Tuve que desplazarme a
una población cercana de la costa para visitar a una familia que quería hacer
unos arreglos de ampliación en su casa de veraneo. Era la típica mansión donde
se juntan varias generaciones: abuelos, hijos, cónyuges y descendencia. Gente
muy simpática y abierta, nos pusimos pronto de acuerdo con los planos que
traía. Tenía pensado aprovechar para pasar un rato en la playa y tomar algo por
allí antes de volver a la cuidad. Pero insistieron en que me quedara a comer
con ellos. “Un bañito en la piscina y comida informal en la terraza… Te irá muy
bien, si no te molesta tanto alboroto de niños”. Acepté agradecido por el
acogedor trato recibido. Traje mi bañador del coche y compartí la piscina con
niños y algunos adultos. Por cierto, el
abuelo y un hijo, estaban de muy buen ver, lo cual siempre alegra la
vista. Aunque mis perspectivas pronto iban a dar un vuelco…
Entretanto había
quedado dispuesta una gran mesa en el porche a la espera de que estuviéremos
todos. La abuela preguntó a una hija: “¿Qué sabes de tu marido?”. “Me acaba de
llamar para decirme que ha tenido que cambiar una rueda del coche y que ya no
tardará en llegar”. “Tomemos el aperitivo mientras”, propuso el abuelo. Los que
estábamos en bañador seguíamos con ellos, dado el carácter informal de la
familia. Al cabo de un rato irrumpió un tiarrón todo sofocado. Saludó en
general y dijo: “¡Vaya calor he pasado con la dichosa rueda! Me doy un
chapuzón”. Todo sudoroso, empezó a dejar la ropa en una banqueta y cuando quedó
en calzoncillos también se los quitó. “Ni el bañador voy buscar”. Se lanzó al
agua y, ante mi cara de asombro, que no pude evitar, la abuela explicó risueña:
“La playa de aquí delante es nudista. Así que nadie se asusta ya”. No es que yo
me asustara, pero la fugaz visión que había tenido de aquel cuerpo desnudo,
robusto y velludo, me impactó desde luego. Dio varias brazadas por la piscina y
no tardó en subir por la escalerilla. Se limitó a secarse un poco con una
toalla, que dejó enseguida para acercarse al grupo familiar. Con toda
naturalidad por su parte y la de los demás, le fui presentado. Me dio la mano y
tuve que contenerme para que la mirada no se me quedara clavada en los
contundentes atributos que lucía entre el pelambre del pubis. Y si los que nos
habíamos bañado seguíamos sin vestir, él hizo otro tanto, moviéndose por allí
para picar del aperitivo y con una cerveza en la mano. Incluso regateó con la
pelota con que estaban jugando los niños, luciendo un culo gordo y velludo, y
la polla que le oscilaba entre los muslos. Se le notaba lo a gusto que se
sentía en ese estado adánico, y su contraste con el resto de personas más o
menos vestidas me resultaba de lo más perturbador.
La comida fue animada
y algo anárquica, en la que el despelotado no se tomó la molestia de ponerse
algo. A la hora del café, como él no había estado por la mañana, se interesó en
que le explicara las características del proyecto de reforma. Se sentó en una
butaca frente a la mía y departimos cordialmente. Pero yo llevaba por dentro la
procesión con lo que tenía delante. En su postura sedente, las tetas de
marcados pezones cargaban sobre la curva de la barriga, con una pilosidad que
resaltaba su virilidad. Los anchos muslos velludos se separaban para dar cobijo
a los huevos, que sobresalían del borde del asiento, y sobre los que reposaba
la polla ancha a medio descapullar. Me pareció imposible que no captara mi
desazón y hasta creo que se regodeaba con ella.
El caso es que, como
había avanzado la tarde, ya me iba pareciendo prudente marcharme. Pero mi
interlocutor me sorprendió con una propuesta.
“¿No te apetecería que diéramos un paseo por la playa? A esta hora está muy
agradable”. Ante mi expresión de duda, insistió. “No tendrás prisa ¿verdad?”.
Ya me sentí incapaz de negarme y, al ponerme de pie para acompañarle, señaló mi
traje de baño. “¡Hombre, quítate eso! No vayas a desentonar”. Con cierta
vergüenza por los demás que había cerca, me desnudé y ya accedimos a la playa
directamente por la verja del jardín. Me di cuenta de que su mirada me escrutaba,
en particular hacia lo que hasta entonces había tenido cubierto. Caminamos por
la orilla hacia un extremo de la amplia cala. “¿Ves qué bien? Ya apenas queda
gente y se está estupendamente”, dijo. Y completó la frase sonriendo: “Sobre
todo en buena compañía”. A veces se adelantaba en una breve carrerita y volvía
hacia mí, como si quisiera atraer aún más mi atención hacia su espléndido
cuerpo en movimiento. “Esto me relaja mucho”, se justificaba.
Llegamos al macizo
rocoso que cerraba la playa por aquel lado y me sugirió que trepáramos un poco.
“Por aquí hay unas cuevas muy interesantes”. Me tendió una mano para ayudarme a
seguirle por los vericuetos que él conocía bien. La soledad en que nos
adentrábamos me tenía sobrecogido, y no solo por la magnificencia del paisaje,
sino más que nada por la morbosa tensión que me iba invadiendo. “Entremos”, me
dijo ante el arco de una gruta. Tuvimos que agachar la cabeza para pasar y nos
hallamos en una pequeña cavidad no muy amplia
de más de dos metros de altura. La penumbra se rompía por la luz que entraba
por algunas grietas y el suelo estaba cubierto de arena seca. “¿Qué te
parece?”, preguntó. Y su voz adquirió una sonoridad particular. “Me gusta que
me hayas traído”, contesté. Estábamos frente a frente con las miradas cruzadas
sobre nuestros cuerpos. “Tenía muchas ganas de que estuviéramos solos”, dijo.
“Yo también lo deseaba”, repliqué. “Aprovechemos entonces el poco tiempo que
tenemos ¿Te parece?”.
Diciendo él esto, nos
fuimos acercando hasta quedar abrazados. El roce de su velludo torso con el mío
me produjo escalofríos, mientras nuestras bocas se juntaban. Revolvíamos las
lenguas y sorbíamos las salivas mezcladas. Cuando nos separamos, los dos
estábamos ya empalmados. Me desahogué. “¡Cómo has estado provocándome todo el
día!”. “¿Estaríamos aquí si no?”, dijo riendo y me agarró la polla. “Deja que
te la chupe”. Se agachó y yo apoyé el culo en un saliente de la roca. Se notaba
que tenía ganas de tener una polla en la boca, y yo me derretía con un tío tan
bueno agazapado ante mí y trabajándola tan hábilmente además. Hube de pararlo
porque también deseaba con ardor comérsela a él. Accedió y medio tumbado, solo
tuve que inclinarme para saborear aquella polla que me había seducido todas las
veces en que la veía balancearse con sus provocadores movimientos, y que ahora
tenía la certeza de que en gran medida estaban dirigidos a mí. “¡Oh, cómo me
estás poniendo!”, exclamó, y yo dudaba si controlarme o insistir hasta
vaciarlo. Pero él resolvió mi dilema con algo que sonaba a súplica y que no
dejó de sorprenderme. “¿Si haces que me corra, me querrás follar después?”. Me
interrumpí momentáneamente. “¿Aún te quedarán ganas?”. “Así me concentraré
mejor en tenerte dentro de mí”. Tan inesperada explicación reavivó mi ardor, y ya
lamí y chupé hasta que noté que su cuerpo se tensaba y la boca se me llenaba de
abundante leche. La tragué y relamí con voluptuosidad, mientras oía su
respiración acelerada. No me contuve de comentar: “¡Vaya descarga has tenido!”.
Replicó con voz trémula: “Hacía mucho tiempo y lo necesitaba”.
Se incorporó y
distendió el cuerpo en aparente calma. “¿Estás listo para lo que te pedí?”,
preguntó. Yo estaba listo para lo que fuera, con una excitación casi
insoportable. Se colocó con los brazos apoyados en la roca y me ofreció su
imponente culo. “¡Quiero que me hagas tuyo! ¡Penétrame sin miedo!”. Ante tal
deseo, que era también el mío, me abalancé sobre él y le entré sin apenas
dificultad. “¡Qué abierto estás!”, comenté. “Será mi anatomía, que no por
práctica”, replicó con un deje de sarcasmo. Me quedé muy pegado a él y llevé
los brazos hacia delante para agarrarle las tetas, que llenaban mis manos. Su
calor interior me fue invadiendo y bombeé con fuertes impulsos de caderas.
“¡Así, así, me vuelve loco!”, mascullaba. Yo arremetía cada vez más fuerte y
sentía el chasquido que, desde el cerebro, recorría mi cuerpo. “¡No pares y
lléname!”, pedía. Pareció que me estallara la entrepierna y mi leche se abrió
paso por su recto. Al detenerme, exclamó: “¿Ya estás? ¡Cómo me ha gustado!”.
Solo pude decir con cierta ordinariez: “¡Vaya polvazo!”.
Cuando se volvió, me
asombró ver de nuevo su polla erecta.
Dijo como si se disculpara: “Me has calentado tanto”. Sin pedirme nada, se puso
a masturbarse con fruición y no tardó en correrse de nuevo en abundancia. “¡Un
día es un día!”, dio como explicación. “Eres un semental precioso”, lo piropeé.
El sol se empezaba a
ocultar y se impuso la realidad. “Tenemos que volver”, dijo. Antes de salir de
la gruta nos besamos con cariño y ya emprendimos el regreso. Apenas hablamos,
pero nuestros brazos se iban rozando al caminar. En la casa seguía el ajetreo
familiar y no pareció que nadie se hubiera extrañado de nuestra ausencia. Ya
vestido, me despedí de todos, quedando para próximas visitas, y ¡cómo no! volví
a besar cordialmente al hombretón todavía desnudo. Durante el viaje fui
pensando si habría más ocasiones de que nos perdiéramos por alguna gruta.
gracias de nuevo por otro relato morboso y delicioso eres increíble contando historias muchas gracias no dejes de deleitarnos por fa un besazo
ResponderEliminarmuchas gracias por hacernos subir la temperatura...tan bueno como de costumbre.
ResponderEliminarun fuerte abrazo
Estos mensajes dan ánimo y se agradecen. Iré sacando algo más...
ResponderEliminarBuenísimo, fantástico!! Ya echaba en falta tus nuevos relatos. Sigue dándonos placer. Un besazo!!!
ResponderEliminarExcelente relato siempre me dejas con la polla empalmada un abrazo desde Guatemala
ResponderEliminarComo siempre, has conseguido empalmarme con tus relatos. Gracias!
ResponderEliminarmuy bien sigue deleitandonos con tus buenos relatos,gracias
ResponderEliminarRepito las gracias a todos. Hoy colgaré un relato nuevo...
ResponderEliminarSiempre tus relatos me dejan chorreando y caliente.. Un abrazo desde Montevideo
ResponderEliminarJoder tío. ¡Qué relatos los tuyos!
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