Me resultan muy
eróticos los gorditos que van en moto, sobre todo si es una scooter. En verano,
ahí sentados y con pantalón corto, lucen unos muslos más o menos peludos que
revientan las perneras; y lo mismo pasa con los brazos estirados hacia el
manillar. La barriguita les queda muy bien puesta tensando la camisa o el polo,
y el paquete resalta desbordando el asiento. El hecho de que lleven casco les
da un aura de misterio y permite fantasear sobre sus rasgos faciales e,
incluso, la edad. Cuando voy a cruzar la calzada siempre me fijo en esos
especímenes que se detienen justo ante el semáforo en rojo y aguardan en alerta
la vía libre.
Pero hete aquí que,
paradójicamente por no fijarme, me vi envuelto en un incidente que, por suerte,
tuvo un desenlace insólito y de lo más tórrido.
Salí de casa algo
despistado e hice un intento de cruzar la calle pese a que el semáforo estaba
rojo. No vi una Vespa que circulaba muy cerca de la acera con intención de
girar en el chaflán. Frenó a tiempo pero, aun así, me dio una rascada en la
pierna. La moto se tambaleó, aunque consiguió estabilizarse y yo caí sentado de
culo sobre el bordillo. El motorista apartó la Vespa y acudió enseguida en mi
auxilio. “¡Pero hombre…!”, decía en tono de reproche, y tenía toda la
razón. Yo solo me había rasgado el
pantalón y un sucio rasguño en la pierna sangraba moderadamente. Reconociendo
que la imprudencia había sido mía quise tranquilizarlo. “Estoy bien, es poca
cosa…”. Solícito se agachó a mi lado. Solo ahora, en mi confusión, pude captar
que encajaba con creces en el prototipo que he descrito antes: recios muslos,
buena barriga y paquete resaltado por su postura en cuclillas. Cuando se quitó
el casco, cabeza y rostro de hombre algo maduro no desmerecían del conjunto:
algo calvete, de pelo muy corto y expresión cálida enmarcada por una rala
barbita. “Pero eso hay que curarlo”, dijo observándome la pierna. “Mira, soy
enfermero y vivo aquí mismo. Si iba a dejar la moto en la acera… Si subes
conmigo te lo limpio y desinfecto”.
Cojeaba un poco y no
tuve el menor inconveniente en pasarle un brazo sobre los hombros y dejarme
llevar por la cintura. Era un contacto que me reconfortaba… y algo más. Así
subimos en el ascensor. “¡Menudo susto me has dado!”, se desahogaba. “Soy un
despistado… Aprenderé la lección”, me excusaba yo. Más que piso era un estudio
de un solo ambiente, arreglado de forma austera pero con gusto; una
puerta-corredera daba acceso al baño. Me hizo sentar en el sofá y, de repente,
hizo un gesto de desagrado. “¡Uf, qué calor hace aquí! Me había dejado todo
cerrado… Un momento que abro”. Desapareció de mi visual y oí que manipulaba en
el ventanal. Al volver ante mí iba sacándose el polo por la cabeza. “¡Así
mejor!”, concluyó. Mi mirada quedó clavada en las redondeces de ese busto
suavemente velludo.
“Será mejor que te
quites el pantalón para poder limpiarte… Con ese desgarro de poco te va a
servir ya”. Volví a la realidad ante una engorrosa evidencia: no llevaba
calzoncillos. El caso era que mi única intención había sido cruzar la calle
para comprar la prensa en el quiosco de enfrente, pues vivía en la finca al
lado de la del motorista –cosa que no le había dicho–. Como en casa estaba
desnudo eché mano de una camiseta y un pantalón viejo para la salida
momentánea. Tuve que advertirle, avergonzado, sin más explicaciones. “Es que
voy sin calzoncillos…”. Se rio. “¡Uy! Eso lo hacemos todos algunas veces. No te
dé corte, que soy casi médico”. Me resigné a abrir el pantalón, pero terció.
“Espera, te ayudo. Que no te roce demasiado la pierna”. Así que levanté un poco
el culo del asiento y sus manos se pusieron a jalar con delicadeza de la
prenda. Cuando quedó al aire mi sexo noté que reprimía una sonrisa socarrona. A
punto estuve de estirarme la camiseta, aunque aún habría resultado más
ridículo. Él, muy profesional, se interesó sobre todo por el estado de mi
pierna. “Es un rasguño superficial y apenas sangra ya. No hará falta darte
puntos… No te vayas, que enseguida vengo con el botiquín”, dijo con sorna. Allí
quedé yo despatarrado mientras él se desplazaba al baño. No dejé de apreciar lo
bueno que estaba, con el pantalón corto únicamente.
De vuelta se sentó en la
moqueta con las piernas cruzadas y descansó sobre ellas la mía. Empapó una gasa
con una solución aséptica y limpió la herida y sus alrededores. Como apenas me dolía,
sentía sobre todo el cosquilleo del vello de sus muslos, así como el roce de
sus dedos bastante más arriba del final de la herida. Teniendo en cuenta mi
desnuda indefensión y que su cara estaba al nivel de mi polla, temía que tantos
desvelos, que empezaban a parecerme un tanto exagerados dada la levedad de la
lesión, tuvieran consecuencias. Para colmo comentó: “Esta pierna tan maciza no te va a quedar fea”. Luego pasó a aplicarme
cicatrizante. “Te escocerá un poco, pero te lo calmaré”. Sí que escocía, pero
aún me estaba produciendo un picor de otro tipo el hecho de que fuera soplando
como se hace con los niños. Total que allí inmovilizado no pude evitar una
paulatina erección. Era imposible que le pasara por alto y así los hizo
constar. “¡Vaya! Señal de que ya te ha pasado el susto”.
Estábamos en aquel
momento en que, o se improvisa cualquier excusa elusiva y tonta, o se destapan las cartas. Y los dos
parecíamos estar dispuestos a optar por lo segundo. Así que largué: “¡Tú verás,
con tanto manoseo…!”. Se lo tomó como un halago. “Algo me decía que iba por
buen camino”. “A la vista está”, confirmé. Dejó la pierna en el suelo, pero
siguió en la misma postura. “La pierna ha quedado lista… ¿Sigo?”. Su tono
meloso y lo evidente de su petición me excitaron todavía más. No contesté y me
dejé hacer. Alargó la mano y me acarició la polla con suavidad. Me produjo un
efecto electrizante y me incliné hacia delante, cuidando de no entorpecer su
manipulación, para echar mano a mi vez de lo que tenía más cerca, que era uno
de sus pechos. Lo manoseé removiendo el vello y mi roce puso enseguida el pezón
en tensión. “Ya no soy el único que tiene algo duro”, chanceé. “Pues hay algo
más grande”, replicó y se levantó de un impulso. Muy cerca de mí dejó que le
abriera el pantalón, que cayó al suelo. Él sí que llevaba un eslip ajustado que
se estiraba en una llamativa turgencia, marcada con una manchita de humedad. Di
un morboso lametón a ésta y fui bajando el eslip muy lentamente mientras decía:
“¿Sabes que me chiflan los motoristas como tú?”. “¿Y te tiras siempre debajo de
las ruedas?”. “A ti ni te vi… Lo que son las cosas: si te hubiera visto habrías
pasado de largo”. La polla desbordó el límite y se alzó como impulsada por un
resorte. La sopesé con delicadeza mojando un dedo en la puntita brillante. Le
miré a los ojos en demanda de venia y mi lengua la fue recorriendo. Luego la
chupé, solo el capullo primero, pero después me la iba tragando entera. “¡Uy,
uy, uy! ¡Vaya con el lesionado!”. Me acariciaba la cabeza con actitud entregada.
Pero no tardó en poner freno. “¡Para, para, que me pierdes!”. Se apartó riendo
y aprovechó para quitarme la camiseta. “¡Ahora a ti! ¡Quédate quieto!”. Se
arrodilló entre mis piernas y comprobó que mi polla seguía pidiendo guerra. Sin
embargo lo que hizo a continuación fue sacar de su botiquín un frasquito, que
no tenía pinta de contener algo curativo precisamente. Me echó unas gotas en el
capullo y noté un calorcillo cuando me frotaba. No tuvo reparo en usar la boca
y chupar goloso. Llegó a decir interrumpiéndose: “¡Sabe a fresa!”. Pero el
lubricante iba a tener otra utilidad. Vertió un poco más y me embadurno aún más
la polla, que estaba en el máximo de dureza. Entonces se levantó, me dio la
espalda y fue dejándose caer. Con una mano orientaba mi pene, que se abría paso
por la raja y se iba metiendo dentro de su culo. El lubricante, que me hacía
resbalar por el apretado conducto, aumentó la calidez que me recorría el
cuerpo. Él se puso a dar saltitos haciendo fuerza con las manos sobre las
rodillas. Su espalda subía y bajaba ante mí, y yo le arremolinaba el vello y lo
arañaba. “¡Vas a hacer que me corra!”, avisé. “Si quieres…”, y siguió en lo
suyo. Era una forma original de dar por el culo, sin tener que moverme, y la
excitación me venció. Debió sentir los latidos de mi polla al vaciarse porque
se apretó más y solo me fue liberando cuando me cedió la tensión. Yo había
estado con ganas de patalear aunque carecía de fuerzas. “¡Hala, toda para mí!”,
exclamó eufórico enderezándose. “Pero me has tratado como a un lisiado”,
repliqué yo. “¡Di que no te ha gustado!”, me retó. “¡Puaf, qué pasada!”, y con
eso lo dije todo.
Por supuesto aún
quedaba reserva erótica y quise provocarlo. “¿Esto qué ha sido…, para limpiar
tu conciencia del atropello?”. Me siguió la corriente. “¡Será posible! Si el
que tiene que expiar el despiste eres tú”. “Dime cómo… ¡Pobre de mí, aquí
postrado!”. Se enfrentó a mí metiendo mis piernas entre las suyas, con la polla
muy cerca de mi cara. “Habrás de reanimarla”. Porque, con el ajetreo en el
culo, estaba ahora a medio gas. “Vamos a ello, si así compenso”. Empecé a
palparla y a sobar los huevos como si lo hiciera por obligación, aunque
naturalmente me encantaba hacerlo. Se me ocurrió pedirle que me acercara el
frasco de lubricante y se lo apliqué en abundancia. Cuando tomé la polla con la
boca mis labios resbalaron y efectivamente noté un sabor a fresa, así como un
agradable frescor. “¡Rico, rico!”, farfullé con la boca llena. Él, ya
revigorizado plenamente, se apoyaba en el respaldo del sofá y con contundentes
golpes de cadera me follaba la boca. Por lo visto también en esto pretendía
ahorrarme trabajo. Pero yo afirmaba los labios en torno a su polla y ensanchaba
la garganta para recibirla. Solo él podía hablar. “¡Despistadillo, qué gusto me
estás dando!”. Aguantaba y aguantaba, enervándome por el ansia que tenía de su
leche. Encima hacía el alarde de sacarla y balancearla ante mi cara; yo tenía
que atraparla al vuelo. Sin embargo era de los inquietos que no esperan a que
la boca acabe su trabajo. Al límite de excitación me la arrebató, soltó una
mano del respaldo y se la meneó con energía. La erupción de la leche me salpicó
la cara y se esparció sobre mi pecho. Ya que no había podido beberla, repasé
con la lengua el capullo para degustar los restos.
Me di cuenta de que,
desde que había llegado, no me había movido del sofá. Ya casi no me acordaba
del motivo inicial, pues la pierna no había sufrido tanto como los toqueteos
sanitarios parecieron dar a entender –Ahora comprendía que habían sido sobre
todo una buena excusa para entrar en materia–. Así que reclamé: “¡Oye! Tengo ya
el culo plano de estar sentado… Me deberías dar el alta para ir al baño”.
“¡Vale! Pero hablando de culos, no veas cómo has dejado el mío”. “Tú te lo has
buscado”. Me levanté y la pierna me tiraba solo un poco. “¡Espera que te
acompaño”. Repliqué irónico a sus desvelos: “¿También me la vas a aguantar
mientras meo?”.
En el baño aproveché
para limpiarme lo que me había caído encima. Cuando volvía me vino a la mente
el problema de mis pantalones rasgados y la inoportuna ausencia de
calzoncillos. Aunque, dado que solo tendría que recorrer unos pocos metros de
calle, me podía apañar con aquéllos. Así que le dije: “Tendré que recuperar mis
pantalones y marcharme, que bastante trabajo te he dado hoy”. “¿Por qué te vas
a ir tan pronto? Además los pantalones no están para ir por la calle”, me
replicó un tanto contrariado. Ya declaré lo que había omitido. “Si vivo aquí al
lado…”. “¡Vecinos y todo! ¡Eso no me lo habías dicho!”, exclamó sorprendido.
“He tenido la boca muy ocupada”, bromeé. “¡Entonces qué prisa tienes!”,
insistió. “¿Es que quieres curarme algo más?”, pregunté alagado por su interés.
Pero su explicación me dejó perplejo. “Bueno…, dentro de un rato va venir mi
amigo y había pensado que te gustaría conocerlo”. “¿Y que nos pille aquí a los
dos en pelotas?”, pregunté incrédulo. “¡Uy! Le daría un morbo tremendo… No
sabes lo salido que es”. Aún me lo puso más sugestivo. “Además está buenísimo…,
ya lo verás. Y le va la marcha cantidad”. “¿Yo qué haría? ¿Mirar?”, pregunté
para ver por dónde iba. “A él le gusta follarme… Con lo abierto que me has
dejado… Pero, si te apetece, te lo podrás follar. Seguro que querrá que lo
hagas… Es insaciable y le va todo”.
Poco margen de
decisión me quedó, porque se oyó que una llave giraba en la cerradura. Así que
el amigo se encontró conmigo en cueros, de pie con los pantalones en una mano y
sin saber dónde meterme, y con el morador sin el menor pudor muy sonriente en
el sofá. La verdad es que me dejó pasmado el recién llegado. Muy bueno, como lo
había descrito su amigo, era poco. Mayor que nosotros, gordote y fortachón, destilaba
una masculinidad expansiva. Ya se iba desabrochando la camisa y se quedó parado
al vernos. “¡Vaya, vaya, esto sí que es un recibimiento!”, exclamó como si se
encontrara con una grata sorpresa. Pero, mientras se quedaba descamisado,
añadió: “¡A saber el desgaste que habréis tenido ya…! Pues yo vengo bien
cargado”. No lo puse en duda, pues si el motorista me había encantado, éste era
pura eclosión carnal. Socarrón dijo: “Tendré que ponerme a vuestro nivel”, y
para mi asombro se me plantó muy cerca. “¿Me ayudas?”. Podía percibir los
cálidos efluvios del sudor limpio que perlaba su busto de tetas redondeadas y
peludas. Ante mi indecisión, me cogió las manos y las llevó a la hebilla de su
cinturón. Superando mi pasmo, se lo abrí y empecé a bajar la cremallera. “Con
cuidado, que soy muy sensible”, dijo él seductor. Fui descendiendo con mano
temblorosa que seguía el contorno abultado. Cuando acabé, con una rápida
agitación de caderas hizo que los pantalones cayeran hacia abajo. Aparecieron
unos boxers muy ajustados, de esos que resaltan el paquete – ¡y vaya paquete,
que casi los desbordaba!–. A todo esto el motorista, que había permanecido
despatarrado en el sofá descojonándose del encuentro, se levantó y se puso a
restregarse por detrás con su amigo, al que preguntaba meloso: “¿Solo te
interesan las novedades?”. Empezó a bajarle los boxers que, al descender
también por delante, liberaron una espléndida polla que me apuntaba. Yo, con
tanta exhibición, me había vuelto a animar ya. El amigo me la palpó y le dijo
al otro que le sobaba el culo: “Te la habrá metido bien metida, que te conozco”.
Se agachó añadiendo: “A ver cómo sabe”, y me dio varios chupetones, que
terminaron poniéndomela bien dura.
El recién llegado,
ya en cueros y luciendo ese cuerpazo rotundo y peludo con sus atributos en pie
de guerra, nos fue atrayendo a los dos hacia el sofá, donde nos hizo sentar. Se
plantó ante nosotros manoseándose la verga y los huevos en plan provocador.
“Para haceros perdonar ya sabéis lo que tenéis que hacer…”. El motorista cogió
la polla, pero me invitó a la primera chupada. Me pareció gloria bendita
meterme aquella pieza en la boca y la saboreé con ganas, pero al poco se cambió de recipiente. Así, a capricho, el amigo iba
alternando nuestras bocas en un juego procaz. “¡Wow, qué gozada!”, repetía.
No tardó en reclamar
lo que ya el motorista me había anunciado. Pues conminó a éste: “¡Niño, trae
ese culo, que no te libras de una segunda ración!”. El motorista, muy
dispuesto, se arrodilló en el sofá y echó el cuerpo sobre los cojines del
respaldo. Rememoré la postura inversa en que yo me lo había cepillado, o más
bien, en que había hecho que me lo cepillara. Yo me había sentado en la moqueta
con las piernas cruzadas –ni me acordaba de la lesión– y nerviosos manoseos por
mi bajo vientre, dispuesto a no perderme el espectáculo que, sin el menor recato
por su parte, se disponían a darme. Incluso parecía que les excitara tener un
testigo de su lujuria. La polla del amigo estaba ya al pleno y aun así él se la
estimulaba con lúbricos manoseos. El motorista, con una mano, se estiraba un
cachete distendiendo la raja. El amigo flexionó un poco las rodillas para
adecuar la altura y, ya conocedor del terreno, apuntó el henchido capullo al
punto exacto. Descargó todo su peso y el vientre le fue quedando pegado al culo
del motorista. Éste iba susurrando un repetido “umm” de bienvenida. El amigo no
se abstuvo de comentar socarrón: “Se nota que hace poco te lo han abierto
¡golfo!”. Se puso en marcha la follada con energía y regodeo. El motorista se
entregaba a los embates complacido. Yo,
que los contemplaba de perfil, llegaba a ver el émbolo que medio salía y volvía
a desaparecer. El amigo agitaba su seductora anatomía, pero yo me fijaba
especialmente en las contracciones musculares que sus esfuerzos le provocaban
en el culo. La cercanía de aquella oronda y velluda forma despertó en mí un
febril deseo de que también se cumpliera el segundo pronóstico que había hecho
el motorista antes de la llegada de su amigo. Este mismo deseo me hacía
controlar las manipulaciones por mi entrepierna para evitar una inoportuna
corrida. Porque la conjunción de cuerpos iba tomando un ritmo frenético con
imprecaciones soeces y cariñosas. “¡Eso es una polla, amor!”. “¡Calla y traga,
putón!”… El amigo crispaba los dedos sobre la espalda del motorista, dejando
rastros enrojecidos. Con la cara congestionada farfulló: “¡No aguanto más,
cariño!”. Pero el motorista le dio una tórrida consigna: “¡Córrete fuera, que
éste vea todo lo que sacas!”. Entonces la polla salió y golpeó en el exterior
de la raja. En sincopados espasmos fue expulsando chorros de leche que se iban
esparciendo hasta la nuca del motorista.
Se abrazaron satisfechos
mientras yo alucinaba por la morbosa exhibición con que me habían regalado
¡Vaya dos más salidos! Pero seguían contando conmigo, porque el amigo no tardó
en estirar una pierna sobre mi regazo interpelándome. “¡Tú no te habrás pasado
con la mano ¿eh?, que no hemos acabado contigo!”. Este aviso reavivó mi
excitación y acariciaba con avidez el robusto y velludo muslo, ansioso por que
llegara el momento. Ellos, por exigencias de la naturaleza, se iban a tomar
ahora un relajado reposo. Aprovechó entonces el motorista para contar a su
amigo, quien hasta el momento no se había preguntado de dónde había salido yo,
los pormenores del accidente. El amigo se lo tomó en plan burlón y me dijo
refiriéndose al otro: “Seguro que se te echó encima para poder abusar de ti ¡No
conoceré yo a este cazapollas!”. El motorista contraatacó a base de cosquillas
y pellizcos.
Ya me dolían los
huevos cuando por fin el amigo, arrebatándome su pierna, se incorporó. “¿Folla
bien tu paciente?”, preguntó con malicia al motorista. “Pruébalo y verás”,
replicó éste, que se las sabía todas acerca de la insaciabilidad de su hombre.
Mi deseo de poseer ese culazo se hizo ya irreprimible. Pero la pareja era
especialista en llevar al máximo el morbo de las situaciones. El amigo, con un
contoneo parsimonioso e incitante, se dirigió a la pared. Apoyó las manos en
ella y separó el cuerpo, haciéndolo cargar sobre las piernas un poco abiertas.
Esta forma de ofrecerse me hizo levantar de un salto y acercarme a él. El
motorista me siguió, agachado como un gorila y, aunque mi polla estaba ya en
plena forma, no se abstuvo de darme unas chupadas reconfortantes, mientras el
amigo meneaba el culo voluptuosamente. Fue el propio motorista quien guio mi
polla hacia la raja e, incluso, graduó la apertura de piernas de su amigo para
nivelar la altura. En otras circunstancias me habría entretenido previamente
mordisqueando y lamiendo el espléndido pandero, pero la urgencia de la coyunda
se impuso. Le entré y el ardor que ya tenía acumulado se duplicó con el
apretado roce. El amigo exclamaba: “¡Wow, vaya con el vecinito! … ¡Dale,
dale!”. No me hice de rogar y, ya ensamblado, llevé las manos a su delantera para
agarrarle las tetas. Con este asidero, bombeé con energía, arengado por sus invectivas.
“¡Así, así, cabrón!”. El motorista, que no había cambiado de postura, nos iba
sobando a los dos como un sátiro. Llegó a tomarme una mano para dirigirla a la entrepierna
de su amigo. Palpar el balanceo de la polla a medio engordar y entrechocando
con los huevos, fue ya el colmo de mi aguante. Sin tiempo de avisar, me
descargué con agitadas sacudidas.
Para no caer exangüe
me abracé a la espalda caliente del amigo, sintiendo su respiración también
acelerada. “¡Buen polvazo, sí señor!”, oí que decía. Pero me dejaba seguir así,
ya con la polla resbalada al exterior. Y es que, de momento, no me había dado
cuenta de que el motorista simiesco se le había metido por abajo y le hacía una
mamada. Aun desmadejado, quise contribuir y, sin desasirme, me puse a pellizcar
los duros pezones del amigo. Éste lo aceptaba todo con delectación. “¡Qué
manera de atacar por detrás y por delante!”. Pero la postura forzada en que los
tres estábamos pudo con nosotros, que acabamos descomponiendo el montaje. La
polla del amigo, no obstante, estaba ya dura de nuevo y la del motorista no le
iba a la zaga. Comprensivos con que yo, recién vaciado, no daba más de mí, no
me dejaron de lado sin embargo. Con un tácito acuerdo, cada uno pasó un brazo
por mi espalda, quedando así enlazados. Con la mano libre se masturbaban,
apretándose contra mí e intercambiando miradas traviesas. Casi simultáneamente
un cruce de leches acabó salpicándome.
Fui yo el primero en
hablar mientras nos desligábamos. “¡Joder, qué peligro tienen las motos!”.
Entre los dos me daban palmadas afectuosas. “Te quejarás del trato que te hemos
dado…, con dos culos a tu disposición”, dijo el motorista que aún conservaba la
expresión de sátiro. “¡Qué golfos sois… y qué buenos estáis!”, sentencié. Pese
a aquella promiscua melé, comprendí que, una vez habían disfrutado de la
novedad, era hora de devolverles su intimidad; aparte de que estaba agotado en
cuerpo y alma. Así que rebusqué para recuperar mi camiseta y mi pantalón ajado,
dispuesto a sortear la calle con mi pinta de superviviente de una catástrofe.
“¡Hala, seguid follando a gusto si os quedan ganas!...Y mil gracias por la
atención recibida”, dije a modo de despedida. No objetaron ya mi marcha, pero
el motorista recalcó mucho: “Mantendremos relaciones de buena vecindad ¿vale?”.
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