jueves, 27 de octubre de 2011

El hobby del dentista

Había empezado a sentir molestias en una muela y sabía que mi dentista habitual estaba de vacaciones. Pero temí que empeorara y solicité una visita a otro de la misma clínica, al cual no conocía. Siempre pone mal cuerpo someterse a ese tipo de manipulaciones a boca abierta y, con tal ánimo, me presente a la hora pactada. Se cumplió el ritual de la enfermera que te hace sentar en el impresionante sillón, te deja medio tumbado y te pone el baberito. Mientras ella va trajinando el temible instrumental, oigo pasos que se acercan por mi espalda y, de repente, sobre mí aparece un rostro sonriente. Quedé pasmado al instante por su atractivo: cara redonda, bien rasurada y con el cabello muy corto, de hombre maduro guapísimo. Cuando, tras saludarme con aire tranquilizador, empezó a moverse a mi alrededor, pude confirmar la excelente impresión: no muy alto, algo barrigón y con unos recios brazos velludos, resaltados por las mangas cortas de su chaquetilla blanca. Siguiendo sus instrucciones, abrí al máximo la boca y se inclinó sobre mí. Las inevitables molestias de los utensilios introducidos se volatilizaban por el calor de su brazo que me rozaba con frecuencia y la presión de su barriga sobre mi codo apoyado en el sillón. Hubo de bajar un poco la altura de éste y aún subió más mi excitación. Pues ahora era su paquete el que se frotaba  con mi codo. Como si fuera un movimiento reflejo, lo saqué algo más y no se retraía en absoluto. Es más, en algún momento en que se apartaba, se recolocaba sus bajos como al descuido. Yo había ya desplazado todo el antebrazo, dejando la mano tonta. Volvió a arrimarse y se refregaba todo a lo largo. Llegué a percibir una cierta dureza y, cuando alcanzó el nivel de mi mano, no pude evitar un discreto pinzamiento con dos dedos y, realmente, lo que toqué tenía consistencia Sin dejar de sonreír, se apartó con suavidad. Y me pareció que más por la presencia de la enfermera, que trasteaba a nuestra espalda, que por rechazo.


Al fin me explicó que había hecho un poco de limpieza y reparado un empaste. Escribió durante un rato y me entregó la receta de un calmante, por si me hacía falta. Me despidió con su cordialidad característica, no sin antes encarecer que no dudara en volver ante cualquier problema. Como salí recalentado y jurándome que, con problema o sin problema, había de volver, no me di cuenta que iba otra hoja junto a la receta. Sólo al llegar a la calle las revisé y, con gran sorpresa y pese a la letra rápida, leí el mensaje: “¿Te gustaría que jugáramos los dos solos? El domingo no hay consulta, pero por la tarde estaré aquí”. No me conmocionó únicamente la propuesta sino que casi daba por hecha mi aceptación. Y vaya si acertaba, porque la oferta me resultaba tan tentadora que por nada del mundo la iba a desperdiciar.
 
Como la visita fue un jueves, aún tuve algunos días para darle vueltas al asunto. Combinaba lo de “jugar” con las características del sitio y me entraban escalofríos. ¿Me recibiría en su “look” de dentista? Todo el erotismo que su imagen me despertaba se teñía de temor al situarlo entre tan siniestros aparatos. ¿No podríamos habernos citado en un lugar más agradable? No habría habido ningún problema para traerlo a mi casa, pero no me había dejado ocasión de ofrecérselo. Tenía que ser allí. Igual nos apañábamos con la sala de espera… Así llegó la tarde del domingo y me presenté en la consulta sumido en un torbellino de emociones.
 
Llamé y nadie acudía. Llegué a pensar, con una mezcla de decepción y alivio, que allí no había nadie y que la cita había sido un fiasco. Insistí por si acaso y entonces oí por fin que manipulaban en la cerradura. Abrió y… llevaba el mismo atuendo que el otro día. Nada más verlo se me aflojaron las piernas, pues lo encontré tanto o más encantador. Pero me resultó curioso que, dándome la mano cordialmente, se comportara en plan profesional. Eso me cortó un poco y me reprimí las ganas de meterle mano. Para colmo, me hizo pasar a su santuario y hasta me invitó a ocupar el sillón. Mi titubeo le arrancó unas risas: “Ya me imaginas como el dentista psicópata de las películas, ¿verdad?”. Ya no sabía si seguirle el juego o salir corriendo, pero la insinuante socarronería de su rostro me tenía cautivado. Así que me dejé caer en el sillón para que no me fallaran las piernas.
 
Cuando sentí por la cara el roce del vello de sus brazos que me entraban por detrás, me inundó un calorcillo tranquilizador. Con parsimonia iba desabrochando los botones de mi camisa y, metiendo las manos, me acariciaba el pecho. Se desplazó hacia un lado y, activando una palanca, inclinó un poco más el asiento. Se echó sobre mí y me besó cálidamente. Se notaba que su especialidad eran las bocas. Con sus labios apretaba los míos y, con la lengua, recorría toda mi cavidad. Lo abracé y metí una mano por dentro de la chaquetilla, gozando de la suavidad de su cuerpo. Pero me tendió una trampa, porque corrió la plataforma con la bandeja para el instrumental y me dejó atrapado. Pasó adelante y se puso a abrirme el pantalón. Tiró del slip y mi polla salió bien tensa. Echó hacia abajo la ropa y me sobó con suavidad los huevos y la polla. Volvió asimismo a demostrar su maestría bucal, con chupadas y lamidas que me ponían a cien.
 
Le pedí que me permitiera también disfrutar de él y, mansamente, se colocó a mi lado. Me quedé sentado ladeado y me dejó que le fuera abriendo la chaquetilla. Por fin empezaba a acceder a esos interiores en los que tanto había soñado. Acaricié y estrujé el pecho tan bellamente piloso. Se inclinó para facilitar que le chupara los pezones, riendo mimoso. Acabé de dejarle el torso desnudo y palpé la delantera del pantalón. La dureza que encontré me trajo recuerdos de los roces furtivos del otro día. Pero ahora el objeto de deseo estaba a mi disposición. De un tirón bajé lo que me estorbaba y allí tuve su generosa ofrenda. Procuré emular el virtuosismo con el que me acababa de tratar. Parecía que lo gozaba, sujetándome la cabeza para acompasar el ritmo.
 
“Si seguimos así vamos a acabar enseguida”, dijo apartándose con suavidad. “Me gustaría que probaras mi especialidad”. Ahí me sonaron todas las alarmas: ¿qué especialidad podía ser la de un dentista que además le gustaba montárselo en su  propia cámara de tortura? Sonriendo con malicia y mucha parsimonia, me liberó de la bandeja y me ayudó a deshacerme de resto de ropa apelotonada a mis pies. Él hizo otro tanto y me condujo cariñosa pero firmemente a una salita anexa. Era una especie de depósito de material y, a un lado, había una camilla. La desplazó hacia el centro y con esmero la cubrió con unos paños. “Te voy a dar un masaje que no olvidarás. Me encanta, aunque no es lo habitual con mis pacientes… Anda, túmbate boca abajo y verás”. Más tranquilo obedecí y él, muy profesionalmente, se rodeó la cintura con un paño y a mí cubrió el culo con otro. No dejó de extrañarme tanto decoro, pero seguro que todo tendría su por qué y para qué.
 
Empezó con unos hábiles repasos por toda mi espalda hasta la cintura, francamente relajantes. De ahí pasó a las piernas concentrándose pronto en los muslos, con unas incursiones cada vez más osadas por su intersección, que rebasaban los límites del pudoroso paño, lo cual comenzó a alterar mi relajación inicial. Mientras ya descaradamente me masajeaba el culo –eso sí, con método–, mi brazo colgante por fuera de la camilla iba recibiendo el roce de su endurecido paquete.
 
Levantando el paño que me tapaba, me invitó a ponerme boca arriba y volvió a dejar caer aquél sobre mi polla ya tiesa. Sentía sus manos sobre mi pecho como suaves descargas eléctricas, que se trasmitían a mi polla haciéndola vibrar. Lo que se incrementó al afanarse con la delantera de mis muslos e ir tropezando su codo con mi protuberancia. Tras volver a manipular mi pecho unos instantes, en una maniobra de despiste me despojó del paño. Prosiguió con los masajes pero ya sus manos cada vez estrechaban más el cerco en torno a huevos y polla, que rozaba con delicadeza. Asió al fin mi duro miembro y con un dedo recogió la humedad de la punta. Me pilló por sorpresa cuando de repente aplicó su boca en una mamada deliciosa. Entretanto alargué un brazo para sobarle el culo por dentro del taparrabo.
 
Me hacía subir al cielo con sus succiones y lamidas, que se extendían a los huevos y la entrepierna. En un arrebato le arranqué el paño de su cintura y lo atraje sobre mí para besarlo frenéticamente. Me incorporé sentándome de medio lado y lo metí entre mis piernas. Seguíamos besándonos y bajé una mano para alcanzarle la polla. Pero el pasó a chuparme las tetas y se agachó para volver a mamármela y mordisquearme los huevos, mientras me acariciaba la barriga y el pecho. Volví a hacer que se levantara y salté al suelo. Entonces se colocó de bruces sobre la camilla y me presentó la tentadora perspectiva de su culo. Lo sobé, palmeé y lamí con ansia. Él se abría y me incitaba. Me eché encima para acariciarlo y abrazarlo, al tiempo que le restregaba la polla. Lo empujé para que se pusiera boca arriba y fui yo el que le hice una mamada. Me provocaba levantando las piernas por encima de mis hombros y llegó a ofrecerme de nuevo el culo. Yo pasaba con mi lengua de la polla a la raja, que llenaba de saliva. Por fin me enderecé y sujetándole los muslos separados chocaba mi polla con sus huevos. Resbalando la puse en el ojete y, entre la lubricación del aceite y la raja trabajada, no me costó nada metérsela bien hondo. Él la recibió con gula, removiéndose para un mejor encaje. Se pellizcaba los pezones mientras yo bombeaba aun ritmo pausado. Su polla se mantenía tiesa y eso me excitaba más. Nuestras miradas se cruzaban con lujuria en tanto que él se la meneaba para completar el cuadro. Di un acelerón a las embestidas agarrado a sus muslos. Él aumentaba el pajeo. Los dos empezamos a bramar hasta que nos corrimos a la vez, yo dentro y él sobre su barriga. Lo ayudé a incorporarse y, de pie, nos abrazamos y besamos tiernamente.
 
Parecía insaciable, porque no tardó en tenderse en la camilla y, de lado, me atrajo para alcanzar otra vez mi polla con su boca. Sus dulces succiones del miembro relajado, al tiempo que me estrujaba los pechos con el brazo levantado, me resultaban deliciosas. Yo a mi vez acariciaba y jugaba con el vello de su delantera. Vi que iba teniendo una nueva erección y ahora fui yo quien me lancé sobre ella y chupé con vehemencia. No paré hasta sacarle una leche tan abundante como la que había disparado antes.
 
Bromeamos mutuamente, él con mi perseverancia y yo con su capacidad de recuperación. Hubimos de dar por acabada la sesión de masaje, por llamarla de alguna forma. De todos modos, y por si acaso, procuré pasar rápido por la sala de odontología.

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