El comisario Jacinto no solo había experimentado una transformación radical en cuanto a los modos de satisfacer sus apetencias sexuales. También le había ido cambiando el carácter y la forma de relacionarse con los demás. Se volvió más cumplidor en el trabajo y los compañeros llegaron a sorprenderse de lo que se había suavizado su brusquedad habitual. Seguía mostrándose bastante taciturno, pero en su mirada no había ya la turbiedad que le conferían los excesos alcohólicos. Porque en esto también se había moderado. Ahora lo que más le interesaba era estar en condiciones de disponibilidad para lo que, bien en el club, bien en cualquier otro lugar, pudiera presentársele. Aunque no había dejado de impresionarle la brutal experiencia de meterle un puño por el culo, en poco tiempo llegó a considerarla como algo pasado. Casi le asombraba que su cuerpo llegara a aguantarlo todo.
Que ahora en
la comisaría confiaran más en él dio lugar a que Jacinto se encontrara con la
encomienda de una misión que no podía menos que resultarle comprometida. Se
habían recibido varias denuncias de un extorsionador de hombres mayores que actuaba
en torno a urinarios públicos. El modus
operandi era ponerse junto uno de ellos y mostrarle descaradamente los
genitales. Tanto si el elegido caía en la tentación de tocárselos o, incluso, aceptaba
la indicación de que se encontraran fuera, como si la exhibición era ignorada
–distinción que no venía al caso, según quiso resaltar el jefe al informar a
Jacinto–, lo seguía al exterior y allí lo amenazaba con montar un escándalo
acusándolo de haberle metido mano. Como lo habitual era que el afectado se
horrorizara sin reflexionar demasiado ante tal intimidación, el delincuente
hacía que le entregara lo que tuviera de valor o, bien, lo engatusaba para que
lo llevara a su casa y así desvalijarla. El jefe por lo demás explicó: “Y no
vaya a creer que se trata de un chapero al uso, sino que, por la descripción en
que coinciden los denunciantes, es un tipo corpulento y de una cierta edad”. Esto
último incrementó la inquietud de Jacinto, temeroso de que hubiera de
tenérselas con un hombre así ¿Podría llegar a condicionar el cumplimiento de su
deber?
Si semejante
misión se la hubieran asignado en otros tiempos, la actitud de Jacinto habría
sido la de un mero paripé para cubrir el expediente. ¡A buena hora iba él a dedicarse
a espiar cómo unos degenerados babeaban enseñándose las pollas! Lo suyo habría
sido montar una redada de todos los meones y ya se explicarían en el
cuartelillo. Sin embargo, ahora, imaginarse a un hombre de las características
que había descrito el jefe, provocando y extorsionando como parecía hacer el
que debía investigar, no dejaba de producirle una cierta turbación. Jacinto
quiso convencerse a sí mismo, no obstante, de que ello no tenía por qué
condicionar su estrategia. Al fin y al cabo se trataba de localizar al
individuo y tratar de pillarlo con las manos en la masa.
Poniendo por
delante su profesionalidad, Jacinto diseñó su plan de actuación. De los
testimonios recabados, las actividades del extorsionador parecían centrarse en
dos urinarios públicos: el de la estación de autobuses y el de unos grandes almacenes.
Ambos no se hallaban demasiado distanciados y el individuo debía desplazarse de
uno a otro según las circunstancias que fueran más propicias para sus fines. Así
pues, para Jacinto, lo primero era tantear el terreno y conocer cómo se
desarrollaban esos intercambios de miradas y algo más. Con la idea un tanto
fetichista de que su desaliñada gabardina lo hacía poco menos que invisible, Jacinto
deambulaba en torno a los accesos de ambos mingitorios. Observando qué tipo de
hombres los frecuentaban, no tardó en percibir que más de uno repetía, en un
lapso temporal que difícilmente se explicaba por una persistente necesidad
fisiológica. No pudo evitar sin embargo ponerse a elucubrar sobre si tal o cual
individuo serían de los que enseñaban o de los que miraban, aunque también
cabía que las dos aficiones se dieran conjuntamente. De ahí a imaginar que
alguno igual aprovechaba para echar mano a lo que se le ofrecía y acaso hasta
se agachaba… Jacinto hubo de controlarse para no seguir abundando en esta clase
de pensamientos que le estaban poniendo en un estado de desasosiego cuyas
consecuencias ya conocía de sobra. Averiguar lo que pasaba en esos recintos,
sí, y también tratar de desenmascarar al
aprovechado de las debilidades ajenas. Pero él no iba a implicarse
personalmente en algo que no debía ver más que como cualquier otro trabajo
policial. Pero que a Jacinto le pareciera tener tan claras las cosas era
precisamente lo que comportaba mayor riesgo de que sus defensas llegaran a
flaquear…
Por lo
pronto Jacinto se decidió a pasar de la vigilancia exterior a la inspección in situ, dado que además no le venía mal
aliviar la vejiga. Optó por los lavabos de la estación de autobuses, donde
había cierto trasiego. Eran amplios, con una distribución en L. El tramo más
largo quedaba a la vista, mientras que el corto ofrecía una mayor discreción. La
separación entre los urinarios parecía más para evitar salpicaduras que otra
cosa y, enfrentados, en ambos tramos había varios lavamanos y retretes con
puerta. Al entrar, Jacinto vio que varios individuos se aliviaban bastante
distantes, sin que denotaran nada fuera de lo normal. Claro que era la zona más
visible, se dijo, y se aventuró a doblar la esquina. Aquí la cosa era algo
distinta. Dos tíos que ocupaban tazas contiguas guardaron rápidamente la
compostura ante la irrupción de Jacinto. Éste, fingiendo ignorarlos, se colocó
más alejado e hizo lo habitual: apartar la gabardina a los lados, abrirse la
bragueta y sacarse la polla para darle vía libre. Pero alguien debió haber
observado el paso de Jacinto al sector más resguardado, y el hecho además de
que, queriendo distanciarse de la pareja, se hubiera ido casi al rincón final,
lo convertía en un reclamo indudable.
Así que un
tipo gordote y más alto se colocó directamente junto a él. Jacinto se mantuvo
impertérrito en su micción, aunque no pudo ignorar las descaradas maniobras del
otro para captar su atención. Casi le rozaba con el codo mientras se sacaba la
polla y la sacudía ostentosamente. Aunque fuera con el rabillo del ojo, a
Jacinto no le escapaba el buen tamaño que iba logrando el miembro. Todavía
agarrado a su polla, sin derrame ya, lo agitó un temblor que creyó
imperceptible, pero suficiente sin embargo para que el arrimado lo mirara ya
directamente y le hiciera un guiño invitándolo a disponer. Jacinto le sostuvo
la mirada que, de paso, abarcó también a los otros dos quienes, ya relajados,
usaban sus manos en un toqueteo mutuo. Y su comportamiento inmediato quedó
orientado por unas rápidas reflexiones. Descartó que su vecino pudiera ser
precisamente el sujeto buscado, ya que escapaba a toda lógica que, a la primera
de cambio, fuera a dar en el clavo. Por otra parte, puesto que él mismo, al
ubicarse en aquella zona, habría dado a entender que buscaba lo mismo que los
otros, tal vez sería aconsejable seguirles el juego. No debía infundir la
sospecha de que estuviera allí con otras intenciones, lo cual podría ponerlo en
evidencia y obstaculizar su misión… Total, que su mano ya estaba rebasando la
escasa separación y posándose en la verga erecta. “Te gusta ¿eh?... ¡Sácale la
leche!”, susurró el otro que, como mero gesto cortesía quizá o bien para dar
más confianza a Jacinto, alargó también una mano buscando la polla de éste.
Pero al encontrarla poco reactiva, enseguida la soltó para concentrarse en la
paja que Jacinto se disponía a hacerle
¡Y vaya si se la hizo, con toda la experiencia acumulada en los últimos
tiempos! El hombre resoplaba con cierto comedimiento y la mano de Jacinto no
tardó en quedar totalmente pringosa. Una vez consumada la corrida, el
beneficiado actuó rápido. Sujetándose la verga con dos dedos, la sacudió
enérgicamente y se la guardó. A continuación, sin mirar siquiera a Jacinto, se
fue por donde había llegado.
Jacinto por
su parte hubo de meterse la polla en el pantalón con la mano limpia y fue
enseguida a lavarse la otra, sin fijarse en los cambios de personal que se
habían producido. Resultó que el aparato de aire no funcionaba y, queriendo
secarse, se le ocurrió entrar en un retrete para usar el papel higiénico. Ya
que estaba allí y como aún le temblaban las piernas después de lo que no sabía
si considerar una simple maniobra de despiste o una nueva caída en la
tentación, decidió tomarse un descanso. Así que cerró la puerta y se sentó
sobre la tapa bajada. No le sorprendió demasiado oír que enseguida alguien
ocupaba la cabina de al lado. Hasta que, por un estratégico agujero hecho en el
tabique de chapa, fue asomando una polla de bastante buen tamaño. Jacinto tuvo
un sobresalto ante la aparición y su inquietud aumentó por la voz que sonó
queda pero firme. “¡Chupa, puta!”. Lo que más sensato le pareció a Jacinto era
salir disparado del retrete y largarse, dando por acabada su primera visita a
los urinarios. Pero también se dijo que el vecino debía haberlo visto entrar e
incluso hacerle la paja al otro, por lo que un comportamiento de huida podría
resultar extraño en un ambiente como aquél. Prefirió pasar por alto sin embargo
que la orden recibida, así como el epíteto ofensivo que la acompañó, eran lo
que realmente pesaba más en su decisión de seguir allí y hacer lo que se le
pedía. Al fin y al cabo no le venía de nuevo hacer una mamada, aunque sí lo
fuera el entorno de la propuesta. No dudó más pues en inclinarse hasta alcanzar
con la boca la polla que, en los segundos transcurridos desde su irrupción, se
había endurecido considerablemente. Chupó y chupó al parecer a plena
satisfacción del que estaba al otro lado, a juzgar por los contenidos murmullos
de placer que oía Jacinto. Sus buenos oficios dieron como resultado que la
leche empezara a brotar en abundancia y, como Jacinto quería evitar que le
fuera a pringar camisa y corbata, la fue engullendo al completo.
Ahora sí que
Jacinto salió de estampida para sacarle ventaja al que sin duda se entretendría
colocándose los pantalones. Así abandonó su primer centro de operaciones,
limitándose a limpiarse los labios con un pañuelo. Ningún avance en su
objetivo, aunque al menos había conocido de primera mano la dinámica de estos
lugares. Los servicios a los que se había avenido a prestar no los consideró
más que gajes del oficio y, por qué no, bastante estimulantes. Jacinto se
aprestó pues a continuar las pesquisas en su otro centro de operaciones: los
grandes almacenes. Lo primero que hizo, para reponer fuerzas, fue tomarse un
perrito caliente y una cerveza que le quitara el gusto de leche agria que aún
notaba. Pronto pudo colegir que, a diferencia de la estación de autobuses, con
sus únicos y grandes urinarios, aquí su trabajo iba a resultar más complejo, ya
que había lavabos en cada planta, más pequeños y discretos. Esta distribución
obligaría a Jacinto a constantes paseos por las escaleras mecánicas aunque,
para empezar y simplificando, pensó en escoger la planta que, tras un repaso
inicial, intuyó como más propicia para las actividades que indagaba y que,
según su lógica, no podía ser sino la planta de caballeros.
Resultó que
el acceso a los lavabos de esta planta quedaba enfrente de la sección de
pantalones. Jacinto deambulaba entre los expositores oteando el goteo de
usuarios que tomaban el camino de aquéllos, sin que ninguno de momento le
infundiera sospechas. No caracterizándose precisamente por cuidar su
vestimenta, para disimular, Jacinto mostraba su interés por una u otra prenda.
Llegó a llamar la atención de un dependiente, maduro, bastante robusto y
elegante, que se dirigió solícito a él. “¿Puedo ayudarle, señor?”. Jacinto
quiso salir del paso. “Solo miraba”. Pero para no resultar demasiado brusco,
añadió: “Tampoco sé mi talla”. El hombre ya exhibía una cinta métrica. “Eso lo
comprobamos enseguida. Tenemos tallas que combinan ancho y largo”. Jacinto dejó
entonces que le rodeara la barriga por dentro de gabardina y chaqueta, para lo
que el dependiente hubo de arrimársele bastante. Más mosqueó a Jacinto que,
inclinándose, le tomara medidas por fuera e incluso por dentro de la pierna,
poniendo el dorso de la mano directamente sobre el paquete. Acabada la
medición, el hombre dijo con toda naturalidad: “¡Perfecto! Le puedo buscar
algunas piezas…”. No tenía intención Jacinto de ponerse a probar pantalones y,
como excusa, no se le ocurrió más que preguntar: “¿Hay unos lavabos por aquí?”.
“Ahí mismo”, le indicó el dependiente. “¡Vale, gracias!”, se escurrió Jacinto.
Ya que
estaba, Jacinto decidió aliviarse. En ese momento no había nadie más y se
abandonó a una relajante meada. Cuál no sería su sorpresa al ver que, a los
pocos segundos, aparecía el dependiente de marras que, dejando un espacio en
medio, se puso a hacer lo mismo que Jacinto. No se privó de dirigirle una
sonrisa y Jacinto comprendió enseguida que pretendía que se fijara en su polla.
No quiso desairarlo y miró sin tapujos lo que exhibía el otro quien, encantado
de su éxito, le daba pases a la verga para dotarla de todo su esplendor y hasta
se sacó los huevos para completar el cuadro. El dependiente no parecía
interesado en que Jacinto le mostrara nada ni tampoco en propiciar mayor
acercamiento, por lo que éste pensó que la cosa iba tan solo de lucimiento e
hizo amago de largarse. Pero el exhibicionista lo atajó con un gesto de la
cabeza que Jacinto interpretó como una invitación a recluirse en uno de los
retretes. Quedó en expectativa mientras el hombre se guardaba provisionalmente sus
joyas y, sacando un llavero del bolsillo, se dirigió a una puerta en la que
Jacinto no había reparado. La abrió con una llave, encendió una luz e hizo
pasar a Jacinto. Ya los dos dentro, cerró también con llave que dejó puesta en
la cerradura. El dependiente rompió ya su silencio. “Me he tomado un descanso y
aquí no va a venir nadie”. El reducido cuarto era una especie de despensa de
productos higiénicos y sanitarios. Ante la perplejidad de Jacinto, declaró
dejando de lado su respetabilidad profesional: “Desde que te vi me di cuenta de
que buscabas algo…”. Jacinto tuvo un golpe de sinceridad. “Algo sí que busco”.
Aunque no era precisamente a lo que se refería el dependiente. Éste fue ya al
grano. “Los tipos como tú, gordotes y dejados, me vuelven loco”. Jacinto no
sabía cómo tomárselo y replicó: “Desde luego no soy ningún Adonis”. “¡Quita ya!
Debes tener un culo divino”, se exaltó el otro. Jacinto pensó: “¡Ya estamos!”.
Pero trató de quitarse importancia. “Con la de clientes a los que le tomará
medidas…”, dijo sin tutearlo. “Tú tienes un vicio especial”, insistió el otro, “En
cuanto me preguntaste por los lavabos supe lo que querías”. “Solo mear”,
protestó algo airado Jacinto. “¡Así me gusta! Que lo niegues y te hagas el
sorprendido”, siguió a su bola el dependiente, que ya se estaba bajando los
pantalones. Le mostró de nuevo los atributos, ahora destacando entre los muslos
desnudos. “¿Te parece poca cosa para ti?”, preguntó zamarreando la polla
endurecida. Jacinto tenía otros asuntos de los que ocuparse y decidió que no
valía la pena alargar la situación. “¿Se la chupo o prefiere metérmela?”,
ofreció directamente. “¡Serás zorrón! ¡Cómo sabes provocar!”, exclamó el otro
cada vez más excitado, “¡A ti sí que te voy a tomar otras medidas!”. Se
abalanzó sobre Jacinto abordándolo por atrás. Tomó los faldones de la gabardina
y los subió hasta echárselos por encima de la cabeza. Con la misma habilidad
con la que antes había manejado la cinta métrica, circundó la barriga de
Jacinto para soltarle el cinturón y echarle abajo pantalones y calzoncillos.
Jacinto, tanteando a ciegas, se apoyó resignado en un estante para no
desequilibrarse. “Así te ofreces ¿eh? ¡Cómo te mueres de ganas!”, dedujo el
dependiente de la postura de Jacinto. Desvelado el gordo culo de éste, lo primero
que recibió fue una fuerte palmada. “Esto te gusta ¿a que sí? Que te caliente
por fuera y por dentro”, manifestó el dependiente. “¡Métamela ya!”, pidió
Jacinto, más por prisas que por ganas. Tras unos cuantos tortazos más, el
dependiente al fin lo empitonó a la brava. No por ya habituado, el impacto dejó
de estremecer dolorosamente a Jacinto, que no pudo reprimir un gemido. Aunque
el otro lo interpretó a su manera. “¡Como la has agradecido, vicioso!”. El
bombeo que siguió no fue más comedido, pero Jacinto hubo de reconocer
internamente que aquello no era para desaprovecharlo. El follador no
cejaba en su animación. “¡Vaya forma de
tragar tiene tu culo! Si ya lo sabía yo… Te gusta mi polla ¿eh?”. Jacinto, poco
dado a expresar alabanzas, se limitaba a apretar las nalgas para sentir mejor
aquella verga. “Estoy a punto de llenarte de leche… Es lo que quieres
¿verdad?”. “¡Cómo no!”, admitió Jacinto. Así que se mantuvo firme a la espera
de que la presión en su interior fuera decreciendo, mientras el dependiente se
descargaba entre espasmos y resoplidos.
Una vez
separados el dependiente se mostró más calmado y hasta ironizó. “Debería estar
vendiendo pantalones”. Aunque, mientras ambos recomponía su topa, añadió: “De
buena gana te dejaba aquí encerrado para volver a darte por culo más tarde”.
Esta posibilidad alarmó a Jacinto, más que nada porque sería un inconveniente
para seguir con su misión que, en vista de los incidentes que le iban
surgiendo, estaba resultando más ardua de lo previsto. Todo quedó en un desiderátum del dependiente, que se aprestó a liberarlo
y, con cierta prisa, se acicaló ante un espejo. Precavidamente avisó a Jacinto:
“Espera un poco aquí para no salir juntos”. Se marchó bien satisfecho de su
desfogue.
Jacinto
consideró que la vigilancia de esos lavabos quedaba descartada, al menos
mientras el salido dependiente anduviera por allí. De modo que, inasequible al
desaliento, tomó las escaleras mecánicas mientras pensaba en otra opción. Dio
con una planta dedicada a calzado y material deportivo. Aunque esto último no
era lo que más debía atraer a las víctimas del extorsionador, todo el mundo
necesitaba zapatos. Así que decidió hacer una inspección. El acceso a los
lavabos quedaba sin embargo enfrente de la sección de pesca submarina y Jacinto
supuso que, curioseando por allí, su aspecto iba a cantar demasiado. Tampoco
parecía que en esa planta se hiciera mucho uso de los servicios, aunque a lo
mejor su misma presencia rondando las cercanías podía hacer de reclamo. Quién
sabe si alguien, observando con disimulo, estaba a la espera de que tomara la
iniciativa. Por otra parte otra meadita nunca sobraba e, incluso, después de
haber hecho una paja y una mamada y de que le dieran por el culo, igual le
venía bien darse un gusto, aunque fuera en solitario.
Decidido,
entró pues en los lavabos y resultó que éstos eran mucho más pequeños. Aparte
de un par de retretes con puerta y los lavamanos, solo había dos mingitorios
contiguos en un rincón algo escondido. Ocupó uno de éstos y se sacó la polla,
como estaba mandado. Muchas ganas de orinar no tenía pero, recordando las
agitaciones del día, se manoseaba con delectación. No tardó mucho en oír el chirriar de la puerta y un tipo, con
pasos lentos, llegó a colocarse a su lado. Jacinto no se resistió a echarle una
ojeada, que el recién llegado por lo visto se tomó como de bienvenida y le
sonrió. Era bajito y regordete, mayor que Jacinto. Lo más curioso fue que el
hombre no hizo el menor gesto de sacarse lo habitual en estos casos, sino que
directamente asomó la cabeza para tratar de ver la polla de Jacinto. Éste, que
se la había llegado a poner bastante animada, quedó perplejo de momento. Pero
la expresión ansiosa del sujeto y el sentirse objeto de su rijosa curiosidad le
hicieron ceder y girarse hacia él para facilitarle la contemplación. Al hombre
se le iluminó la cara y se consideró invitado a ir más allá. Bajó una mano y se
puso a palpar la polla. Pero a su vez empezó a sacar la lengua y moverla en un
gesto inequívoco de deseado chupeteo. Ya puestos, Jacinto se dijo que por qué
no. Al menos éste no la tomaba con su culo y, además, lo poco concurrido de
estos lavabos y la sonoridad de la puerta al abrirse, que daría tiempo para
rectificar, le permitían confiarse. Entusiasmado, el otro se agachó y se afanó
en una mamada de lo más eficiente. Tanto que Jacinto le obsequió con una
corrida que fue debidamente engullida. El hombre, así satisfecho, se levantó y,
como si de pronto le hubiera entrado vergüenza, salió pitando.
Jacinto,
todavía con la chorra fuera, caviló que lo que no le pasara a él… Pero después
de todo él no había escogido aquella misión y no hacía más que ponerse en el
lugar de las víctimas denunciantes. Consideró que por ese día había tenido
bastante y ya meditaría si rectificar su estrategia. Porque veía que insistir
en los grandes almacenes, con tantos lavabos dispersos, iba a ser buscar una
aguja en un pajar. Claro que, sobre todo lo del dependiente, no había estado
nada mal… Pero eso tal vez quedaba algo fuera de sus pesquisas. Si acaso podía
dejarlo para cuando estuviera fuera de servicio.
Caramba que morbo con los baños publicos, me gusta como Jacinto da servicio. Jejeje.
ResponderEliminarQue morbazo y que recuerdos me mis andanzas de hace muchos años por los baños de la T3 del aeropuerto de Madrid y de Carrefour de Alcobendas.
ResponderEliminarExcelente relato, no hay circunstancia que no sepas manejar... Incluso tus relatos me están gustando más que las novelas de palabra de oso, joder, no hay nada mejor que sentirse identificado con estas situaciones, aumenta la excitación y el morbo. Creo que estoy empezando a fantansear con el comisario.
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