Se había
extendido el rumor, aunque con mucha discreción, de que un sacerdote tenía mano
de santo para resolver a plena satisfacción ciertos problemas que se daban en
el seno de las familias. Muchos de ellos tenían una índole sexual compleja, que
se prefería mantener oculta. El prestigio del cura, pese a que utilizaba
métodos insólitos y poco ortodoxos, daba pie a los afectados a recabar su
ayuda. Porque se trataba de un hombre próximo a los sesenta años, grueso y de
aspecto bonachón, con un trato cordial y afectuoso que inspiraba confianza. La
confidencialidad de las entrevistas quedaba totalmente garantizada, para
tranquilidad de los afectados y del propio sacerdote. La efectividad resultaba ser
absoluta, el cómo de cada caso era un misterio. Pero los visitantes, tras una
primera experiencia, rara vez dejaban de convertirse en asiduos.
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Así se dio
la situación de un matrimonio de mediana edad afectado por la rebrotada y cada
vez más exclusiva inclinación del marido hacia otros hombres de aspecto similar
al suyo. Lo cual causaba que la satisfacción de la esposa fuera quedando
prácticamente excluida. Se ha de señalar que el sacerdote, en ningún caso, se
proponía suplir al varón para dar a la mujer lo que aquél no era capaz de realizar.
Más bien era sobre el hombre, dada su propia tendencia, en quien volcaba sus
prácticas. Ello no quitaba que, en su buen hacer, recurriera a ciertos
estímulos para propiciar también que ella se entonara. En este caso, pues, se
trataba de buscar una fórmula para que se restaurara el débito conyugal, en la
que el cura pondría todo su empeño.
El
matrimonio llegó a casa del sacerdote con disposición plena a seguir las
instrucciones que se les fueran dar, por más impactantes que pudieran parecer.
El cura, por su parte, expuso con tono profesoral, pero sin pelos en la lengua,
lo que se proponía. “Es evidente el problema de alcoba que se os plantea, al
compartir lecho pero no los cuerpos. Tú, mujer, querrías ser complacida por tu
esposo. Pero tus deseos, marido, van por otros derroteros. Se trata de una
situación más frecuente de lo que parece y es loable que no haya afectado al
vínculo de afecto que os une”. La pareja asintió esperanzada y el cura entró
más a fondo en su plan. “Nada de lo que os proponga debe perturbaros, pues para
hacer de mediador entre vosotros es preciso que se cree entre los tres una
total confianza libre de cualquier prejuicio… Y si estamos hablando de
problemas de alcoba, nada mejor que desplazarnos a la que tengo preparada para nosotros”.
El sacerdote
iba a usar su propio dormitorio, con una ancha cama, para el experimento y allí
condujo al matrimonio. “Lo que aquí ocurra queda encerrado en el secreto de
estas cuatro paredes que nos acogen y, para calibrar y encauzar los apetitos
carnales de cada cual, debemos empezar por activar el sentido de la vista… Es
por ello que os pido que sigáis mi ejemplo y os desnudéis por completo, tal
como voy a hacer yo mismo”. “¿Quiere decir, padre? ¿Ante usted?”, preguntó la
pudorosa esposa. “Nada lujurioso va a pasar por mi mente”, la tranquilizó el
cura, “Tened siempre presente que mi función es la de intermediario”. Dicho
esto, el sacerdote fue quitándose con decisión una por una las prendas de ropa
que lo cubrían. Los otros dos, apoyados en la fe depositada en el sacerdote,
superaron su azoramiento y lo imitaron. Una vez desnudos los tres se miraron
entre ellos. La pareja, junta, aunque con cierta separación en ellos, y el cura
frente ambos. En la mujer, de curvas generosas y mediana edad, destacaban unas
gordas tetas y un peludo monte de Venus. El marido era un ejemplar robusto y
velludo, bastante bien dotado en la entrepierna. El cura, regordete y con
algunas canas en los pelos de cuerpo, tampoco estaba nada mal en cuanto al
amueblamiento de los bajos.
“Aquí
estamos tal como Dios nos trajo al mundo…, que es nuestro estado natural y en
nada debe turbarnos”. Tras este prolegómeno, el cura interpeló a la esposa.
“¿Cómo empezaste a notar que la actitud de tu marido cambiaba con respecto a
ti?”. La mujer parecía tenerlo muy claro. “Hizo mucha amistad con un compañero
de trabajo, que por cierto era de un aspecto parecido al suyo, padre… Desde
entonces prefirió la intimidad con él antes que conmigo”. “Siempre quise ser sincero
con ella”, declaró el marido. “Lo cual te honra”, apostilló el cura, “Pero dime
¿En esa relación cuál es la actitud que sueles tener?”. Antes de que el marido respondiera, el cura
quiso precisar: “Por supuesto que no es que los roles de activo y pasivo se
excluyan entre sí, pero pude darse una preferencia, que es lo que para el caso
me interesa conocer”. El marido se sinceró. “Después de una satisfactoria
felación preparatoria, quedo predispuesto para penetrarlo analmente”. “¿Acaso
esa preparación no es capaz de dártela tu mujer?”. Fue ella quien contestó: “No
le gusta cómo lo hago”. “Le pone poco entusiasmo”, completó el marido. “Los
reproches no sirven de nada”, terció el cura, “Vayamos a lo nuestro”.
El sacerdote
se encaró al marido. “Según ha explicado tu esposa, tus deseos se proyectaron
sobre un hombre de características similares a la mías… Lo cual probablemente
sea un factor a nuestro favor”. Se le acercó un poco más. “Así que te pregunto:
¿Te resulto también atractivo desde ese punto de vista?”. El marido respondió
azorado: “Bueno, sí… Pero usted, padre…”. “¡Sí, soy vuestro pastor!”, afirmó
rotundo el cura, “Pero una cosa ha de quedar clara. En esta ayuda que presto a
los que acudís a mí, todo yo me pongo a vuestro servicio, incluido mi cuerpo, y
me amoldo a las necesidades de cada cual… dentro de mis posibilidades
naturalmente. Tampoco es que pretenda suplir carencias, sino coadyuvar a
superarlas”. Durante este excurso el marido había fijado la mirada en las
formas virilmente redondeadas del sacerdote, que le iban haciendo ver a un
hombre que le atraía y minimizar la consideración reverencial que le infundía
hasta entonces. “Me pasa algo parecido a lo que sentí con el otro”, confesó al
fin. “Entonces te apetecerá tocarme ¿no?… O prefieres que te lo haga yo”, dijo
el cura poniéndose a su alcance. “Es que aquí… con ella”, dudó el marido.
“Precisamente para eso estamos… Si ella sabe, ahora también debe ver. Y yo voy
a ser el lazo de unión para que ambos os podáis satisfacer”, declaró el cura,
que ya directamente le tocaba la polla al marido, “Tendrá que animarse para que
esté en condiciones de penetrar”. “¡¿A quién?!”, preguntó sorprendido el
marido, quien no obstante ya le estaba tomando gusto al manoseo del cura. Éste
respondió muy seguro: “A mí en primer lugar, ya que es eso a lo que tiendes… Lo
demás se irá viendo”.
Como paso
siguiente el sacerdote dispuso: “Acostaros los dos en la cama… No hace falta
que os pongáis muy juntos”. Obedeciendo, cada uno lo hizo por un lado y
quedaron bocarriba y separados. El cura entró por los pies y, de rodillas entre
ambos, dijo: “Ahora voy a hacer trabajar mis manos”. Con una de ellas se puso a
frotar la polla del marido, pero la otra la llevó a la entrepierna pilosa de la
mujer, a la que advirtió: “Tú también necesitarás estímulos y es importante que
estés lubricada cuando llegue el momento”. Ella se estremeció al contacto de
los dedos con su vulva y más todavía cuando uno de ellos jugueteó afinadamente
con el clítoris. La sensación no fue menos grata que la que tenía el marido al
endurecérsele la polla por las manobras del cura. Así pues la mujer empezó a
tensarse y suspirar, llevando instintivamente las manos a las abundosas tetas
para estrujárselas. El marido entretanto resoplaba y, henchido de deseo, no
apartaba la mirada del cura. Éste por fin apartó la mano del coño y comentó:
“Bien mojada que estás ya, mujer”. A continuación soltó la polla del marido y
se tendió bocabajo en el hueco que había entre ellos. “Aquí me tienes para que
realices tu deseo”. El marido, ya suficientemente excitado, no dudó en montar
al sacerdote, clavársele con una ductilidad asombrosa y darle afanosas
arremetidas. El cura las recibía con un aguante que no traslucía el placer que
sin duda estaba teniendo, mientras que la mujer se reponía del orgasmo
alcanzado. Pero de acuerdo con su plan, cuando el sacerdote consideró llegado
el momento, hizo parar al marido y, apartándose con rapidez, lo instó: “¡Sigue
con tu mujer!”. Para el hombre, en el grado de excitación alcanzado, cualquier
agujero era ya bueno para concluir su faena. Así que se abalanzó sobre la mujer
y, dentro de ella, continuó la follada. El ímpetu del marido hizo que ella
volviera a entonarse y repitiera los suspiros, ahora incluso de mayor
intensidad. Bajo la complaciente mirada del cura, el hombre se vació con un
orgásmico intercambio de fluidos.
Fue el
sacerdote quien rompió el calmado silencio con que se recuperaba la satisfecha
pareja. “Creo que puedo sentirme orgulloso de este disfrute de unión conyugal
al que he ayudado de todo corazón. Bien sé que tú, hombre, seguirás aferrado a
tus inclinaciones y que tú, mujer, no podrás recibir a tu marido como
desearías. Sin embargo, siempre podéis contar con el cobijo que sin dudarlo
encontraréis en mí cuando queráis regalaros de nuevo con un encuentro como el
de hoy”. Desde luego la esposa pensó que un doble orgasmo con el dedo del cura
y la polla de su marido merecía repetición. Asimismo el esposo se dijo que no le
importaría volver a usar el culo del cura, lo que le compensaba con creces
haberse de vaciar luego en el coño de su mujer.
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Otro
matrimonio acudió al sacerdote a plantearle una cuestión diferente. Ahora fue
el marido quien habló: “Vaya por delante que tenemos unas relaciones sexuales
bastante satisfactorias. Pero el problema es que yo soy muy adicto al sexo
oral… No sé si será correcto tratar de algo así con usted, padre”. “¡Faltaría
más!, lo animó el cura, “Cómo me va molestar que expliques con toda sinceridad
esos asuntos que importan a cónyuges tan unidos como se os ve a vosotros…
¡Sigue, hijo, y no tengas apuros!”. Tranquilizado el marido continuó. “El caso
es que yo la hago disfrutar de esa forma, pero en cambio ella se resiste a hacérmelo.
Entiendo que mi miembro es tan grande que, cuando lo ha intentado, no se lo
puede meter bien en la boca y hasta le dan arcadas. Entonces desistimos y yo me
quedo frustrado…”. El cura no dejó de pensar: “Si la tienes tan grande como
eres todo tú, no me extraña”. Porque el marido era un hombretón que doblaba en
volumen a la esposa.
Asimismo, en
este caso, el cura utilizó toda su retórica y las argumentaciones rocambolescas
que le hacían aparecer ante la embaucada pareja como el intermediario
desprendido y necesario. El hecho fue que ambos cónyuges llegaron a quedarse
tan en cueros como el propio cura, que había predicado con el ejemplo para
darles confianza. Ante la cama que les ofrecía, les dio las pautas a seguir. “Iniciad
la relación como si estuvierais en vuestro propio lecho conyugal y
despreocupaos de mi presencia, que es puramente asesora. Solo intervendré para
evitar esa frustración que os lastra”. Aún titubeaba la pareja sobre cómo
proceder y el cura no tuvo inconveniente en dirigir la operación. “Tú, mujer,
tiéndete para recibir el placer que tu marido sabe darte con su boca… Y tú, hombre,
arrodíllate ante ella e inclínate para alcanzarla. No pienses en nada más que
en satisfacerla y verás que eres también recompensado”. El marido procedió pues
a comerle el coño a su esposa. Cuando ésta empezó a emitir placenteros gemidos,
el cura se sentó a los pies de la cama y fue echándose hacia atrás hasta que su
cabeza quedó entre las rodillas separadas del hombre. La espléndida polla ya
endurecida le rozó la cara y, abriendo
rápidamente la boca, la engulló. El hombre tuvo un estremecimiento al sentir
así atrapado su miembro, pero el gusto que le embargó hizo que prosiguiera con
más ahínco trabajando a su mujer. Cuanto más chupaba el cura, los grititos de
ella subían de volumen y el marido apretaba los muslos contra la cabeza de
aquél. Un orgásmico gemido de la mujer fue seguido de una abundante emisión de
semen en la boca del cura.
Éste fue el
primero en recuperar una posición más digna. Zafándose de las piernas del
marido, se irguió y quedó de pie junto a la cama. La mujer, reponiéndose de su
sofoco, no tenía una conciencia precisa de lo que había pasado y le sorprendía
la expresión satisfecha y relajada de su marido tras la experta mamada del
cura. El esposo por su parte no podía menos que estar encantado con la pericia
del sacerdote, cuya boca lo había llevado al séptimo cielo. Que fuera un hombre
quien le había chupado la polla en lugar de su mujer, el propio cura quiso
sustraerlo de cualquier cuestionamiento. “Tened claro que la suplencia a la que
me he prestado por encima de cualquier prejuicio, lejos de ser una intromisión
artera en vuestra intimidad, no ha tenido más fin que prestaros un servicio en
aras de la harmonía conyugal… Tú, esposa, has disfrutado de los desvelos de tu
marido, tal vez con mayor intensidad al haber quedado despejadas en él las
nubes de la frustración. Y tú, esposo, has cumplido tu deseo por mi
interposición desinteresada”. Fuera como fuera, ambos habían quedado bien a
gusto y no descartaban nuevas visitas al sacerdote para recibir sus sabios
consejos.
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El
matrimonio que acudió a buscar los consejos del sacerdote fue una novedad para
él, pues se trataba de dos hombres, ambos robustos y maduros. Uno de ellos empezó
a exponer: “Tal vez usted, padre, no apruebe nuestra situación, pues estamos legalmente
casados…”. El cura lo interrumpió. “¡En absoluto, hijos! Mi mente es abierta
ante el amor que haya surgido entre dos personas. Podéis hablar de lo que os
trae ante mí sin que nada os coarte”. Más entonado, el otro siguió. “Pues sí,
nos queremos muchísimo y nuestra vida matrimonial es muy satisfactoria… Pero
hay una cuestión que afecta a nuestras relaciones íntimas”. El cura lo animó.
“Para eso me tenéis aquí, en lo que pueda ayudar”. Como el que había hablado
hasta el momento parecía titubear para entrar en el tema, tomó el relevo su
marido. “¡Verá, padre! No sé si a usted le resultarán conocidos los papeles de
activo y pasivo en una pareja como la nuestra…”. “¡Faltaría más! Nada de lo
humano me es ajeno”, afirmó el cura. “Entonces…”, volvió a arrancar el que
intervenía ahora, “El problema que tenemos
es que los dos somos de tendencia activa y lo de pasivos nunca lo hemos
disfrutado. En todo lo demás funcionamos perfectamente, pero nos abstenemos de
esa práctica entre nosotros”. “¡Loable delicadeza la vuestra!”, exclamó el
cura. Entró al trapo el primero. “Ya que usted se muestra tan abierto, padre,
permita que sea algo crudo en lo que le voy a explicar… El caso es que a los
dos nos atrae mucho realizar el coito anal, como activos se entiende, y ahora
que estamos casados consideramos que no estaría bien que lo buscáramos fuera del
matrimonio”. “Pero la tentación es muy fuerte”, apostilló el otro, “Por eso
buscamos su apoyo para que nos ayude a superarla”.
El cura ya
se estaba relamiendo de gusto por la oportunidad que se le presentaba. Tras
quedar pensativo unos instantes, dijo con gesto serio: “Me complace que hayáis
acudido a mí para evitar lanzaros por caminos que habrían puesto en peligro la
harmonía de vuestra unión… Pero de qué os valdría yo si no supiera dar
respuesta a vuestras inquietudes”. La pareja quedó atenta en espera de dicha
respuesta. Aunque el cura fue preparándolos para la exposición de lo que ya
tenía en mente. “Muchos matrimonios han desvelado en la intimidad de estas
paredes los problemas más sensibles de su relación, casi siempre en el terreno
de la sexualidad. Humildemente puedo deciros que, entregándome en cuerpo y alma
a hacer de mediador, he podido fortalecer los lazos entre ellos. La de veces
que han vuelto agradecidos para les siga alentando… Y lejos de hacer distinciones,
lo mismo estoy dispuesto a ofreceros”. A los dos hombres les costaba captar el
alcance de esa labor de mediación en lo que planteaban ellos. Por eso uno
volvió a destacar: “Nuestra relación es muy buena…”. El cura lo cortó. “Aunque
hay un pero ¿verdad? A ambos os corroe un deseo insatisfecho y eso es lo que yo
podría subsanar aquí donde estamos”. “Tal vez no nos hemos explicado bien…”,
objetó el otro. “Me ha quedado muy claro”, afirmó el cura, “Los dos anheláis
realizar coitos anales, pero no podéis
llevarlos a cabo entre vosotros. Y no queréis romper vuestros lazos de
fidelidad”. “Así es, padre ¿Cómo puede usted ayudarnos?”.
El cura
entró ya a introducirlos en su peculiar método de choque. “Lo que tenéis que
preguntaros es cómo intervengo yo para resolver las cuestiones que se me
plantean. Y en vuestro caso me va a ser más fácil hablaros con claridad… Tened
en cuenta que en las parejas en que hay una mujer es más complejo actuar de
enlace entre los cónyuges. Siempre es el marido sobre quien he de operar más
incisivamente. En cambio vuestras insatisfacciones son idénticas y os puedo
tratar como iguales”. Una vez más la pareja se perdía con estas disquisiciones.
“Porque, si lo que subyace en todos los casos es una carencia carnal, es mi
propio cuerpo el que entrego para suplirla. Y ello exige que depositéis una
plena confianza en mí y aceptéis todo cuanto os proponga sin el menor recelo…
Solo me mueve el ánimo de serviros y lo que aquí vaya a suceder quedará entre
nosotros”. No se puede negar que el sacerdote conseguía crear un cierto efecto
hipnótico en sus presas.
Amablemente
hizo que se desplazaran al dormitorio. “Ya veis que os traigo a mi espacio más
íntimo, porque es mi intimidad la que voy a ofreceros. Y necesito que también
entreguéis la vuestra”. Como los otros dos seguían sin entender del todo a
dónde quería llegar el cura, éste expuso: “No seréis lo primeros que aceptan
quedar desnudos, como yo también haré… Y no hablo ya en sentido figurado”,
aclaró, “Solo cuando nuestros cuerpos estén tal como Dios los ha creado, podré
atender a la satisfacción de vuestros anhelos”. “¿Quiere entonces que nos
quitemos la ropa?”, preguntó uno precavido por si no lo había entendido bien. “Si
esposas pudorosas no han tenido reparos en confiar en mí y han seguido mis
instrucciones junto con sus maridos, cuánto más fácil debe sernos ahora al ser
hombres los tres”, arguyó el cura. Predicando con el ejemplo, él mismo empezó a
despojarse de su ropa, con una solemnidad que lo hacía parecer un ritual. Los
otros dos se miraron confusos y encogieron los hombros como tácita aceptación.
Así que siguieron la táctica del cura y pronto estuvieron los tres en cueros.
El sacerdote
hubo de disimular la mirada de lascivia que proyectó sobre aquellos cuerpos
macizos que al fin se mostraban ante él. Tampoco la desnudez del cura resultaba
indiferente a la pareja, que aún no asimilaba del todo cómo habían llegado a
esa situación. Pero el cura, naturalmente, ya sabía la forma de encauzar sus
designios. “Lejos de cualquier ánimo lúbrico estamos aquí para ahondar en los
que constituye una falla en vuestros afectos. Y yo, una vez más, os ofrezco mi
plena disposición para que la resolváis…”. La pareja debió pensar: “¿Qué
seguirá ahora?”. Pues ni más ni menos el precalentamiento que necesitaba el
cura para garantizarles su disponibilidad. “Os invito a que toméis posesión de
mi lecho y en él, sin que os perturbe mi aséptica presencia, os entreguéis a
expresaros vuestro legítimo amor hasta llegar al límite que os resulta difícil
franquear”. Temblorosos, tanto por lo insólito de la propuesta como porque,
pese a ello, se les había avivado una cierta excitación, ambos se tendieron
sobre la cama y, tratando de abstraerse de la extraña supervisión sacerdotal, empezaron
a acariciarse y besarse. Su animación fue en aumento y, ya los dos empalmados,
evolucionaron hasta entregarse a un experto sesentainueve. El cura se recreó en
la mutua mamada, atento al momento en que sería oportuno darles el alto. “Parad
ahora ya que no necesitaréis intercambiar así vuestros fluidos”. La pareja se
detuvo expectante mirando hacia el cura. Como éste no podía ocultar la
manifiesta erección que le habían provocado las actividades amorosas, le dio
enseguida una explicación. “Ya veis que me he mimetizado con vosotros para no
ser un elemento ajeno a vuestra unión”. Los otros dos, en plena calentura, ya
no cuestionaban nada y maquinalmente se fueron apartando mientras el cura,
introducido en la cama, se abría paso entre ellos. Tendido bocabajo les
presentaba su orondo y tentador culo. Sonó su voz. “Aquí me tenéis para que,
sin necesidad de buscarlo al margen de vuestro matrimonio, podáis satisfacer
ese anhelo que tanto os inquietaba”. Como a la pareja aún la paralizaba la
sorpresa, el cura les instó. “Penetradme ambos sin el menor reparo como más le
plazca a cada uno, que yo me ofrezco así para recibir vuestros miembros y lo
que de ellos lleguéis a verter”. Con las ganas atrasadas de dar por el culo que
acumulaban ambos ¿quién se iba a resistir a tan apetitosa oferta? Y además con
todas las bendiciones del generoso sacerdote.
Aunque
durante unos segundos trataron de guardar armoniosamente las formas sin
decidirse a ser el primero en gozar de aquel regalo, al fin fue el más ágil
quien se lanzó a montar al cura. Éste reprimió cualquier manifestación de
agrado al sentirse penetrado y tan solo se remeneó ligeramente para facilitar
que la polla le entrara entera. El follador bombeó un rato bajo la ansiosa
mirada de su marido, al que dadivoso llegó a ceder el puesto. El cura acusó el
relevo de vergas y lo alabó. “¡Así me gusta! Que me compartáis como muestra del
amor que os une”. Pero, fuera por la excitación de la espera, fuera por una
menor capacidad de aguante, los resoplidos del segundo expresaron claramente
que ya iba a llegar hasta el final. Tras la aparatosa corrida, el marido no
tuvo el menor reparo en meterla de nuevo en el ojete rebosante de leche y
tampoco tardó demasiado en vaciarse dentro del cura.
Así
saciados, los dos volvieron a estar tendidos a los lados del cura, al que
hubieron de ayudar para que quedara asimismo bocarriba. Al igual que las de la
pareja, su polla aparecía retraída, aunque hábilmente procuró arrugar la sábana
para disimular su propia leche que, en un momento u otro de la doble follada, había
disparado. Por supuesto no iba a tardar en hacer su comentario. “Ya habéis
visto que, gracias a mi desprendimiento al permitiros usar mi cuerpo, se han
cumplido vuestros deseos sin que cada uno haya tenido que buscar por su cuenta
su satisfacción alterando vuestra unión”.
Entusiasmado uno de los cónyuges exclamó: “Nunca se nos habría podido
ocurrir que llegaríamos a hacer algo así ¡Qué sabio es usted, padre!”. El otro
apostilló: “¡Y cómo se ha sacrificado por nosotros!”. El cura aprovechó para
garantizarse el futuro. “Pues de ahora en adelante no dudéis en acudir de nuevo
a mí cada vez que os acucien las mismas inquietudes”.
JODER, YO QUIERO UN CURA ASI EN MI PUEBLO. EL QUE TENEMOS PIERDE ACEITE TAMBIEN., PERO ES MUY REPRIMIDO Y LUEGO SE ARREPIENTE CUANDO HACE LO MAS MINIMO. YO LO HE SABOREADO, PERO DA POCO JUEGO
ResponderEliminarQuiero visitar a ese curita!
ResponderEliminarUmnnn, me encantaría conocer a un cura maduro, si alguien sabe de alguno....
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