viernes, 11 de octubre de 2013

Un motorista acogedor


Me resultan muy eróticos los gorditos que van en moto, sobre todo si es una scooter. En verano, ahí sentados y con pantalón corto, lucen unos muslos más o menos peludos que revientan las perneras; y lo mismo pasa con los brazos estirados hacia el manillar. La barriguita les queda muy bien puesta tensando la camisa o el polo, y el paquete resalta desbordando el asiento. El hecho de que lleven casco les da un aura de misterio y permite fantasear sobre sus rasgos faciales e, incluso, la edad. Cuando voy a cruzar la calzada siempre me fijo en esos especímenes que se detienen justo ante el semáforo en rojo y aguardan en alerta la vía libre.

Pero hete aquí que, paradójicamente por no fijarme, me vi envuelto en un incidente que, por suerte, tuvo un desenlace insólito y de lo más tórrido.

Salí de casa algo despistado e hice un intento de cruzar la calle pese a que el semáforo estaba rojo. No vi una Vespa que circulaba muy cerca de la acera con intención de girar en el chaflán. Frenó a tiempo pero, aun así, me dio una rascada en la pierna. La moto se tambaleó, aunque consiguió estabilizarse y yo caí sentado de culo sobre el bordillo. El motorista apartó la Vespa y acudió enseguida en mi auxilio. “¡Pero hombre…!”, decía en tono de reproche, y tenía toda la razón.  Yo solo me había rasgado el pantalón y un sucio rasguño en la pierna sangraba moderadamente. Reconociendo que la imprudencia había sido mía quise tranquilizarlo. “Estoy bien, es poca cosa…”. Solícito se agachó a mi lado. Solo ahora, en mi confusión, pude captar que encajaba con creces en el prototipo que he descrito antes: recios muslos, buena barriga y paquete resaltado por su postura en cuclillas. Cuando se quitó el casco, cabeza y rostro de hombre algo maduro no desmerecían del conjunto: algo calvete, de pelo muy corto y expresión cálida enmarcada por una rala barbita. “Pero eso hay que curarlo”, dijo observándome la pierna. “Mira, soy enfermero y vivo aquí mismo. Si iba a dejar la moto en la acera… Si subes conmigo te lo limpio y desinfecto”.

Cojeaba un poco y no tuve el menor inconveniente en pasarle un brazo sobre los hombros y dejarme llevar por la cintura. Era un contacto que me reconfortaba… y algo más. Así subimos en el ascensor. “¡Menudo susto me has dado!”, se desahogaba. “Soy un despistado… Aprenderé la lección”, me excusaba yo. Más que piso era un estudio de un solo ambiente, arreglado de forma austera pero con gusto; una puerta-corredera daba acceso al baño. Me hizo sentar en el sofá y, de repente, hizo un gesto de desagrado. “¡Uf, qué calor hace aquí! Me había dejado todo cerrado… Un momento que abro”. Desapareció de mi visual y oí que manipulaba en el ventanal. Al volver ante mí iba sacándose el polo por la cabeza. “¡Así mejor!”, concluyó. Mi mirada quedó clavada en las redondeces de ese busto suavemente velludo.

“Será mejor que te quites el pantalón para poder limpiarte… Con ese desgarro de poco te va a servir ya”. Volví a la realidad ante una engorrosa evidencia: no llevaba calzoncillos. El caso era que mi única intención había sido cruzar la calle para comprar la prensa en el quiosco de enfrente, pues vivía en la finca al lado de la del motorista –cosa que no le había dicho–. Como en casa estaba desnudo eché mano de una camiseta y un pantalón viejo para la salida momentánea. Tuve que advertirle, avergonzado, sin más explicaciones. “Es que voy sin calzoncillos…”. Se rio. “¡Uy! Eso lo hacemos todos algunas veces. No te dé corte, que soy casi médico”. Me resigné a abrir el pantalón, pero terció. “Espera, te ayudo. Que no te roce demasiado la pierna”. Así que levanté un poco el culo del asiento y sus manos se pusieron a jalar con delicadeza de la prenda. Cuando quedó al aire mi sexo noté que reprimía una sonrisa socarrona. A punto estuve de estirarme la camiseta, aunque aún habría resultado más ridículo. Él, muy profesional, se interesó sobre todo por el estado de mi pierna. “Es un rasguño superficial y apenas sangra ya. No hará falta darte puntos… No te vayas, que enseguida vengo con el botiquín”, dijo con sorna. Allí quedé yo despatarrado mientras él se desplazaba al baño. No dejé de apreciar lo bueno que estaba, con el pantalón corto únicamente.

De vuelta se sentó en la moqueta con las piernas cruzadas y descansó sobre ellas la mía. Empapó una gasa con una solución aséptica y limpió la herida y sus alrededores. Como apenas me dolía, sentía sobre todo el cosquilleo del vello de sus muslos, así como el roce de sus dedos bastante más arriba del final de la herida. Teniendo en cuenta mi desnuda indefensión y que su cara estaba al nivel de mi polla, temía que tantos desvelos, que empezaban a parecerme un tanto exagerados dada la levedad de la lesión, tuvieran consecuencias. Para colmo comentó: “Esta pierna tan maciza  no te va a quedar fea”. Luego pasó a aplicarme cicatrizante. “Te escocerá un poco, pero te lo calmaré”. Sí que escocía, pero aún me estaba produciendo un picor de otro tipo el hecho de que fuera soplando como se hace con los niños. Total que allí inmovilizado no pude evitar una paulatina erección. Era imposible que le pasara por alto y así los hizo constar. “¡Vaya! Señal de que ya te ha pasado el susto”.

Estábamos en aquel momento en que, o se improvisa cualquier excusa elusiva  y tonta, o se destapan las cartas. Y los dos parecíamos estar dispuestos a optar por lo segundo. Así que largué: “¡Tú verás, con tanto manoseo…!”. Se lo tomó como un halago. “Algo me decía que iba por buen camino”. “A la vista está”, confirmé. Dejó la pierna en el suelo, pero siguió en la misma postura. “La pierna ha quedado lista… ¿Sigo?”. Su tono meloso y lo evidente de su petición me excitaron todavía más. No contesté y me dejé hacer. Alargó la mano y me acarició la polla con suavidad. Me produjo un efecto electrizante y me incliné hacia delante, cuidando de no entorpecer su manipulación, para echar mano a mi vez de lo que tenía más cerca, que era uno de sus pechos. Lo manoseé removiendo el vello y mi roce puso enseguida el pezón en tensión. “Ya no soy el único que tiene algo duro”, chanceé. “Pues hay algo más grande”, replicó y se levantó de un impulso. Muy cerca de mí dejó que le abriera el pantalón, que cayó al suelo. Él sí que llevaba un eslip ajustado que se estiraba en una llamativa turgencia, marcada con una manchita de humedad. Di un morboso lametón a ésta y fui bajando el eslip muy lentamente mientras decía: “¿Sabes que me chiflan los motoristas como tú?”. “¿Y te tiras siempre debajo de las ruedas?”. “A ti ni te vi… Lo que son las cosas: si te hubiera visto habrías pasado de largo”. La polla desbordó el límite y se alzó como impulsada por un resorte. La sopesé con delicadeza mojando un dedo en la puntita brillante. Le miré a los ojos en demanda de venia y mi lengua la fue recorriendo. Luego la chupé, solo el capullo primero, pero después me la iba tragando entera. “¡Uy, uy, uy! ¡Vaya con el lesionado!”. Me acariciaba la cabeza con actitud entregada. Pero no tardó en poner freno. “¡Para, para, que me pierdes!”. Se apartó riendo y aprovechó para quitarme la camiseta. “¡Ahora a ti! ¡Quédate quieto!”. Se arrodilló entre mis piernas y comprobó que mi polla seguía pidiendo guerra. Sin embargo lo que hizo a continuación fue sacar de su botiquín un frasquito, que no tenía pinta de contener algo curativo precisamente. Me echó unas gotas en el capullo y noté un calorcillo cuando me frotaba. No tuvo reparo en usar la boca y chupar goloso. Llegó a decir interrumpiéndose: “¡Sabe a fresa!”. Pero el lubricante iba a tener otra utilidad. Vertió un poco más y me embadurno aún más la polla, que estaba en el máximo de dureza. Entonces se levantó, me dio la espalda y fue dejándose caer. Con una mano orientaba mi pene, que se abría paso por la raja y se iba metiendo dentro de su culo. El lubricante, que me hacía resbalar por el apretado conducto, aumentó la calidez que me recorría el cuerpo. Él se puso a dar saltitos haciendo fuerza con las manos sobre las rodillas. Su espalda subía y bajaba ante mí, y yo le arremolinaba el vello y lo arañaba. “¡Vas a hacer que me corra!”, avisé. “Si quieres…”, y siguió en lo suyo. Era una forma original de dar por el culo, sin tener que moverme, y la excitación me venció. Debió sentir los latidos de mi polla al vaciarse porque se apretó más y solo me fue liberando cuando me cedió la tensión. Yo había estado con ganas de patalear aunque carecía de fuerzas. “¡Hala, toda para mí!”, exclamó eufórico enderezándose. “Pero me has tratado como a un lisiado”, repliqué yo. “¡Di que no te ha gustado!”, me retó. “¡Puaf, qué pasada!”, y con eso lo dije todo.

Por supuesto aún quedaba reserva erótica y quise provocarlo. “¿Esto qué ha sido…, para limpiar tu conciencia del atropello?”. Me siguió la corriente. “¡Será posible! Si el que tiene que expiar el despiste eres tú”. “Dime cómo… ¡Pobre de mí, aquí postrado!”. Se enfrentó a mí metiendo mis piernas entre las suyas, con la polla muy cerca de mi cara. “Habrás de reanimarla”. Porque, con el ajetreo en el culo, estaba ahora a medio gas. “Vamos a ello, si así compenso”. Empecé a palparla y a sobar los huevos como si lo hiciera por obligación, aunque naturalmente me encantaba hacerlo. Se me ocurrió pedirle que me acercara el frasco de lubricante y se lo apliqué en abundancia. Cuando tomé la polla con la boca mis labios resbalaron y efectivamente noté un sabor a fresa, así como un agradable frescor. “¡Rico, rico!”, farfullé con la boca llena. Él, ya revigorizado plenamente, se apoyaba en el respaldo del sofá y con contundentes golpes de cadera me follaba la boca. Por lo visto también en esto pretendía ahorrarme trabajo. Pero yo afirmaba los labios en torno a su polla y ensanchaba la garganta para recibirla. Solo él podía hablar. “¡Despistadillo, qué gusto me estás dando!”. Aguantaba y aguantaba, enervándome por el ansia que tenía de su leche. Encima hacía el alarde de sacarla y balancearla ante mi cara; yo tenía que atraparla al vuelo. Sin embargo era de los inquietos que no esperan a que la boca acabe su trabajo. Al límite de excitación me la arrebató, soltó una mano del respaldo y se la meneó con energía. La erupción de la leche me salpicó la cara y se esparció sobre mi pecho. Ya que no había podido beberla, repasé con la lengua el capullo para degustar los restos.

Me di cuenta de que, desde que había llegado, no me había movido del sofá. Ya casi no me acordaba del motivo inicial, pues la pierna no había sufrido tanto como los toqueteos sanitarios parecieron dar a entender –Ahora comprendía que habían sido sobre todo una buena excusa para entrar en materia–. Así que reclamé: “¡Oye! Tengo ya el culo plano de estar sentado… Me deberías dar el alta para ir al baño”. “¡Vale! Pero hablando de culos, no veas cómo has dejado el mío”. “Tú te lo has buscado”. Me levanté y la pierna me tiraba solo un poco. “¡Espera que te acompaño”. Repliqué irónico a sus desvelos: “¿También me la vas a aguantar mientras meo?”.

En el baño aproveché para limpiarme lo que me había caído encima. Cuando volvía me vino a la mente el problema de mis pantalones rasgados y la inoportuna ausencia de calzoncillos. Aunque, dado que solo tendría que recorrer unos pocos metros de calle, me podía apañar con aquéllos. Así que le dije: “Tendré que recuperar mis pantalones y marcharme, que bastante trabajo te he dado hoy”. “¿Por qué te vas a ir tan pronto? Además los pantalones no están para ir por la calle”, me replicó un tanto contrariado. Ya declaré lo que había omitido. “Si vivo aquí al lado…”. “¡Vecinos y todo! ¡Eso no me lo habías dicho!”, exclamó sorprendido. “He tenido la boca muy ocupada”, bromeé. “¡Entonces qué prisa tienes!”, insistió. “¿Es que quieres curarme algo más?”, pregunté alagado por su interés. Pero su explicación me dejó perplejo. “Bueno…, dentro de un rato va venir mi amigo y había pensado que te gustaría conocerlo”. “¿Y que nos pille aquí a los dos en pelotas?”, pregunté incrédulo. “¡Uy! Le daría un morbo tremendo… No sabes lo salido que es”. Aún me lo puso más sugestivo. “Además está buenísimo…, ya lo verás. Y le va la marcha cantidad”. “¿Yo qué haría? ¿Mirar?”, pregunté para ver por dónde iba. “A él le gusta follarme… Con lo abierto que me has dejado… Pero, si te apetece, te lo podrás follar. Seguro que querrá que lo hagas… Es insaciable y le va todo”.

Poco margen de decisión me quedó, porque se oyó que una llave giraba en la cerradura. Así que el amigo se encontró conmigo en cueros, de pie con los pantalones en una mano y sin saber dónde meterme, y con el morador sin el menor pudor muy sonriente en el sofá. La verdad es que me dejó pasmado el recién llegado. Muy bueno, como lo había descrito su amigo, era poco. Mayor que nosotros, gordote y fortachón, destilaba una masculinidad expansiva. Ya se iba desabrochando la camisa y se quedó parado al vernos. “¡Vaya, vaya, esto sí que es un recibimiento!”, exclamó como si se encontrara con una grata sorpresa. Pero, mientras se quedaba descamisado, añadió: “¡A saber el desgaste que habréis tenido ya…! Pues yo vengo bien cargado”. No lo puse en duda, pues si el motorista me había encantado, éste era pura eclosión carnal. Socarrón dijo: “Tendré que ponerme a vuestro nivel”, y para mi asombro se me plantó muy cerca. “¿Me ayudas?”. Podía percibir los cálidos efluvios del sudor limpio que perlaba su busto de tetas redondeadas y peludas. Ante mi indecisión, me cogió las manos y las llevó a la hebilla de su cinturón. Superando mi pasmo, se lo abrí y empecé a bajar la cremallera. “Con cuidado, que soy muy sensible”, dijo él seductor. Fui descendiendo con mano temblorosa que seguía el contorno abultado. Cuando acabé, con una rápida agitación de caderas hizo que los pantalones cayeran hacia abajo. Aparecieron unos boxers muy ajustados, de esos que resaltan el paquete – ¡y vaya paquete, que casi los desbordaba!–. A todo esto el motorista, que había permanecido despatarrado en el sofá descojonándose del encuentro, se levantó y se puso a restregarse por detrás con su amigo, al que preguntaba meloso: “¿Solo te interesan las novedades?”. Empezó a bajarle los boxers que, al descender también por delante, liberaron una espléndida polla que me apuntaba. Yo, con tanta exhibición, me había vuelto a animar ya. El amigo me la palpó y le dijo al otro que le sobaba el culo: “Te la habrá metido bien metida, que te conozco”. Se agachó añadiendo: “A ver cómo sabe”, y me dio varios chupetones, que terminaron poniéndomela bien dura.

El recién llegado, ya en cueros y luciendo ese cuerpazo rotundo y peludo con sus atributos en pie de guerra, nos fue atrayendo a los dos hacia el sofá, donde nos hizo sentar. Se plantó ante nosotros manoseándose la verga y los huevos en plan provocador. “Para haceros perdonar ya sabéis lo que tenéis que hacer…”. El motorista cogió la polla, pero me invitó a la primera chupada. Me pareció gloria bendita meterme aquella pieza en la boca y la saboreé con ganas, pero al poco se cambió  de recipiente. Así, a capricho, el amigo iba alternando nuestras bocas en un juego procaz. “¡Wow, qué gozada!”, repetía.

No tardó en reclamar lo que ya el motorista me había anunciado. Pues conminó a éste: “¡Niño, trae ese culo, que no te libras de una segunda ración!”. El motorista, muy dispuesto, se arrodilló en el sofá y echó el cuerpo sobre los cojines del respaldo. Rememoré la postura inversa en que yo me lo había cepillado, o más bien, en que había hecho que me lo cepillara. Yo me había sentado en la moqueta con las piernas cruzadas –ni me acordaba de la lesión– y nerviosos manoseos por mi bajo vientre, dispuesto a no perderme el espectáculo que, sin el menor recato por su parte, se disponían a darme. Incluso parecía que les excitara tener un testigo de su lujuria. La polla del amigo estaba ya al pleno y aun así él se la estimulaba con lúbricos manoseos. El motorista, con una mano, se estiraba un cachete distendiendo la raja. El amigo flexionó un poco las rodillas para adecuar la altura y, ya conocedor del terreno, apuntó el henchido capullo al punto exacto. Descargó todo su peso y el vientre le fue quedando pegado al culo del motorista. Éste iba susurrando un repetido “umm” de bienvenida. El amigo no se abstuvo de comentar socarrón: “Se nota que hace poco te lo han abierto ¡golfo!”. Se puso en marcha la follada con energía y regodeo. El motorista se entregaba a los embates  complacido. Yo, que los contemplaba de perfil, llegaba a ver el émbolo que medio salía y volvía a desaparecer. El amigo agitaba su seductora anatomía, pero yo me fijaba especialmente en las contracciones musculares que sus esfuerzos le provocaban en el culo. La cercanía de aquella oronda y velluda forma despertó en mí un febril deseo de que también se cumpliera el segundo pronóstico que había hecho el motorista antes de la llegada de su amigo. Este mismo deseo me hacía controlar las manipulaciones por mi entrepierna para evitar una inoportuna corrida. Porque la conjunción de cuerpos iba tomando un ritmo frenético con imprecaciones soeces y cariñosas. “¡Eso es una polla, amor!”. “¡Calla y traga, putón!”… El amigo crispaba los dedos sobre la espalda del motorista, dejando rastros enrojecidos. Con la cara congestionada farfulló: “¡No aguanto más, cariño!”. Pero el motorista le dio una tórrida consigna: “¡Córrete fuera, que éste vea todo lo que sacas!”. Entonces la polla salió y golpeó en el exterior de la raja. En sincopados espasmos fue expulsando chorros de leche que se iban esparciendo hasta la nuca del motorista.

Se abrazaron satisfechos mientras yo alucinaba por la morbosa exhibición con que me habían regalado ¡Vaya dos más salidos! Pero seguían contando conmigo, porque el amigo no tardó en estirar una pierna sobre mi regazo interpelándome. “¡Tú no te habrás pasado con la mano ¿eh?, que no hemos acabado contigo!”. Este aviso reavivó mi excitación y acariciaba con avidez el robusto y velludo muslo, ansioso por que llegara el momento. Ellos, por exigencias de la naturaleza, se iban a tomar ahora un relajado reposo. Aprovechó entonces el motorista para contar a su amigo, quien hasta el momento no se había preguntado de dónde había salido yo, los pormenores del accidente. El amigo se lo tomó en plan burlón y me dijo refiriéndose al otro: “Seguro que se te echó encima para poder abusar de ti ¡No conoceré yo a este cazapollas!”. El motorista contraatacó a base de cosquillas y pellizcos.

Ya me dolían los huevos cuando por fin el amigo, arrebatándome su pierna, se incorporó. “¿Folla bien tu paciente?”, preguntó con malicia al motorista. “Pruébalo y verás”, replicó éste, que se las sabía todas acerca de la insaciabilidad de su hombre. Mi deseo de poseer ese culazo se hizo ya irreprimible. Pero la pareja era especialista en llevar al máximo el morbo de las situaciones. El amigo, con un contoneo parsimonioso e incitante, se dirigió a la pared. Apoyó las manos en ella y separó el cuerpo, haciéndolo cargar sobre las piernas un poco abiertas. Esta forma de ofrecerse me hizo levantar de un salto y acercarme a él. El motorista me siguió, agachado como un gorila y, aunque mi polla estaba ya en plena forma, no se abstuvo de darme unas chupadas reconfortantes, mientras el amigo meneaba el culo voluptuosamente. Fue el propio motorista quien guio mi polla hacia la raja e, incluso, graduó la apertura de piernas de su amigo para nivelar la altura. En otras circunstancias me habría entretenido previamente mordisqueando y lamiendo el espléndido pandero, pero la urgencia de la coyunda se impuso. Le entré y el ardor que ya tenía acumulado se duplicó con el apretado roce. El amigo exclamaba: “¡Wow, vaya con el vecinito! … ¡Dale, dale!”. No me hice de rogar y, ya ensamblado, llevé las manos a su delantera para agarrarle las tetas. Con este asidero, bombeé con energía, arengado por sus invectivas. “¡Así, así, cabrón!”. El motorista, que no había cambiado de postura, nos iba sobando a los dos como un sátiro. Llegó a tomarme una mano para dirigirla a la entrepierna de su amigo. Palpar el balanceo de la polla a medio engordar y entrechocando con los huevos, fue ya el colmo de mi aguante. Sin tiempo de avisar, me descargué con agitadas sacudidas.

Para no caer exangüe me abracé a la espalda caliente del amigo, sintiendo su respiración también acelerada. “¡Buen polvazo, sí señor!”, oí que decía. Pero me dejaba seguir así, ya con la polla resbalada al exterior. Y es que, de momento, no me había dado cuenta de que el motorista simiesco se le había metido por abajo y le hacía una mamada. Aun desmadejado, quise contribuir y, sin desasirme, me puse a pellizcar los duros pezones del amigo. Éste lo aceptaba todo con delectación. “¡Qué manera de atacar por detrás y por delante!”. Pero la postura forzada en que los tres estábamos pudo con nosotros, que acabamos descomponiendo el montaje. La polla del amigo, no obstante, estaba ya dura de nuevo y la del motorista no le iba a la zaga. Comprensivos con que yo, recién vaciado, no daba más de mí, no me dejaron de lado sin embargo. Con un tácito acuerdo, cada uno pasó un brazo por mi espalda, quedando así enlazados. Con la mano libre se masturbaban, apretándose contra mí e intercambiando miradas traviesas. Casi simultáneamente un cruce de leches acabó salpicándome.

Fui yo el primero en hablar mientras nos desligábamos. “¡Joder, qué peligro tienen las motos!”. Entre los dos me daban palmadas afectuosas. “Te quejarás del trato que te hemos dado…, con dos culos a tu disposición”, dijo el motorista que aún conservaba la expresión de sátiro. “¡Qué golfos sois… y qué buenos estáis!”, sentencié. Pese a aquella promiscua melé, comprendí que, una vez habían disfrutado de la novedad, era hora de devolverles su intimidad; aparte de que estaba agotado en cuerpo y alma. Así que rebusqué para recuperar mi camiseta y mi pantalón ajado, dispuesto a sortear la calle con mi pinta de superviviente de una catástrofe. “¡Hala, seguid follando a gusto si os quedan ganas!...Y mil gracias por la atención recibida”, dije a modo de despedida. No objetaron ya mi marcha, pero el motorista recalcó mucho: “Mantendremos relaciones de buena vecindad ¿vale?”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario