domingo, 11 de abril de 2021

Añoranza de los trenes nocturnos

 Hubo un tiempo en que los viajes en tren duraban mucho más que ahora. Los trayectos largos frecuentemente solían ser nocturnos. Para sobrellevarlos, la mayoría de los viajeros se conformaban con dormitar en sus seis u ocho asientos de los compartimentos. Aunque también existían los llamados coches-cama, con sus más lujosas cabinas en las que se podía dormir a pierna suelta, más o menos. Como opción intermedia se crearon más adelante las cabinas compartidas de cuatro literas, en los que al menos se podía ir acostado, aunque sin desvestirse por la falta de intimidad. En uno de éstos, siendo yo bastante joven, transcurrió lo que me dispongo a contar.

Un rato antes de la partida del tren fui el primero en instalarme en mi compartimento y aguardé en uno de los asientos reconvertibles en literas. Poco después irrumpió un tipo sesentón y gordote, que al verme soltó: “¡Hombre! Vamos a tener una buena noche”. Como lo miré sin entender a qué se refería, aclaró sonriente: “El revisor me ha dicho que no vendrá nadie más. Así que podremos acostarnos como en el coche-cama”. Cerró la puerta y enseguida manipuló un asiento frente al que ocupaba yo, abriendo con destreza una litera baja. Tomó posesión de ella y señaló mi asiento: “Supongo que no querrás irte arriba”. Abrumado por su vehemencia, solo entonces llegué a decir: “Claro, será más cómoda”. “Así nos podremos ver”, añadió con esa ambigüedad que me descolocaba. Mientras se quitaba la corbata y la americana, bastante arrugada por cierto, y las dejaba en la litera de arriba, me preguntó: “Cómo te llamas”. “Miguel”, dije y pregunté a mi vez: “¿Y usted?”. “Ramón”, contestó. Pero añadió: “¿Tan viejo me ves que me hablas de usted?”. “No, claro… Como quieras”, balbucí. En mangas de camisa se le veía más orondo y me hizo sentir una cierta turbación. Zanjada la cuestión del tratamiento, Ramón dijo: “Voy a echar una meada y así quedaré listo para la noche”. Salió del compartimento y me quedé indeciso sobre cómo prepararme para dormir. Por lo pronto me quité el chaquetón que llevaba todavía y también los zapatos. Preparé mi litera y me senté haciendo que ojeaba un libro en espera de la vuelta de mi inquietante compañero.

Ramón no tardó y, tras entrar, me dijo: “Si ya no has de salir, mejor dejo cerrado”. Echó el pestillo a la puerta y añadió: “Así más tranquilos”. Luego me miró extrañado: “No te irás a quedar vestido… Si tenemos esto para nosotros”. Predicando con el ejemplo, empezó a quitarse los pantalones y la camisa. Se quedó con los calzoncillos y una camiseta imperio que apenas alcanzaba a cubrirle la pronunciada barriga. Se me mostró tal cual e insistió: “¿Qué te parece? Bien cómodo ¿no?”. Me sentí casi obligado a imitarlo y sacarme los pantalones. Pero ver que Ramón, sentado en su litera, no dejaba de observarme sonriente, aumentaba mi desazón. Además, como no usaba camiseta, me daba corte quitarme la camisa y pensé en dejármela. No tardó Ramón en captar mi intención e instarme: “La camisa fuera también o te quedará hecha un guiñapo”. Así que cedí y estuve ya solo en calzoncillos, con el fino cuerpo que tenía entonces en contraste con el rebosante de Ramón. Que no se privó de hacer su comentario ambiguo: “Si da gusto verte… Qué más quisiera yo estar como tú y no así gordo y tan mayor”. Me traicionó el subconsciente y me oí decir: “Tampoco estás tan mal”. Ramón soltó una risotada palmeándose los muslos: “Si ya me he dado cuenta de que me miras con buenos ojos”. Me subió el rubor y pensé: “¿Tanto se me nota?”. Pero Ramón no abundó más en el tema y volteándose quedó tumbado bocarriba en la litera. Apagó la lamparita que tenía encima y pareció que se disponía a dormir. Al echarme yo en mi litera, le pregunté: “¿Te molestará si leo un rato? Es que si no, me cuesta coger el sueño”. “¡Qué va! Si me gusta que haya luz… Así de paso me puedes ver”. Otra de sus frases que me descolocaban.

Me puse de costado, de cara a la otra litera, y apoyado en un codo intenté leer. La quietud de Ramón me hizo pensar que se habría dormido. Me confié y, más que al libro, mi mirada se iba a su silueta, con la barriga haciendo subir y bajar la camiseta al respirar y un grueso muslo que casi se le caía de la litera. Tenía un punto de obscena exuberancia que me resultaba sugestiva y me fui excitando hasta el punto de que, de buena gana, me habría masturbado contemplándolo. De pronto, como si hubiera telepatía entre los dos, sonó la voz de Ramón: “Puedes tocarme si quieres”. Tardé unos segundos en convencerme de que lo que había oído era real y, para ganar más tiempo, pregunté: “¿Cómo dices?”. “Que sé que estás deseando meterme mano”, contestó. Más claro agua. De la impresión se me cayó el libro de las manos y fue a parar al suelo. Tan liado estaba que Instintivamente hice el gesto de bajar de la litera para recogerlo. Pero al agacharme aún tuve más cerca el cuerpo de Ramón atrayéndome como un imán. Como dudaba no tanto ya de si hacerle algo como de la manera de hacerlo, Ramón, que seguía inmóvil, me incitó: “¡Venga, hombre! Que aún te faltan cosas que no me has visto. Descúbrelas por ti mismo”. Entonces me fijé en los abultamientos de sus desajustados calzoncillos y pedí con voz temblona: “¿Te los bajo?”. “¡Pues claro!”, contestó, “Pero no vayas a estar pidiendo permiso para cada cosa que quieras hacer. Ve a tu gusto, que yo me dejo”. ¿Quién iba a resistirse a oferta tan tentadora? Así que puse las manos por primera vez en los anchos muslos, que noté tersos y calientes, y contorneé los calzoncillos hasta meter los dedos por la tira elástica que se enterraba en la curva de la barriga. Incluso tuve que hacer cierta fuerza para soltarla. Fui estirando hacia abajo y se me fue desvelando lo que tanto ansiaba contemplar. Ramón permanecía ahora en silencio y solo oía su calmada respiración.

Detuve la bajada de los calzoncillos cuando el sexo completo de Ramón quedó descubierto. En un pubis no demasiado peludo resaltaba una gorda polla morcillona y descapullada. Se desplegaba hacia un lado apoyada sobre una contundente bolsa rugosa en la que se marcaban los huevos. Todo grande y de aspecto jugoso se agitaba levemente por los traqueteos del tren. Impresionado, tuve en la punta de la lengua preguntar: “¿Puedo tocártelo?”. Pero me frenó la certeza de me reprendería con alguna fresca. Con la carta blanca que me había dado, pincé la polla con dos dedos y la levanté. Estaba flexible y húmeda, y la mantuve subida mientras con la otra mano palpaba los huevos. Oí un levísimo suspiro y me envalentoné. Sentí un deseo irrefrenable de tenerlo todo para mí sin aquella incómoda ropa interior que lo trababa. Con manos temblorosas le tiré de los calzoncillos hasta debajo de las rodillas y, a continuación, metí las manos por dentro de la camiseta para subirla descubriéndole las tetas, pronunciadas y velludas. Ramón se dejaba hacer impasible, aunque se elevaba levemente para favorecer el corrimiento de la ropa. Incluso mantuvo sujeta la camiseta arrugada en los hombros. La visión de su desnudez más completa, así como el calor que se transmitió a mis manos, me excitaron a más no poder.

No era todavía muy ducho en chupar pollas, y menos todavía una tan carnosa de un hombre como aquél. Pero mi boca ya salivaba ante tan lujurioso manjar, que con seguridad Ramón no me iba a negar. Volví a coger la polla y la mantuve levantada mientras acercaba los labios. Saqué la lengua para pasarla por el capullo, notando el sabor agrio del juguillo que le asomaba. Me decidí ya a sorber lentamente e irme llenado la boca de aquella masa aún ablandada. Ramón emitió un suave gemido como dando cuenta de que aprobaba mi gesto. Lo cual me animó a afanarme en una chupada de sube y baja. Me entonó la sensación de que la polla se tensaba contra mi paladar y seguí durante un rato la mamada. Me cortó la voz de Ramón: “No insistas, que todavía no me va a salir nada”. Solté entonces la polla que había llegado a endurecer y pude contemplarla en todo su jugosa contundencia.

Ramón me sorprendió entonces diciendo: “Deja que vea cómo estás tú”. Me hizo un gesto con la mano de que me levantara. Ni siquiera me había dado cuenta de que la excitación de la mamada había hecho que me empalmara. Por eso la petición de Ramón me produjo una tonta vergüenza de tener que mostrarme con los calzoncillos deformados por la erección. Como al ponerme derecho me quedé hacia sus pies, reclamó: “¡Coño! Ven para acá que no llevo gafas”. Así que me arrimé hacia donde tenía la cara. “¡Uy lo que escondes ahí!”, rio, “¡Enséñamelo, venga!”. Cortado me bajé los calzoncillos y me saltó la polla tiesa. “Mira cómo te has puesto… Se nota que eres joven”, comentó al tiempo que echaba mano a mi polla y le daba unos sobeos. Pensé que, si seguía, me correría enseguida. Pero Ramón me dejó estupefacto al soltar: “¿Te atreves a darme por el culo?”.

Si para mí ya había sido una impensable y turbadora novedad todo lo que estaba pudiendo hacer a aquel desconocido, gordo y mayor, con el reto que ahora lanzaba Ramón me quedé de piedra. No había llegado todavía tan lejos en el sexo y lo primero que me asaltó fue el temor de no poder o no saber hacerlo. En la punta de la lengua llegué a tener un medroso: “Eso no”. Sin embargo Ramón ya se había tomado mi vacilación como una más de las que había ido mostrando anteriormente y, con pesadez, se estaba dando la vuelta en la litera. Como los calzoncillos le habían quedado bajados, puso a la vista un culo ancho y carnoso, con un tenue sombreado piloso en la raja. “¡Venga, métemela!”, decidió por mí. Como si no supiera a qué se refería, miré el culazo que me ofrecía y luego mi polla que, pese al desconcierto, casi me dolía de la tirantez. Ya no hubo vuelta atrás y me subí a la litera. Arrodillado entre las piernas de Ramón en el corto espacio que quedaba por atrás, me eché sobre él. Con la poca movilidad que tenía, la polla no alcanzaba más que a la parte superior de la raja. Entonces Ramón se elevó ligeramente sobre los codos y se retrepó para subir el cuerpo y darme más juego. Así pude dejarme caer de nuevo y acerté a situar la polla más centrada.

Con la cabeza dándome vueltas tanteé por la raja y, cuando noté un punto más blando, apreté dejándome caer. Entré con una facilidad asombrosa y, de pronto, sentí mi polla sometida a una cálida presión. Ramón emitió un contenido rugido y, al comprobar que me mantenía quieto, soltó: “¡Folla de una vez!”. Entonces me salí a medias y volví a clavarla con más energía. “¡Así, así!”, me alentó. Le cogí ya el tranquillo y, a medida, que me movía, iba notando un calor que me envolvía la polla y me subía por todo el cuerpo. Ramón acompañaba mis meneos con sincopados resuellos, que me hacían crecer la confianza en que todo iba bien. Tanto que no tardé en percibir que el ardor me bajaba ahora desde el cerebro y se iba haciendo incontrolable. Me volvió la indecisión y pregunté: “¿Querrás que me corra?”. Ramón me contestó brusco: “¡Echa todo lo que tengas para echar y no preguntes!”. No había acabado de hablar y, electrizado, tuve una sucesión de espasmos tan fuertes que parecía que se me saliera el alma. Quedé quieto y traspuesto con la polla, que notaba humedecida, todavía dentro. Hasta el punto que Ramón tuvo que menear el culo para hacerla salir. Hubo un enredo de piernas entre las mías que, arrodillado, topaban con los talones en la pared del compartimento y las de Ramón que se agitaban para volver a ponerse bocarriba. Conseguí bajar los pies de la litera y quedé sentado en el borde. Oí a Ramón: “No ha estado mal ¿eh?”. “¿Eso crees?”, pregunté tontamente. “El que se ha corrido has sido tú”, contestó socarrón.

No es que fuera ni mucho menos mi primera corrida, pero sí dentro de un culo ¡Y vaya culo con el que me había topado! Nunca lo habría imaginado. Me quedé embobado contemplando a Ramón, ahora despatarrado y con una expresión que, aún en su adustez, parecía de satisfacción. La polla, gruesa de por sí, yacía hacia un lado sobre los abultados huevos. Se me ocurrió preguntarle: “¿No te querrás correr también?”. Aunque me arrepentí enseguida, no fuera que con ello le daba ideas para hacerlo igual que se lo había hecho yo. “Todo se andará”, contestó evasivo, aunque añadió: “Con lo contento que me has dejado el culo no me faltan ganas”. Cerró los ojos y pensé que iba a dormirse, dejando la última frase como mera expresión de deseo. Sin embargo, llevó una mano a la polla y se puso a acariciarla. Poco a poco se le fue endureciendo, tanto como cuando acabé de chupársela. Sentí el impulso de ofrecerle: “¿Te hago algo?”. “¡Quita, quita!”, contestó, “Ya me apaño yo”. Entonces me quedé observando cómo manejaba su polla. Combinaba una sucesión de frotaciones enérgicas con apretones que hacían hincharse el capullo. A veces se cogía los huevos con la otra mano. El pajeo se prolongaba con resoplidos de vez en cuando. Pareció incluso que a Ramón le estuviera gustando darme el espectáculo, porque llegó a reclamar mi atención al avisar: “¡Ya viene, ya!”. Mientras refrenaba las frotaciones con la polla bien apretada, lanzó en varias oleadas chorros de leche en aspersión, que le caían en la barriga, hasta que se detuvo y relajó la mano. Soltó un profundo “¡¡Aj!!” y cogió una esquina de la sábana para limpiarse. Ya que me había obsequiado con la contemplación de su pajón, me animé a decirle: “Te habrás quedado a gusto ¿no?”. “¡No veas!”, replicó, “Y ahora a dormir”. Pocos segundos después ya oí sus ronquidos. Entre éstos y las fuertes emociones que me embargaban, me resultaba imposible sin embargo conciliar el sueño. Me daba vueltas en la litera y la mirada se me iba continuamente a la de Ramón, con su silueta que seguía vislumbrando en la tenue iluminación que quedó.

Apenas habría conseguido dormir un par de horas cuando Ramón me zamarreó: “¡Hey, que en poco más de una hora llegamos!”. Lo miré todavía entre las brumas del sueño y ya se había vestido. Añadió riendo: “He salido a mear y ni te has enterado”. Me quité rápido el cubrecama y entonces caí en que estaba en pelotas. “¡Vaya nochecita, eh!”, rio aún más. Me vino de golpe todo el recuerdo y, sin saber qué decir, me vestí deprisa y corriendo. Ramón subió la cortinilla de la ventana y entró la luz de día. “Hace buen tiempo ¡Menos mal!”, comentó.

Pocos minutos después llamaron a la puerta y se oyó una voz: “¡Revisor!”. Ramón abrió y apareció un tipo uniformado de su edad, barrigudo y de rostro sanguíneo. “Llegada a destino en media hora”, canturreó. Pero añadió risueño: “Espero que los señores hayan tenido una buena noche”. Lo dijo en un tono que me pareció de intencionada socarronería, y casi me lo confirmó la respuesta de Ramón. “De maravilla ¿verdad?”, dijo mirándome sonriente. Sin más el revisor cerró la puerta con un jovial: “Lo celebro”. No se tomó la molestia de mirarnos los billetes

Como si se tratara de una simple anécdota, Ramón se puso luego a comentarme sobre el revisor: “Somos compinches desde hace muchos años… y conoce mis aficiones”. Sin llegar a establecer todavía una relación entre la seducción de aquella noche y la posible complicidad del revisor, más que nada para mantener la conversación pregunté ingenuamente: “¿Qué aficiones?”. “¿Tú qué crees?”, rio Ramón con ganas, “Como este vagón iba muy poco ocupado, le pedí que me buscara una buena compañía… Me instaló aquí y lo demás fue ya de mi cuenta”. “¡Y de qué manera!”, repliqué medio asombrado y medio divertido con la argucia, “¿Cómo sabías que funcionaría?”. “Ojo clínico que tiene uno ya”, volvió a reír, “Si me comías con la mirada en cuanto me quedé en paños menores”. “Me gustó que me provocaras y luego me dejé llevar”, reconocí. “Te tuve que azuzar un poco, pero dio buen resultado ¿No es así?”, añadió Ramón. “¡Desde luego!”, concedí, “Ha sido todo muy nuevo para mí… y muy excitante”.

Nos pusimos a recoger nuestras cosas y luego Ramón se quedó mirando por la ventanilla y, con la mente ya en otro sitio, comentó: “Tengo ganas de ver a mis nietos”. Me hizo gracia conocer esta dimensión humana de aquel hombre mayor que tan desinhibidamente me había ofrecido su cuerpo. Desde luego había dado un buen empuje a mi sexualidad. Al bajar del tren, Ramón dio la mano y dijo: “Que te vaya bien”. Cada uno cogió por su lado.

Volví a viajar más veces en aquel tren, pero nunca me encontré con una aventura como la de Ramón. Eso sí, cuando coincidía con el orondo revisor, me sonreía siempre como si me recordara. Incluso más de una vez, cuando nos cruzábamos en el estrecho pasillo, me cedía el paso de forma que me restregaba la barriga y me parecía que demoraba el roce más de lo necesario. Lástima que en aquella época no tenía yo la picardía suficiente para sacarle más partido. Me limitaba a imaginar cómo sería disfrutar de aquel hombretón tal como lo había hecho con Ramón.


 

11 comentarios:

  1. no se porque no has querido hacerlo con el revisor tambien. Porque habia mas de uno que te daba ganas de meterlo dentro y....

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  2. El revisor tiene material para alguna secuela o una historia aparte. Por cierto, buen relato. Hacia meses que no teníamos señales tuyas.

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  3. muy buena historia, la esperabamos con ansias

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  4. Muchas gracias por tus historias, llevo siguiendolas mucho tiempo y la verdad es que es de lo mejor que te encuentras por la red, tanto en temática como estilo.

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  5. Esta historia al igual que la del podologo merecen un 10. Llevaba tiempo deseando volver a leerte. Parece que te has animado. Me alegro. besos gfla

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  6. Querido...lo as vuelto a bordar..maravilloso relato..se hechaban de menos tus historias..en esta me siento identificado.. ya que por falta de picardia perdí muchas "posibles"aventuras.. besos

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  7. Cuando, joven perdí oportunidades que se me presentaba por timidez.Ahora quisiera tener esa oportunidad Para gozar de lo rico, pero bueno esperaré a ver si se da

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