Me he aficionado a escribir unos relatos que plasman fantasías sexuales en el ámbito de hombres maduros y robustos. Solo pretendo irlos sacando de mi PC y ofrecerlos a quienes les puedan interesar y disfruten con ellos, como yo lo he hecho escribiéndolos...Los ilustro con alguna imagen de referencia, de las muchas que me han ido atrayendo a lo largo del tiempo.
jueves, 24 de diciembre de 2015
viernes, 18 de diciembre de 2015
Breves historias del metro
Hay situaciones
inesperadas en que te puedes encontrar con que un hombre las aprovecha para
regodearse en una provocación sin más consecuencias, por el puro placer
exhibicionista o el envío de un mensaje de complicidad erótica. Como estos dos
casos ocurridos en el metro.
Hora punta
Así, en una ocasión,
Iba en un tedioso viaje de metro. Había pocos pasajeros y yo iba sentado en el
extremo de una fila lateral. Me quedé medio adormilado, hasta que el vagón fue
llenándose de gente. Delante de mí se situó un hombre grandote y casi sesentón.
Sus brazos se veían robustos y peludos en la camisa de manga corta y además, al
sujetarse a la barra superior con uno de ellos levantado, la camisa subía
descubriendo el ombligo sombreado de vello. El paquete le quedaba justo a mi
alcance y tuve unas ganas tremendas de echarle mano. El hombre miró hacia abajo
y sonrió ante la expresión de mi cara. Con los achuchones que iba dando la
gente al tratar de buscar encaje, llegó casi a meter las piernas entre mis
rodillas, con lo que el paquete se me aproximaba cada vez más. No debía llevar
un eslip ajustado porque el bulto, cargado hacia un lado, parecía bastante
suelto. El brazo libre osciló para llevar la mano al paquete, que tocó de forma
que marcara el contorno de la polla. Era evidente que se le estaba poniendo
dura y, en mi impotencia ante la provocación, se me llenaba la boca de saliva.
Como en la posición esquinada en que estábamos nadie más que yo podía ver su
manipulación, el hombre se lo pasaba en grande luciendo la gordura de su polla.
Hasta apareció una manchita húmeda en el pantalón. Cuando se dio por
satisfecho, se la soltó, volvió a dedicarme una sonrisa sarcástica y se abrió
paso en dirección a la puerta. En la siguiente parada desapareció de mi vista.
El turista provocador
Otra vez en el metro,
eran asientos enfrentados dos y dos. Ocupé uno y, a la siguiente parada, subió
una pareja con toda la pinta de turistas. Tanto ella como él eran bastante
gruesos y se sentaron frente a mí. El hombre, que tenía justo delante, estaba
impresionante. Cincuentón, con una camiseta que marcaba las tetas sobre la
oronda barriga y bastante velludo de brazos y piernas. Llevaba un pantalón
corto cuyas perneras se la habían subido casi hasta las ingles y mostraba unos
muslos gruesos que atrajeron enseguida mi mirada. Desde luego se dio cuenta,
porque también me miró y, para mi sorpresa, me dirigió una simpática sonrisa.
La mujer entretanto iba enfrascada en descifrar un plano desplegado que casi la
tapaba. El hombre cambió ligeramente de postura de forma que los muslos le
quedaron más separados. Ahora se veía mejor el bulto del paquete que reposaba
en el asiento. Sin dejar de mirarme sonriente llevó ahí una mano para
acomodárselo. En ese momento la mujer le comentó algo del plano y él se giró
levemente hacia ella para verlo. Aprovechó entonces para estirar un poco una
pierna y meter un dedo por el borde del pantalón. Hacía como si se rascara en
un gesto mecánico, pero a todas luces captaba yo que tocaba la polla y la
impulsaba haca delante. Sacó el dedo y dejó a la mujer con sus cosas. Pero otra
vez se ajustó el paquete y parecía que la tela estaba más tensa. El resto de
trayecto combinó algún que otro toque a la entrepierna con un pautado abrir y
cerrar de muslos, que se iba acariciando con delectación. Cuando por los
altavoces avisaron de la próxima parada, la mujer le instó a prepararse para
bajar. Ya de pie los dos, mientras ellas recogía las bolsas que llevaban, el
hombre llegó a meter una pierna entre las mías. El perfil que hacía la bragueta
no dejaba dudas de que estaba empalmado. Al salir de los asientos aún pasó
suavemente una mano por mi hombro. ¿Me daba las gracias por mi atenta
contemplación?
(La foto obviamente no
es del metro, pero puede valer como ilustración…)
jueves, 10 de diciembre de 2015
La sauna del hotel
Me alojaba en un hotel
y una tarde me apeteció ir a la piscina cubierta. Sobre el traje de baño me
puse un albornoz y me dirigí a ella. Sin embargo un conserje me avisó: “Siento
decirle que hemos tenido una avería en el calefactor y el agua estará todavía bastante
fría”. Desde luego no me apetecía un chapuzón en esas condiciones, pues era
pleno invierno. Pero ya que estaba, pregunté: “¿Funciona la sauna?”. “Eso sí.
Sin problema”. Así que bordeé la piscina desierta y pensé que la sauna también
lo estaría. Antes de entrar colgué el albornoz y sustituí el bañador por uno de
los paños para la cintura que había en una repisa, como era lo habitual. Entré casi
seguro de que no habría nadie, pero me llevé la sorpresa de que no era así. Y
más que sorpresa, porque me encontré con un hombre completamente desnudo que,
de pie y de espaldas a la puerta, en ese momento bebía agua de un botellín. Era
uno de esos cincuentones regordetes, ancho de espaldas y culo prieto, con una
suave pilosidad. Pronuncié un tímido “Buenas tardes”. Él paró de beber y
contestó sin mirarme con un casi inaudible “Buenas…”. Ya no siguió bebiendo y
se entretuvo en enroscar el tapón del botellín.
El nivel inferior de
los bancos de madera era más ancho que el superior, y yo subí al primero para
sentarme en el segundo, de los que hacían ángulo con los que parecía ocupar el
hombre. Conservé el paño a la cintura. Sin fijarse en mí, había dejado la
botella y ahora extendía el paño sin usar a lo largo del banco inferior. Con
toda tranquilidad se tumbó bocarriba orientado hacia el ángulo. Y aún más,
dobló la rodilla que daba a la parte interior y estiró los brazos por encima de
su cabeza. Su delantera tan libremente exhibida no desmerecía en absoluto de la
trasera. Con más vello, que se espesaba en el pubis, su desinhibida postura
hacía que los huevos y la polla, muy bien colmados, se volcaran sobre el muslo
de la pierna extendida. Tanto descaro empezó a enervarme y, como el parecía
tener los ojos cerrados, los repasé a conciencia con la vista. Embelesado estaba
cuando oí que decía. “No está muy fuerte hoy ¿verdad?”. Eso, aunque su piel
brillaba por el sudor. Contesté lo más sereno que pude. “Como ha estado
averiado el calefactor de la piscina, tal vez haya afectado también a la
sauna”. Le vio el lado positivo. “Bueno, así se resiste más tiempo”. Esta toma
de contacto me animó a abrirme el paño y dejarlo extendido hacia los lados, por
si se decidía a mirarme. Se me ocurrió añadir. “Pensé que no habría nadie
aquí”. Su comentario me sonó algo sugerente. “Ya no vendrá nadie más a esta
hora. Estarán cenando… Mejor, más tranquilos ¿no?”. “Desde luego”, dije sin
atreverme a ahondar en las sugerencias. Pero, como si esta expresión mía tan
intrascendente fuera una incitación a la voluptuosidad, bajó un brazo y lo
llevó directamente a la polla. La tocaba con suavidad como en un gesto
inconsciente. Pero pronto empezó a sobarla y levantarla de forma ya inequívoca.
“Este calorcillo…”, dejó caer con voz tenue. “Sí, relaja mucho”, dije yo. La
polla se le había ido endureciendo, convirtiéndose en una pieza aún más
deseable. Por primera vez levantó la cabeza para mirarme y su vista fue a mi
entrepierna que, como se me había ido animando, había tenido el cuidado de
enfocarla hacia él. Pero volvió a echar para atrás la cabeza, sin dejar de
manosearse la polla y, ahora también los huevos. Aproveché para cambiarme al
asiento de abajo y casi junto al ángulo.
Fingió sin duda sorpresa ante mi movimiento. “¿Qué haces?”. “Aquí hay más
calor”, contesté. Soltó una risita cínica y se movió de forma que la pierna que
mantenía recta le resbalara fuera del asiento. La polla se veía aún más tiesa.
Pero diciendo “Aún me voy a caer…”, se enderezó y se puso de pie.
Justo sobre el ángulo
había un receptáculo con brasas incandescentes y, a su lado, un cubo con agua y
un cazo. Para alcanzar éste, se echó hacia delante, teniendo que rozar su
pierna con la mía, y con la polla tiesa muy cerca de mi cara. Impasible sacó
agua y la vertió poco a poco sobre las brasas, haciendo elevarse un vapor
perfumado. Yo estaba ya acariciándole un muslo, pues no me atreví todavía a
agarrarle por las buenas la polla. Pero su
sutil “¡Uuuum!” y que siguiera arrimado una vez soltado el cazo, me
alentaron para acariciársela. Él repitió el “¡Uuuum!”, y añadió: “¿Te gusta?”.
Contesté: “Me gustas todo tú”. Emitió otra risita y dijo algo que no me
esperaba, al menos tan pronto. “Anda, súbete”. Me senté pues en el banco
superior y echó mano a mi entrepierna. “Hay que animarte también”, dijo.
Después de unas breves caricias a mi polla se la metió sin más en la boca.
Chupaba de maravilla, pero hice que parara a tiempo porque no quería correrme
todavía. Bajé del banco y me quedé de pie frente al él. “¿Me follas?”, preguntó
de sopetón. Sin esperar respuesta, se acodó en el banco de arriba y removió
insinuantemente el apetitoso culo. “¿Así, sin lubricar?”, previne. “Ya estoy
sudado. Tú empuja y verás como entra… Me gusta sentirla apretada”. De modo que
apunté la polla con una mano y presioné con fuerza”. La cerrazón fue cediendo y
él exclamó: “¡Aaajjj, me gusta este dolor! ¡Métela toda!”. Esto me excitó más;
me agarré a sus caderas y llegué a tope. “¡Qué gusto de polla! ¡Arrea fuerte!”.
Empecé a darle enérgicas arremetidas y el frotar de mi polla en aquel interior
caliente que la atrapaba me enervaba. “¡Así, así! ¡Me gusta!”, pregonaba él su
placer. “¿Te viene ya? ¡La quiero toda dentro!”. Esta incitación agotaba mi
capacidad de aguante y me corrí como si se me escapara el alma. Mi parón le
llevó a decir: “¿Ya? ¡No te salgas todavía, que no se escurra nada!”. Me
mantuve bien apretado hasta que mi polla decreciente fue resbalando al
exterior. “¡Uf, qué follada! ¡Qué falta me hacía!”, declaró al incorporarse.
“Yo también la he disfrutado” añadí.
Cuando vi que recogía
su toalla, le pregunté: “¿No quieres correrte?”. “Prefiero no hacerlo”, y
explicó con toda naturalidad, “Mi mujer estará arriba esperando que cumpla y,
si me corro ahora, luego no se me levantará”. “Así que esto te ha servido para
cargar pilas”, dije irónico. “No lo dudes… Seguiré sintiendo tu polla quemando
en mi culo”. Sonrió y fue a ducharse.
jueves, 3 de diciembre de 2015
Accidente laboral
Tuve ocasión de
observar, o mejor dicho espiar, una escena de lo más tórrida. La azotea de la
finca colindante a la mía queda un piso por debajo de la ventana de mi estudio.
Dos operarios estaban cubriéndola de tela asfáltica y, aunque no era un trabajo
ruidoso, de vez en cuando los observaba discretamente. Uno era un tipo gordote
de cuarenta y pico de años que usaba casco protector. El otro, ya rebasados los
cincuenta, de cabello canoso y también bastante robusto. De pronto oí un cierto
estruendo y me asomé a mirar. Al parecer el más joven había tropezado con un
cubo y se tambaleaba quejándose de un calambre en la pierna. Su compañero lo
sujetó y le ayudó a sentarse en el suelo. A continuación hizo que se tumbara y
le colocó un rollo de tela para que reposara la cabeza. Pude captar que le
decía algo de darle un masaje en la pierna. No habían llegado a percatarse de
mi presencia en la ventana y adopté una posición en que pudiera mantenerme
mirando sin ser visto. El lesionado se dejaba hacer con los dedos cruzados
sobre el pecho y sin corregir que la camiseta le hubiera quedado algo subida,
mostrado la redonda barriga entre el cinturón y más arriba del ombligo. El
otro, arrodillado a su lado, le fue subiendo una pernera del pantalón hasta
dejarla arrugada cerca de la ingle. La pierna maciza atrajo mi atención. Con
una mano en el muslo y otra en la
pantorrilla, la flexionaba y estiraba, al tiempo que aplicaba un suave masaje.
La cosa debía funcionar porque el tumbado empezó a sonreír plácidamente y a contestar
a lo que su compañero, no menos sonriente, le iba diciendo. Sentí no llegar a
oírlos, aunque las manipulaciones de los fuertes brazos sobre la pierna desnuda
no dejaban de tener su morbo. Pero pronto la escena adquirió un cariz de lo más
interesante. El masajista, con una mano en la rodilla de la pierna flexionada y
otra deslizándose por el muslo, la desplazó, como quien no quiere la cosa,
sobre el paquete del yacente. Éste dio un respingo y, con rostro serio, le
apartó el brazo. La maniobra de ambos se repitió varias veces y cada vez el
rechazo era más débil. Hasta que la mano se mantuvo toqueteando y el tumbado ya
dejó estirados los brazos a los costados. A continuación el masajista, que no
había soltado la rodilla, la arrimó a su propia entrepierna y se restregó. El
lesionado entonces hizo el gesto de taparse los ojos bajándose el casco. Una
forma de dar vía libre… El otro le puso la pierna estirada y ocupó las dos
manos en soltarle el cinturón y bajar la cremallera de la bragueta. Hurgó y
asomó una polla flácida, que manoseó haciéndole tomar cuerpo. A continuación se
sacó él mismo la polla, que tenía ya tiesa, y, desplazándose un poco sobre las
rodillas, cogió una mano de su compañero y la puso sobre ella. Agarrada con
aparente desgana, se limitó a sujetarla mientras el masajista lo seguía
trabajando. Le subió la camiseta por encima de las tetas regordetas y maniobró
para bajarle los pantalones, lo que el otro facilitó levantando un poco el
culo. Se le notaba excitado cuando tuvo a su disposición la entrepierna
liberada. Primero volvió a frotar la polla, pero luego se puso a mamarla y
lamer los huevos. Intentó que el otro también se la chupara y acercó la polla a
la cara medio tapada por el casco, pero lo rechazó negando con la cabeza. El
masajista no se arredró, sino que se bajó del todo los pantalones. Entonces el
lesionado mostró, en su actitud equívoca, un comportamiento muy curioso. El
masajista empezó a empujarle el cuerpo con la evidente intención de hacerlo
poner bocabajo. El otro parecía oponerse a los intentos pero su peso muerto iba
cediendo hasta llegar a quedar girado del todo. El casco le cayó ahora y apoyó
la frente en el rollo de tela. El gordo culo lucía tentador y el masajista tiró
todo lo que pudo de los pantalones enrollados. Él se bajó los suyos y la polla
mostró su dureza. No tuvo ya impedimento para colocarse encima del lesionado,
que se mantenía en total pasividad y solo tembló levemente cuando recibió la
primera clavada. El masajista follaba con una gran concentración, subiendo y
bajando el peludo culo rítmicamente. La descarga fue rápida y no tardó en
apartarse, poniéndose de pie y subiéndose los pantalones. El recién follado se
quedó unos instantes tal como estaba. Luego se levantó sobre las rodillas y,
con cierta dificultad por la trabazón de los pantalones, se puso de pie y se
los ajustó a la cintura. Hizo bajar la pernera enrollada y, cojeando levemente,
se incorporó al trabajo que ya había reanudado su compañero. ¡Vaya con el
gordo! Resultó ser de los que dicen: “A mí no me va este rollo, pero si te
empeñas…”.
miércoles, 25 de noviembre de 2015
El pintor descocado
(Variación sobre uno de los primeros relatos)
Cuando decidí cambiar mi bañera por una amplia ducha, para las obras necesarias me habían recomendado unos paletas de buen precio, rapidez y limpieza. De paso quise aprovechar el inevitable trastorno para dar también un repaso de pintura al piso. Me dijeron que vendría un pintor que trabajaba con ellos. Los primeros eran dos tipos muy serios sin ningún atractivo físico. Siempre me lamentaba en mi interior de la mala suerte que tenía con los operarios que me venían a casa; ni siquiera me podía alegrar la vista. El día concertado llegaron ambos para iniciar el trabajo, pero poco después apareció un tercero, que me presentaron como el pintor. Y ahí dejé de quejarme del destino. Era un tipo gordote de unos cincuenta y pico de años y aspecto rudo, aunque muy simpático y dicharachero, en contraste con sus compañeros. Yo me recluí en el despacho, que quedaría para el final, aunque daba paseos para supervisar el trabajo. Pero esas salidas se hicieron más frecuentes a partir del momento en que vi al pintor en acción. Como ropa de faena se había puesto una camiseta encogida por los lavados, que le marcaban las gruesas tetas, y un pantalón corto de chándal muy suelto. Los robustos brazos y piernas lucían bastante velludos. Pero lo más llamativo era que, cada vez que se agachaba, el pantalón se le bajaba y dejaba al aire media raja del culo, voluminoso y peludo. Y eso no una vez por casualidad, sino que parecía tenerlo por costumbre. Pocas veces rectificaba y cuando lo hacía tiraba para arriba del pantalón con tanta vehemencia que, si lo veía de frente, le marcaba un buen paquete. Pero no se molestaba en ajustarlo a la cintura, por lo que volvía a bajar. Mi interés aumentaba cuando venía a hacerme alguna consulta y, mientras hablábamos, para secarse el sudor de la cara, usaba el borde inferior de la camiseta. No muy higiénico; pero mi mirada viajaba en esos segundos desde la raíz de la polla al pecho descubierto: vientre redondeado sobre la pelambre hirsuta y tetas salidas con pezones oscuros entre un vello recio y con algunas canas. La naturalidad con que lo hacía todo le daba aún más morbo. Al parecer sus colegas debían estar acostumbrados a su indumentaria, porque iban y venían sin prestarle la menor atención.
Cuando decidí cambiar mi bañera por una amplia ducha, para las obras necesarias me habían recomendado unos paletas de buen precio, rapidez y limpieza. De paso quise aprovechar el inevitable trastorno para dar también un repaso de pintura al piso. Me dijeron que vendría un pintor que trabajaba con ellos. Los primeros eran dos tipos muy serios sin ningún atractivo físico. Siempre me lamentaba en mi interior de la mala suerte que tenía con los operarios que me venían a casa; ni siquiera me podía alegrar la vista. El día concertado llegaron ambos para iniciar el trabajo, pero poco después apareció un tercero, que me presentaron como el pintor. Y ahí dejé de quejarme del destino. Era un tipo gordote de unos cincuenta y pico de años y aspecto rudo, aunque muy simpático y dicharachero, en contraste con sus compañeros. Yo me recluí en el despacho, que quedaría para el final, aunque daba paseos para supervisar el trabajo. Pero esas salidas se hicieron más frecuentes a partir del momento en que vi al pintor en acción. Como ropa de faena se había puesto una camiseta encogida por los lavados, que le marcaban las gruesas tetas, y un pantalón corto de chándal muy suelto. Los robustos brazos y piernas lucían bastante velludos. Pero lo más llamativo era que, cada vez que se agachaba, el pantalón se le bajaba y dejaba al aire media raja del culo, voluminoso y peludo. Y eso no una vez por casualidad, sino que parecía tenerlo por costumbre. Pocas veces rectificaba y cuando lo hacía tiraba para arriba del pantalón con tanta vehemencia que, si lo veía de frente, le marcaba un buen paquete. Pero no se molestaba en ajustarlo a la cintura, por lo que volvía a bajar. Mi interés aumentaba cuando venía a hacerme alguna consulta y, mientras hablábamos, para secarse el sudor de la cara, usaba el borde inferior de la camiseta. No muy higiénico; pero mi mirada viajaba en esos segundos desde la raíz de la polla al pecho descubierto: vientre redondeado sobre la pelambre hirsuta y tetas salidas con pezones oscuros entre un vello recio y con algunas canas. La naturalidad con que lo hacía todo le daba aún más morbo. Al parecer sus colegas debían estar acostumbrados a su indumentaria, porque iban y venían sin prestarle la menor atención.
Cuando los tres acabaron la jornada, los del baño avisaron
que al día siguiente no vendrían porque era conveniente que se secara el
mosaico que habían instalado. Pero el pintor me aseguró que él sí continuaría.
Cuando los vi marcharse con su ropa de calle, me quedé con las ganas de haber mirado cómo se cambiaba el pintor. Pero iba a tener compensación…. En efecto
volvió con su sonriente expresividad y me
dijo que iría haciendo y procuraría molestarme lo menos posible. No le contesté
que de molestia nada por prudencia. El primer sofoco me vino cuando, para
cambiarse de ropa, en lugar de irse al baño como los otros, dejó la bolsa en el
pasillo y en un instante se quedó en pelotas. Lo veía de espaldas mientras se
ponía el pantalón corto y, en lugar de la camiseta del día anterior, otra imperio
no menos cutre. El reverso completo del hombre resultaba de lo más tentador. En
los primeros movimientos el pantalón ya se bajó y, como esta camiseta era aún
más corta, además del trozo de raja de siempre, por delante lucía desde el
ombligo hasta los pelos del pubis. Buen comienzo para su trabajo en solitario.
Sin
dejar de hacer sus cosas, se notaba que tenía ganas de charlar y yo le seguía
la corriente impulsado por mi calentamiento. Me contó que tenía dos hijos y que
le habría gustado seguir en el pueblo, pero en la ciudad había más trabajo.
Subido a una escalera y poniendo las cintas protectoras del techo, la caída del
pantalón llegó a límites alarmantes. El recurso de soltar una mano y dar un
tirón para arriba tenía una breve eficacia. No pude reprimirme y le dije:
“Quiere que le deje algo para sujetarse el pantalón… No vaya a enredársele y se
caiga”. Él se rio y, como si no hubiera oído mi oferta, comentó: “Mis colegas
se meten conmigo por eso… Pero, si pudiera, no me pondría nada, que es como más
cómodo me siento… En mi casa siempre lo hago todo en cueros”. No podía
desaprovechar la oportunidad, así que, con el tono de mayor indiferencia posible,
dije: “Hoy sus colegas no están y, por mí, puede trabajar como se sienta más a
gusto… No doy importancia a eso”. Reaccionó enseguida. “¡Vaya, gracias! Si es
lo que yo digo: todos tenemos los mismo”. Bajaba de la escalera dispuesto a
ponerse cómodo tal como él lo entendía y, para reforzar mi actitud, dije: “Si
quiere lo dejo solo…”. Me interrumpió. “¡No, hombre, no! Que está usted en su
casa”. En éstas ya se había quedado en cueros vivos y, para colmo añadió:
“Además me gusta la compañía… Si no tiene nada mejor que hacer”. Me reí para
aliviar lo nervioso que estaba. “Es usted de lo más divertido… En pelotas y
pegando la hebra”. Le hizo gracia mi comentario y replicó volviendo a trepar
por la escalera: “Gordo y feo pero ¿de qué hay que avergonzarse?”. El culazo
peludo sobre los muslos recios casi me quedaba a la altura de la cara y para
congraciarme mientras lo contemplaba dije: “Yo siempre voy a playas nudistas.
Es donde mejor se está”. “Me costó trabajo convencer a mi mujer, pero ahora
también vamos”. Se interrumpió y se giró hacia mí. Ahora lo que tenía cerca de
la cara era un conjunto que no se lo saltaba un galgo. Unos huevos gordos
enmarañados de pelos y un pollón ancho a medio descapullar. “Fíjese lo que le
voy a contar… Una vez nos metimos mi mujer y yo entre unos pinos y me puse a
follármela. En plena faena levante la cabeza y vi a un tío que nos estaba
mirando. No le dije nada a ella y seguí tan pancho. El tío hasta se hizo una
paja ¿Creerá que me puso más cachondo?”. “Esas cosas tienen su morbo”, dije con
la boca pastosa de excitación. Pero quería aprovechar lo suelto de lengua del
hombre y no me privé de comentarte: “Con eso que tiene usted ahí debe poner
bastante contenta a su mujer…”. Se rio de nuevo. “¿Esto?”, y se tocó la polla.
“Con el tiempo que llevamos ya de casados, todavía, si antes no me echo yo
encima, me lo pide ella… Y de gatillazos, ni uno ¡oiga!”. “Si ya se le ve un
hombre vigoroso…”, dije medio embobado. Estaba echado sobre la escalera y la
polla le había quedado apoyada sobre un travesaño. “Es que a mí se me levanta
enseguida… Nada más que me roce por aquí y se me dispara”. ¿Lo hará o no lo
hará?, me pregunté. Pues lo hizo. “¡Fíjese! Sin manos ni nada”. Hizo un
movimiento de vaivén y, en efecto, la polla fue desbordando el travesaño.
“¿Ve?”. Se separó y se giró hacia mí. La polla, grande y dura, estaba en
horizontal. Tuve que esforzarme para no echarle mano y limitarme exclamar:
“¡Qué facilidad más envidiable!”. “Cada uno es como es”, filosofó, pero añadió:
“Y lo que me dura…”.
Así
siguió con lo suyo y yo con la boca produciendo saliva. Pero enseguida recuperó
el tema… y ampliado. “Lo único que no consigo de mi mujer es que me la chupe.
Para eso es antigua y dice que le darían arcadas con lo gorda que la tengo…
Hasta una vez fui de putas solo para eso. Me tumbé con los ojos cerrados ¡y
cómo me gustó!”. Se quedó parado unos instantes y añadió: “No sé si contarle
otra cosa…”. Dije todo expectante: “A estas alturas no me voy a asustar”. Al
fin se decidió. “No hace mucho en el pueblo me encontré con un amigo. Estuvimos
bebiendo bastante por varios bares y nos metimos en un callejón para mear. De
pronto me bajó los pantalones y, casi sin darme cuenta, se puso a chupármela
¡Mejor que la puta, oiga! …Y con la corrida que le eché en la boca, no me iba a
quejar ¿no cree?”. “Una boca es una boca”, sentencié con un brote de esperanza.
“Eso me dije yo…”, replicó tranquilizado porque yo no me hubiera escandalizado.
Por ello remaché: “Si a él le gustó y a usted también ¿qué malo hay?”. Se quedó
pensativo y, cosa rara en él, le costó preguntar: “¿A usted se lo han hecho?”.
Estaba claro que se refería a hombres y fui sincero. “Sí… No hablo de oídas”, y
me atreví a añadir: “Y lo he hecho”. Puso cara de asombro. “¡Vaya! ¿Quién lo
iba a decir?”. “Tampoco lo iría a decir de su amigo y ya ve lo a gusto que lo
dejó”, repliqué.
Temí
que le fuera a resultar incómodo seguir con su desnudez ante mí. Pero se puso a
pasar el rodillo por la pared con aire concentrado. Su silencio era muestra más
bien de que la tentación lo estaba rondando. “No se lo habrá hecho a un tipo
como yo…”, reflexionó en voz alta. Medité la respuesta. “No me ha parecido que
le acompleje su cuerpo…”. “¡Eso no!”, reaccionó. Y hasta hizo una broma que me
sorprendió. “Además tengo mucho para chupar”. “Lo mismo pienso yo”, dije en el
mismo tono. Su erección, que durante la última parte de la conversación se
había atenuado, se reafirmaba con toda evidencia. “¡Uf, cómo me estoy poniendo
otra vez!”, casi se disculpó. “Ya se ve lo que le está pidiendo el cuerpo…”,
dije persuasivo. “¿Usted me la quiere chupar?”, preguntó dubitativo. “¿Lo tengo
que decir más claro?”. Había subido un par de travesaños de la escalera y fue
dándose la vuelta para quedar apoyado con los talones y echado hacia atrás. La
polla estaba tiesa y palpitante, y él miraba hacia arriba. De buena gana, antes
de proceder a lo que me ofrecía, me habría lanzado a sobarlo y chupetearlo por
todo el cuerpo. Pero temí que esto le resultara demasiado extraño y solo
esperara el contacto de mi boca. Sí que manoseé primero la polla, que latía
húmeda en mi mano. Notaba su exuberante humanidad en tensión y, cuando rocé con
la lengua el capullo que asomaba casi entero para rebañar el traslúcido jugo
que emanaba, se estremeció emitiendo un sordo silbido. Fui metiendo la polla en
mi boca poco a poco, al tiempo que la descapullaba por completo. Me llegó al
fondo del paladar y succioné con fuerza. Ahora se relajó con la respiración
agitada. Ya chupé a conciencia, variando la cadencia y jugando con la lengua.
“¡Oh, qué gusto!”, “¡Esto es la gloria!”, “¡Jo, qué boca!”, iba exclamando. Se
agarró con fuerza a la escalera y avisó: “¡Hará que me corra!”. Como no alteré
mi ritmo, al poco declaró: “¡Pues ahí va!”. No paraba de soltar una leche
espesa que me llenaba la boca y a duras penas lograba tragar.
Luego
se deslizó de la escalera con una respiración agitada que inflaba su barriga.
“¡Qué gusto me ha dado, oiga!”, me agradeció. “Yo también he disfrutado”,
afirmé. “Si usted lo dice…”. Pero luego reflexionó. “Lo habrá puesto cachondo
¿no?”. “¡No sabe cómo!”, reconocí. Se mostró comprensivo. “Yo eso no… Pero si
quiere le puedo hacer una paja, como hacíamos en el pueblo de chicos”. “¿Lo
haría?”, pregunté. “¡Sí, hombre, sí! No soy un desagradecido… ¡Bájese los pantalones!”.
Lo hice, algo confundido por el escaso contenido erótico de su ofrecimiento. Al
verme comentó: “¡Vaya chirimbolo que se le ha plantado!”. Se puso a mi lado y,
sin mirar, alargó un brazo y cerró el puño en torno a la polla. “Le doy ¿eh?”.
Tenía la mano muy caliente y frotó mecánicamente. No era muy mañoso, pero no se
le podía pedir más. La imagen reciente de su entrega en la escalera puso el
resto y no tardé en correrme. “¡Gracias!”, me salió del alma. “¡De nada,
hombre! ¿Qué menos?”, dijo limpiándose la mano con un trapo. “Pero esto que
quede entre nosotros ¿eh?”, añadió un tanto innecesariamente.
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