Me he aficionado a escribir unos relatos que plasman fantasías sexuales en el ámbito de hombres maduros y robustos. Solo pretendo irlos sacando de mi PC y ofrecerlos a quienes les puedan interesar y disfruten con ellos, como yo lo he hecho escribiéndolos...Los ilustro con alguna imagen de referencia, de las muchas que me han ido atrayendo a lo largo del tiempo.
domingo, 22 de diciembre de 2019
jueves, 19 de diciembre de 2019
Manuel enreda a Juan
(Después de ‘Regalo de cumpleaños’)
Ya tenemos a Manuel instalado a todos los efectos en casa de
Juan. Éste lo asumió con cierto temor. Llevaba muchos años viviendo solo y la
irrupción de un joven tan vitalista, a cuyos caprichos además no se sabía
resistir, sin duda le iba a complicar la existencia. Si bien Manuel le había
abierto a una sexualidad que nunca habría imaginado, ahora se trataba de forjar
una convivencia, para la que no dejaba de sentirse inseguro. Pero ya que las
cosas estaban así, habría de adaptarse y confiar en que Manuel pusiera también
de su parte. No le importó demasiado seguir haciéndolo todo en la casa, ya que
Manuel, que había empezado a ir a la universidad, alegaba que con los cursos y
el estudio bastante trabajo tenía ya.
Sin embargo, la incorporación de Manuel a una vida más
adulta y despreocupada iba a despertarle nuevas inquietudes y curiosidades que
acabarían introduciendo elementos inesperados en su relación con Juan. Veremos
cómo éste fue encajando las nuevas situaciones en que se vio implicado…
Así Manuel le comentó un día a Juan: “He hecho mucha amistad
con un compañero de clase y hemos hablado muy claro de nuestras inclinaciones…
Resulta que le atrae el mismo tipo de hombres que a mí, es decir, como tú”.
“Otro rarillo”, ironizó Juan sin calibrar todavía el alcance de esta
declaración. Pero el semblante se le mudó en sobresalto cuando Manuel continuó:
“Como tenemos muchas confianza, no me ha importado hablarle de mi relación
contigo”. Juan lo interrumpió alterado:
“¡Eso! Tú ve contándolo por ahí. Verás en qué lío nos puedes meter”. Manuel
intentó calmarlo: “¡No seas cenizo, hombre! Si mi amigo es muy discreto. Además
me dijo que me envidiaba y que ya le gustaría algo así para él”.
No se habló más del tema hasta que, días después, Manuel
anunció: “Mi amigo Enrique va a venir a estudiar conmigo”. Juan trató de
escabullirse. “Entonces será mejor que os deje solos… Creo que iré al cine a
ver unas de esas películas que a ti no te gustan”. “¿Le vas a hacer ese feo a
Enrique?”, protestó Manuel, “Si está deseando conocerte”. “Con todo lo que le
habrás contado de mí, mejor que siga imaginándome”, replicó Juan. Manuel cambió
de táctica. “Si te empeñas en no estar, prefiero decirle que no venga… Se
llevará una desilusión o hasta creerá que me lo he inventado todo”. Así Juan se
encontraba de pronto con que su actitud iba a dejar en mal lugar a Manuel. De
ahí a transigir solo hubo un paso. “Si acaso lo espero para saludarlo y luego
ya me marcho para que estudiéis tranquilos”. Manuel correspondió con un sonoro
beso, haciendo ver que se conformaba con eso.
Como Juan estaba con su ropa cómoda de andar por casa, le
preguntó a Manuel: “¿A qué hora vendrá tu amigo?”. “Hemos quedado a las cinco…
Y es muy puntual”, contestó Manuel”. Ya que pasaban de las cuatro, Juan dijo:
“Entonces voy a cambiarme de ropa para salir luego”. “Y para estar guapo cuando
te vea mi amigo ¿no?”, bromeó Manuel. “Será por eso… Con mi facha”, ironizó
Juan, que se fue diligente al dormitorio. Se quitó el chándal casero, que se
había acostumbrado a llevar sin nada debajo, y se puso a sacar lo que iba a
ponerse. Como sería ropa limpia, decidió lavotearse antes un poco y entró en el
baño sin cerrar la puerta. Iba sin prisa; si llegaba el amigo de Manuel, ya
saldría cuando estuviera listo.
Entretanto, el marrullero de Manuel tenía sus propios
designios. En realidad había citado a Enrique a las cuatro y media, de modo que
poco antes se colocó junto a la puerta del piso atento a la parada del
ascensor, a la vez que oteaba por la mirilla. Excitado por la trampa en que
pensaba hacer caer a Juan, en cuanto vio la figura de Enrique, abrió antes de que
llamara. Le hizo un gesto de silencio y lo condujo sigiloso por el piso. Al
llegar al dormitorio mostró a Enrique lo que se veía a través de la puerta del
baño. En ese momento Juan, inclinado sobre el lavabo se echaba agua a la cara,
mostrando así su espléndido culo. Solo cuando se enderezó para alcanzar una
toalla pudo ver en el espejo lo que tenía a su espalda. Enmarcados por la
puerta estaban Manuel, sonriendo con picardía, y un chico más delgado y rubito,
que lo miraba con ojos como platos. Justo entonces Manuel soltó con toda
naturalidad: “Ya está aquí Enrique”. La reacción impensada de Juan fue girarse,
como si ante todo quisiera comprobar que era real lo que había visto en el
espejo, y quedarse allí plantado mostrando su opulenta anatomía. Apenas atinó a
secarse la cara con la toalla y ni siquiera hizo el intento de taparse con
ella; total, aún iba a resultar más ridículo. Solo se le ocurrió reprender a
Manuel: “Podíais haberme esperado”. Manuel replicó con toda la cara: “No sabía
que ibas a estar así”. Y añadió enseguida: “Saluda al menos a mi amigo
Enrique”. Juan, como un autómata, le tendió la mano. “Mucho gusto”, dijo
Enrique estrechándosela. Lo que adornó con un punto de cinismo: “Perdone la
intromisión”. Manuel le echó más sal al asunto: “No te preocupes, si a Juan no
le ha importado ¿verdad?”. “Si tú lo dices…”, contestó Juan que ya no sabía ni
lo que decía. Solo se veía allí en cueros vivos con la mirada de Enrique
recorriéndolo de la cabeza a los pies.
Manuel, con una actitud desenfadada de ‘ya que estamos’, le
preguntó orgulloso a Enrique: “Bueno ¿Qué te parece?”. Enrique, quien por lo
visto no le iba a la zaga en desparpajo, exclamó: “¡Impresionante! Te habías
quedado corto al describírmelo”. Entonces Juan, con la puerta del baño
bloqueada por los dos mirones, avanzó para abrirse paso. “Dejad que me vista
¿no?”, pidió débilmente. Se echaron a los lados pero con poco espacio entre
ellos, de forma que Juan tuvo que pasar rozando su cuerpo desnudo con los chicos
vestidos. Llegó a notar una mano en su culo y pensó: “Si es de Manuel, pase.
Pero si es el otro, estoy apañado”. De cualquier modo no iba muy equivocado
porque, al ir hacia donde había dejado la ropa para ponerse, Miguel, secundado
por Enrique, se interpuso. “No te irás a tapar ahora”, le dijo Manuel como si
le resultara algo fuera de lugar. Juan, cada vez más atrapado, intentó
aclararse. “A ver qué estaréis tramando”. “¿No te das cuenta de lo que le has
gustado a Enrique?”, le hizo notar Manuel. “¡Vale! Pues ya me ha visto ¿no?”,
replicó Juan en un intento infructuoso de acceder a su ropa.
En lugar de ello Manuel, dispuesto a someter a Juan a un
‘pressing’ de los suyos, lo agarró de un
brazo e hizo que se sentara en la cama. Lo hizo él también muy arrimado y, ciñéndolo
por la cintura, le fue hablando con un tono persuasivo. “¿Te acuerdas lo que me
costó conseguir el verte tal como estás ahora?”. “Tampoco te costó tanto”,
matizó Juan, que no sabía a dónde pretendía llegar Manuel y que casi había
perdido la conciencia de que Enrique, en un segundo plano, no dejaba de
observar embelesado las diversas posturas que iba adoptando en su completa
desnudez. “Pues fíjate que mi amigo Enrique, que tiene los mismos gustos que
yo, ha tenido la suerte de verte tal como deseaba… Y ya has oído lo que ha
comentado sobre ti”, siguió Manuel. “Pero no es lo mismo”, protestó Juan, “A él
no lo conozco de nada”. “Pero es mi amigo íntimo y me gustaría que le des el
mismo trato que a mí”, avanzó Manuel en su envolvente estrategia. “¿No me está
viendo ya?”, reiteró Juan, cada vez más liado, “Como sigues sin dejar vestirme,
me está mirando todo lo que quiere”. “Solo de refilón… Deberías ser más
generoso con él”, insistió Manuel, que se dirigió también al expectante
Enrique: “¿Verdad que querrías que Juan te dejara verlo tal como yo puedo
hacerlo?”. “¡Pues claro! Me encantaría”, respondió Enrique sin cortarse un
pelo, “También es el tipo de hombre de mis sueños”. “¿Ves lo ilusionado que ha
venido?”, dijo con énfasis Manuel a Juan, “Le dije que no habría problema
contigo… No me vayas a dejar en mal lugar ahora”. “¡Está bien!”, estalló Juan
rendido, “Si de todos modos ya me ha pillado en cueros… ¡Hala, chico! Mírame
todo lo que quieras”. Se puso de pie y quedó plantado de brazos caídos ante
Enrique, mientras pensaba: “Con este Manuel, si se empeña en algo… Y ahora me
mete en casa a otro como él, también aficionado a los hombres como yo ¡Vaya
gustos! Pero para qué resistirse si le habrá contado ya a aquel niñato todas nuestras
intimidades…”.
Mientras Manuel, orgulloso de su conquista, lucía a Juan,
Enrique lo repasaba con la vista de arriba abajo e iba exponiendo sus
impresiones sin pelos en la lengua. “Desde luego es un pedazo de hombre ¡Cómo
me gustaría tener a alguien así!”. “Gordote y fortachón ¿no te parece?”,
glosaba Manuel palpando un brazo a Juan,
que movía la cabeza como diciendo: “En lo que me he de ver metido”. “Me mola
así bien velludo”, añadía Enrique casi relamiéndose, “Con unas buenas tetas y
una barriga que deben dar gusto acariciar”. Manuel llegó al más destacado
atributo de Juan. “¿Y qué dices de lo que le cuelga?”. “¡Uf, me tiene
alucinado!”, exclamó Enrique, “¡Qué grande! Lo que debe ser cuando se le ponga
dura”. Entonces Manuel no tuvo el menor reparo en echar mano a la polla de Juan
y sosteniéndola dijo: “Ya lo sabrás, ya”. Semejante aviso hizo que Juan
protestara débilmente: “¿Eso también?”. Pero Manuel capeó la cuestión por el
momento y le tiró de un brazo para que se diera la vuelta. “¡Hala! Que te vea
también por detrás”. Enrique lo celebró: “¡Uy, sí! Es lo primero que le vi al
llegar… Es un culo espectacular”. “¿Verdad que sí? Y traga que da gloria”, explicó
Manuel. Juan lamentó: “Lo cuentas todo tú ¿eh?”. De poco le sirvió porque
Manuel le instó: “¡Venga! Échate un poco hacia delante para que lo vea mejor”.
A la vez le presionaba la espalda para que quedara con el culo en pompa. “Mira
qué raja”, hizo notar y, a dos manos, separó las nalgas. “¡Oh! Lo que haría yo
con eso”, musitó Enrique.
Una vez que Manuel se apartó, Juan supuso que daban por
terminada la inspección visual, pero apenas tuvo tiempo para pensar qué hacer
porque oyó que Enrique le decía a Manuel: “Me he puesto excitadísimo”, y que
éste le proponía: “Podíamos desnudarnos nosotros también”, añadiendo como una
gracia: “Así Juan verá lo que le has gustado”. Manuel predicó con el ejemplo y
enseguida se quedó en cueros. Tampoco Enrique tuvo el menor reparo en hacerlo
también. El ardor juvenil se manifestó en sendas erecciones porque, si Enrique
se había calentado a base de bien contemplando la descarnada exhibición de
Juan, a Manuel no le había producido un efecto menor manejar a voluntad a Juan
para obsequiar a su actual amigo del
alma. Juan, que había perdido ya toda esperanza de ponerse algo encima, se
encontró frente a los dos chicos tan desnudos como él. No dejó de apreciar el
contraste entre el de sobras conocido cuerpo, más bien regordete, de Manuel,
con su polla tan fácilmente dispuesta a activarse, y el delgado y casi lampiño
del recién conocido Enrique. Éste a su vez mostraba sin el menor pudor una
polla fina y larga que le balanceaba entre las piernas. “¿Y ahora qué más?”, se
preguntó Juan, que estaba tan confundido con la nueva situación que casi se
avergonzaba de no haberse empalmado todavía.
Por supuesto que las intenciones de Manuel para agasajar a
su amigo Enrique iban más allá de lo ofrecido hasta el momento. Así que, para
entrar en la siguiente fase, activó de nuevo sus dotes para manipular a Juan. “¿No
te parece que llevas demasiado rato ahí de pie?”, le dijo atento, “¿Por qué no
te echas un rato en la cama, ya que estamos en tu dormitorio?”. “¿Para qué?”,
preguntó Juan, que recordó las mañas que se gastó Manuel para tomar posesión
plena de su cama, y de él mismo. “Estarás más relajado… Y nosotros podremos estarlo
también”, afirmó Manuel. “¿Vosotros os meteréis también en la cama?”, quiso
aclarar Juan, como si no le hubiera quedado claro. “Igual que lo hago yo
contigo”, dijo con todo aplomo Manuel, “Y Enrique es como si fuera yo mismo”. Para
remacharlo añadió: “Hasta ahora lo has hecho muy bien… ¡Venga, hombre! Que ya
ves lo a gusto que está Enrique contigo”. La candidez de Juan no era tanta que
no llegara a suponer lo que pasaría con los tres en la cama. Pero lo que sí sabía era que, si Manuel empezaba a meterle mano, y
encima incitaba al otro a imitarlo, acabaría excitándose y ya iban a caer sobre
él como moscas… “¡Vale!”, concluyó para sí, “Si no hay más remedio, que jueguen
los chicos conmigo”.
La verdad es que para Juan, después de tanta exhibición de
pie, sí que supuso un buen descanso dejarse caer cuan largo era sobre la cama.
Se relajó estirando brazos y piernas y cerrando los ojos. No tardó en oír la
voz emocionada de Enrique: “Tumbado así en la cama está impresionante”. “Pues
verás ahora”, dijo Manuel. Juan prefirió seguir con los ojos cerrados. Supuso
que eran las manos de Manuel las que empezaron a sobarle la polla e,
inevitablemente, notó que se le iba endureciendo. Lo confirmó Enrique: “¡Cómo
se le está poniendo!”. Juan seguía sin ver, pero el oído no le fallaba. “Prueba
tú ahora”, invitó Manuel soltando la polla. “¿Tú crees?”, titubeó Enrique.
“¡Claro, hombre! No ves que se está dejando hacer”, recalcó Manuel. Juan captó
el cambio de manos, más torpes pero no menos cálidas. “¡Uf, qué dura y grande
se le pone!”, alabó Enrique. El doble manoseo, además de un evidente efecto
físico, y pese a sus reticencias a la intervención de Enrique a ese nivel, no
dejaba de resultar placentero para Juan, que prefería seguir sin ver quién era
quién. Pero tuvo un sobresalto cuando Manuel dijo: “¿Te gustaría chupársela?”. “Si
no me va a caber en la boca…”, objetó Enrique. “Tú prueba y veras… Lo que no te
quepa lo lames”, insistió Manuel. “¡Pues vale! Cualquiera le quita la ilusión”,
ironizó mentalmente Juan. Enseguida notó una lengua que le recorría el capullo
y luego unos labios estirados al máximo que lo ceñían. Primero la boca de
Enrique se mantuvo a ese nivel, pero poco a poco fue avanzando hasta que la
polla topó con el fondo del paladar. Hubo varias subidas y bajadas, pero pronto
Enrique desistió. “¡Uf! Casi me atraganto”. “Seguro que le has dado gusto”, lo
alentó Manuel sin pedir la opinión de Juan. “¿Le puedo hacer una paja?”,
preguntó Enrique, que se fiaba más de su mano que de su boca. “¡Claro! Si ya lo
estará deseando”, remachó Manuel, que interpretaba así la pasividad de Juan. Éste,
que en efecto ya estaba en plan de admitirlo todo, apretó más los ojos y pensó
sarcástico: “A ver cómo se apaña este pipiolo”. Enrique seguro que se había
hecho muchas pajas a sí mismo, pero agarrar y frotar el pollón de Juan era más
engorroso para él. Entre los nervios, la excitación y la impericia de semejante
empresa, no lograba alcanzar el ritmo adecuado para que la paja surtiera
efecto. Algo avergonzado se excusó: “¡Uy! Si me duele ya la mano”. Entonces
Manuel se mostró comprensivo: “Si es que Juan tiene mucho aguante”. Pero
metidos en faena no quiso dejar las cosas a medias: “¡Espera, ya lo haré yo!
Verás todo lo que le sale”. Así que tomó el control de la polla de Juan y, con
la experiencia adquirida, entre chupetones y pases de mano, encauzó la
situación. Juan captó el cambio y su distanciada pasividad empezó a verse
alterada por irreprimibles resoplidos y el sube y baja de la barriga que
provocaba la aceleración de su respiración. Tras soltar un leve gemido, fue
brotando del capullo sucesivos borbotones de leche. “¡Anda, sí que echa, sí!”,
se admiró Enrique. Pero Manuel, que seguía aferrado a la polla, dio varias
lamidas a lo que aún salía. “A mí me gusta… Prueba tú”, animó a Enrique. Éste,
con más precaución, pasó también la lengua por el capullo. “Sabe más fuerte que
la mía”, comentó tras la cata.
La paciencia de Juan saltó ya por los aires. Abrió por fin
los ojos y levantó el torso apoyándose en los codos. “¿Qué? ¿Os habéis
divertido ya bastante?”, soltó con un tono de voz que solo asustó a Enrique,
que farfulló intentando librarse de culpa: “Yo es que…”. Pero Manuel lo cortó
para neutralizar a Juan: “No más que tú, que vaya corrida has tenido”. Juan quedó tocado, porque al fin y al cabo él
había dejado que llegaran hasta ahí. “Bueno, bueno. Voy a pasar por la ducha,
que estoy hecho un asco”. No se dio cuenta de que lanzaba una provocación. “Dejarás
que Enrique te mire ¿verdad?”, lo cazó al vuelo Manuel, “Le va a gustar mucho”.
“¡Haced lo que queráis!”, contestó Juan despectivo, pero en el fondo cayendo en
la cuenta de que, imprudentemente, se lo había puesto en bandeja.
Cazachudo, Juan se levantó de la cama y se dirigió al baño.
Por supuesto los otros dos le fueron detrás. Juan fingió ignorarlos y procedió
a preparar la ducha. Al inclinarse para abrir los grifos de la bañera para que
se mezclara el agua caliente con la fría antes de conmutar el mando de la
ducha, oyó la exclamación de Enrique: “¡Oh, qué culo tiene!”. El lenguaraz de
Manuel le explicó: “Aquí me lo follé por primera vez”. “¡Vaya suerte!”, le envidió Enrique. Juan, impasible, entró ya
en la bañera y recibió con agrado el agua sobre su cuerpo. Por un mínimo
sentido del pudor, dio la espalda a los mirones para lavarse la pringosa
entrepierna. Pero con ello siguió mostrando lo que ahora se había convertido en
el principal objeto de deseo de Enrique. “Después de lo de la cama, solo me
faltaba esto… ¡Qué caliente me he puesto!”. “Sí que estás empalmado, sí”,
observó Manuel. Cuando Juan cerró los grifos, chorreando agua se dio cuenta de
que no había tenido la precaución de dejar cerca una toalla. Así que tuvo que
pedir: “¿Me pasáis una tolla?”. Manuel cogió una, pero se la alargó a Enrique:
“¿Por qué no lo secas tú?”. Enrique miró implorante a Juan: “¿Puedo?”. La
ingenua, aunque no tanto, devoción que Enrique mostraba hacia él se estaba
sobreponiendo a su incomodidad por las argucias con que Manuel se había
dedicado a lucirlo ante su amigo. Así que Juan contestó escuetamente: “Si
quieres…”. Enrique, entusiasmado, se puso a enjugar con cierta torpeza el
cuerpo de Juan, que se dejaba hacer incluso por las partes más sensibles, hasta
que hubo de calmarlo sin acritud: “¡Vale, vale!”.
Juan no dejó de fijarse en la fuerte erección que mostraba
Enrique, con su polla larga y tiesa que le bailaba mientras lo iba secando.
Como intuía que la evocación que había hecho Manuel a su primera follada no era
para nada inocente, decidió tomar la iniciativa, cosa rara en él. En parte era
una cierta venganza hacia Manuel: “Si tú me has usado para presumir ante
Enrique, ahora te voy a tomar la delantera y ofrecerme yo mismo a lo que seguro
que estabas dispuesto a conseguir que acabara haciéndome tu amigo”, argumentó
para sí. De modo que, para sorpresa del propio Manuel, le soltó por las buenas
a Enrique: “¿Te gustaría metérmela ahora ya que estás tan excitado?”. “¡Oh, me
encantaría!”, le tembló la voz a Enrique, que reconoció con humildad: “Nunca he
hecho algo así”. “Pues ahora Juan te ofrece su culo, ya ves”, intervino Manuel
con retintín porque se le hubieran adelantado. Fue el propio Juan quien
facilitó las cosas remedando en parte aquello
que casi fue una violación. Al salir de la bañera se apoyó sobre los codos en
la encimera del lavabo separando ligeramente las piernas y, con decisión dijo:
“Ya estoy listo”. Enrique temblaba de emoción, pero su erección se mantenía
firme. Se puso detrás de Juan y, con una mano, buscó centrar bien la polla en
la raja. Apenas hubo de hacer esfuerzos para que le fuera entrando. Lo que
acompañó con un largo suspiro de placer: “¡Uuuhhh!”. Juan no dejó de apreciar
que, aun siendo más fina que la polla de Manuel, la mayor longitud de la que
tenía en su interior le causaba nuevas sensaciones. Manuel no quiso quedar al
margen y aleccionó a Enrique: “Ahora ve moviéndote… Verás qué gusto”. Enrique,
sujetado a las anchas caderas de Juan, se puso ya a bombear cada vez con más
entusiasmo. Y fuera por los nervios, fuera por propia voluntad de alargar el placer, resistía bastante
intercalando exclamaciones: “¡Oh, cómo me gusta!”, Es lo mejor que me ha pasado
nunca”. A Juan, por su parte, las continuadas arremetidas, le iban haciendo
efecto, arrancándole tenues suspiros. “¡Aaahhh, me voy a ir!”, farfulló por fin
Enrique tensando el cuerpo. Por sus aspavientos debió soltar una buena descarga,
con toda la excitación que había venido acumulando. Quedó inmóvil aún pegado a
Juan que, por la voz quejumbrosa con que preguntó: “¿Estás ya?”, vino a indicar
que a él también le había pasado algo. En efecto, cuando Enrique se apartó con
la polla todavía tiesa y goteante, también la de Juan, al erguirse, se mostraba
igual, aparte del charquito de leche que había en el suelo. “¡Mira! Se ha
corrido también”, hizo notar Manuel divertido.
Juan se puso ya digno. “Creo que ya ha habido bastante
¿no?”. Sin embargo, inesperadamente, Enrique se dirigió a él para decirle con
tono respetuoso y emocionado: “Nunca había podido ver así a un hombre tan
estupendo y le agradezco la generosidad con que hasta ha permitido que me
estrene con usted”. Juan no sabía a esas alturas si sentirse avergonzado o
halagado. Y aún se quedó más perplejo cuando Enrique le pidió: “¿Podría darle
un abrazo?”. “Ya no viene de ahí”, se dijo Juan, que abrió los brazos para
dejar que Enrique lo ciñera con los suyos. Incluso le dio unos golpecitos en la
espalda. “¡Vale, vale! No es para tanto”. Una vez cumplido el sorprendente
trámite, Juan expresó ya lo que había pensado antes de esta interrupción.
“Ahora dejadme ya para que me limpie un poco con tranquilidad”. Manuel y
Enrique esta vez abandonaron el baño, sobre todo por el interés que ambos
tenían en comentar entre ellos lo ocurrido. Enrique seguía maravillado: “¡Vaya
hombre! ¡Cómo te envidio!”. “Ya ves”, replicó Manuel orgulloso, pero a la vez
suspicaz “Hasta ha querido que le dieras por el culo… Con lo que a mí me costó
conseguirlo”.
Juan, que había cerrado la puerta del baño, se tomó su
tiempo. Se sentó en el wáter para tratar de aclarase tras la vorágine en que se
había visto envuelto. No había supuesto para él ninguna novedad dejarse enredar
por los caprichos de Manuel. Pero era que esta vez había metido por en medio a
un extraño, al que no solo había puesto al día de sus intimidades, sino que lo
traía para que las disfrutara en vivo. Y él allí como si fuera un mono de feria
haciendo y dejándoles hacer cuanto se les viniera en gana. En realidad ni
siquiera había sentido vergüenza, con su actitud de ‘si con eso disfrutan, pues
que disfruten’. Además, la entrada en juego del jovencito ingenuo, o que se
hacía pasar por tal, tampoco lo había afectado tanto como habría pensado. Más
bien lo había llegado a conmover tanto entusiasmo por su persona… Y si ya veía
venir que, de una forma u otra, Manuel se las iba a ingeniar para que su amigo
acabara dándole por el culo ¿por qué no iba a adelantarse y así al menos no
seguir quedando como un pelele? De manera que a lo hecho pecho y más valía no
darle más vueltas. Aunque, para ser sincero, hubo de reconocer que, cansado y
todo, la follada de Enrique lo había dejado bien a gusto.
Entretanto Manuel y Enrique se habían ya vestido. El primero
se ufanó ante su amigo: “No te podrás quejar de todo lo que he conseguido que
hiciera contigo”. “Desde luego te estoy muy agradecido… Nunca pensé que podría llegar
a tanto con un hombre como él. Ha sido todo tan maravilloso”, contestó Enrique
todavía emocionado. Pero Manuel, al que no le hacía demasiada gracia que
hubieran nuevas efusiones de despedida entre Juan y Enrique, añadió: “Pero será
mejor que ya lo dejemos tranquilo. Después del desgaste que ha tenido querrá
descansar”. “¡Claro, claro!”, se mostró comprensivo Enrique, “Si se ha corrido
hasta dos veces… con lo mayor que es”. Menos mal que esto ya no lo oyó Juan. Así
que Manuel acompañó hasta la puerta a Enrique, que no se contuvo de pedir: “¿Le
darás un beso de mi parte?”. “¡Faltaría más!”, afirmó Manuel, “Seguro que ha
quedado muy contento contigo”. Aunque lo que sí tuvo claro Manuel fue que, una
vez hecho el experimento, ya había tenido bastante con lo de juntar a Juan con
Enrique.
Refrescado de nuevo, Juan salió del baño y, al ver que ya no
estaban lo chicos ni su ropa en el dormitorio, respiró aliviado. Descartó la
ropa que ingenuamente había preparado para
recibir al amigo de Manuel y se puso la más cómoda de andar por casa.
Cuando encontró a Manuel ya solo, no hizo la menor alusión a Enrique. Pero
enseguida Manuel no se privó de comentarle con ironía: “Parece que después de
todo no te lo has pasado nada mal con mi amigo”. Juan se puso a repasar lo
sucedido sin alterarse: “¿Qué querías? Te pones a que me mire, que me toque,
que me pajee, que me la chupe y me lo metes en la ducha… Pues ya hasta el final
¿No se trataba de eso?”. Y añadió con un golpe de sinceridad: “Además Enrique me
ha parecido un chico muy majo”. Manuel ya tuvo suficiente para confirmar que
mejor no volver a engolosinar a Juan con Enrique.
lunes, 9 de diciembre de 2019
Una sorpresa por partida doble
A mi amigo Javier, en particular cuando va a la sauna, más
que escoger él, se suele dejar escoger. Sabe que su corpachón de hombre maduro
no pasa ni mucho menos desapercibido y acoge indiscriminadamente a todo aquel
que muestre interés en hacerlo disfrutar. Sin embargo, tal vez con los años, se
le va avivando el interés por dejarse querer por los tipos más jóvenes. Como
esos que, sintiéndose atraídos por hombres maduros, van a la sauna en su busca.
En tiempos yo mismo fui uno de ellos, pero a diferencia de Javier, mis gustos
no han evolucionado. Y ahora que manifiesta más esa afición – “Como un culito
terso y sin pelos no hay nada”, suele decir Javier–, me pica la curiosidad por conocer
cómo llega a realizar ese deseo.
Fue una tarde como otra cualquiera en que, tras ducharnos, entramos
en la sala de vapor. Aunque estaba vacía, apenas nos dio tiempo para los
morreos y sobos con los que, sobre todo
Javier, se precalienta. Y que también sirven de cebo para que otros tíos, que
ya estén allí o que entren después, perciban su disponibilidad y se animen a
meterle mano. Pero aquella vez nos debió seguir un tipo gordote, ya conocido,
al que le encanta hacerle una mamada a Javier. Iba a cosa hecha y enseguida
tomo el control de la situación. Javier se dejaba hacer y hasta consintió en
sentarse en el banco superior para que el gordo hiciera su trabajo. En
cualquier caso era pronto para que Javier aceptara llegar hasta el final. Así
que cuando tuvo bastante lo apartó excusándose. “Acabo de llegar y no quiero
correrme todavía”. Javier bajó del banco, recogió su paño y se dispuso a salir.
Lo seguí y la verdad es que no habíamos llegado a prestar atención al
movimiento que entretanto pudo haber en el vapor, con Javier acaparado por el
gordo.
Fuimos a remojarnos de nuevo y estaban libres las dos duchas
juntas que hay cerca de la puerta que conduce al bar. Javier comentó: “El tío
ese la chupa muy bien, pero me agobia”. Bromeé dándole una palmada en el culo: “Como
eres tan facilón para el primero que llega”. Replicó con algo que resultó
premonitorio: “Pues a ver si me llega material más fino”. Entre la charla, el
agua cayéndonos por encima y luego las toallas con que nos secábamos las caras,
ninguno se fijó en lo que había un poco más allá. Javier decidió: “Voy a entrar
al vapor un ratito más”. Preferí no
repetir y le dije: “Nos vemos cuando salgas”.
Solo en el momento en que iba a abrir la puerta para pasar
por el bar me percaté de que, en el banco que hay en el lado opuesto a las
duchas, estaban sentados dos chicos que no rebasarían los treinta años, de
tipos parecidos, guapitos y espigados. Uno de cabello rubiáceo muy corto y casi
lampiño, y el otro más moreno y de rasgos sudamericanos. Como debían haber
estado observándonos mientras nos duchábamos, el primero se dirigió sonriente a
mí. “¿Te importa que te preguntemos una cosa?”. “No ¿Qué es?”, contesté. Ya
añadió: ¿Tú estás con ese pedazo de hombre?”. Me hizo gracia y repliqué: “¿Tan
raro os parece?”. “¡No hombre, no! Suerte que tienes”, saltó el moreno, que
resultó el más parlanchín. Los dos hablaban algo redichos, pero sin sombra de
pluma. “Le hemos echado el ojo en el vestuario y decidimos buscarlo. Pero
cuando lo hemos visto en el vapor con la cabeza de aquel tío metida entre las
piernas, pensamos que no podríamos competir y hemos salido ¡Qué rabia nos ha
dado!”. Quise explicarles: “Es que él es muy complaciente con todos… Y porque
no os ha visto, que si no, os habría tirado los tejos”. “¿Tú crees?”. “Os
aseguro que, aunque es muy versátil, cada vez le chiflan más tipos como los
vuestros”. “Tú que lo conoces ¿qué podemos hacer entonces?”. Hasta me hicieron
sitio en el banco para que me sentara con ellos. Antes tuve una curiosidad: “¿Y
vosotros dos que sois?”. El moreno no dudó. “Somos amigos, no enrollados, que
tenemos los mismos gustos y los compartimos si podemos”. “Pues entonces creo
que vais a poder compartir a mi amigo, que se llama Javier… Pero os advierto
que es muy teatrero…”. “¡Uy! Nosotros estudiamos también teatro” “Pues si se le
presenta el encuentro con un poco de
sorpresa y morbo, se pondrá como una moto”. “¡Jeje! Te las sabes todas”. “Son
muchos años de compartir ligues y hasta de buscárselos… Que yo también he
tenido lo mío”. “¡Claro! Tú, en otro estilo, tienes también tu gancho”.
“¡Venga, va! Qué ahora hablamos de Javier”. “Nos ponemos en tus manos ¿Cómo lo
hacemos?”. “¿Conocéis la cabina que hay cerca del vestuario debajo de un
televisor que no mira casi nadie?”. “¡Uy! Esa tiene una cama enorme”. “Se usa
poco por eso de los agujeros que hay en la puerta para mirar. Pero eso para
Javier no es problema”. “Para nosotros tampoco”. “Entonces querría pediros un
favor. Me encanta ver disfrutar a Javier y me gustaría entrar también, si no os
importa… No estorbaré”. “¡Qué va! Si te gusta mirar hasta le da más morbo. Y si
a tu amigo tampoco le importa…”. Me reí. “¡Uf! Nosotros dos estamos curados de
espanto”. Quedó pues claro que lo mío iba a ser solo mirar. Ya me venía bien,
porque esos chicos no me decían nada en plan sexual, pero juntarlos con Javier
podía ser explosivo. “Si vais a esperar en la cabina, no tardaré en llevároslo”.
“Hace mucho rato que está en el vapor ¿No nos habrán tomado la delantera?”. “Ya
he estado observando los que entran y salen
al vapor y ninguno le puede haber durado mucho”. Se fueron depositando
su confianza en mí.
No tardó Javier en aparecer y se fue directo a las duchas.
“¿Cómo te ha ido?”, le pregunté. “¡Va! Eran unos plastas”, contestó. “Pues
refréscate bien porque te tengo preparada una sorpresa”, le avisé. “¿Me vas a
presentar a otro de tus ligues gordos?”, dijo sin demasiado entusiasmo. “Precisamente
un ligue mío no. Pero a ti sí que te encantará que lo sea tuyo”, dije para
intrigarlo. “¿Qué se te habrá ocurrido ahora?”, le apuntó ya la curiosidad. “Te
aseguro que es algo de lo que no me había ocupado hasta ahora. Pero estoy
seguro de que vas a flipar”. “¡Venga! ¿Dónde está eso?”, dijo dispuesto a
despejar la incógnita. “¡Vamos pues!”. Le extrañó que, en lugar de la ruta
habitual por la zona de cabinas, le hiciera atravesar el bar y dejar de lado el
vestuario. “¿Estás mareando la perdiz?”, preguntó intrigado. “No ¿Ves esa
cabina?”. No es que invitara mucho la zona de semipenumbra en que se hallaba,
bajo el televisor que emitía vídeos porno sin sonido y un sofá enfrente en el
que dormitaba un par de hombres muy mayores. “Creo que alguna vez estuve en
ella”, contestó Javier. “Pues hoy la vas a aprovechar”. “Si tú los dices…”,
dijo entre escéptico y curioso. La puerta de la cabina tiene, por arriba, una ventanilla en la que
se puede bajar una cortinita, que ahora estaba levantada. Además, por abajo,
hay dos o tres agujeros circulares. La cabina en sí es bastante grande y muy
iluminada. Está casi toda ella ocupada por dos grandes camas unidas, más bajas
que las de las otras cabinas, con varios cojines y rulos, y la pared del fondo
es un espejo. Para no darle tiempo a Javier de curiosear por la ventanilla, me
adelanté, di unos golpecitos y abrí la puerta hacia el único espacio que no
ocupaba las camas, me desplacé a un lado
y dejé vía libre a Javier.
Los dos chicos estaban tendidos hacia ambos lados, desnudos
y relajados. El rubio de costado, con un brazo doblado y la mejilla apoyada en
la mano. El moreno, más estirado, lucía impúdico una incipiente erección.
Javier quedó paralizado en el dintel y no sé si se le cayó el paño o se lo
quitó él, pero ya quedó también en cueros. “¡Pasa, pasa!”, lo invité para
cerrar la puerta. Aproveché su desconcierto para explicarle: “Estos chicos
tenían mucho interés en conocerte. Pero como te veían muy ocupado hemos quedado
en que te esperaran aquí”. “¡Uh!”, empezó a reaccionar Javier, “Sí que es una
sorpresa, sí”. Enseguida adoptó más su estilo y, aunque había espacio de sobra,
dijo: “¿Por qué no me hacéis un hueco entre vosotros y empezamos a
conocernos?”. Entró en una cama sobre las rodillas y, a cuatro patas, trepó
hasta alcanzar el nivel de los chicos. Fue
girando el corpachón y se tendió panza
arriba, con la cabeza apoyada en un rulo. Crudamente iluminado y duplicado a la
inversa en el espejo, exhibía a conciencia tal exuberante obscenidad que tenía
alucinados a los chicos… Y a mí, por más acostumbrado que estuviera.
“¡Hola, guapos!”, saludó
Javier sonriente estirando las manos hacia ellos. “¡Hola, Javier!”,
correspondió el rubio mirándolo a los ojos al tiempo que le acariciaba el
brazo, “Estás buenísimo”. “¿Eso crees?”, dijo Javier halagado, “¿Pero cómo es
que sabes mi nombre?”. “Nos lo ha dicho tu amigo”. “A saber qué más os habrá
contado de mí”. “¡Uy, si te adora! Ha organizado este encuentro para que te lo
pases bien”. Yo me había sentado en la esquina más apartada de la cama con la
espalda apoyada en la pared y el paño solo aflojado para marcar la diferencia
de mi presencia. Javier me miró riendo. “¿Y tú qué? Ahí haciendo de celestino
¿eh?”. “Ya les pedí permiso y del tuyo paso, que ya te he visto haciendo de
todo”, me reivindiqué. El moreno salió en mi favor: “Ha sido un encanto con
nosotros y no nos extraña que le guste verte en acción”. Entonces Javier se
dirigió a él: “¿También te gusto yo?”. “¡Cómo te diría! Con ese pedazo de culo
que te vi en la ducha”. “¿Ah sí? Pues ya me la meterás luego”, soltó Javier
haciendo planes.
El chico rubio se arrimó más y pasó de acariciar el brazo a hacerlo
por el muslo. “¡Um!”, murmuró Javier, “Te acercas a zona caliente”. Y es que la
polla ya empezaba a apuntar maneras. Bastó que el chico se aventurara a
juguetear con los dedos por el entorno para que la inflamación se fuera
consolidando. “¡Uf, cómo te va creciendo!”, admiró el rubio. “Lo hace para ti.
Es toda tuya”, lo incitó Javier. El chico la empuñó ya para frotarla
suavemente. “¡Qué gorda y dura la tienes!”, suspiró. No tardó mucho en cambiar
de postura para tomarla con la boca. “¡Uf, qué bien!”, exclamó Javier
entregado.
En una sana competencia, el chico moreno se había colocado
de rodillas junto al torso de Javier. Mientras su amigo iba mamando por abajo,
él se ocupó del pecho. Con caricias repasaba el vello con los dedos, palpaba
las tetas y cosquilleaba los pezones. “Eso me mata”, susurró Javier. No para
matarlo precisamente, el moreno se inclinó dispuesto a lamer y chupar. “¡Sí!
¡Cómemelas, muérdemelas!”, se exaltó Javier. Cosa a la que el chico se aplicó diligente. Javier
ponía los ojos en blanco y resoplaba. “¡Vaya dos! ¡Cómo me estáis poniendo!”.
En un momento en que el chico moreno se irguió para tomar aire, rozó el hombro
de Javier con la polla, que se le había puesto tiesa. Javier entonces la
alcanzó con una mano. “¿Es tuyo esto?”. “Y
tuyo”, respondió el chico acercándosela a la cara. Javier no dudó en
atraparla con la boca. La chupó un poco y paró para exclamar: “¡Larga y rica!
¡Qué bien me va a entrar en el culo!”.
Todo se precipitó
cuando el que se la estaba mamando aprovechó la distracción de Javier y, con
envidiable agilidad, se desplazó de
espaldas entre las piernas de éste y se dejó caer encima de la polla. Javier se
estremeció y la impresión le hizo soltar la polla del moreno. “¡Uuuhhh! Te la
has metido toda dentro”, exclamó con una mezcla de sorpresa y agrado. El
empalado, en cuclillas, se puso a dar saltitos con destreza, lo que llevó al paroxismo
a Javier. “¡Ay, cariño! ¡Qué caliente y apretada la siento!”. A la vez se
sujetaba la barriga hacia arriba para dar más juego… El elevado tono de las
exclamaciones de Javier no dejó de atraer a algún que otro curioso, que miraba
a través de la ventanilla.
La postura en que estaban follando sin embargo, con la polla
atrapada en el culo del chico, que saltaba en un equilibrio inestable, debió
resultar insuficiente a Javier, a la par que algo incómodo por su barriga, para
sacar todo el gusto que la ocasión ofrecía, una vez pasado el impacto inicial.
Así que no dudó en proponer: “Hagamos un cambio”. El chico se apartó para
liberar a Javier, que lo manejó rápidamente para que se colocara a cuatro
patas, con las rodillas en el borde de la cama. Javier, para una mejor
estabilidad, se puso de pie detrás de
él. De este modo pudo clavársele en el culo por propio impulso y reemprender
con más ímpetu la follada. Era para ver su rostro congestionado reflejado en el
espejo. Porque además parecía mentira que en aquel culo tan pequeño, en
comparación con los volúmenes de Javier, y aparentemente frágil, entrara con
tanta fluidez su gorda y dura polla. El caso era que el culazo de Javier se agitaba y contraía por el
frenético mete y saca al que se entregó zumbando al gimoteante chico. No se privó tampoco de
volver a sus desahogos orales. “¡Oh, cómo me gusta así!”, “¡Qué culo más rico
tienes!”, “¡Qué caliente me estoy poniendo!”. A este alboroto se sumaba que, al
arrear con tanta energía, a veces llegaba a golpear la puerta con el culo…
Incluso asomó alguna mano por uno de los agujeros para tocárselo.
Javier no mostraba prisas por acabar mientras el chico, con
el delgado cuerpo arqueado, no paraba de meneársela con una mano, equilibrándose
con la otra sobre un cojín. Fue precisamente el chico quien, en pleno fragor de
la jodienda, sucumbió primero. Con un prolongado y lastimero suspiro, resultó
evidente que no había podido controlar la corrida. Se produjo entonces un
impase en el que se fue descomponiendo el compacto acoplamiento. La polla de Javier
salió al exterior y el chico se fue desmadejando sobre la cama. Javier,
respirando con fuerza, se sentó junto a él. El chico, avergonzado, le acarició
la espalda. “Lo siento… Te he dejado a medias”. Javier replicó comprensivo: “¿A
medias dices? Si he disfrutado como loco”. Y en un gesto de generosidad, le
propuso un consuelo: “Además, aún tienes una boca ¿no?”. Se echó hacia atrás
ofreciéndose con la polla todavía dura. El chico sonrió. “¡Qué majo eres!”. Y
con cierta languidez se puso a chupar. Aunque Javier no escatimaba sus “¡Uf!”, era
evidente, al menos para mí, que su mente iba ya por otros derroteros. Si bien era
muy probable que, de haber resistido el chico un poco más, la excitación que
había alcanzado Javier la habría avocado irresistiblemente a vaciarse bien
adentro de culo, no haber llegado a correrse ya en la primera andanada le
dejaba con todas sus energías para afrontar lo que aún estaba por llegar.
En esta idea debió coincidir el chico moreno, que bastante
cachondo estaba ya tras contemplar la follada a su amigo. En tono cariñoso se
dirigió a éste hablado desde el otro lado de Javier: “Suéltalo ya y no lo sigas
acaparando… ¿No has disfrutado bastante con la enculada que has tenido?”. El
chico rubio dejó de chupar y miró sonriendo ya a su amigo. “Tanto que me ha
dejado KO de lo maravillosa que ha sido ¡Qué polla más dura y qué bien la
mueve!”, se exaltó. “¡Jeje!”, soltó una risita Javier que, en medio de ese
diálogo, se puso a sobarse la polla todavía tiesa, “Cualquiera no se ponía a
cien con ese culo tan rico”. Pero de pronto se fue girando hasta quedar
bocabajo apoyado en los codos en el centro de la cama. Soltó un fuerte suspiro
y dijo con énfasis: “¡Cómo me arde también por ahí atrás!”. El chico moreno
entendió que había llegado su momento. “Pues creo que tengo algo para eso ¿Te
acuerdas?”. “¡Cómo no me voy acordar de eso que tienes tan largo entre las piernas!”,
replicó Javier con vehemencia, “¡Hazme todo lo que quieras!”. Se puso ya
horizontal por completo, con la cara directamente sobre la cama y los brazos
extendidos, en elocuente ofrecimiento.
El chico no dudó en echársele encima. Sin embargo no era para
hacer todavía lo que Javier tanto deseaba ya. Querría jugar antes un poco con
él, no sólo para llevarlo al límite de excitación, sino seguramente también
para revitalizarse él mismo. Por mi cuenta pensé que, en cualquier caso, valía
la pena recrearse con culo tan espléndido… El chico empezó a restregar el no
demasiado pesado cuerpo por el de Javier, con movimientos hacia los lados y
arriba y abajo. Al resbalar la polla por la raja y meterse entre los muslos,
Javier suspiraba estremecido. Cuando el moreno tiró de él para que subiera el
culo, Javier se levantó rápidamente sobre las rodillas, alcanzó un cojín para
metérselo bajo la barriga y se abrazó a un rulo para sujetarse. Como el chico
rubio, para dejar espacio, había venido a sentarse a mi lado sobre las piernas
cruzadas, tenían toda la cama para ellos. Desde luego Javier, con el torso abatido
y el culo en pompa, daba una imagen de lo más lúbrica, que además quedaba
duplicada en el espejo.
Si bien el chico moreno se colocó ya arrodillado entre las
pantorrillas de Javier, todavía iba a alargar su espera. Porque se entretuvo
sobando el apetitoso culo y, en un arrebato, estiró las nalgas para hundir la
cara en la raja. Los chupetones y lamidas que le debía estar dando hacían gemir
a Javier, hasta que llegó a suplicar con voz desgarrada: “Fóllame ya, por
favor”. Ahora sí que el chico se afianzó en su posición y le dio tal clavada
que el aullido que largó Javier debió resonar en todo el recinto. “¡Ou! ¡Ah!”.
Aunque añadió enseguida un lloroso “¡Cómo me gusta!”… No tardó en verse, por el
agujero más grande de la puerta, que asomaba una polla enérgicamente frotada… El
chico se iba moviendo con soltura y Javier no dejaba de instigarlo: “¡Qué larga
la tienes! La siento muy adentro”, “¡Como la saques te mato!”, “¡Dale, dale!”.
Y claro, el chico le arreaba cada vez con más entusiasmo. Javier calmó unos
segundos su elocuencia para limitarse a unos rítmicos “¡Uf, uf!”. Pero de
pronto tuvo un arrebato y, sujetando un brazo con más firmeza al rulo, llevó
una mano hacia atrás y se dio un cachete en la nalga. No era sino una
indicación para el chico. “¡Pégame! ¡Haz lo que quieras conmigo!”, le salió su
vena dramática. El chico no se privó entonces de ir dando tortazos a derecha e
izquierda que seguían el ritmo de su bombeo. La sonoridad de las palmadas
estimuló todavía más al chico, que ya empezó a dar señales de estar llegando al
límite. Javier debió notar algo de eso, porque soltó: “¿Te vas a correr ya?
¡Dámela toda!”. “¡Lo que quieras!”, murmuró el chico que pasó a emitir seguidos
“¡Ah, ah, ah!” y que culminó apretándose al culo de Javier. “¿Ya?”, gimió éste
que, al irse derrumbando, como le estorbaba el cojín que seguía bajo su
barriga, rodó hasta quedar bocarriba. “¡Qué polvazo!”, exclamó con voz ahogada.
“No te digo”, mostró su acuerdo el chico todavía de rodillas recuperándose… Me
fijé en que algo de leche había caído en el suelo desde el otro lado de la
puerta.
El chico rubio, que había asistido en silencio con los ojos
como platos a la jodienda de su amigo, le dijo ahora a Javier con admiración:
“Y tú todavía sin correrte”. Javier replicó fardón llevándose una mano a la
polla en calma: “Sé tenerla controlada”. Aunque añadió enseguida: “Pero ya no
me aguanto…”. Se puso a manosearse la polla con tanta ansia, que los chicos no
osaron intervenir. Sé de sobra que, en tales circunstancias, Javier prefiere no
arriesgarse con interferencias y darse satisfacción a su aire. Además, en esta
ocasión, la atención que ponían los dos chicos que tanto le habían hecho
disfrutar era un acicate para hacer un lucimiento de su desfogue. Así, con la
mirada ida, caracoleaba los dedos en torno a la polla, que iba endureciéndose a
ojos vista. Cuando la erección ya era firme la frotaba cadenciosamente,
mientras con la mano libre se acariciaba y estrujaba las tetas. A medida que
aceleraba el pajeo, emitía suspiros y se le aceleraba la respiración. Con voz
quejumbrosa fue repitiendo: “¡Ya me viene! ¡Ya me viene!”. Y de pronto, por
encima del puño cerrado, el capullo fue expulsando en sucesivas ráfagas
borbotones de leche. Cuando éstos cesaron, pasó la mano por el pelambre del
pubis y le salió del alma: “¡Uf, qué falta me hacía!”… Casi me da vergüenza
confesar que, con la atención de los chicos absorbida por la exhibición
masturbatoria, me hice también una paja, mucho más discreta desde luego. Uno no
es de piedra, aunque aquella no hubiera sido mi guerra. Con Javier hay que
estar a todo.
A punto estuvieron los chicos de aplaudir. “¡Qué buen pajón
al final!”, exclamó el moreno. “Si me llegas a meter todo eso por el culo…”,
comentó el rubio con sentido del humor. Javier pareció no oírlos y solo
tanteaba buscando su paño perdido por algún rincón. “¡Cómo necesito un a
ducha!”, dijo abriendo la puerta. Pero antes de salir propuso: “Nos vemos luego
en el bar ¿vale?”. Me fui con él, interesado en pulsar su apreciación del
encuentro. En cuanto estuvimos los dos bajo el agua, quiso confirmar entre
asombrado e incrédulo: “¿Todo esto lo has montado tú?”. “Bueno. Sé de qué pie
cojeas últimamente y, aunque esos chicos no sean mi tipo, los vi tan
interesados por ti que traté de que los aprovecharas”, expliqué riendo. “Pues
has acertado de pleno… ¡Qué chicos más ricos! Y qué marcha tienen”, declaró
Javier. “Eso también me ha sorprendido”, reconocí.
Tras ponernos paños limpios, que falta nos hacía, Javier y
yo pasamos al bar. Pedimos nuestras copas en la barra y, como esperábamos a los
chicos, escogimos la mesa apartada en un rincón. Javier se sentó en el banco de
la pared y yo ocupé una butaca enfrente. No tardó en aparecer la pareja,
también refrescada y sonriente. En cuanto tuvieron sus bebidas, vinieron con
nosotros y se sentaron en el banco a ambos lados de Javier. Éste, como solía
hacer, se había aflojado el paño, que le quedó enrollado por encima de las
ingles. Henchido de satisfacción acogía encantado los achuchones de los chicos,
bien arrimados a él. “¡Vaya, vaya! No me esperaba yo la doble ración con la que
me habéis sorprendido”, rio Javier. En mi calidad de propiciador de un revolcón
como el que habían tenido, me permití comentar: “De Javier no me asombra nada,
pero con lo apocados que parecíais cuando me pedisteis ayuda… Si tenéis más
tablas que Nacho Vidal”. Ahora rieron ellos. “Bueno”, empezó el más
dicharachero moreno, “No nos chupamos el dedo y tenemos nuestro historial”.
“Coincidimos en el tipo de hombre que nos vuelve locos”, apostilló el rubio.
“Yo tuve un novio, un cincuentón gordito precioso. Pero me dejó por otro chico
más joven… Ya veis”, contó el moreno. Se iban alternando y el rubio reconoció:
“En realidad no somos mucho de saunas, con demasiados musculitos, hasta que
supimos de ésta, con clientela de hombres maduros. Aunque al principio temíamos
que cantaríamos y nos tomarían por chaperos. Luego vimos que había más
variedad de la que creíamos y nos decidimos”.
El moreno tomó la palabra para decirle a Javier: “Te echamos el ojo cuando te
desnudabas en el vestuario y quisimos probar suerte. Pero hijo, parecía que
ibas de mano en mano de tíos mayores y gordos, y nos desanimamos… Lo demás ya
lo sabéis”. “Apareció el hada madrina”, se burló Javier. “Si lo debías llevar en bandeja… Hay que ver cómo
vela por tus intereses”, replicó el rubio mirándome con simpatía.
De pronto Javier se levantó. “Voy un momento a mirar el
móvil”. Casualmente el moreno lo imitó. “¡Mira! Yo lo haré también”. Los dos
fueron al vestuario y, entretanto, el rubio no se privó de comentarme: “¡Qué
suerte tienes de estar con ese pedazo de hombre! Además de que le sale el sexo
por las orejas Javier es la mar de afectuoso y simpático”. “De eso no me quejo,
te lo aseguro”, admití, “Y hoy le habéis venido al pelo, porque últimamente iba
con hambre de carne más fresca”. Ya volvieron y Javier, sin sentarse dijo: “Me
tengo que marchar”. Y añadió: “Esto no quedará aquí ¿verdad?”. Estuve seguro de
que ya habrían intercambiado teléfonos. Como yo también acompañé a Javier al
vestuario, nos despedimos de los chicos con
profusión de besos cariñosos. Luego solo le comenté: “Me parece que te voy a
tener que dejar volar suelto”. Javier me sonrió con afectuosa gratitud.
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No me sorprendió demasiado cuando unos días después Javier
me dijo: “Me han llamado los chicos de la sauna del otro día”. “Ya me pareció
que le habrías dado tu teléfono”, repliqué. “Bueno, fuimos a mirar los móviles
y lo que pasa… Yo te digo mi número, tú me haces una perdida…”, explicó como si
se excusara. “¿Y qué te ha dicho?”, pregunté lo era el meollo del asunto. “Que
les gustaría que fuera a su casa”. “¿Y?”. “¿Te parece bien que vaya?”. Me reí.
“¿Me estás pidiendo permiso a estas alturas?”. “Como tú fuiste el artífice de
lo de la sauna…”. “Mira, Javier. Allí me lo pasé muy bien viéndote disfrutar de
aquella manera. Pero ahora ya es cosa tuya…” Aunque añadí: “Me conformo con que
me tengas informado”. “Sabes que te lo cuento todo muy a gusto cuando hago
cosas sin ti”. No siempre ha sido así, pero se lo agradecí.
Cumplió al comunicarme: “Estuve en casa de los chicos”. “Se
te ve en la cara que triunfaste una vez más”. “Bueno, saben tratarme”. “Y tú a
ellos”. Su entusiasmo se manifestó al cuando quiso ponerme en situación.
“Comparten un piso muy actual, tipo loft de un solo espacio. Lo curioso es que
hay una sola cama, muy grande eso sí. Aunque entre ellos no haya nada, como ya
nos aclararon, dicen que así se hacen compañía…”. Soltó una risita, divertido
por la extravagancia. “Todo muy de chicos modernos ¿pero cómo os fue?”, le
urgí. “Como era de esperar… No tardamos ni dos minutos en estar los tres
despelotados. Cayeron sobre mí de tal manera que enseguida me puse a cien”. “Te
follarías al rubio ¿no?”. Fue lo primero que hicimos, como en la sauna, y esta
vez no se corrió antes de tiempo”. Así que llegaste a descargarte tú…”. “¡Y de
qué manera! Fue un polvazo bestial en ese culo tan fino y tan tragón… Él
disfrutó también muchísimo y, en cuanto me dejé caer en la cama, se corrió
sobre mi pecho. Me dejó perdido de leche”. “Se quitó la espinita que le había
quedado de la sauna”, comenté, “Tendrías que tomarte un descanso antes volver a
la carga ¿no? Porque el otro querría también hacerte un buen repaso”. “¡Por
supuesto! Pero me duché y luego bebimos algo. Estuvimos charlando y me
contaron cosas muy divertidas de sus
experiencias… Yo tampoco me quedé corto con mis anécdotas”. “Y luego estarías
ya a punto para que te diera por el culo el moreno ¿no?”. “Bueno, sí… Empezamos
a meternos mano, me hizo una comida de culo que me puso negro, yo se la chupe
tan tiesa como la tenía… Y ya me morí de ganas de que me la metiera”. “Sería
también una buena follada…”. “¡Bestial! Le dio por hacérmela por delante. Me
puso bocarriba y me subió las piernas apoyadas en sus hombros. Delgado y todo
tenía fuerza para aguantarlas… Se me clavó así y me volvía loco con las
arremetidas que me daba”. “Menudos chillidos soltarías… “. “¡No veas! Porque
además duró bastante rato, hasta que le tuve que pedir que se corriera ya”.
“¿Dentro también?”. “Le dio por hacer un alarde… Cuando le vino, se salió y la
polla le quedó sobre mis huevos. Los chorros que soltó me salpicaron hasta en
la cara”. “De uno y de otro toda la leche acabó cayéndote encima”. “Me quedé
con tal calentón que enseguida me la tuve que menear. Así que mi segunda
corrida se mezcló en mi barriga con la del chico”. “¿Eso fue todo?”, pregunté
con recochineo. “Me ayudaron a ducharme entre los dos”, concluyó Javier. “Mucho
te cundió la visita ¿eh?”, añadí, “Me huelo que no va a ser la última”. Bueno…
Dicen que de vez en cuando hacen alguna reunión en su casa con amigos como
ellos, que tienen los mismos gustos”. “¿Te invitarán entonces?”. “Eso parece”.
miércoles, 20 de noviembre de 2019
Regalo de cumpleaños
Juan era un hombre grandote que a sus cincuenta y pico de
años, seguía siendo algo simplón y débil de voluntad. Se había llegado a casar
con una compañera de trabajo que había quedado embarazada y, aunque no fuera el
padre biológico, aceptó reconocer al hijo como suyo. Formaron una familia más o
menos convencional y Juan se convirtió en un padrazo indolente que, a medida
que Manuel, el niño, crecía, le consentía todos los caprichos. Para irritación
de la madre que veía cómo Juan, con ese comportamiento, entorpecía sus intentos
de encauzar la cada vez mayor indocilidad del hijo. Así las cosas, cuando éste
tenía diez años, la mujer, que ya llevaba tiempo liada con el jefe de la
empresa, decidió separarse de Juan, pudiendo oficializar su relación con el amante
también recientemente divorciado. Que por lo demás era mucho mejor partido que
Juan y de un carácter más decidido. Precisamente las alegaciones sobre la
inepcia de Juan en la crianza del hijo facilitaron que la madre lograra
quedarse con la custodia en exclusiva del menor. Como salió a relucir también que Juan no era el padre biológico de
Manuel, éste supo desde entonces esa circunstancia.
Juan afrontó la situación con su habitual pasividad y
resignado a las esporádicas visitas que la madre permitía que le realizara
Manuel. El chico aprovechaba para sacarle a Juan regalos de cosas que su madre
no le permitía todavía. Lo cual daba lugar a que ésta amenazara continuamente
con cortar tales visitas. Parecía por lo demás que ese era el único interés del
chico para mantener las relaciones con quien sabía que no era su verdadero
padre. Sin embargo Manuel, a medida que iba creciendo, aumentaba su querencia
por no privarse de pasar algunos días con Juan. Y ya no solo era por su interés
en los regalos que conseguía, sino que incluso le mostraba un particular afecto.
Por otra parte resultó que a Manuel se le iba formando un cuerpo tirando a
robusto, hasta el punto de que, en una ocasión, su madre bromeó al respecto:
“Ni que fueras de verdad hijo de tu
padre”. La madre tomó como una tonta ocurrencia el comentario que al respecto
hizo Manuel: “Mejor para todos que no lo sea”.
A Juan, aun con cierto distanciamiento, no dejaba de
halagarle el afecto que Manuel parecía seguir sintiendo hacia él e incluso que
le reconociera que le tenía más confianza que a su madre. En este contexto,
Manuel le comentó un día: “Hay una cosa que solo me atrevo a decirte a ti”. “Lo
que sea me parecerá bien”, contestó Juan con su natural conformismo. “Creo que
soy gay”, confesó Manuel. Juan no mostró especial extrañeza. “¿Cómo lo sabes?”.
“Aún no he hecho nada con un hombre, pero estoy seguro… Y sé lo que me gusta”.
“Ya vas siendo mayor y si es eso lo que sientes, me parece bien”. A Juan no se
le ocurrió nada más que decir. Ni siquiera relacionó esta confesión de Manuel
con las muestras de un cada vez más desbordado cariño a través de abrazos y
besos efusivos, caricias en los muslos cuando se sentaba muy junto a él en el
sofá… Cosas de adolescente, se decía.
Poco tiempo después Manuel, que acababa de cumplir los
dieciocho años, le manifestó a Juan que quería celebrarlo con él. A Juan le
llegó a emocionar y, con la falta de criterio que lo caracterizaba, dijo: “Te
haré un regalo especial… Lo que más te apetezca”. “¿Sea lo que sea?”, preguntó
Manuel. “Lo que sea”, contestó Juan sin pensárselo demasiado. “¿Lo prometes?”,
insistió Manuel. “Prometido”, afirmó Juan. No sabía en lo que se metía…
El día de la celebración acordada, a Juan, abrumado por el
prolongado abrazo con el que se le colgó Manuel, solo se le ocurrió decir: “Así
que ya eres todo un hombre ¿eh?”. “¡Claro! Igual que tú”, replicó Manuel, que
soltándolo al fin lo miró sonriente para añadir: “También me alegra mucho que
tú no seas mi verdadero padre… Así puedo quererte aún más”. Juan no supo cómo
entender aquello y se salió por la tangente proponiendo: “Entonces ya me dirás
qué te apetece que hagamos hoy… ¿Quieres que vayamos de compras o a comer a
algún buen sitio?”. “Prefiero que nos quedemos en casa”, contestó Manuel,
“Estoy deseando que cumplas la promesa que me hiciste”. “Como tú quieras… Pero
entonces tendrás que decirme qué es lo que deseas que te regale”, dijo Juan
algo desconcertado. “No te preocupes. Pronto lo vas a saber”, replicó Manuel
enigmático.
Como Juan estaba vestido para salir, pensando que habrían de
ir a comprar lo que se le antojara a Manuel, éste aprovechó el cambio de
planes. “Como nos quedamos en casa ¿por qué no nos ponemos más cómodos? Hoy
hace bastante calor”. Inmediatamente predicó con el ejemplo y, en pocos
segundos, se quitó el polo y los tejanos. Solo con unos bóxers dijo sonriente:
“Mejor así ¿no?”. Hacía tiempo que Juan no lo veía de ese modo y no dejó de
fijarse en sus formas ya redondeadas y su vellosidad incipiente. “Fíjate que
pensaba que estaba saliendo a ti”, rio Manuel. Juan, algo cortado, dijo
entonces: “¡Vale! Voy a cambiarme”. Se dirigió al dormitorio y le sorprendió
que Manuel lo siguiera. “Si vuelvo enseguida…”, alegó. “Si yo lo he hecho ante
ti, lo puedes hacer tú también ahora ¿no? Somos ya hombres los dos”, se
reafirmó Manuel. “Bueno, bueno. Como quieras”, dijo Juan con su habitual
actitud consentidora. Con pachorra se quitó la chaqueta y, mientras se iba
bajando los pantalones, pensó: “¡Qué raro sigue siendo este chico!”. Cuando se
desprendió de la camisa, quedó tan solo con un eslip blanco y rehuyó la mirada
de Manuel, avergonzado de su cuerpo gordo y velludo. Además, desde hacía algún
tiempo, se había dejado crecer una poblada barba, probablemente para disimular
la debilidad de su carácter, y que no dejaba de darle un aspecto algo fiero. Al
ir a echar mano del chándal que pensaba ponerse Manuel lo retuvo. “Quédate así,
tal como estoy yo… Para empezar a cumplir la promesa que me hiciste”. Juan se
sintió confuso, sin poder relacionar el regalo especial que había prometido y
la situación en que se encontraban. “¿Qué tiene que ver eso con que estemos los
dos en calzoncillos?”, preguntó. “Puedo pedirte lo que quiera ¿no?”, recordó
Manuel. “Eso dije”, reconoció Juan, “Pero sigo sin entender qué es lo que
quieres de mí”. “Es muy fácil “, dijo Manuel, “Quiero que te quedes
completamente desnudo. Éste será tu regalo especial para mí”. Juan tragó
saliva. “¿Verme en cueros es lo que pretendes?”. El descaro de Manuel no tenía
límites. “La de pajas que me he hecho imaginando este momento y tú me
prometiste que podía tener lo que más me apeteciera. Y justo es eso”. Juan aún
se hizo el remolón. “Ya sé que eres gay. Pero eso de que te excites conmigo,
tan mayor y gordo…”. “Precisamente me di cuenta de que era gay al notar lo que
me gustabas”, declaró Manuel. Juan insistió. “Bueno, sobre gustos… Pero es que
además es algo que no está bien, porque yo soy…”. “¿Mi padre?”, le cortó
Manuel, “De eso nada. Así que esa excusa no te vale”. Juan no acababa de
creérselo. “Entonces ¿el regalo especial para tu cumpleaños es que te lo enseñe
todo?”. “¡Claro! Y prometiste que me lo harías fuera lo que fuera”.
Juan, que como mucho había temido que Manuel le pidiera un
coche, se dijo que pese a sus reservas, si ese era el capricho del chico, no
podía sino concedérselo, ya que lo había prometido. Así que resignado se echó
abajo el eslip, que le cayó a los pies. “¡Hala! Aquí lo tienes. Mira todo lo
que quieras”. Ante el arrobo con que Manuel se inclinó para contemplar lo
mostrado, la incomodidad que sentía hizo que Juan añadiera como si fuera
necesario explicarlo y usando unos términos que creía más adecuados para la
comprensión del chico: “Una polla y unos huevos como los que tienes tú”. “¡Son
magníficos!”, exclamó Manuel, “¡Y qué polla más enorme te gastas!… Mejor de lo
que había imaginado”. La verdad es que Juan, aunque poco partido le había
sacado en su vida, estaba espléndidamente dotado. Tampoco es que él hubiera
reparado demasiado en ello, ya que carecía de referencias para comparar. Ahora
el que quedaba admirado era Manuel. Al acercar éste más la cara y ponerle una
mano en el muslo, Juan advirtió: “Se mira pero no se toca ¿eh? Tú serás gay,
pero yo no”. Manuel entones se llevó una mano a la entrepierna resaltando el
bulto que le marcaba los bóxers. “Es que estoy muy excitado”. Para librarse de
tan peligrosa cercanía y, de paso, acabar cuanto antes aquello, a Juan no se le
ocurrió otra cosa que sugerir: “¿Vas a querer meneártela mirándome?”. “Ganas no
me faltan ya, pero aún quiero ver más cosas”, dijo Manuel. Y para concretar más
agregó: “¿Por qué no te tocas tú un poco?”. Juan hizo un intento de plantarse:
“¡Mira! Te dejo que veas todo lo que quieras y hasta que te corras a mi costa,
pero no pretendas que yo vaya a darme gusto también”. Manuel se puso
persuasivo. “No siempre se toca uno para darse gusto. Se puede hacer para
rascarse, mear, limpiarse el culo…”. A Juan le hizo gracia la desfachatez del
chico y hasta llegó a reírse. “Así que me tengo que rascar las pelotas”. Manuel
se agarró a este destello de humor. “Porfa, papi”. “¿En qué quedamos?”,
protestó Juan porque volviera a llamarlo ahora así. Pero ya estaba
transigiendo. Con una mano se levantaba la polla y con la otra se palpaba los
huevos. “¿Así dices?”. Aunque Juan llegó a lamentar que tuviera la polla tan grande como decía Manuel. Pero ni a
él se le podía escapar que Manuel seguiría insaciable. Agachado y con la cara
cada vez más cerca, mientras se iba tocando por abajo observó: “Te asoma casi
todo el capullo ¿Te hiciste la fimosis?”. “Hace muchísimo tiempo. Pero no me
quitaron toda la piel”, contestó paciente Juan. “No te costará sacarlo entero.
A ver…” Antes de que Manuel lo comprobara por sí mismo, Juan corrió ligeramente
la piel y mostró el capullo al completo. “Me gusta cómo te queda… ¿Crees que me
tendría que hacer los mismo?”, dijo Manuel. Juan cayó en la trampa e
involuntariamente se le fue la mirada hacia abajo. Manuel había sacado ya la
polla, tiesa y descapullada, por encima de los bóxers. “No lo parece”, zanjó Juan, indefenso ante el
tropel de ocurrencias con que lo asaetaba Manuel.
Para colmo, los nervios, lo toqueteos y la vejiga le jugaron
una mala e inoportuna pasada a Juan, que avergonzado tuvo que decir: “Perdona,
pero voy a tener que ir a orinar”. Ingenuo él, no se esperó la inmediata
reacción de Manuel: “¡Estupendo! Vamos al baño”. “¿Eso también?”, se alarmó
Juan. “Ya que no quieres que vea cómo echas otra cosa por el capullo, al menos
podré ver cómo te sale el chorro de esa polla tan grande”. Juan, ya con cierta
urgencia, solo dijo: “¡Vaya capricho!”. “¡Venga!”, se apuntó decidido Manuel
precediéndolo.
Manuel tomó posiciones a un lado del wáter y levantó la
tapa. Juan, aunque abochornado por este retorcido antojo de Manuel, se colocó
de frente dócilmente, cogida la polla con dos dedos para apuntar. “Veremos si
me sale contigo ahí delante”, advirtió. “¡Venga, que vas a poder!”, lo animó
Manuel. Juan, para estimularse, dejó todo el capullo al descubierto y sacudió
ligeramente la polla. “¡Cómo me gusta eso que haces! ¡Qué gordo lo tienes!”,
comentó Manuel. “Espera un momento. Ya va a salir”, dijo Juan para calmarlo.
Por fin débilmente al principio empezó a brotar el chorro, pero enseguida
adquirió potencia formando una curva orientada a la taza del wáter. Juan soltó
un suspiro. “¡Hala, ahí lo tienes!”. “Me encanta y me está excitando cantidad
¡Gracias!”. Pero cuando el caudal mermó, Manuel de repente agarró los muslos de
Juan y lo hizo girar hacia él. “¡Eh, que aún gotea!”, exclamó Juan
sobresaltado. Pero Manuel, rápidamente, acercó la cara y alcanzó a darle un
lametón al capullo. Juan, paralizado por el estupor, no supo reaccionar. Ni
siquiera cuando, sobrepasando los límites que había tratado de imponer, los
labios de Manuel se ciñeron al capullo. “¡¿Qué haces?¡ Te dije que de eso
nada”. Manuel se apartó ya y, relamiéndose, miró a Juan con una sonrisa cínica.
“No te he tocado con las manos. De la boca no habías dicho nada”. “Pero además
ha sido una cochinada”, lo reprendió Juan. “No es para tanto y no tiene mal
sabor”, alegó Manuel con descaro, “He visto que hasta se mean directamente en
la boca”. “¿De dónde sacarás tú eso”, solo pudo comentar Juan que, superado,
optó por pasar página. “¡Venga, va! ¿Te harás la paja de una vez?”.
Sin embargo Manuel, que ya había prescindido de los bóxers y
mantenía la polla tiesa, no iba a dar tregua tan fácilmente a su falso padre,
al que había erigido en tótem de su efervescencia sexual. Juan había cortado un
trozo de papel higiénico para limpiarse los restos de pis y babas, y en un
gesto mínimo de pudor –“A buenas horas”, ironizó para sí mismo–, le dio la
espalda al agazapado Manuel. A éste le faltó tiempo para agarrarse a las
pantorrillas de Juan, a quien, por lo inesperado del gesto, se le doblaron las
corvas. “¡Vaya culazo tienes! También quiero vértelo a fondo”. “¿Qué es eso de
a fondo?”, se alarmó Juan. “Que me tienes que enseñar lo que se ve y lo que no
se ve”, exigió Manuel. “¿Tan gordo y peludo te va a gustar?”, trató Juan de
disuadirlo. “Así es como me gusta”, aseguró Manuel indomeñable, “Te voy a abrir
la raja”. “¡Quietas las manos!”, soltó Juan obstinado en mantener las líneas
rojas que había marcado, aunque cada vez más debilitadas. “Ya lo haré yo”,
transigió acogiéndose de nuevo al paliativo del mal menor. Así que inclinó el
torso con las manos en las rodillas y presentó el culo en pompa a la vista de
Manuel. A éste le temblaba la voz. “¡Oh, que pedazo de culo! ¡Más, más!
¡Ábretelo!”. Transigiendo resignado Juan llevó las manos a las nalgas y las
estiró hacia los lados. La escabrosa visión de la raja abierta, orlada de
vello, con las pelotas colgando y el ojete fruncido destacando sonrosado, llevó
al delirio a Manuel. Juan notó que acercaba la cara y pasaba la lengua por
dentro. “¡Eso no!”, protestó ya con poca convicción. “No uso las manos”, arguyó
cínicamente Manuel, que volvió a dar otro lametón. “Peor todavía”, le reprochó
Juan, “Vas a hacer que me caiga de morros”. “Sujétate al borde de la bañera… Tu
culo me ha puesto tan cachondo que me voy a correr sobre él”. “Con tal de que
acabe de una vez…”, se dijo Juan, cuya cortedad de luces le hizo ignorar la
vulnerabilidad de su postura. Nunca calibraba a tiempo hasta donde era capaz de
llegar su hijo putativo, por más inédito que le resultara el furor sexual que
estaba proyectando sobre él.
Juan apoyó la barriga en el borde de la bañera y estirando
los brazos se sujetó con las manos en el borde opuesto. Manuel se agarraba la
polla y la iba restregando por las nalgas peludas. “¡Oh, qué gusto!”. Juan lo
apremió: “¡Venga, échamela encima!”. Ni se le ocurrió que Manuel pudiera hacer
otra cosa y no le alarmó demasiado que la polla se le fuera también deslizando
por la honda raja. “¿Te va a venir ya? Me está subiendo la sangre a la cabeza”,
se quejó Juan de la postura forzada. Pero de pronto las manos de Manuel se
plantaron como garras en los costados y la polla, centrada en el ojete, se
clavó de golpe. Juan vio las estrellas. “¡Eh, para! ¡No hagas eso! ¡No
puedes!”, gritó en su indefensión. “¡Lo siento! No he podido controlarme”,
alegó Manuel, que se afianzaba más todavía. “¡Para! ¡Sal! ¡Esto duele!”,
suplicaba Juan. “¡No puedo! Es tan bueno…”, persistía Manuel empezando a dar
golpes de cadera. Ya sin palabras, Juan se limitaba a gemir y, ante la
incapacidad de resistirse, optó por aflojar la tensión para paliar el dolor. “¡Cómo
estoy disfrutando!”, se recreaba Manuel, “¿Tú no?”. Juan no respondió porque
estaba percibiendo que, sobreponiéndose al dolor, se abría paso una sensación
desconocida y extraña… ¿placentera? Por eso solo dijo: “¡Vamos, acaba!”. Lo
mismo podía entenderse como el deseo de que todo aquello terminara o de que
Manuel siguiera adelante hasta el final. “Me está gustando tanto… Pero ya me
falta poco”, declaraba Manuel arreando con entusiasmo, mientras Juan rumiaba
sus confusas sensaciones. “¡¡Ooohhh!!”, rugió al fin Manuel en una prolongada
descarga. Y entonces Juan soltó: “¡Ay, ay, ay!”. Pero no era por la corrida de
Manuel, sino por la suya propia que empezaba a chorrear por el borde exterior
de la bañera.
Manuel soltó ya a Juan y, con juvenil facilidad de recuperación,
se mostró exultante. “¡Gracias! El mejor regalo de mi vida”. Juan, con una mano
todavía apoyada en la bañera, llevó un brazo hacia atrás en muda petición de
ayuda para incorporarse. Manuel le tiró de la mano y, cuando Juan estuvo de
pie, vio asombrado la polla que penduleaba goteando leche. “¡Anda! Si tú
también te lo has pasado en grande”, exclamó divertido. “Ya ves… No me esperaba
yo esto”, dijo Juan confuso y avergonzado. “¡Estupendo! Así que hemos
compartido el regalo de cumpleaños”, rio Manuel. Y sorpresa sobre sorpresa, se
agachó ante Juan y comentó: “Así que hasta te has empalmado ¿eh? Me encanta”.
Juan, ya sin fuerza moral para nada, dejó que se la sacudiera y le lamiera el
capullo. “¡Qué rica tu leche! Lo que voy a disfrutar sacándotela de esta polla
tan gorda”. Juan se limitó a suspirar y sintió vértigo al intuir que aquello no
iba a ser cosa de un día.
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Juan había quedado sumido en un mar de confusiones. Él, que
siempre había procurado no complicarse la vida y dejar hacer a los demás. ¿Cómo
podía haberlo enredado de esa manera el hijo de su madre? ¿Todas sus muestras
de cariño iban en esa dirección y él sin enterarse? En cuanto ha tenido
dieciocho años ¡hala! Y dejando claro que no había lazos de sangre por medio.
Bien que me dejó sin argumentos serios para negarme a sus pretensiones. Vale
que sea gay, pero esa fijación en un tipo como yo ¿quién la puede entender?
¡Cómo se excitaba a medida que le iba enseñando mis intimidades! Y yo dejando
que me hiciera cosas para no incumplir la promesa que en mala hora se me
ocurrió hacerle. Hasta que al final ¡zumba!, a darme por el culo ¡Cómo podía
imaginar algo así a estas alturas…!
Pero las elucubraciones de Juan derivaron también hacia
otros derroteros aún más sorprendentes. ¿Cómo es que le seguí el juego sin
apenas cuestionarlo? Porque mira que le iba dando facilidades para que me viera
todo lo que pedía. Que me toque los huevos, que saque el capullo, que eche una
meada, que me abra la raja del culo… Para colmo los chupetones que el muy
cochino me daba en cuanto bajaba la guardia. Y yo viendo cómo se la iba
meneando a mi costa. Pero lo que me hizo al final fue una auténtica violación.
Y bien que la aguanté, con lo que me dolía… Ahora bien ¿cómo es posible que, a
pesar de todo, llegara a tener un orgasmo como el que me estalló de pronto, el
más fuerte que he tenido en mi vida? Es que, doliendo y todo, me entró una
excitación increíble. ¡Vaya si se dio cuenta Manuel de la corrida que había
tenido! Como para reñirle porque se había pasado dándome por el culo. ¿Sería
verdad que se estrenaba conmigo? Porque el chaval se las sabía todas.
Sin embargo Juan tuvo que hacer un esfuerzo para apartar de
su mente estos pensamientos, porque se dio cuenta de que le estaban provocando
una fuerte erección. Con lo poco que se había preocupado por el sexo desde
hacía mucho tiempo… Y lo del dichoso Manuel era tan extraño para él… Porque
además ahora se preguntaba en qué plan vendría el chico la próxima vez que lo
visitara ¿Habría dado la promesa por cumplida? Con lo empecinado que era cuando
quería una cosa, cabía ponerlo en duda. ¿Y él? ¿Se dejaría llevar como de
costumbre? No se atrevió a responderse.
Manuel no tardó mucho en anunciar su visita. “Ya no tengo que
pedirle permiso a mi madre”, presumió de su mayoría de edad. No por esperada la
noticia no dejó de recibirla Juan con desazón. Incapaz de plantearse
previamente cuál debía ser su actitud, optó por el británico wait and see. Al fin y al cabo Manuel
había demostrado saber el manejo de una situación tan extraña mejor de lo que
podía hacerlo él. Como suponía que los planes no consistirían en salir, se
vistió con su chándal de estar por casa y sin calzoncillos debajo. Por simple
comodidad, se dijo.
Manuel llegó rebosante de energía y, para inquietud de Juan,
descaradamente cariñoso. En lugar de los tradicionales besos en las dos
mejillas, fue directo a juntar los labios y a Juan le pareció que la lengua de
Manuel hurgaba entre sus dientes. Juan preguntó lo que solía en otras ocasiones
pero que ahora no dejaba de sonar como ingenuo: “¿Qué te apetecerá que hagamos
hoy?”. Manuel rio. “¿Tú qué crees? Nos quedaron pendientes muchas cosas”. Juan
no se apeó de la higuera. “¿Como qué?”. Manuel no se mordió la lengua. “El otro
día estabas muy estrecho. No me dejabas tocarte”. “Pero usaste otras cosas ¡y
de qué manera!...No hagas que te las recuerde”, replicó Juan queriendo dar un
tono desinhibido. Incluso se atrevió a preguntar: “¿Tú cómo sabes todas estas
cosas?”. Manuel rio. “En internet se encuentran a toneladas y para todos los
gustos. Si supieras la de hombres como tú, y más gordos y mayores, que se ven
haciendo de todo. Ahí se aprende mucho”. “Eso parece… Nunca se me habría
ocurrido”, reconoció Juan. “Pero siempre imaginaba hacer todo eso contigo”,
puntualizó Manuel. Juan tragó saliva. “Yo es que eso…”. “No lo dirás por la
corrida que largaste”, replicó Manuel, “Si te pasó algo así es porque te
gustaría”. “Todavía no lo sé”, confesó Juan. “Predispuesto sí que parecías… Ya
te ayudaré a salir de dudas”. La seguridad de Manuel iba removiendo la
indefinición de Juan. Éste, ni siquiera en su época de casado, había puesto
demasiado interés en el sexo. Y cuando su mujer fue retrayéndose, se conformó
fácilmente. Ahora Manuel aparecía avivándole la curiosidad y el corazón se le
aceleraba recordando el orgasmo que le había hecho tener.
“Me vas a dejar jugar contigo ¿verdad?”, dijo Manuel
insinuante. Juan echo mano de una ironía laxa. “¿Quieres hacer conmigo lo que
ves en internet?”. “Ya hice la prueba el otro día y parece que no fue nada
mal”, contestó Manuel incisivo. Juan se sentía abrumado por situación tan
comprometida y, en un intento de sortearla, preguntó: “¿Qué pasaría si te digo
que más cosas de esas conmigo no?”. “Que no te creería”, fue la rotunda
respuesta de Manuel. Juan aún se permitió reflexionar: “El mundo al revés. En
lugar de que sea el hombre experto y bregado quien seduzca al joven ingenuo e
inexperto, aquí es a la inversa”. Manuel rio. “No hay reglas fijas para eso”.
“Y también me conoces de sobra para saber que el ‘no’ nunca me ha funcionado
contigo”, fue la escapista conclusión de
Juan.
Manuel se le acercó. “Te voy a desnudar… Eso no te vendrá
tan de nuevo”, bromeó, “Luego me lo podrás hacer a mí”. Pero, dudando de que
Juan tomara esa iniciativa, añadió: “Si no, lo haré yo”. Esta vez Manuel iba a
tenerlo fácil. Juan dejó resignado que le bajara la cremallera y le quitara la
parte superior del chándal. Manuel se paró un momento contemplando el torso
tetudo y velludo, y luego le plantó una mano en cada teta. “Hoy ya no me vas a
prohibir que te toque ¿verdad?”. Juan eludió contestar y solo comentó:
“Entiendo que te gusten los hombres, pero con este barrigón que tengo…”. “Ese
es tu encanto y quiero disfrutarte entero”, replicó Manuel que, tras palpar las
tetas, se puso decidido a chupetear los pezones. “¡Uy, que me haces
cosquillas!”, se quejó tibiamente Juan. Manuel lo miró sonriente. “Ha sido solo
un aperitivo”.
El pantalón de chándal se ligaba con una cinta. Manuel no
tuvo más que deshacer el lazo y aflojar la cintura para que se deslizara hasta
los pies. Al ver que Juan no llevaba calzoncillos, dijo divertido: “¡Anda! Te
habías preparado para mí ¿eh?”. Juan replicó sin que sonara demasiado
convincente: “Es más cómodo para andar por casa”. “¡Claro!”, rio Manuel, “Mejor
llevar suelto ese pollón que tienes”. “No exageres”, dijo Juan azorado. Pero lo
que ahora resaltaba entre sus muslos daba fe de la apreciación de Manuel. A
éste le faltó tiempo para agarrar la polla. “¡Que ganas tenía de tenerla en mis
manos!”. “A ver lo que haces ¿eh?”, advirtió Juan sin mucha convicción. “¿Qué
es lo que me vas a prohibir hoy?”, lo desafió Manuel. “Y yo que sé”, contestó
Juan hecho un lío. No hizo ya el menor gesto cuando Manuel empezó a frotarle la
polla, convencido de que poco efecto le iba a hacer algo así. Pero se precipitó
al quitarle importancia. “Ya ves que sigo igual”. Manuel lo contradijo: “¡Si se
te ha puesto dura… y de qué manera!”. Juan, incrédulo, miró hacia abajo y pudo
ver que, más allá del abultamiento de su barriga, sobresalía su polla bien
tiesa. No obstante quiso persistir en su ingenua tozudez y dijo tontamente: “Es
que me pones nervioso”. Enseguida, antes de que Manuel insistiera en lo
evidente, se salió por la tangente. “¿Tú no te ibas a desnudar también?”.
Esto al menos le sirvió para escurrirse y, deseoso de
disimular su erección, se sentó en el sofá mientras Manuel se iba desnudando. La
visión de su cuerpo llenito y ya con algo de vello hizo pensar a Juan que él de
joven era así. Y de pronto le cruzó la mente una idea que le produjo
escalofríos: “¿Y si…?”. Pero enseguida pudo desecharla razonando para sí:
“¡Imposible! No follé con la madre hasta bastante después de que pariera a
Manuel… y tampoco es que lo hiciera demasiado más adelante”. Ya estaba Manuel
en cueros y con la polla juvenil en plena forma. Sin embargo, cosa rara en él,
se mostró algo cohibido. “En comparación contigo cualquiera se acompleja”. Juan
quiso animarlo. “Eso no tiene tanta importancia… Mira lo que me hiciste el otro
día”. Se arrepintió inmediatamente de este recordatorio y, para salvar la
situación, le dijo señalando a su lado en el sofá: “Anda, siéntate aquí”.
Manuel se arrimó tanto a Juan que éste tuvo que subir un
brazo y pasárselo por los hombros. Manuel aprovechó entonces para chuparle una
teta y darle lamidas hasta la axila. “Mira que eres”, le recriminó paciente
Juan. Pero Manuel lo que hizo a continuación fue quitarle el brazo de sus
hombros y, superado ya el momentáneo complejo de inferioridad, llevarle la mano
sobre su propia polla. Juan se sobresaltó. “¿También te tengo que tocar yo?”, preguntó
como si se tratara de un nuevo deber y sin llegar a apartar la mano. “¿Por qué
no?”, replicó Manuel con descaro, “Si ya la tuviste en tu culo… Y bien que la
disfrutaste”. “Aún no sé cómo me pudo pasar aquello”, musitó Juan. “¡Y dale con
eso!”, lo reprendió Manuel, “Ahora cógemela sin miedo, que es más sencillo”. Apretó
la mano de Juan, que seguía inerte, e hizo que cerrara los dedos en torno a la
polla. “¿Qué notas?”, le preguntó. “Que está dura”, contestó Juan como si
hiciera un descubrimiento. “No te va a morder si la frotas un poco”, insistió
Manuel. Juan dio unos tímidos pases a la polla. “¿Cómo? ¿Así?”, volvió a
preguntar para que Manuel lo guiara. “No sabes el gusto que me estás dando”, dijo
Manuel. “No pretenderás que te haga una paja”, advirtió Juan con uno de esos
límites que Manuel iba rebasando con facilidad. “Ahora no”, precisó Manuel, “Es
un toma y daca: yo te la he puesto dura a ti y tú me la pones a mí”. “¡Vale!
Pues ya está ¿no?”, intentó Juan zanjar la cuestión. Todavía se empeñaba en
considerar que, aparte de alguna reacción natural debida más que nada a los
nervios, aquello no le estaba afectando gran cosa.
No era esa la percepción de Manuel, dispuesto a profundizar
en el disfrute de Juan. Se levantó para arrodillarse delante y separarle las piernas, que Juan había
apretado para disimular la erección. ¿Le duraba todavía el efecto de los frotes
que le había dado Manuel o se le había reavivado al hacérselo él? Ni él mismo
lo sabía… El cuándo no le interesaba a Manuel que tomó la polla entre las manos
y de nuevo mostró su admiración. “Ni en las pelis porno tienen los tíos un
pollón como éste”. La frotó con deleite y Juan preguntó inquieto: “¿Ahora vas a
hacerme una paja tú a mí?”. “Nada de pajas”, contestó Manuel, “Otra cosa que te
va a gustar mucho más… y a mí no te digo”. A continuación puso los labios sobre
el capullo y fue sorbiéndolo hasta meterse casi media polla, para desconcierto
de Juan. Hasta entonces Manuel solo le había dado algún lametón o breves
chupadas al capullo, pero eso… Sin embargo solo se le ocurrió decir: “Te vas a
atragantar”. Manuel soltó la polla y lo miró sonriente: “¡Qué cosa más grande!
Casi no me cabe en la boca… Verás lo que vas a disfrutar”. Se amorró de nuevo y
combinaba mamadas de todo lo que le cabía con lamidas al capullo y al tronco de
la gruesa polla. Cuando descansaba la boca, frotaba enérgicamente. Todas estas
manipulaciones tenían abrumado a Juan, al que nunca en su vida le habían hecho
una mamada, al menos que él recordara, y un hombre, seguro que no. Pero tampoco
le habían dado por el culo hasta que Manuel lo pilló por sorpresa. Así que, inmóvil,
se debatía entre pararlo de alguna forma o dejarle hacer y ver hasta dónde era
capaz de llegar. Como esto último era lo más fácil fue por lo que optó. Pero es
que además notaba que la polla se le ponía cada vez más tensa e iba percibiendo
una sensación que no se atrevía a llamar excitación, aunque se parecía a la que
había tenido inopinadamente cuando Manuel lo enculaba.
Ya no pudo pensar más porque aquel efecto subía y subía provocándole
escalofríos por todo el cuerpo. Manuel, que percibió sus temblores, pausó la mamada
y, el muy perverso, dijo a Juan: “¿Quieres ver todo lo que te va a salir?”.
Cada vez iba dando más frotes que chupadas, tal vez porque también quería ver
la eclosión de Juan, o quizás por medir previamente lo que su boca sería capaz
de engullir, si Juan expulsaba leche en proporción a las dimensiones de la
polla. “¡Qué barbaridad!”, exclamó Juan, “¡Ya no me aguanto!”. Entonces Manuel,
sin llegar a cerrar los labios sobre el capullo, mantuvo cerca la cara mientras
seguía frotando la polla. La corrida de Juan fue pautada, en sucesivos
borbotones que iban rebosando el capullo, precedidos por fuertes
estremecimientos y resoplidos. En cuanto Manuel vio cómo iba, ya sí que se
amorró para no desperdiciar la leche. Esto sorprendió a Juan casi más que la
intensidad de su corrida y, con las pocas fuerzas que le quedaban, trató de
disuadirlo. “¿Qué haces? ¿Te la estás tragando? ¡Deja de hacer eso!”. Pero
Manuel no cejaba en su empeño y, solo cuando hubo dejado la leche bien
rebañada, soltó la polla y miró a Juan con cara de satisfacción. “¡Cómo me ha
gustado! ¡Está riquísima!”. “¡Vaya cochinada!”, le reprochó Juan. Manuel se
levantó ya y todavía entre las piernas de Juan, le preguntó con pillería: “¿Y
tú qué? ¿Serás capaz de decir que no te lo has pasado en grande?”. Juan
contestó con ambigüedad: “Con todo lo que me has hecho ¿qué otra cosa me podía
pasar?”. Pero en su mente se abría paso una constatación: “¡Qué gustazo!”.
Juan, con el cuerpo que le pesaba, hizo un esfuerzo para
levantarse del sofá. “Voy a limpiarme un poco ¿vale?”, dijo como pidiendo
permiso a Manuel. Éste, todavía regodeándose en la mamada, lo dejó hacer sin
irle detrás. Pero ya tramaba cómo seguir dándole caña a Juan. Cuando éste
volvió más entonado, Manuel se hizo el
comprensivo. “Después de la corrida tan buena que has tenido ¿no te vendría
bien descansar un rato en tu cama?”. A Juan le sonó un tanto insólita la
propuesta, que incluso le pareció que lo minusvaloraba. “¿Por qué? ¿Tan poco
aguante crees que tengo?”. “¡Para nada, hombre! Si éstas hecho un toro”, dijo
Manuel adulador. Pero enseñó sus cartas: “Yo te podría acompañar y así los dos
estaríamos más cómodos…”. Era un paso más en su acoso y derribo a Juan: meterse
en su cama. A Juan no le escapó este detalle y comentó con cierta ironía: “No
sé yo si tendría mucho descanso”. Pero si Manuel se empeñaba…
En efecto, Juan se dejó conducir hasta su dormitorio y, ya
en él, asumió que, aun en ese reducto íntimo desde hacía mucho tiempo, volvía a
quedar atrapado por los caprichos de Manuel. “Me acuesto entonces ¿no?”, dijo condescendiente
y se tendió en la cama mansamente expuesto a la insaciable incontinencia de
Manuel. Para éste, tenerlo allí en su solitaria cama, era una triunfo que no
iba a desperdiciar. Enseguida se subió para estrecharse contra Juan, que se
sintió obligado, o tal vez ya no tanto, a pasarle un brazo por los hombros. A Manuel,
que todavía conservaba incólume toda su energía, le excitó tremendamente estar
así abrazados y su erección se hizo patente. Por si Juan no se había percatado,
le tomó la mano libre y la llevó a su polla. “Mira cómo me has vuelto a poner”,
le hizo notar. Juan se la palpó ya sin reservas e, inesperadamente incluso para
él mismo, se oyó decir: “En un momento u otro vas a querer que te haga lo mismo
que me has hecho hace un rato ¿verdad?”. A Manuel le sorprendió gratamente lo
que cabía entender como una iniciativa de Juan y preguntó sonriente: “¿Cómo lo
sabes?”. “Te voy conociendo”, ironizó Juan, “No lo haré tan bien como tú”. “Todo
es empezar”, replicó Manuel entusiasmado, que ya se estaba arrodillando frente
a la cara de Juan.
Juan sujetó la polla tiesa con una mano y fue acercándole la
boca. Entreabrió los labios y cercó con ellos el capullo. Se quedó quieto como
si quisiera asimilar lo que estaba haciendo. Manuel entonces fue empujando para
que la polla se metiera más. “¡Así, así!”. Juan temía atragantarse y, al mover
la lengua como freno, dio lugar a que Manuel exclamara: “¡Qué bien lo haces!”. Entre
los vaivenes de Manuel y los manejos de Juan con labios y lengua para que la
polla no se le escapara, la mamada estaba funcionando. “¡Qué gusto me estás
dando!”, confirmó Manuel. Sin embargo Juan pensó que sus habilidades no eran
tantas como para provocarle la corrida, aunque no le repeliera recibirla en su
boca, pues a esas alturas asumía cada vez con más naturalidad todo cuanto iba
descubriendo con Manuel. De ahí que le viniera una idea que ni él mismo sabía
si era para que Manuel disfrutara mejor o por un repentino y descontrolado
deseo que sintió. El caso fue que, sacándose la polla de la boca, dijo: “¿No
preferirías ya acabar como hiciste el otro día en el baño?”. Manuel, con la
calentura a tope, no dejó de sorprenderse y preguntó a su vez: “¿Quieres que te
folle?”. “¿Por qué no ahora?”, contestó Juan resuelto, “¿Es que no pensabas
volver a hacérmelo?”. “Me alegro de que me lo pidas tú”, reconoció Manuel, “Tan
mal no te fue ¿verdad?”. A Juan se le sobrepuso el recuerdo de la corrida
espontánea que le había provocado al de la inicial sensación dolorosa. Así que
se fue girando para presentarle el culo a Manuel.
“¿Está bien así?”, preguntó Juan estirado bocabajo sobre la
cama. Pero Manuel quiso mejorar la pose. “Si subes las rodillas será más
cómodo”. Juan obedeció y con el cuerpo inclinado hacia delante quedó con el
culo en pompa. “¡Qué miedo me das!”, soltó con sentimiento. “¡Cómo me gusta tu
culo!”, exclamó Manuel sin hacerle caso. “Tan gordo no sé yo… Pero ve con
cuidado ¿eh?”, pidió Juan. Esta vez no se trataba de un ataque a traición, aunque
casi lo habría preferido para que lo que más temía pasara rápido. Manuel lo
montó y, aunque lleno de excitación, no fue tan brusco como en la primera
ocasión. A medida que iba empujando, Juan emitía un sonido como el de un globo
que se deshinchara. “¡Uhhh… uhhh… uhhh…!”. Hasta que, al llegar Manuel al tope,
suspiró con fuerza: “¡Oooh!”. “¿A que te gusta?”, dijo Manuel satisfecho. “Si
tú lo dices…”, replicó Juan, “A ver lo que haces ahora”. Era obvio que la
pretensión de Manuel era darle arremetidas cada vez más intensas, sonorizadas
por suaves quejidos de Juan. Manuel, que tenía presente lo que le pasó a éste
cuando se lo folló por sorpresa, no se privó de preguntarle: “Se te está
poniendo dura”. “Creo que sí”, susurró Juan. “Me falta poco para correrme… ¿Lo
harás tú también?”. “No lo sé… Tu ve a la tuyo”, replicó Juan agobiado. “¡Uy,
ya me viene!”, avisó por fin Manuel. Juan resistió con firmeza los últimos
embates de Manuel, cuya polla fue ya saliéndose de culo. “¡Qué gozada!”,
exclamó.
Juan, al sentirse libre, fue poniéndose lentamente bocarriba
y, en efecto, su erección era evidente. Manuel enseguida observó: “Pero no te
has corrido ¿verdad?”. Juan alegó como disculpándose: “Si lo había hecho hace
un rato con tu mamada… No iba a repetir tan pronto”. No obstante se llevó una
mano a la polla y reconoció casi avergonzado: “Pero ganas no me faltan”. “Pues
no te prives”, rio Manuel, “¿Quieres que te ayude?”. Con una envidiable
capacidad de recuperación apartó la mano de Juan y le agarró la polla. “Me
encanta lo dura que se te pone cuando te doy por el culo”, celebró. Y ofreció
generoso: “Una pajita suave a ver si te sale ¿vale?”. “Como quieras… Si no ya
lo haré yo”, dijo anhelante Juan que parecía con prisa por aliviarse. En
realidad se fueron alternando, tomándolo Manuel más bien como un morboso juego
al ver a Juan completamente entregado ya a lo que él tanto había buscado con
sus persistentes tretas. Su falso padre se había convertido en su deseado
amante. Para reafirmarlo, malévolamente dejó que fuera el propio Juan quien
acabara la paja con un ansia febril. Cuando Juan al fin se corrió, gimoteó
exhausto: “¡Cómo llegas a ponerme! ¿Qué has hecho conmigo?”. Manuel calló de
momento, porque dio prioridad a lamer la leche derramada en el pubis de Juan. Pero
luego lo miró sonriente y, con uno de esos destellos de madurez de que hacía
gala, alegó: “Igual he descubierto algo que no sabías de ti mismo”. “Será eso”,
replicó Juan con ironía. Pero el agotamiento, y también la relajación tras
haber quedado satisfecho, hicieron que los ojos se le fueran cerrando. Cuando
Juan empezó a resoplar, Manuel fue empujándolo suavemente para hacerle quedar
de costado. Lo abrazó por detrás y amoldó su cuerpo a las curvas de Juan. Así
se fue durmiendo también.
Manuel decidió irse a vivir a casa de Juan, con gran
disgusto de la madre, que no sospechaba lo más mínimo del verdadero motivo.
“¡Eso! Para que te siga dando todos tus caprichos… Así nunca madurarás”, le
recriminó. Por su parte Juan, como de costumbre no dijo ni que sí ni que no.
Sin embargo entendió que Manuel, todo y su bisoñez vital, le daba sopa con
honda en materia de sexo. Y tal constatación ya no le infundía temor.
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