con el
tuteo que a veces utilizan los médicos: “Mejor si te quitas los pantalones”.
Obedecí algo titubeante y me senté sólo con el slip en la silla que me indicó.
Él, en un taburete a mi lado, me cogió la pierna y la subió sobre sus rodillas.
Examinó y tocó, para concluir, dándome un afectuoso cachetito en el muslo: “Es
un pequeño quiste sebáceo que seguramente se absorberá solo”. Y, para mi
sorpresa, se levantó la chaquetilla hasta medio pecho. “Fíjate, es igual al que
tengo yo aquí”. Señaló a un lado de su barriga velluda y me cogió una mano.
“Toca. Verás que el tacto es el mismo”. Tanta intimidad aumentó mi nerviosismo,
aunque casi lamentaba que la visita estuviera a punto de concluir.
Pero me equivocaba porque, cuando
ya iba a recuperar mis pantalones, me atajó: “Ya que has venido no estaría mal
aprovechar para una revisión completa. A veces se da importancia a cosas que no
la tienen y se descuidan otras que merecen más cuidado. Así quedarás más
tranquilo”. Todo menos tranquilo, pensé, y no por motivos de salud. Dócilmente
me quité pues la camisa y, de momento, preferí darle la espalda, temeroso de
que se notara demasiado lo que pasaba bajo el slip. Empezó a examinarme por
detrás y sus toques a lunares y manchas los sentía como caricias que me estaban
poniendo negro. La cosa no paró aquí porque bajó el slip y me palpó el culo con
desenvoltura. “Todo esto está muy bien. Veamos por delante”. Me cogió por los
hombros y me dio la vuelta. Como el slip había quedado enganchado por el
endurecimiento de mi polla, pensé que sus arrugas disimulaban algo mi estado. Pero
la mirada que le echó fue elocuente. Sin embargo se concentró en el repaso de
mi pecho, incluso buscando quién sabe qué anormalidad en los pezones. Mi
respiración se aceleraba, mientras él iba descendiendo impertérrito. Todo se
estaba sucediendo en pocos segundos, pero se me hacían una eternidad. Ya no
sabía si temer o desear que acabara de bajarme el slip. Y lo hizo. Aquí ya no
había disimulo que valiera y mi polla liberada saltó como un muelle. Su
comentario sonó sarcástico e insinuante a la vez: “Me gustan los pacientes
sensibles”. Sin el menor recato cogió la polla para subir y bajar la piel del
prepucio. “No has necesitado ninguna operación”. El examen de los testículos
requirió cierta maniobra. Como por lo visto me quería con las piernas más
separadas, me ayudó a sacar el slip que, caído, me trababa algo los pies.
Agachado, casi le rozaba la cara con mi polla y, de buena gana, habría tomado
impulso para metérsela en la boca. Pero opté por dejar que prosiguiera con su
revisión en profundidad, a la que ya le estaba cogiendo gusto. Manoseó a
conciencia la bolsa de los huevos, estirando la piel para examinarla por todos
los lados y, en apariencia, indiferente a los bandazos que iba dando mi polla
con los meneos. Sentía unos deseos irrefrenables de tomarme la revancha, pues
ya me había quedado bastante claro que el interés científico estaba superado de
largo. Mas me paralizaba su mezcla de osadía y sangre fría.
Con esta actitud, cuando dio por
concluida su tarea y manifestó que todo estaba en orden, permaneció sonriente
frente a mí, desnudo yo y con excitación persistente. Se me ocurrió una salida
muy tonta, pero que a la postre resultó eficaz. “Así que del bulto no me tengo
que preocupar… Aunque me parece que el mío está más duro ¿Puedo volver a
tocar?”. Dadas las circunstancias, sin haberlo pensado, las frases adquirían un
doble sentido. El doctor soltó una sonora carcajada y ahora se desabrochó la
chaquetilla, presentando su apetitosa delantera. Tanteé como si no recordara el
lado que me había enseñado antes y, mientras movía una mano por su barriga,
reposé la otra sobre el pecho. Al rozar los pezones, éstos se habían
endurecido. No me pasó por alto que, al quedar abierta la chaquetilla, el
frente del blanco pantalón sin bragueta mostraba un patente abultamiento.
Recordé una de sus frases y la retomé: “También me gustan los médicos
sensibles”. Bajé una mano y al acariciar capte la dureza.
Tiré ya a degüello y, en un
santiamén, lo despojé de la chaquetilla y deshice el lazo de la cinta que ceñía
el pantalón. Como no llevaba nada más –le debía gustar trabajar suelto–, quedó
igual que yo, desnudo y con la polla tiesa. Si nada más verlo cuando me recibió
me había resultado extraordinariamente atractivo, tal como lo tenía ahora ante
mí me desató todo el deseo acumulado. ”Voy a revisarte también, ¿vale?”.
Sonriente y con fingida mansedumbre se entregó a mis ansiosas manos. Pero ahora
no fueron sólo las manos los que usé. Con el hambre de dermatólogo que me había
entrado, me precipité a saborear esas tetas tan tentadoras. El vello canoso me
cosquilleaba la nariz y los pezones me sabían a gloria. Me estrechaba entre sus
brazos gozando del chupeteo y su contacto me encendía. Él mismo me fue
empujando hacia abajo y, al entrar mi lengua en el ombligo, las cosquillas le
hicieron estremecer y reír. Al sentir en la barbilla los latidos de la polla
dilatada, me aparté un poco y remedé los tocamientos a los que me había
sometido: “Qué bien te la operaron…”. En efecto, el prepucio estaba
parcialmente cortado y lucía un jugoso capullo. No pude resistir engullirlo, lo
que fue recibido con un fuerte suspiro. “Yo no había llegado a tanto…”, bromeó.
“Ya llegarás”, lo reté.
Tras recibir unas cuantas
chupadas, lamida de huevos incluida, con un par de patadas se desembarazó del
pantalón caído y me sujetó haciéndome retroceder hasta la camilla que había en
un rincón. Hube de apoyarme en ella, con los codos hacia atrás, y así fue como se
puso a mamármela con una maestría que me provocaba temblor en las piernas. No
me dejé ir, sin embargo, porque mi revisión a fondo aún no había acabado. Así
que lo levanté y le di la vuelta. Ahora
tenían por primera vez ante mí la parte posterior de su cuerpo: una espalda
recia y suavemente velluda, rematada por un culo que pedía guerra. Él mismo se
apoyó sobre la camilla y se entregó encantado a mis caricias. Mis manos y mi
lengua lo recorrían desde e cuello hacia abajo. Llegué a caer de rodillas y,
agarrado a sus muslos, restregaba la cara por el orondo trasero. Adentraba mi
lengua en la hendidura y, pasando una mano hacia delante, le sobaba los huevos
y la polla húmeda.
Yo sentía un ardor tremendo en la
verga y ya estaba dispuesto a follarlo. Pero me apartó suavemente e,
irguiéndose, volvió a estar de cara a mí. Entendí que era algo que no le iba,
pero enseguida quiso compensarme. Cariñosamente fue bajando las manos por mis
costados y se arrodilló. Me subía la polla para chuparme los huevos de una
forma deliciosa. Pero no tardó en iniciar una mamada experta que me inundó de
calor. Cuando mis resoplidos dieron indicios de que me venía la corrida pasó a
usar la mano, mientras con la otra sujetaba preventivamente una toallita. Tras
varias pasadas acabé yéndome sobre ésta con temblores de piernas. Mi limpió con
suavidad y pulcritud, comentando entretanto: “Más completa no ha podido ser la
revisión, ¿verdad?”.
Como seguía con la polla tiesa,
pensé que ahora le tocaba a él desfogarse. Pero atajó mi idea con una
explicación que resultó de lo más curiosa: “Prefiero reservarme. Hoy es mi
aniversario de boda y esta noche tendré que cumplir. Así he cargado las pilas”.
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