En la antigua Roma,
cuando un senador caía en desgracia, si no se le asesinaba directamente, era
castigado vendiéndolo, junto con su mujer, en el mercado de esclavos. La
subasta se convertía en todo un espectáculo, al que acudía una muchedumbre
ansiosa de diversión. Porque el acto se revestía de gran solemnidad y el
senador era conducido ataviado todavía con su toga distintiva. Se le obligaba a
desprenderse de ella y quedar completamente desnudo, sometido a las burlas y
los insultos del populacho. La mujer no corría mejor suerte. Sin embargo, a
diferencia de ésta, por la que se solía conseguir un buen precio, ya que se
consideraba un signo de distinción tener una esclava de alta alcurnia, no era
así en el caso del varón. Para él resultaba difícil alcanzar un precio
aceptable. No solo solía ser de una edad avanzada, sino que también se
consideraba excesivamente caro su sustento y, sobre todo, se temía una actitud altanera
para el servicio de amos a los que siempre habría considerado inferiores a él. Con
la pretensión de contrarrestar esa posible insumisión, se le ofrecía al
comprador entregárselo castrado y que, además, la mutilación tuviera lugar in situ, lo cual se convertía en
regocijo añadido para el público. Dándole sobre todo un carácter de humillación,
con las manos atadas a la espalda y una barra de hierro pasada bajo los codos, se
pinzaba el escroto con unas tenazas, o bien se ataba fuertemente con un cordel.
En su caso, ya se encargaría el nuevo amo de asegurar la emasculación con
métodos más efectivos.
En una época de
turbulencias políticas, dos senadores sobrevivientes fueron sin embargo puestos
en venta. La muchedumbre estaba enfebrecida, al ser un espectáculo poco
habitual, y hasta hubo algún que otro disturbio para acceder al mercado de
esclavos. La exposición de los dos hombres despojados de sus honores y
avergonzados ante masas vociferantes resultaba catártica.
Celio, un rico
comerciante, había logrado abrirse paso en las primeras filas y observaba con
atención la peculiar oferta de los deshonrados senadores. Rondaban en torno a
los cincuenta años más o menos y eran rollizos con diverso tipo de vellosidad
corporal. A uno de ellos el pánico le hacía que el sexo se les encogiera entre
los gruesos muslos, mientras que el otro lo lucía con cierto orgullo. Él mismo
era de edad y aspecto similares, y seguía unos criterios muy especiales para la
elección de los esclavos a su servicio. Mayor sentido práctico en los que se
ocupaban de los trabajos más rudos, pero de características específicas en los
que destinaba a colmar sus aficiones estéticas. Las que por otra parte
cultivaba con discreción de cara al exterior. Conocedor de que, pese al
alboroto de los que abarrotaban el mercado, poca competencia iba a tener en la
puja, se tomó con calma el desarrollo de la venta. Porque, dado que ésta tenía
pocos visos de prosperar, los tratantes que los exhibían divertían a la masa
con obscenas vejaciones. Con las manos atadas y los pies encadenados, sin poder
dar más que pasos cortos, se los hacía desfilar a golpe de látigo como su
fueran luchadores. Sus ridículos saltitos eran objeto de mofa: “¡Cómo se le
mueven las tetas al gordo!”, “Pues a ese lo que le baila es la polla”, “¿Cómo
te follabas a tu mujer con esa barriga?”, “Cualquiera alimenta a estos dos”. Luego
los hacían ponerse de espaldas y agacharse
con el culo en pompa, lo cual incrementaba la hilaridad: “¡Vaya
panderos!”, “Ese tiene más pelos en el culo que en la cabeza”, “¡Mirad los
huevos que les cuelgan!”, “Deben cagar como vacas”.
Celio aprovechó para
hacer una oferta a la baja por el lote. Como había imaginado, le fue otorgado
fácilmente. Su renuncia a la castración fue recibida con protestas y abucheos.
Pero él era ya el amo y, protegida por soldados, su compra le fue entregada.
Con toda la dignidad propia de su categoría, Celio fue recogido por los
portadores de una litera y recorrió las calles seguido por los dos nuevos
esclavos, encadenados entre sí en completa desnudez y recibiendo los insultos y
el lanzamiento de hortalizas y despojos.
Llegados a la lujosa
villa de Celio, salió a recibirlos un esclavo grueso y fortachón que, pese a
estar próximo a los sesenta años, lucía unos velludos brazos y piernas impresionantes
sobresaliendo de su corta túnica. Celio le dijo: “Marcio, mira lo que he
adquirido en el mercado”. “¿Son los senadores?”, preguntó Marcio. “¿Acaso no
los delata su aspecto? ¿Cuándo habías visto esclavos tan lozanos y bien cebados?
Aunque ahora aparezcan en tan lamentable estado”, contestó Celio, mostrando la
suciedad que los impactos habían dejado
en sus cuerpos. A continuación se dirigió a los dos ya no senadores. “Éste es
Marcio, mi esclavo de más confianza. Él se encargará de vosotros”. Todos
entraron ya en la villa y los nuevos esclavos fueron conducidos a los aposentos
donde se instalarían. Para su sorpresa, era un lugar que para nada se parecía a
los que solían destinarse a esclavos. Por el contrario, estaba amueblado con un
cierto lujo, con un amplio lecho y triclinios confortables, e incluso con unos
baños. Los dos, todavía encadenados, quedaron frente a Celio y Marcio. Éste
comentó: “Veo que, afortunadamente, no tengo que ocuparme en curar ninguna castración”.
Celio entonces se adelantó y palpó los sexos de ambos. “Habría sido una lástima
estropear estas cosas ¿No te parece? Pero claro está que me reservo ese castigo
si se hace necesario”. Ellos no podían hacer otra cosa que soportar la
vejación. Celio dio instrucciones a Marcio. “Trae los collares que habrán de
llevar siempre y luego los podrás desencadenar”.
Al quedarse solo con
los esclavos Celio les informó. “Habéis tenido suerte con que os comprara yo.
Permaneceréis recluidos en estos aposentos, pero bien cuidados y alimentados.
Marcio se encargará de que no os falte de nada. Eso sí, no necesitaréis
vestidos… Me gusta veros así y pronto os acostumbraréis. Cuando vuelva Marcio
se ocupará de vuestro aseo”. Los dos escuchaban en silencio y cabizbajos,
sabiendo que cualquier gesto de altivez no podía sino empeorar su situación. Marcio
apareció de nuevo portando los correspondientes collares. Pero a diferencia de
los usuales de basto metal, éstos eran de oro y fina orfebrería. Igualmente,
sin embargo, fueron quedando sujetados con firmeza a los cuellos de los
esclavos. Celio les explicó: “Ya veis que os dispenso un trato exquisito al
distinguiros con estas joyas. Así no añoraréis tanto vuestros lujos perdidos y
a mí me gusta veros bien adornados”. Luego ordenó a Marcio: “Ya puedes
quitarles las cadenas”. Cuando estuvieron liberados, se desentumecieron los
miembros y, desconcertados, se mantuvieron juntos, a pesar de que cuando eran
senadores se profesaban una profunda enemistad.
“Lo primero que vais a
hacer es quitaros esa mugre que os ha caído en vuestros cuerpos tan bien
cuidados hasta ahora… Marcio se encargará de que quedéis inmaculados”, dijo
Celio. Aquél añadió con un cierto tono irónico: “Así lo haré, señor, tal como te
gusta”. Su primera medida fue despojarse de la túnica y quedar tan desnudo como
los otros esclavos. La robustez de su corpachón la completaban unos portentosos
atributos viriles. Celio lo contempló con la morbosa admiración que siempre le
producía. Marcio hizo que los atribulados ex senadores se colocaran sobre una
pileta. Había en torno grandes jarras llenas de agua y los instó a que se las
vertieran encima uno a otro. Pero eran tan pesadas que apenas las podían
levantar. Marcio rio sonoramente y, entonces, él mismo fue cogiendo las jarras
sin el menor esfuerzo y vertiéndolas sobre ellos. Ya mojados por completo,
Marcio se hizo con dos grandes esponjas. “Habrá que frotaros bien… De eso me
encargo yo”. Con energía, pero también con lasciva delectación, para lo que no
dudaba en usar directamente sus recias manos, restregaba y manoseaba todo el
cuerpo a los avergonzados esclavos. Éstos, sin atreverse a reaccionar,
soportaban con mansedumbre que Marcio se recreara obscenamente en palparle loe
sexos y hasta adentrarles las manos en la raja trasera. Su pánico llegó al
colmo al observar la tremenda erección de que hacía gala Marcio. En su
ofuscación, no habían llegado a darse cuenta de que Celio se había desnudado
también y, recostado en un triclinio, se acariciaba la entrepierna mientras
contemplaba el baño. Riendo dijo: “Ya se ve que Marcio os ha tomado afecto…
Ahora no serán precisamente efebos los que os den placer”. Añadió a
continuación: “Pero no te precipites, Marcio. Déjalos bien limpios, que quiero
compartir con ellos el baño”.
Celio se introdujo
pausadamente y con aire solemne en la pequeña piscina y ordenó a los recién
lavados que lo secundaran. Éstos lo hicieron aliviados por alejarse así de la
amenazante lujuria de Marcio. Volvieron a juntarse en una esquina, como si de
este modo se autoprotegieran olvidados del pasado, y Celio, sentado en un
repecho, los miró sonriente y les habló con voz suave. “Los dos erais hombres
públicos y bien que os admiraba cuando os hacíais ver ufanos conducidos en ricas
literas o esgrimiendo vuestro verbo afilado en el senado. Quién me iba a decir
que ahora, y no por mucho precio, ibais a ser mis esclavos ¡Qué cruel puede
llegar a ser la vida! Pero ya visteis que rechacé el ofrecimiento de que me
fuerais entregados ya privados de vuestra hombría. De poca cosa más habríais
servido que como inútiles juguetes de la lujuria de Marcio… Sin embargo yo he aprovechado
la oportunidad de compraros íntegros porque me gusta cual sois. No solo hombres
cultos y refinados, sino de una madurez física que está a mi altura”. Dicho
esto se dirigió a uno de ellos. “¡Tú, Flavio Valerio, acércate! …Aunque ya solo
serás Flavio, uno más de mis esclavos”. Asombrado
de que supiera su nombre, llegó ante
Celio, que le instó a subir un par de escalones para que el agua le quedara por
debajo de las rodillas. Era el más grueso, de carnes rosadas y vello claro. Hizo
un gesto de taparse con las manos el sexo encogido. “No ocultes lo que gracias
a mí conservas”, dijo Celio. Flavio dejó caer los brazos. “¡Y tú, Licinio, ven
a este otro lado!”. El llamado se acercó y por sí solo subió ya los escalones.
Era más alto, pero no menos rollizo, y su vello, más abundante. No intentó
cubrirse el sexo, que destacaba consistente.
Mirándolos a uno y a
otro, Celio les dijo: “Sabéis que ya no vais a tener nunca más esposas y las
echaréis mucho en falta… Aunque tal vez añoraréis más a las danzarinas y efebos
que alegraban vuestras famosas fiestas. Todo eso se os ha acabado… Sin embargo
veo que hacéis la pareja perfecta y como tal quiero que os comportéis, si no
queréis convertiros en el capricho de Marcio”. Ante la reiteración de esta
amenaza, Flavio, que no había cesado de temblar desde que llegó a la casa, se
atrevió a hablar temeroso por primera vez. “¿Cómo podemos servirte, amo?”. Celio
completó la exposición de sus planes. “Vais a empezar una nueva vida como
matrimonio. Ya veis que solo hay un lecho, aunque suficiente para los dos…
Estoy seguro de que, privados de los recursos con que desahogabais vuestra
líbido, pronto os azuzará el deseo de satisfaceros entre vosotros. De todos
modos, solemnizaremos vuestra unión con una ceremonia nupcial que yo mismo
oficiaré y en la que habrá de consumarse el encuentro carnal. En cuanto a quién
asumirá la correspondiente condición, pienso que tú, Flavio, de carnes más
blancas y sexo más débil, te adecuas más a ser la esposa, mientras que tú,
Licinio, de aspecto más viril y mejor dotado, serás el esposo”.
A Flavio le horrorizó
la idea de ser sodomizado por su enemigo acérrimo, pero también pensó que, si
se resistía, sería aún peor caer en las garras del temible Marcio. Así que se
apresuró a decir: “Seré lo que tu decidas, amo”. A Licinio, por su parte, le
repugnaba tener tratos carnales con aquel odiado gordo, y siendo de carácter
más recio, se aventuró a preguntar: “¿Y si no acepto a éste como esposa?”. “Tal
vez prefieras ser la puta de Marcio”, contestó Celio tajante. El espantajo de
tan brutal esclavo intimidaba a cualquiera y también lo hizo a Licinio, que se
apresuró a humillarse. “Solo deseo lo que tú desees, amo”. Celio continuó
irónico: “No esperaba otra cosa de vuestra inteligencia… Pero por ésta misma
también entenderéis que el vuestro va a ser un matrimonio tutelado, cuyo
progreso yo mismo dirigiré y velaré. Todo ello con un fin último, que no es
otro que, una vez hayáis adquirido soltura en vuestros tratos sexuales, ya
estéis preparados para mi propio placer… Solo esto os mantendrá preservados de
las sevicias y castigos de Marcio, que os servirá en cuanto yo le ordene”.
Observó la actitud contrita de los nuevos esclavos y añadió: “Ahora os dejo,
pues tengo asuntos que atender. Quedaréis solos para que os vayáis adaptando el
uno al otro. Aunque antes Marcio os traerá alimentos… Y no os asustéis de su
presencia, ya que obedecerá mis instrucciones de respetaros”. Dicho esto se
cubrió con un paño, golpeó la puerta, que le fue abierta, y desapareció.
En cuanto estuvieron
solos, entre Flavio y Licinio resurgió su tradicional enemistad, lo que hizo
que se miraran con hostilidad. Pero todo quedó aplazado al aparecer Marcio
portando los alimentos anunciados. Se limitó a dejarlos ante ellos y se fue sin
decir palabra. Se quedaron asombrados al ver que aquellos manjares no tenían
nada que ver con los que ellos habían suministrado a sus propios esclavos. Éstos
eran apetitosos y abundantes, acompañados además de un buen vino. Estaban
hambrientos y se lanzaron a engullirlos con ansia.
Una vez saciados
pareció que sus ánimos se apaciguaron para dar prioridad a afrontar con
realismo su situación, que irremisiblemente les obligaba a dejar atrás el
pasado. Licinio se decidió a hablar: “Me temía que todo esto fuera mucho peor”.
Flavio replicó: “Pero a qué precio…”. “Mejor que una castración a manos de
Marcio”, afirmó Licinio. La reacción de Flavio desató de nuevo las rencillas.
“¡Claro! A ti te tocaría lo más sencillo”. Licinio contestó airado: “¡¿Crees
que no me repugna, gordo seboso, tener que tratarte como mi esposa?!” Flavio
quiso calmarlo. “Enfrentarnos también ahora no nos lleva a ninguna parte… Somos
esclavos y, si no cumplimos los deseos del amo, todo lo que nos pueda ocurrir
será mucho peor”. Licinio se avino a razonar: “Hasta pretende hacer una
ceremonia y habremos de estar entrenados para lo que imagino quiere que hagamos
allí…”. “Y no sabemos si será pronto”, completó Flavio.
Después de un
angustiado silencio, Flavio volvió a hablar. “Quizás deberíamos empezar cuanto
antes a acostumbrarnos…”. Licinio observó ya sin acritud: “Tú dices que yo lo
tengo más sencillo… Pero dime cómo me voy a poner en forma contigo”. Flavio
buscó salidas: “¡Vamos a ver! ¿Cómo lo hacías con los efebos?”. “Con ellos me
podía excitar”, replicó Licinio rechazando la equiparación de un efebo con
Flavio. Éste no se dio por aludido y siguió indagando: “Pero también te harían
otras cosas ¿no?”. “¿Chupármela? ¡Claro! A ti también te lo harían”. “Esa no es
la cuestión… Pero si así se te pone firme…”, dijo Flavio con rubor. “¿Me la
quieres chupar?”, se alarmó Licinio. Flavio fue a lo práctico. “No es que te la
quiera chupar… Pero si al final voy a tener que aceptar que me la metas por el
culo, qué más me da ya tenerla antes en la boca”. Licinio no supo alegar nada
más y eludió la cuestión. “Más vale que ahora descansemos un rato… Ya veremos
luego”.
Se echaron los dos en
el único lecho, en el que, pese a ser ancho, sus voluminosos cuerpos llegaban a
rozarse. Aunque estaban muy fatigados con todo lo que les había caído encima
ese día, la extrañeza de su situación los mantenía desvelados. No paraba de darles
vueltas a las cabezas lo que de ellos se exigía y empezaron a pensar en voz
alta. “Una vez yací con una esclava casi tan gorda como tú”, confesó Licinio.
“¿Estás comparando?”, preguntó Flavio algo molesto. “Tal vez ayude…”, dijo
Licinio sin mucha convicción. Tras un largo silencio, el que habló fue Flavio:
“¿Le dabas por el culo a algún esclavo?”. Licinio reconoció: “A algún efebo… Y
le gustaba mucho”. “¿Lo dices para que me tranquilice?”. “¡No, no! Al principio
se resistía y tuve que forzarlo, pero luego disfrutaba como loco”. “¡Uf! Me dan
mareos…”. “Aquél era muy joven y estaba muy cerrado… Tú tendrás el culo más
abierto”. “Nunca me han dado por el culo ¡eh!”. “Solo con las cagadas
que debes echar…”. Flavio cambió de tema. “¿Con la esclava gorda cómo te
calentaste?”. “Daba gusto tocarla y, además, la chupaba muy bien”.
Tras un nuevo
silencio, Flavio se decidió. “¿Quieres tocarme ahora?”. “En algún momento
tendremos que empezar…”, dijo Licinio, que se le arrimó más. “Tienes unas
buenas tetas”, comentó al decidirse a palpárselas. Aunque añadió: “¡Lástima que
tengan pelos!”. “¡Mira quién habla!”, replicó Flavio. “Pero yo soy el hombre”,
se atrevió a soltar Licinio. Flavio, airado, se giró dándole la espalda. “¡No
vengas con esas!”. “Es que si no me hago a esa idea me va a costar animarme”,
se justificó Licinio quien, como Flavio se había puesto a tiro, aprovechó para
manosearle el culo. Flavio, ya calmado, avisó: “Ve con cuidado, eh!”. “Sí, pero
deja que me familiarice con él”, dijo Licinio haciendo que se pusiera bocabajo.
Con las dos manos abrió la raja y descubrió el ojete sonrosado. “¡Lástima que
seas tan viejo y tan gordo!”, se quejó Licinio. “Si fuera un efebo no estaría
aquí… Así que o te conformas o nos espera Marcio”, advirtió Flavio. “¡A ver!
Voy a probar si me excito algo”. Licinio se apretó contra Flavio. Llevó las
manos hacia delante para agarrarle las tetas y deslizó la polla flácida por la
raja del culo. Se meneó estrujando y restregándose. “Eres bastante suave… y
desprendes calorcillo”. “¿Pero notas algo tú?”, se impacientó Flavio. “Un poco
sí”, reconoció Licinio, “Pero de ahí a que se me ponga dura para poder
follarte…”.
“¿Probamos lo de
chupártela?”, propuso Flavio, que sobre todo temía las consecuencias de un
fracaso. “¡Venga, va! Procura hacerlo bien”, dijo Licinio poniéndose bocarriba.
“Nunca había chupado una polla”, advirtió muy digno Flavio. Como su gorda
barriga dificultaba sobre el lecho una posición adecuada para el fin propuesto,
se bajó y abordó de lado la entrepierna de Licinio. Ver tan de cerca el
abundante pelambre y lo bien dotado que estaba impresionó a Flavio. Levantó con
dos dedos la polla que estaba ligeramente hinchada y, al tirar de la piel un
poco hacia abajo, asomó todo el capullo. “¡Qué grande la tienes!”, exclamó, admirado
y asustado a la vez. Licinio pensó, aunque se abstuvo de expresar: “Por eso el
amo quiere que yo sea el esposo”. Flavio se armó de valor y sorbió toda la
polla que le cupo en la boca. Con los ojos cerrados se puso a arrastrar los
labios arriba y abajo. “¡Oye! Lo haces muy bien ¡eh!”, admitió Licinio. Flavio
siguió chupando y pronto notó que la polla crecía y se endurecía
considerablemente. “¡Sigue, sigue! Que vas muy bien”, lo animó Licinio, al que
se le ocurrió deslizar una mano bajo la barriga de Flavio y dio con la
rechoncha polla de éste. Al manosearla, sintió que se estaba poniendo dura. “¡Cómo
estás tú también!”, exclamó Licinio. Flavio se detuvo ya y pudo hablar. “Todo
esto me pone muy nervioso”, quiso explicar.
Licinio propuso
decidido: “Pues vamos a aprovechar que estamos los dos entonados”. “¡¿Ahora?!”,
se espantó Flavio. “Cuanto antes practiquemos mejor… ¡Sube al lecho!”. Como
Flavio, tembloroso, al auparse quedó a cuatro patas, Licinio lo retuvo:
“¡Quédate así! Me pondré detrás”. De rodillas, miró el sonrosado culo en pompa
de Flavio, que suplicó: “¡Ponme aunque sea saliva!”. Entonces Licinio le abrió
la raja y escupió en ella. Enseguida pasó un dedo por la saliva y lo dirigió al
ojete. Al meterlo, Flavio se estremeció: “¡Uuuhhh!”. “¡Si me ha entrado solo!,
Tienes un buen agujero”, lo amansó Licinio. “Pero tu polla es mucho más gorda…”,
lloriqueó Flavio. “¡Pues ahí va!”. Licinio le dio una buena clavada.
“¡Aaahhh!”, bramó Flavio. “¡Uf, toda dentro”, se enorgulleció Licinio. “¡Oh,
como me quema! …Ya hemos visto que podemos ¡Sácala!”, pidió Flavio. “¡Ni
hablar! Tengo que hacerlo bien… Es lo que querrá el amo”.
Lo que realmente le
ocurría a Licinio era que, con la polla atrapada por aquel orondo culo, le
estaba subiendo un calentón que no iba a cortar ahora. Así que, desoyendo al
quejoso Flavio, lo agarró de las anchas caderas y se puso a zumbarle con gran
excitación. “¡Oye, que no soy un efebo cualquiera!”, protestó Flavio. “Hay que
apañarse con lo que se tiene y tu culo me está poniendo negro”, reconoció
Licinio, que hasta le daba palmadas. A Flavio aquello le estaba resultando muy
raro. Le dolía, pero una vez encajada la polla, su fricción le producía como un
alivio. “¡Me voy a correr!”, avisó Licinio sofocado. “¿Ya?”, preguntó Flavio al
notar que dejaba de embestirle. “Ya”, balbució Licinio, que sacó la polla
goteante. Flavio se derribó y pataleó para ponerse bocarriba. Su corta y gruesa
polla estaba dura como una piedra. Pidió con muy poca fe: “Ahora me la deberías
chupar tú”. “¡Sí, hombre, sí! Como no llames a Marcio…”, contestó despiadado
Licinio, que no estaba ya para más experimentos. Entonces Flavio, con el cuerpo
ardiendo, tuvo que conformarse con meneársela por su cuenta.
Finalmente cayeron rendidos
por el sueño. Por la mañana los despertó una diabólica carcajada. Era Marcio
que, portador de la colación matutina, reía al verlos abrazados sobre el lecho.
“El amo tiene prisa para celebrar vuestras nupcias… Así que bañaos, porque
pronto habréis de ser preparados como corresponde”. Al quedar solos Flavio y
Licinio se miraron preocupados. “¿Tan ponto?”, dijo éste. “Con lo irritado que
tengo todavía el culo…” se lamentó Flavio. “Por la cuenta que nos trae hemos de
hacerlo bien delante del amo”, consideró Licinio, “Y a ti te basta con poner el
culo, pero yo necesito que se me ponga dura”. Flavio, que ya iba asumiendo el
papel que le tocaba encarnar, reflexionó: “Pues no sé yo si quedará muy propio
que una recién casada tenga que chupársela al marido para que éste pueda
consumar el acto…”. Licinio aventuró: “Bueno, ya trataré de calentarme metiéndote
mano a las tetas y al culo… que los tienes muy femeninos”. Flavio prefirió no
darse por ofendido. Al fin y al cabo, y dadas las circunstancias, era casi
mejor que Licinio lo viera así.
Marcio vino de nuevo
portando una gran cesta. Por lo visto era él el único encargado de preparar a
los contrayentes. Primero le tocó a Licinio, para quien sacó una túnica blanca
que le pasó por la cabeza. Era de un tejido finísimo, casi transparente, sin
mangas y hasta encima de las rodillas, y Marcio la ciñó a la ancha cintura de
Licinio con una cadena dorada. Para Flavio traía otra túnica de iguales
características, aunque de más vuelo y larga hasta los pies, ciñéndola también
con una cadena, pero por debajo de las gordas tetas. El atuendo se completó con
una corona de sarmientos de vid para Licinio y otra de pequeñas flores para
Flavio. A continuación Marcio cubrió el lecho con un manto de brocado y
esparció por él pétalos que iba extrayendo de un cuenco. Les ordenó que
permanecieran ocultos tras una cortina hasta que el amo, que no tardaría en
llegar, los llamase.
Aguardaron nerviosos y
sin atreverse a mirarse. Sobre todo Flavio se sentía de lo más avergonzado. Al
cabo de un rato oyeron que se abría la puerta y unos pasos solemnes. La voz sonora del amo
los reclamó. “¡Licinio y Flavio, presentaos ante vuestro señor!”. Loe esclavos
avanzaron lentamente para quedar ante Celio. Éste vestía una amplia toga
púrpura sobre una túnica blanquísima y una corona de laurel dorada. Hasta
Marcio, de guardián ante la puerta, vestía una túnica menos tosca que la
habitual. Con una mano cargada de anillos, Celio indicó a Licinio que se le
acercara. “Te sonríe la fortuna Licinio. No solo te acojo como a un pariente,
sino que te concedo una virginal esposa”. Dicho esto, Celio llevó la mano bajo
la túnica de Licinio y le manoseó la polla. “Estás generosamente dotado por los
dioses. Espero que tu esposa sepa apreciar tu virilidad”. A continuación
reclamó a Flavio: “Tú serás a partir de ahora Fabiola… Deja que aprecie tus
encantos antes de que te entregue a tu esposo”. Le palpó las tetas por encima
de la túnica. “Hermosas ubres que harán las delicias de tu hombre”. Luego le subió las faldas por
delante y puso un gesto de desagrado al ver el sexo encogido de Flavio. “Tal
vez debería haberte castrado antes de asignarte tu condición… Pero hay cosas
que más vale conservar. Nunca se sabe qué utilidad podrán tener”. Hizo girarse
a Flavio y le descubrió el gordo culo. “Aquí está la maravilla que vas a
ofrecer a tu esposo. De buena gana sería yo mismo quien te desvirgara…”. Se
paró de pronto y, con tono más severo, los interpeló: “No habréis osado
fornicar esta primera noche que habéis pasado solos y antes de que yo os
declare casados ¿verdad?”. A los esclavos se les cortó la respiración, pero
Licinio se apresuró a mentir. “No lo dudes, amo. Si bien hemos yacido juntos,
el respeto a tus designios nos ha hecho mantenernos castos”. No se le escapó,
sin embargo, la sonrisa sardónica de Marcio.
Celio, que ya tenía
prisa en que la cosa se animara, procedió con sencillez a realizar el acto
formal del casamiento. “Tomaos de las manos”, ordenó. Marcio se adelantó para
entregarle una banda bordada con hilos de oro. Celio dio varias vueltas con
ella a las manos juntas de los esclavos y proclamó: “Ante los dioses y ante mí,
vuestro señor, os declaro unidos en matrimonio”. Aún no había acabado de soltar
la banda y ya estaba dando órdenes. “¡Marcio, despoja de sus vestiduras a
Licinio y Fabiola y condúcelos al lecho de flores para que puedan consumar su
unión”. Una vez desnudos los esclavos, temblorosos, se dejaron llevar
dispuestos a dar todo de sí para complacer a su amo.
Los dominaba el temor
a que, bajo las miradas libidinosas de Celio y Marcio, la coyunda no fuera a
ser tan lograda, si es que la conseguían, como en el ensayo de día anterior. Era
mucho lo que se jugaban para su integridad física e incluso su vida. Descartada
la mamada previa, por poco propia de una recién casada virginal, Licinio se
abalanzó sobre Flavio y se concentró en el sobeo y chupeteo de sus tetas. Éste,
para alentarlo, decidió asumir su papel teatralizándolo. “¡Sí, esposo mío, goza
de mis encantos! ¡Hazme tuya!”, clamaba. Entretanto Celio había pedido a Marcio
que lo desenvolviera de la toga y le quitara la túnica. Así, con su regordete y
velludo cuerpo, iba rondando en torno al lecho para no perder detalles,
mientras se acariciaba lascivamente el sexo. Flavio había aprovechado para
bajar una mano a la polla de Licinio y estimularla disimuladamente. Pareció que
la cosa empezaba a funcionar y la erección de Licinio se hacía realidad. Más
animado, hizo que Flavio se diera la vuelta y se encaró con su orondo culo. Con
no menos teatralidad exclamaba: “¡Esposa mía, deja que te arrebate tu
virginidad!”. Estrujaba, lamía y mordisqueaba las nalgas, y hasta introdujo la
cara en la raja para ensalivar el ojete. Flavio, a quien aquel trato no dejaba
de excitarlo, correspondía. “¡No deseo otra cosa! ¡Penétrame con todo tu
vigor!”. Licinio, ya enardecido por la dureza de su polla, se clavó con todas sus
fuerzas en el culo de Flavio. Éste disimuló el agresivo impacto. “¡Oh, qué
dulce dolor!”. Licinio folló con ganas, viendo que se disipaban las siniestras
sombras que los habían amenazado, pero también disfrutando del placer que
encontraba en ello. “¡Te voy a sembrar, esposa!”, anunció. “¡Sí, fecúndame!”,
agradeció Flavio. Todavía no habían concluido los estertores de la corrida de
Licinio y la rijosidad de Celio se desbocó, regando con su leche a los cónyuges.
“¡Magnífico!
¡Perfecto!”, exclamaba Celio, “Sois la pareja ideal… Me lo voy a pasar muy bien
con vosotros”. A continuación ordenó a Marcio: “Hoy les traes una colación
especial y abundancia de vino para que celebren sus nupcias”. Tras ello, Marcio
abandonó el lugar, seguido de Marcio que no olvidó dejarlos encerrados. Licinio
y Flavio decidieron tomar un baño para reponerse física y anímicamente. Solazándose
en el agua, Flavio dijo: “Nos ha salido bien ¿no?”. “Sí, hemos pasado la
prueba… Lo que no sé es qué nos espera a partir de ahora”, comentó Licinio. “¿Vamos
a seguir con lo nuestro?”, preguntó Flavio tímidamente. “¡Claro! Si ya eres mi
esposa ¡Fabiola!”, se burló Licinio. “Al menos entre tú y yo sigue llamándome
Flavio, por favor”, pidió éste. “¡Tranquilo! Pero tu
culo es ahora mío”, afirmó Licinio triunfante.
En cuanto al futuro
inmediato de los dos esclavos, no tardaron en despejar su incertidumbre. Marcio
apareció para sustituir el lecho por otro bastante más grande. No les costó
adivinar el motivo. Celio se acostumbró a visitarlos con frecuencia para
desfogar sus ardores con ellos. Si bien el nuevo lecho era el centro de
operaciones, también le gustaba que se bañaran los tres juntos. Pronto
entendieron Flavio y Licinio que la pantomima de las nupcias no había sido más
que un adiestramiento para poder luego disponer de ellos, libres ya de
prejuicios. Si entre ellos no habían tenido más remedio que superarlos, eso que
ganaba Celio. Éste, según sus apetencias, podía hacer que se la mamara uno u
otro, o conjuntamente. Le encantaba follarse a Flavio, con el culo ya
habituado. Pero tampoco le hacía ascos a que Licinio se lo follara a él. Si
estaba más desganado, se limitaba excitarse con una exhibición de la pareja.
En estas condiciones
Flavio y Licinio, aunque privados de libertad, no podían quejarse de la vida
regalada que su servicio a Celio les ofrecía. Habían dejado atrás las antiguas
rencillas y el sexo entre ellos, o para complacer al amo, ya no les suponía ni
mucho menos una carga pesada.
Pero todo llega a su
fin y Celio empezó a cansarse de ellos y a estimar excesivamente costosa su
manutención. Además había llegado a Roma una remesa de esclavos galos y
esperaba poder comprar algunos ejemplares robustos y rubicundos. Sin embargo se
mostró magnánimo y, en lugar de venderlos por un precio que no sería elevado,
les concedió la libertad. Flavio y Licinio decidieron trasladarse a una
población alejada de Roma y, hábiles para los negocios como siempre habían
sido, pronto se enriquecieron. Eso sí, secretamente siguieron considerándose
esposos y como tales vivieron.
(La inspiración para iniciar esta historia me vino de una imagen del curioso blog “cinema in your head” (http://chubbies-at-an-exhibition.tumblr.com/), con el breve comentario que la acompaña. También me he permitido adaptar dicha imagen para la ilustración final)
(La inspiración para iniciar esta historia me vino de una imagen del curioso blog “cinema in your head” (http://chubbies-at-an-exhibition.tumblr.com/), con el breve comentario que la acompaña. También me he permitido adaptar dicha imagen para la ilustración final)
muy buen relato,me ha gustado mucho
ResponderEliminarGreat story! There's a lot of potential to tell of orgies the slaves were brought into, or play with Marcio and Celio. I'd pay to see the movie, too!
ResponderEliminarDave
hola majo como siempre muy buen relato y morboso como el anterior eso de que experimentan a la fuerza pero sin reparos y les acaba gustando morboso total un besazo majo
ResponderEliminarVery much enjoyed your both blogs (this and the newtumbl one), Javier photos are my most favourite ones, appreciate you shared with us. I don't speak Spanish, still I use Google Translate to manage to understand most of them. Very pleasantly surpried to see a story inspired by "Cinema in Brain" who is a friend of mine, we exchanged a lot stories, do you know any Spanish blogs focus on fictions more towards to the darker genre like "cinema in Brain"? Greetings!
ResponderEliminarI don't speak English and I also use Google Translate. I appreciate your interest in my stories and photos. Actually this story of the senators is inspired by the drawings and comments, which I liked very much, of the blog "chubbies-at-an-exhibition" (unfortunately censored by Tublr). I don't think I've seen the "Cinema in Brain" blog or know other blogs of that genre. I'm sorry I can't inform you. Thank you very much and greetings.
EliminarThanks a lot for reply, I understand most of your stories are romantic, but if you could write some Ancient Roman stories with darker tone e.g. slave punishment, castration, death etc, I think some viewers including me would be so obliged. ;-)
EliminarThanks for the suggestion, although that matter is more difficult for me.
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