(De otros tiempos más felices)
Estoy en la sala de espera del
centro de atención primaria. Hay bastante gente, pendiente de que sus números
aparezcan en los paneles. Hace calor y, como mi visita va para largo, me
distraigo imaginando una vez más que, en lugar de la doctora que me corresponde,
me recibe uno de los médicos del centro, al que tengo echado el ojo y que, por
desgracia, no es el que me va a atender. Cincuentón, regordete, no muy alto y
con una digna calva, suele llevar una bata blanca, aunque abierta,
sobresaliéndole una buena barriga que tensa la camisa; de rostro afable y
mirada aguda, y con un vello suave que se intuye por la camisa algo abierta y
el dorso de las manos. Como hoy no lo veo y ya sería la enésima vez que me hago
pajas mentales haciendo con él todo tipo de cochinadas, para variar me da por
observar los distintos tipos de hombres que, como yo, esperan su turno. Algunos
solos y otros acompañados de sus mujeres. Me fijo en los que me resultan más
interesantes y que merecerían un repaso. De pronto se me ocurre establecer unas
asociaciones mentales entre esos tipos y mi médico deseado ¿Cómo podría ser el
encuentro de éste con cada uno de aquéllos?
Sentado frente a mí, veo a un
gordote rechoncho de unos sesenta años y aspecto algo rústico. Con andar
cachazudo, entra en el despacho del doctor, que está de pie y, tras cerrar la
puerta, le estrecha la mano con cordialidad. “¡Vaya, Eusebio! ¿Otra vez por
aquí?”. “Ya sabe usted, doctor, de lo que flojeo”, contesta el otro. “Así que
sigue costándote que se te ponga dura…”, dice el doctor sonriente. “Para eso
vengo, doctor. Que usted sabe ponerme a tono”. “Bueno, vamos a ello… Bájate los
pantalones y siéntate de lado en la camilla”. Eusebio se echa abajo pantalones
y calzoncillos, se sube en la camilla y se inclina un poco hacia atrás, apoyado
en las manos, para que el barrigón no estorbe al doctor. Éste entonces le
separa más los velludos muslos y, primero, palpa los huevos. “Los tienes bien
hermosos”, comenta. “Eso me dice siempre, doctor”, ríe Eusebio. Luego el doctor
manosea la polla, gruesa y chata. La levanta y estira la piel para
descapullarla. “Mojada sí que la tienes”, observa. “Es que nada más entrar aquí
me pongo caliente, doctor… Pero de ahí no pasa”, explica Eusebio. “Eso lo vamos
a arreglar”, dice el doctor, que se agacha, acerca los labios al capullo y lo
sorbe entero. “¡Qué boca tiene usted, doctor!”, exclama Eusebio. El doctor mama
con tesón hasta hacer que Eusebio vuelva a exclamar: “¡Cómo sabe ponérmela
dura!”. El doctor se aparta y contempla su obra. “Mira qué guapa está ya…
¿Querrás que te saque la leche?”. “¡Uy, si, doctor! Ya me falta muy poco”. El
doctor retoma la mamada y, al poco, Eusebio se estremece. “¡Oh, qué gusto! Me
sale toda”. El doctor sigue con los labios apretados en torno a la polla hasta
que al fin levanta la cara sonriente y se relame. “Bien cargado que venías hoy
¿eh?”, comenta. “Desde la visita anterior, doctor”, reconoce Eusebio. El doctor
se pone derecho y dice: “Ya te puedes vestir”. Mientras Eusebio se recoloca los
pantalones, El doctor se enjuaga la boca con un botellín de agua. “No te
olvides de pedir cita”. “Para la semana que viene sin falta, doctor”, afirma
Eusebio, que sale la mar de satisfecho del despacho.
Hay otro individuo que me parece
que encajará bastante bien con ese doctor. Grandote y de edad similar a la suya,
con brazos recios y velludos, espera sudoroso. Da un salto cuando aparece su
número en el panel y lo dirijo en mi mente al despacho del doctor. Éste le
estrecha la mano. “¿Otra vez por aquí? ¿No fuiste al especialista para que te
revisara la próstata?”. “Sí, doctor. Todo está bien…”, contesta el otro, “Pero
me gustó más cómo me metió usted el dedo por el culo”. “Bueno…”, ríe el doctor,
“Creo recordar que no te metí solo un dedo”. “Ahí iba yo, doctor”, reconoce el
paciente, “Me dejó usted muy a gusto”. “Entonces te daré un masaje a la
próstata”, decide el médico. “¿Solo eso, doctor?”, pegunta el otro. “Ya veré
sobre la marcha”, contesta el doctor, “¡Hala! Bájate los pantalones y echa el
cuerpo sobre la camilla”. El paciente obedece y presenta el peludo culo. El
doctor, a dos manos, estira las nalgas hacia los lados para abrir la raja. Comenta
con sorna: “No creo que al urólogo le costara mucho meterte el dedo ahí”. Es lo
que hace el doctor seguidamente y le clava certero el índice a fondo. El otro
se estremece. “¡Cómo lo noto, doctor! ¡Mueva, mueva!”. El doctor remueve el
dedo y añade otro. “¡Uhhh, doctor, qué fuerte está hoy”, suspira el paciente.
“Si lo tienes de goma”, ríe el doctor intensificando las frotaciones, “A saber
lo que te metes”. “Usted sabe lo que me gusta que me meta, doctor”, replica casi
suplicante el paciente. Pero el doctor insiste, ahondando y haciendo girar los
dos dedos. “Cuanto más abierto te deje mejor te trabajaré con lo otro”. “Lo
estoy deseando, doctor”, dice con voz temblona el paciente. Por fin el doctor
saca los dedos y, separando las nalgas para mantener bien abierta la raja, se
acuclilla detrás y hunde la cara en ella. “¡Ay, doctor! ¡Qué lengua tiene
usted!”, exclama el paciente. El doctor persiste en sus lamidas y mordisqueos, que
llevan al paciente al máximo de excitación. “¡Oh, doctor, qué gusto me está
dando”. Y poco después añade gimiendo: “¡Me estoy yendo, doctor!”. Éste aparta
la cara con la barbilla brillante de saliva y lamenta: “Otra vez me has chorreado
el suelo”. El paciente se levanta y se sube los pantalones. “No lo puedo evitar
con eso que me hace usted, doctor”, se disculpa. “Otro día te pongo un condón”,
dice el doctor, que se seca la cara con un pañuelo de papel.
Cambiando de sujeto, fijo mi
atención en un tipo que se mueve inquieto en su silla, estirando las piernas y
sobándose los muslos. Maduro, alto y macizo, parece destilar testosterona y
enseguida me imagino lo que busca del doctor… “¡Hombre! Dichosos los ojos. Sí que
te haces caro de ver”, lo saluda éste. “Ya me estaba haciendo falta la
inyección, doctor”. “Será la que me pones tú a mí”, ríe el doctor, “Yo también
la echaba en falta”. Como demostración, el doctor le mete mano al paquete.
“¡Cómo me gusta lo que tienes ahí!”. “¿Quiere sacármela y ver lo pronto que se
me pone a punto?”, ofrece el hombre que se deja hurgar en la bragueta. El
doctor saca un polla de considerables proporciones y en fase de crecimiento. La
sopesa y exclama: “¡Qué hermosura! ¡Cómo me vas a destrozar con eso!”. “¿No es
lo que le gusta, doctor?”, dice irónico el hombre. “¡Cómo lo sabes!”, replica
el doctor, que se agacha añadiendo: “¡Anda! Deja que chupe ese liquidito que te
sale”. Da varios lametones y el hombre avisa: “Me está poniendo negro, doctor”.
Éste reacciona y se endereza. “Sí, mejor que ya vayas a lo tuyo”. Con
impaciencia, se suelta el cinturón y baja la cremallera del pantalón. Pero a
continuación se limita a apoyarse sobre los codos en la camilla e invita al
hombre: “¡Venga! Haz lo que te gusta”. El otro levanta la bata y la echa por
encima del doctor cubriéndole la cabeza. De un tirón le baja juntos pantalón y
calzoncillos. “¡Cómo me pone este culo gordo y peludo!”, exclama dándole un
fuerte tortazo. “No tan sonoro”, se queja el doctor, “Que se va a oír fuera”.
El hombre le pega ahora una palmada sorda, pero no menos enérgica. “Sabes
calentarme, cabrón… ¡Fóllame ya!”, pide el doctor. El otro se echa abajo los
pantalones y esgrime la contundente polla bien tiesa. “¡Ahí va la inyección!”,
anuncia, y la hunde en la raja del doctor. Éste emite un contenido gruñido
debajo de la bata y añade: “¡Qué bestia eres!”, más como alabanza que como
reproche. Porque enseguida, mientras el hombre se encaja más a fondo, demanda:
“¡Venga, zúmbame ya!”. Se enfrascan en una follada intensa, en que cada cual
expresa su gusto con resoplidos y jadeos. El hombre va a por todas y, con
entrecortados “¡Ya, ya, ya!”, larga una prolongada corrida bien adentro del
doctor. Cuando al fin saca la polla, el doctor suspira: “¡Qué bueno eres
follando!”. Se endereza y se sube los pantalones. El hombre hace otro tanto.
“Bueno, doctor… Me seguirá recetando inyecciones”, ironiza. “¡Por supuesto! Has
de seguir el tratamiento”, asegura el doctor acompañándolo a la puerta.
Pero imagino que al doctor, bien
apañado por el culo, le ha quedado todavía una calentura que va a necesitar
calmar. Para ello le viene al pelo el siguiente paciente que espera ser
atendido. He escogido a un tipo que hace poco ha entrado en la sala de espera. Se
queda de pie y tiene bastante buena pinta. Se le ve robusto y con una cara
ancha, de barba cuidada de pocos días. Decido hacerlo entrar en el despacho del
doctor imaginario. Es acogido con manifiesta satisfacción. “¡Adelante! Vienes
por tu vitaminas ¿no?”. “Las que me da usted me sientan muy bien, doctor”,
confirma el paciente. “Pues hoy vas a tener una buena dosis, porque el paciente
que ha estado aquí antes me ha dado por el culo y me ha dejado con ganas de
descargarme”, explica el doctor con desvergonzada naturalidad. “Yo le descargo
a usted de lo que haga falta, doctor”, ofrece el hombre. “Pues una mamadita de
las tuyas me vendrá de maravilla”, declara el doctor que ya se está soltando el
cinturón. “¿Se lo va a quitar todo, doctor? Ya sabe lo que me gusta comerle por
todas partes”. Aunque en esta ocasión el doctor tiene cierta urgencia, como le
constan las habilidades bucales del paciente, transige: “Con lo chupón que eres
me vas a poner a cien”. El doctor se baja ya pantalones y calzoncillos, pero el
paciente insiste en que se los saque del todo. “Estará más cómodo”. El doctor
no deja que le quite la bata, pero sí que le desabroche la camisa. Las tetas
gordas y velludas del doctor entusiasman al paciente, que se lanza a chuparlas
y mordisquearlas. “¡Uf, que boca tienes”, exclama el doctor, “Mira cómo me la
estás poniendo ya”. Y es que la polla, de muy buen tamaño, se le endurece
rápidamente. “Ahora me ocupo de ella”, dice el paciente. El doctor se deja
llevar hacia la camilla, sobre la que cae sentado. Pero el otro le sube las
piernas hasta hacer que quede tendido, con la bata y la camisa cayendo hacia
los lados. El doctor ironiza: “Menos mal que no tienes a mano un bisturí”. “No
me hace falta”, replica el paciente, que ahora se aboca a la entrepierna del
doctor. Le da seguidos chupetones a la polla, pero la mamada la deja para más
tarde. Porque, ansioso, se afana en chupar y lamer los huevos, las ingles e,
incluso, alcanzar con la lengua el ojete. El doctor resopla caliente hasta no
poder más y acaba pidiendo: “¡Hazme ya la mamada!”. Ahora sí que el paciente engulle
la polla entera, subiendo y bajando la cabeza sin parar. El doctor respira
agitado y le tiembla todo el grueso cuerpo mientras dura la larga descarga. El
paciente va tragando sin soltar la polla, hasta que el doctor llega a suplicar:
“¡Basta, basta!”. El paciente se aparta y el doctor baja pesadamente de la
camilla. “¡Qué a gusto me he quedado!”, exclama. “Cuánta leche y qué rica,
doctor”. “Ya tienes tus vitaminas”, le dice el doctor. “Vendré a por más”,
avisa el paciente. “Cuando quieras”, ofrece el doctor.
A mi doctor le viene bien ahora una
visita menos trabajosa, al menos para él, aunque el paciente que acude a la
consulta se muestra algo preocupado. Es un tipo grandullón, no muy gordo pero
fuertote. “Necesito que me eche una mano, doctor”, suelta enseguida. “¿Sigues
tan salido?”, pregunta el médico. “¡No vea, doctor!”, responde el paciente, “Voy
todo el día empalmado”. “Pues con la polla tan grande que tienes irás dando el
espectáculo”, ironiza el doctor. “No se burle, doctor”, se duele el paciente,
“Que más de un pitorreo tengo que aguantar”. “¿No te matas a pajas? Con eso
irías más calmado”, sugiere el doctor. “Sí, pero por poco tiempo. Hasta me
duele ya la muñeca… Pero hacérselo uno solo resulta muy aburrido y casi no me
da gusto”. “¿Para eso quieres que te eche una mano?”, ríe el doctor. “Es que
usted borda las pajas, doctor”, dice el paciente, “Cuando me hace una, me deja
en la gloria”. “No digo yo que a ese cacho de polla que tienes no merece la
pena darle un buen meneo”, reconoce el doctor. “Pues aquí la tiene dispuesta”,
señala el paciente el exagerado bulto que le hace el pantalón. “Ya estás
tardando”, le urge el doctor. El paciente, rápido, se echa abajo pantalones y
calzoncillos. Aparece un pollón, efectivamente enorme, bien tieso y a medio
descapullar. “Ya lo ve, doctor”, presume el paciente. El doctor lo admira:
“Toda una bendición, como te digo cada vez que me lo traes aquí”. “Con su
permiso, me pondré cómodo”. El paciente se tumba en la camilla con las rodillas
dobladas en un extremo y los pantalones trabándole los tobillos. También se
sube la camisa, mostrando la barriga peluda, que enlaza con el poblado pubis,
en el que se alza vertical el pollón. El doctor arrastra un taburete y se
sienta junto a la camilla. “Menéemela como usted sabe, doctor”, pide el
paciente expectante. El doctor, con actitud experta, se unta ambas manos con un
poco de vaselina. A continuación, agarra desde la base con una mano el pollón,
que sobresale en buena parte, y, con el índice de la otra mano, hace giros
sobre el capullo. “¡Uy, doctor! Manos de santo”, exclama ya el paciente. “Hay
buen material”, comenta el doctor. Éste, con el puño bien asido al pollón, se
lanza a una frotación con distintos grados de intensidad, de arriba abajo y de
abajo arriba. No deja ociosa la mano libre, con la que cosquillea los huevos y
hasta el ojete. Estas maniobras desatan el entusiasmo del paciente: “Eso es una
paja, doctor. Nadie la hace como usted”. Porque el doctor, concentrado en su
labor, sabe dosificar las sensaciones del paciente con frenazos y cambio de
manos. El capullo, cada vez más enrojecido e hinchado, empieza a dar señales de
que su desbordamiento se está acercando. “¡Ay, doctor!”, se estremece el
paciente, “Que ya la veo venir”. “Unos pases más y listo”, precisa el doctor.
El paciente, para no dificultarle la tarea, contiene sus temblores y manotea a
los lados de la camilla. El doctor, que percibe el reguero que asciende ya por
la polla, va cesando el frote, sin dejar de mantenerla firmemente erguida.
“¡Ya, ya, ya!”, grita el paciente. Y el capullo empieza a soltar chorros de
leche en aspersión, que no solo caen sobre la barriga del paciente, sino más
allá en todas las direcciones. Hasta el doctor tiene que esquivarlos para que
no le den en la cara. El paciente, aun exhausto, balbucea: “¡Como siempre digo,
me ha dejado usted en la gloria, doctor!”. Éste, que está echando mano a un
rollo de toallas de papel para limpiarse las manos, declara: “¡Mira que llegas
a soltar por esa manguera! Cada vez consigues sorprenderme”. “Con el vaciado
que me sabe hacer, me deja usted seco, doctor”, replica el paciente. El doctor
se fija en la polla, que sigue tiesa. “Pues a ver si dejas ya de presentar
armas”. Asimismo le pasa unas toallas. “¡Anda! Límpiate y baja de la camilla,
que no eres el único paciente que he de atender hoy”. El otro así lo hace y
todavía le cuesta meter la polla dentro de los calzoncillos. “¡Muchas gracias,
doctor!, se despide, “Me deja usted aliviado por un tiempo”. “¡De nada, hombre!”,
contesta el doctor, “Ya sabes que me gusta domar a esa fiera que tienes entre
las piernas”.
Me fijo en un mocetón macizo que no
pasará de los cuarenta años. Se sienta con las piernas abiertas y los pies
metidos hacia atrás, y planta las manos en los recios muslos. Empiezo a
inventarme su visita al doctor. Entra en el despacho algo azorado y el doctor
lo acoge con unos afectuosos golpecitos en el hombro. “¿Cómo vas de esa
depresión por no encontrar trabajo?”. “Usted me la ha tratado muy bien, doctor.
Con las pastillas y las mamadas que me deja que le haga, me voy entonando”. El
doctor ríe. “Es que eres como un crío… Mi chupete te tranquiliza”. “Aunque
desde hace poco estoy trabajando, ahora tengo también otro problema, doctor”.
“Tú dirás. Si te puedo ayudar…”, ofrece solícito el médico. “Verá doctor… Hago
de repartidor a domicilio de un charcutero, y eso me va bien. Pero resulta que
el dueño se ha encaprichado conmigo”. “Eso no me puede extrañar”, dice el
doctor, “Estás muy apetitoso”. “Le dejo que me meta mano, que me chupe y esas
cosas… Yo también se lo hago”, explica el mozo. “Entonces todo va bien ¿no?”,
se extraña el doctor. “Es que está empeñado en darme por el culo y tiene una
polla tan grande que me da miedo… Si sigo resistiéndome, igual se cansa de mí y
me quedo sin trabajo”. “Yo no arreglo asuntos laborales”, advierte el doctor,
“Pero si hacerme otra mamadita te anima…”. “Verá, doctor… Es que he pensado una
cosa”, explica el paciente, “No es que la polla de usted sea pequeña, ni mucho
menos. Pero la conozco mejor y a usted le tengo más confianza. Así que, si
usted me folla, igual pierdo el miedo y podré dejar que mi jefe me dé por el
culo, como él quiere”. “Si lo tienes contento de esa forma, no peligra tu
puesto de trabajo ¿no es eso?”, puntualiza el doctor. “Es lo que espero con su
ayuda, doctor”, contesta el paciente. “Entonces no hablemos más”, acepta el
doctor, “Me bajo los pantalones, como de costumbre… Pero esta vez habrás de
hacer tú lo mismo”. Hecho lo cual, se contemplan mutuamente. El doctor comenta:
“Con lo que estoy viendo, tu jefe debe disfrutar de lo lindo”. “Si ya le gusta
hacerme pajas y chupármela”, admite el paciente, “Pero no se conforma con eso”.
El doctor se despatarra sobre una silla y propone: “¿Qué te parece si, para
ponerme a tono, me la chupas como tú sabes?”. “¡Por supuesto, doctor!”,
contesta bien dispuesto el paciente, “Algo así siempre me levanta el ánimo”. Inicia
la mamada y el doctor advierte: “No te vayas a pasar esta vez, que te quedarías
sin enculada”. El paciente asiente con la cabeza y, al poco tiempo, se detiene.
“Si es que a usted se le pone dura enseguida, doctor”. “Pues vamos allá”, dice
el doctor levantándose con la polla tiesa. El paciente se apoya sobre los codos
en la camilla y presenta el culo, que tiene gordo y peludo. “¿Así está bien,
doctor?”. “¡De maravilla!”, contesta el doctor sobándose la polla, “No me
extraña que tu jefe se empeñe en disfrutarlo”. “Pues ahora es todo suyo,
doctor”, dice el paciente, “Pero tenga en cuenta que, por mucho que confíe en
usted, no tengo yo costumbre”. “¡Tranquilo, hombre!”, le acaricia el culo el
doctor, “No me falta práctica en esto”. El doctor apunta ya la polla y se deja
caer lentamente. “¡Uy, doctor, qué bien me está entrando!”, balbucea el
paciente con la voz temblona. El doctor se concentra en meterla entera y el
paciente sigue haciendo la crónica. “Me arde todo, pero siendo usted lo soporto
mejor”. El doctor empieza a bombear y comenta: “Tienes un culo muy rico. Cuando
lo pruebe tu jefe, te va a subir el sueldo”. El paciente reconoce: “Me está
gustando tanto tener su polla en el culo como en la boca, doctor, “¿También me
lo va a llenar de leche?”. “No lo dudes… Me falta poco”, dice el doctor
acelerando las arremetidas. En efecto, ya no tarda en apretarse con fuerza al
culo y soltar varios resoplidos. Cuando saca la polla, el paciente declara:
“¡Qué bien me lo ha hecho usted, doctor! Ya me quedo más tranquilo y me da
menos miedo la polla de mi jefe”. Cuando el paciente se va a subir ya los
pantalones, le tambalean las piernas y explica: “Es que estoy un poco escocido,
doctor”. Éste le da entonces un consejo: “Como tu jefe es charcutero, no te
costará echar mano a un poco de mantequilla. Te recomiendo que, antes de que te
folle, te la untes en el ojete. Te ira mejor y a él le gustará encontrarte
resbaloso”. “Así lo haré, doctor… Ya le contaré cómo ha ido”, se despide el
paciente tranquilizado.
Se me ocurre hacer entrar en el
despacho del doctor a una pareja. Él y ella parecen cortados por el mismo
patrón. Ambos en torno a la cincuentena, la mujer luce pechugona y el hombre
marca una barriga cervecera. El doctor los acoge sonriente: “Así que hoy venís
juntos ¿eh?”. “¿Lo ve muy complicado doctor?”, pregunta el marido. “Si hay
interés, nos apañaremos… Dejad que refresque la memoria”. El doctor consulta
una carpetilla y, mirando a la mujer dice: “A ti te masturbé con un dedo hasta
que te corriste y luego quisiste hacerme una mamada ¿no es así?”. “Eso fue la
última vez”, confirma ella, “Pero ya me había follado en otra ocasión … Muy
bien por cierto”. “Procuro hacer las cosas bien”, sonríe halagado el doctor.
Luego se dirige al marido: “A ti te di por el culo ¿no?”. “Desde que me
recomendó usted que probara algo así, le he tomado mucho gusto”, reconoce él.
“¿Y cómo puedo atenderos hoy?”, pregunta solícito el doctor. El marido explica:
“Verá, doctor… Habíamos comentado lo bien que nos va con usted cada vez que
venimos… A mí me gustaría ver, y aprender de paso, cómo lo hace usted con el
coño de mi mujer para que la excite tanto”. La mujer añade: “Al saber que mi
marido se lo pasa tan bien cuando usted le da por el culo, me hace mucha
ilusión verlo con mis propios ojos”. “Qué viciosillos ¿eh?”, ríe el doctor,
“Pero está bien que sigáis tan compenetrados”. “¿Cómo lo hacemos entonces,
doctor?”, pregunta el marido. “Para empezar, ayuda a tu mujer a sentarse de
lado en la camilla”, ordena el doctor. Ella queda con las piernas colgando y el
doctor dice: “Vamos a ver ese coño”. Él mismo le sube la falda y asoman unas
bragas de encaje. Ella levanta un poco el culo para que el doctor se las pueda
bajar y aparece el espeso pelambre de la entrepierna. El doctor se lo acaricia
y hurga con los dedos en el coño. “¡Uy, doctor! Que me estoy mojando ya”, se
estremece ella. “¡Mejor! Así tu marido lo encontrará más jugoso”, replica el
doctor. A continuación insta al marido: “Tú bájate ya los pantalones”. El
marido lo hace y luce una polla encogida. Pero el doctor se pone detrás y le
soba el culo gordo y sonrosado. “Ahora, mientras te follo, vas a comerle el
coño a tu mujer… Verás cómo, con el gusto que te voy a dar, se te va a disparar
la lengua y la vas a volver loca”. El doctor, a su vez, se baja los pantalones
y se pone a sobarse la polla ante la ansiosa mirada de marido y mujer. Cuando
la tiene dura, dice: “¡Venga! Cada uno a lo suyo!”. El marido se inclina con la
cabeza entre los muslos de la mujer y el doctor apunta la polla al culo. Le da una
certera clavada y el hombre, con un sentido suspiro, hunde la cara en el coño
de la mujer. A medida que el doctor intensifica las arremetidas, el marido lame
con más ahínco. La mujer empieza a gemir. “¡Oh, cariño! ¡Qué bien usas la
lengua con el doctor follándote!”. Mira al doctor por encima de su marido y lo
incita: “¡Arréele fuerte, doctor!”. Los gemidos de ella van volviéndose
grititos. Y cuando el doctor resopla descargándose en el culo del marido, la
mujer suelta un alarido apretándole la cabeza a su entrepierna. Los tres se
recomponen ya. La mujer se reclina extenuada en la camilla y el hombre, al
enderezarse, muestra el goteo que le sale de la polla. El doctor comenta:
“¡Vaya! Otro que me deja el suelo perdido”. La pareja se recoloca ya su ropa y
el doctor se sube los pantalones. “¡Gracias, doctor! Ha sido una experiencia
magnífica”, dice el marido. “Nunca me había comido el coño tan bien”, añade la
mujer. “Lo celebro”, declara el doctor, “Pues ya sabéis que os puedo tratar
juntos o por separado”.