Una vez más se me
ha ocurrido escribir una historia en la que doy el protagonismo a ese amigo imaginario
–o no tanto– al que atribuyo las cualidades más extremas de hombre maduro,
robusto, a gusto con su cuerpo y de una sexualidad desbordante. Ello me permite
involucrarlo en aventuras rocambolescas, en las que a veces mi implico yo
también… He aquí una muestra:
Cada año con más éxito
se celebra un Salón Erótico. En las sucesivas ediciones había ido aumentando la
variedad y libertad de las propuestas. Mi amigo y yo no nos las perdíamos, pero
él ya fue fraguando la idea de tener una participación activa en eventos
similares. No tardó en presentarse la ocasión cuando se anunció otro festival
de teatro y variedades experimentales de amateurs, también de carácter erótico
y, como no dejó de informarse, abierto a cualquier manifestación sexual y sin
ningún tipo de censura. Sería el público que acudiera libremente a los
espectáculos quien diera su veredicto.
Ahorraré todas las
vueltas que le dimos al proyecto hasta plasmar lo que iba a constituir nuestra
aportación, por supuesto a mayor gloria de las apetencias histriónicas y
exhibicionistas de mi amigo. El festival estaba muy animado y, con una mezcla
de curiosidad y morbo, atraía al más variado tipo de visitantes. Nosotros
teníamos asignado un teatro-bombonera muy adecuado para presentar nuestro show.
Éste, con el rimbombante título “EL HIPNOTIZADOR DE LA DESVERGÜENZA”, hizo pues
su estreno…
Con la sala ya
bastante llena de un público al que, más que fe en los poderes del hipnotismo,
le interesaba hasta dónde podía llegar eso de la desvergüenza, aparecí en el pequeño
escenario, en el papel de hipnotizador, para dar a conocer la efectividad de
mis dotes. Severa y algo anticuadamente vestido, con barba y peluca postizas,
expliqué que, con mis técnicas especiales, perfeccionadas a lo largo de años,
podía lograr que cualquier persona obedeciera mis órdenes, por más contrarias
que estas fueran a su sentido de la dignidad y de la moral.
Cuando informaba de
que, tras unos instantes de concentración, iba a pedir la colaboración del
público, un airado espectador me interrumpió (con muy pocos visos de
espontaneidad). “¡Patrañas! Está científicamente probado que el hipnotismo no
puede inducir actos que una persona lúcida rechazaría”. Aparenté calma y
respondí: “Respeto su escéptico punto de vista, pero por ello mismo lo
invitaría a que se prestara a someterse al experimento”. Decidido, mi amigo
avanzó hacia el escenario y subió en plan retador. “Verá como fracasa conmigo”.
El público aplaudió divertido y mi amigo no pudo resistir la tentación de
saludar con una reverencia, que me pareció algo impropia. Iba impecablemente
vestido de traje y corbata, lo cual, dada su envergadura corporal, le otorgaba
un aspecto de ejecutivo agresivo impresionante. Le señale un sillón en que
debía sentarse y me puse delante oscilando un péndulo. “Fije la mirada en él y
pronto empezará a sentir sueño”, le indiqué. Él sonreía desafiante, pero poco a
poco fue poniéndose serio. “Algo de sueño sí que me está entrando”, dijo. Pero
le reprendí. “No hable y mantenga la concentración”. No tardó en cerrar los
ojos. La cabeza la cayó hacia delante y su cuerpo se relajó. Entonces cogí una
banda de seda negra y le tapé los ojos. Expliqué al público: “Ahora que está completamente
dormido, conviene que en su mente no entre más influencia que la que le he
insuflado”.
Tras unos instantes de
suspense, di una fuerte palmada. Mi amigo levantó la cabeza. “¡Hola! ¿Dónde
estoy?”. Respondí: “Estás aquí conmigo y vas a obedecer todas las órdenes que
recibas”. “¡Sí!”, se limitó a declarar mi amigo. “Para empezar quiero que te
quites los zapatos y los calcetines”. Se echó hacia delante y maniobró hasta
quedar descalzo. Hubo risitas entre el público. “¡Levántate!”. Mi amigo se puso
de pie y tanteó en el vacío, pero enseguida se quedó relajado. “¿Cómo te
sientes?”, “Muy bien”. “Te está viendo mucha gente”. “Me gusta”. “La chaqueta y
la corbata te están dando calor ¡Quítatelas!”. Así lo hizo y yo se las recogí
para dejarlas en el sillón. “¿Cómo estás así?”. “Más fresco”. La blanca camisa,
ya algo sudada, se amoldaba a las protuberancias de pecho y barriga.
En este momento avancé
en el plan. “Ahora vas a recibir órdenes de las personas que te están mirando
¿Las obedecerás?”. “¡Sí!”. Me dirigí al público. “Pueden mandar lo que se les
ocurra… No se corten”. Estábamos convencidos de que el contexto del festival
sería propicio a lo deseado por mi amigo y que los asistentes explotarían al
máximo la desvergüenza prometida. Pronto sonó una voz. “¡Que se quite la
camisa!”. No hizo falta que yo trasmitiera la orden para que mi amigo empezara
a desabrocharla y finalmente dejarla caer. Los comentarios, amparados por la
penumbra del local y que también eran válvulas de escape de la tensión morbosa,
se sucedieron, en voces mayoritariamente masculinas, pero sin faltar algunas
femeninas: “¡Vaya tetas!”, “¡Barrigón!”, “¡Peludo!”, etc. Mi amigo permanecía
impasible y le pregunté: “¿Oyes lo que te dicen? ¿Te molesta?”. “No, me gusta”,
respondió. “¡Demuéstralo!”, le ordené. Empezó a acariciarse el pecho y la
barriga, y hasta se pinzaba los pezones. Concluyó cruzando los dedos tras la
nuca en actitud provocadora.
“¡Ahora los
pantalones!”, se pidió. De inmediato se puso a soltar el cinturón y hube de
prestarle un brazo de apoyo para que se los sacara sin accidentes. Habíamos
escogido cuidadosamente los calzoncillos a llevar. Mi amigo habría optado por
un tanga o similar bien atrevido pero, dado que pasaba por un señor espontáneo
de conducta intachable, nos decidimos por un eslip blanco ordinario; eso sí,
que le quedara muy ajustado. Se mostró pues ya solo con él y le dije: “Ponte
que te vean bien”. Se acercó al borde del escenario y se plantó con las
robustas piernas un poco separadas. “¡Buen paquete gasta el tío!”, soltó
alguien. “¿Sabes a lo que se refiere?”, le pregunté. “Sí, lo que tengo aquí”, y
se lo agarró. “¿No te está dando vergüenza que te vean en calzoncillos?”. “No
me importa”.
Habíamos llegado a un
momento álgido del espectáculo, que se tenía que rodear de la mayor
expectación. Por eso me dirigí al público. “Han visto ustedes la obediencia
ciega con que nuestro voluntario, pese a su escepticismo inicial, ha ido
cumpliendo peticiones cada vez más comprometedoras. Él mismo no podrá creer
hasta dónde ha llegado y es el momento de decidir si nos damos por satisfechos
y lo despierto ahora, o bien seguimos adelante para comprobar que el poder de
la sugestión no tiene límites… Ustedes tienen la última palabra”. Habría sido
una decepción para mi amigo que el espectáculo hubiese acabado aquí. Pero
enseguida surgieron voces: “¡Que siga!”, “¡Sí, que se despelote!”, “A ver si se
empalma”. Pese a la rotundidad de las peticiones, aún advertí: “Así pues, a partir de este momento el conocido ‘más
difícil todavía’ puede llegar a acciones de lo más escabrosas. Por ello,
invitaría a los que no se sientan con ánimos de soportarlas a que abandonen la
sala. Nadie se movió, ni ahora ni más adelante. Ya me dirigí a mi amigo.
“¿Sabes lo que te han pedido?”. “Sí, que me quite los calzoncillos”. “¿Lo
quieres hacer?”. “¡Claro! No me importa”. Dicho y hecho, se los sacó por un pie
detrás del otro y, para mayor inri, los sostuvo en una mano para que se los
recogiera. Se puso firmes encarado al público. “¡Uf!”, “¡Vaya!”, “Lo ha hecho”,
eran los comentarios comedidos en el silencio que se creó. Volví a preguntarle:
“¿Sabes cómo estás ahora?”. “Sí, desnudo”. “¿Y qué te parece?”. “Me gusta”.
Entonces le cogí una mano y la levanté para remedar un saludo al público.
Sonaron aplausos y unas
voces más sueltas, como la femenina “¡Qué bien dotado está!”, u otras más
bastas: “Si yo tuviera eso, también lo enseñaría”, “¡Que le veamos el culo!”.
Esto último fue captado por mi amigo, al que le faltó tiempo para darse la
vuelta y ponerlo en pompa. “¡Culo gordo!”. Pero me apresuré a poner coto a
tanta espontaneidad por su parte, que hacía peligrar el guión. Volví a ponerlo
de frente y derecho, para dirigirme de nuevo al respetable. “En este momento,
en que todos han podido comprobar cómo se nos ha ido mostrando sin que el pudor haga la menor sombra, la sugestión opera con
tanta intensidad que, sin que se despierte, voy a arriesgarme a devolverle la
visión”.
Quité la banda que
tapaba los ojos de mi amigo, que primero parpadeó cegado por la súbita luminosidad
y luego miró alrededor con sensación de desorientación. “¿Me conoces?”, le
pregunté. “No”. “¿Y tú cómo te ves?”. Miró hacia abajo. “Desnudo”. “¿Te
gusta?”. “Sí”. “¿Al frente qué ves?”. “Creo que mucha gente a oscuras”. “Ellos
te ven muy bien”. “Lo sé. Estoy delante de ellos”. “¿Qué efecto te hace que te
vean desnudo?”. “Me excita”. Puse cara de asombro. “¿Qué quieres decir?”. “Que
me estoy empalmando”. En efecto, la polla de mi amigo se endurecía de forma
manifiesta. Aún volví a preguntar: “¿Y eso
te gusta?”. “Mucho”. Me dirigí de nuevo al público. “Les puedo asegurar que es
la primera vez que me pasa, en que la inducción de conductas exhibicionistas
llegue a ser vivida tan placenteramente por el hipnotizado… Lo cual dice mucho
del subconsciente de este señor”. “¡Vaya pollón que se te ha puesto!”, “A ver
si te la vas a menear”, le lanzaba el público. Porque, mientras yo hablaba, mi
amigo había empezado a tocarse descaradamente la polla.
Pero el guión preveía,
para antes de esta autosatisfacción, algo que, aun habiéndome resignado a ello,
no dejaba de preocuparme, ya que corría el riesgo de implicarme directamente.
Por ello le mandé que se detuviera, cosa que obedeció al instante y que no dejó
de levantar alguna protesta, que traté de calmar. “Todo a su tiempo, señores…
Pues antes de dejar que se desfogue y mengüe la desinhibición sexual que está
mostrando, nos va a interesar averiguar si ésta se circunscribe a su propia
persona o bien es proyectable hacia otros”. Se creó una tensa espera mientras miraba
seriamente a mi amigo. “¿Ese placer que deseas obtener se lo darías igualmente
a otra persona?”. “Si me lo pide…”. “Vamos a ver ¿Le harías una felación?”.
Aquí mi amigo puso cara de duda. “¿Eso qué es?”. “Si le chuparías el pene a
otro hombre”. “¡Ah, eso! Si él quiere…”. “¿Recuerdas haberlo hecho antes?”.
“No, nunca”.
Habíamos quedado, muy a
mi pesar, en que, para que no decayera el espectáculo, si no lograba levantar a
un voluntario, sería yo mismo quien me la dejaría mamar en público. Por eso
traté de poner la voz más serena y firme que pude al lanzar al público. “Ya ven
a qué extremos llega la disponibilidad de nuestro amigo. Creo que todos
agradeceríamos que alguno de ustedes, venciendo el natural pudor, se ofreciera
para experimento tan singular”. Se me hizo eterno el tenso silencio de la sala,
pero respiré aliviado cuando alguien dijo: “Si él no se entera de lo que está
haciendo, no me importa subir a que me la chupe”. Vino al escenario un tipo de
aspecto brutote, arropado por aplausos entusiastas. Ufano del protagonismo
adquirido, quiso justificarse ante el público. “Total, una chorra más al aire
no va a asustar nadie”. Nos miró a mi amigo y a mí. “¿Cómo lo hacemos?”.
“Déjeme que controle esta situación tan delicada”, le dije. Y luego a mi amigo:
“Este señor quiere que le chupes el pene”. “Sí, pero como está vestido no se lo
veo”. “Entonces lo vas a desnudar tú”. Esto le pilló por sorpresa al hombre,
que probablemente solo pensaba abrirse él mismo la bragueta y sacarse la polla.
Pero no se atrevió a poner objeciones en público. MI amigo se fue a él y muy
serio, sin mirarle a la cara, empezó por sacarle por la cabeza el polo que
llevaba. El hombre tenía un torso robusto y velludo. A continuación, soltó el
cinturón y bajó la cremallera de los pantalones, que cayeron seguidos de los
calzoncillos. El hombre algo cortado se quedó así en cueros y le pregunté a mi
amigo: “¿Qué te parece ahora?”. “Me gusta y quiero chuparle el pene”. Pero se
quedó quieto con la mirada fija en la frondosa entrepierna del hombre. Éste se
impacientó. “¿Me la chupas de una puta vez o qué?”. “No está empalmado como
yo”, dijo impasible mi amigo. “Tú ve tocando que ya crecerá”, le mandó el
hombre. Mi amigo se agachó y se puso a sobar la polla y los huevos. “¿Qué, te
gusta?”, le preguntó el hombre que empezaba a calentarse. “Sí, mucho. Ya está
más dura”. “Pues chúpala ya”. Mi amigo se arrodilló para mayor comodidad y, de
un sorbetón, se metió entera la polla en la boca. Agarrado a los muslos mamó
con constancia. “¡Jo, qué boca tienes! ¡Sigue, sigue!”, exclamaba el hombre,
que había puesto los brazos en jarra. “Ya me viene ¿Te la vas a tragar?”. Mi
amigo no se inmutó, en tácita aceptación. El cuerpo del hombre tembló y al poco
apartó la polla de la boca de mi amigo. “¡Uf, qué a gusto me he quedado!”. El
hombre saludó a los que aplaudían y ovacionaban, se subió los pantalones y, con
el polo en la mano, bajó corriendo del escenario.
Mi amigo, ya de pie,
mostraba una expresión satisfecha. “¿Te ha gustado?”. “Sí, mucho”. Pero empezó
a tocarse la polla que volvía a estar dura. “¿Te ha excitado?”. “Mucho”.
“¿Tienes ganas de correrte ahora?”. “Muchas”. “¿Lo harías aquí mismo delante de
la gente?”. “¡Claro!”. “¡Hazte una paja ya!”, intervino un impaciente. Mi amigo
acogió rápidamente la orden y se puso a meneársela cara al público. No tardó en
empezar a soltar chorros de leche y el público no ahorró aplausos. “¿Te has
quedado a gusto?”. “¡Sí, sí”, reconoció sacudiéndose la polla todavía.
Lo grueso del
espectáculo había llegado a su fin con bastante éxito. Pero aún quedaba rematar
adecuadamente la pantomima. Por eso hablé a la concurrencia. “No olvidemos que
nuestro amigo ha hecho todo lo que hemos presenciado sumido en un profundo
sueño que, para él, ha sido solo de unos segundos. Si tienen un poco de
paciencia, podremos conocer el final de este experimento”. Aunque algunos se
marcharon ya, la mayoría permaneció en sus asientos. Ordené a mi amigo: “Ahora
vístete tal como subiste aquí”. Se vistió y calzó lo más rápido posible para no
aburrir al personal, pero cuidando de que todo le quedara perfectamente
colocado. Solo dejó de ponerse la corbata. Le dije que se sentara relajado en
el sillón y cerrara los ojos. Pedí atención al público y palmeé las manos con
energía al tiempo que ordenaba “¡Despierta!”. Mi amigo abrió los ojos y se
mostró desconcertado. “Parece que he dado una cabezada… ¿Este era el sueño
profundo en que decía que iba a caer?”, dijo con sorna. Repliqué contrito:
“Bueno, ha sido solo unos segundos”. “¡Vaya tontería! Lo que yo decía…”. Se
tocó el cuello. “Por cierto ¿Qué ha sido de mi corbata?”. Se la entregué con
gesto humilde. “Es lo único que he conseguido que se quitara”. Giré la cara
para lanzar un guiño al público, que estalló en aplausos riendo. Mi amigo puso
cara de no entender nada, bajó airado del escenario y se perdió por el pasillo.
Desde luego parecía
que la gente se lo había pasado en grande. Y no precisamente porque hubiera
colado el truco del hipnotismo que, debíamos reconocer, era bastante chapucero.
Pero que un hombre como mi amigo, maduro y robusto, hiciera todo aquello en un
escenario con tanta desvergüenza no se veía todos los días. Por eso, aunque el
espectáculo se daba por acabado y parte de los asistentes habían salido ya, un
grupo nada pequeño se quedó y persistía en los aplausos. No cabía duda de que
reclamaban la presencia de mi amigo para tributarle el merecido reconocimiento.
Les hice gestos de que había captado el mensaje y fui corriendo en su busca. Estaba
en el camerino donde nos habíamos preparado. Sofocado y sudoroso, lo primero
que había hecho era desprenderse del estirado traje. Así que lo encontré ya
despelotado de nuevo. “¿No oyes cómo te reclaman?”, le dije. “Entonces debería
salir ¿no crees?”, contestó henchido de
satisfacción. “No deberías haberte cambiado tan rápido”, objeté. “¿Tú crees que
me quieren vestido?”, replicó burlón. “¡Tú mismo! Pero al menos ponte esto de
momento”. Consideré que al menos había que mantener una cierta teatralidad y le
entregué una vistosa capa roja de prestidigitador que encontré colgada en el
camerino. Así, con la capa precariamente cruzada, volvimos al escenario. Hubo
entusiasmo en el grupo, algo más reducido, y mi amigo primero hizo una
reverencia, pero enseguida abrió la capa con las puntas en alto. Le gritaron
como a una estrella de rock y observé con cierta prevención la expresión de júbilo
de mi amigo, que podía llevarle a montar un nuevo y desaforado espectáculo.
Revoleó la capa con un pase torero y exhibió su desfachatada desnudez. “Parece
que ya no va a hacer falta que me duerman”, dijo provocando risas nerviosas.
Pero también me pidió: “¿Puedes ir a cerrar la puerta de la sala, para que solo
quedemos los buenos?”. ¡Lo que estaría dispuesto a hacer en su fiesta privada…!
Muy bien hecho. Espero que estaís bien.
ResponderEliminarEee a migo no digas q te volvió a pasar algo porfa mas relatos espero q estés bien
ResponderEliminarHola amigo, como estás?? estamos extrañando tus nuevos relatos
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