El amigo cincuentón,
grandote y gordo, del que he hablado recientemente en el relato “El dietista”,
así como en otros más antiguos, tenía una morbosa afición por las citas a
ciegas. Pero las que a él le gustaban eran de unas características muy
peculiares. En el chat que utilizaba a tal fin, para no llamar a engaño, indicaba
su edad real y su aspecto físico. En cambio no pedía detalles personales a
quien quisiera citarlo ni de lo que se pretendía de él. “Yo me planto allí y le
echo pecho a lo que salga… Vamos, como una puta pero sin cobrar”, me explicó.
Le objeté si no era un poco arriesgado y me replicó que el morbo estaba
precisamente en no saber con qué tendría que lidiar. “Si hay que dar una
alegría, la doy, y si me tengo que someter a algún capricho, me someto”,
resumió rotundo. Para que lo entendiera, no tuvo el menor inconveniente en
contarme con detalle cómo se habían desarrollado algunas de sus citas, en las
que podría ver que había encontrado un poco de todo, como en la vida misma… Y
aquí he seleccionado las más llamativas:
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La cita fue en una
casa y nada más llegar me enteré de que quien había contactado conmigo estaría
acompañado. Sin embargo me recibió él solo, aunque su compañero no tardaría en
llegar. Era un hombre maduro, algo mayor que yo y de aspecto fornido. Me invitó
a tomar algo en la espera y aproveché para pedirle un whisky. Me contó que eran
dos ejecutivos de una empresa y que no les interesaba que su relación
trascendiera. Y, en lo que más me afectaba, tenían el problema de ser los dos
activos, por lo que les iba bien encontrarse con alguien de mis características
para desfogarse ambos. Hablando en plata, me dije, me tocaba que me dieran por
el culo por partida doble. Aunque, por respeto al que había de llegar, no
abandonamos la corrección, no se abstuvo de comentar: “¡Pues sí que eres una
buena pieza! A mi amigo le encantarás”. Este último no tardó en aparecer,
cuando apenas había degustado mi copa. Era casi tan gordo como yo y de
temperamento inquieto. “¡Qué buenos chicos, me habéis esperado!”, fue su
saludo. Y a su amigo a renglón seguido: “¿Ésta es el ligue que dijiste habías
citado? …Mala pinta no tiene desde luego”. Me miró de arriba abajo mientras yo
empezaba a ponerme a tono. Siguió siendo la voz cantante: “Bueno, nos
despelotamos ¿no os parece?”. Cada uno a lo suyo, no dejaba yo de echar una
mirada a lo que de ellos iba apareciendo, interesado especialmente en la
cualidad de las vergas que pronto se solazarían con mi culo. El gordo fue el
más rápido en mostrarse de cuerpo entero. Poco peludo, la polla le lucía en la
entrepierna recogida como si fuese un tercer huevo rojizo. De todos modos, por
experiencia, sabía que esos encogimientos podían dar luego una sorpresa. Al
otro, de más vello, le colgaba ya en cambio un buen badajo prometedor.
Mientras me iban
conduciendo hacia el dormitorio la excitación de mi polla se acrecentaba, aunque
sabía que no iba a ser objeto de su atención preferente. Muy significativamente, los dos se sentaron en el borde de la cama
echando todo el cuerpo hacia atrás. Ambas pollas se erguían en demanda de una
previa estimulación bucal. En ella me afané alternativamente, en tanto que conjeturaba,
por el tacto de mis labios y lengua, lo que sería el impacto de su diferente
hechura traspasando mi ojete. Cuando prudentemente decidieron que la mamada
había sido suficiente, fui yo quien ocupó el centro de la cama. Me quedé de
medio lado, sin saber si sus preferencias estarían en que me mantuviera
bocarriba con las patas en el aire o bocabajo, tumbado o arrodillado. Lo que
fuera sería bien recibido. Mientras ellos afilaban las espadas y acordaban el
orden de intervención, vi en la mesilla de noche un tubo de lubricante. Me
pareció prudente hacer uso de un poco, no tanto por temor como para facilitarles
la tarea. Así que lo cogí, me erguí sobre las rodillas, me unté un dedo y, con
gestos lúbricos, me lo fui metiendo. Lo cual les resultó muy provocador. Se
decidió el gordo, quien optó por tumbarme bocabajo. Sin contemplaciones, me
metió dos dedos y los giró en barrena; tomaría medidas para su polla regordeta.
Ésta me entró como un tapón de cava a la inversa y respiré hondo. Como la
barriga le permitía poco juego, me ofrecí a subir las rodillas para un mejor
acoplamiento. Ahora, agarrado a mis caderas, se movía con mayor soltura. La
presión que el recio mango ejercía me dolía y, a la vez, me gustaba. Para que
no sonara a teatro me mantuve moderado en expresividad. Ya era él quien se encargaba
de los exabruptos. “¡Joder, qué bien traga!”. Y a su amigo, que observaba con
expresión ansiosa: “Enseguida te lo paso. No me quiero correr a la primera”.
Así que, después de una cuantas arremetidas más, le dio la alternativa a su
amigo. Éste me tomó tal cual estaba y directamente se me clavó. Mis esfínteres
se acoplaron con facilidad al nuevo grosor, pero la mayor longitud operó como
una perforadora percutiendo en mis entrañas. “¡Qué gusto de culo! ¡Qué ganas
tenía de cepillarme uno así!”. Pero de nuevo más atento, no dejó de
preguntarme: “¿Tú vas bien?”. “¡De maravilla!”, respondí. Sin terminar la
faena, también se tomó un receso.
Yo quedé entre los dos, que se habían tumbado
a mi lado. Me puse bocarriba y observé que las pollas pringosas habían perdido
algo de turgencia. Y eso tenía que enmendarlo, porque no podían quedarse a
medias y además mi culo no se daba por rendido. Así que me alcé sobre las
rodillas y, orientado a la contra de ellos, me eché hacia delante para podar
darles chupadas. Además removía con procacidad el culo cerca de sus caras. Todo
ello les encantó; dejaban hacer a mi boca y no se privaban de sobarme el culo e
incluso meterme los dedos. Pero no fueron solo ellos los que volvieron a
ponerse en forma. Mi polla colgante entre los muslos no fue inmune a tanta
marcha. Se me puso guerrera, lo cual no les pasó desapercibido. Les dio el
capricho de manoseármela, como si yo fuera una vaca con las ubres llenas ¡Vaya
gusto que me estaban dando! El más prudente preguntó: “¿Si te hacemos correr,
perderás luego las ganas de que sigamos con tu culo?”. “¡Por supuesto que no!
Haced lo que os venga en gana. Mi culo seguirá abierto para vosotros”. Se lo
tomaron tan en serio que tomaron posiciones de costado, con las cabezas juntas,
ante mi cuerpo arrodillado y erguido. Primero solo usaban las manos, pero
pronto el gordo se animó a chupármela. Se la pasó al otro, que tampoco se
contuvo. La doble mamada me estaba poniendo negro y me pellizqué los pezones
para equilibrar la excitación. El juego que se traían con mi polla y mis huevos
se volvía irresistible, pero con tantas variaciones me quedaba sin el impulso
final. Sin poderme controlar, tomé el asunto por mi cuenta y me acabé de
masturbar frenéticamente. El chorro de leche que cayó entre ellos les cogió por
sorpresa. “¡Será guarro el tío!”, exclamó el gordo. Por un momento temí haberme
pasado. Pero la risa que se le escapó, y que se le contagió al otro, me
tranquilizó. Éste último tomó el castigo jocosamente en sus manos. “¡Verás
ahora la que te va a caer encima!”. Me conminó a tumbarme y a que me dejara
agarrar por las piernas. Detrás de mí, las mantenía levantadas y sujetas por
los tobillos, quedando así mi culo bien expuesto. Me ofreció a su colega.
“¡Zúmbatelo sin piedad, que luego voy yo!”. El gordo me arremetió con la polla
que, en virtud de mis obscenidades, la tenía como una piedra. La reciente
corrida parecía que me hubiera contraído el ojete, porque aquello lo sentí
ahora mucho más. Menos mal que, al ritmo del mete y saca, me fui entonando y
tomándole el gusto de nuevo. No duró mucho, porque el gordo, con un bramido, se
descargó bien descargado. Y yo siempre agradezco que me llenen de leche. El
otro me soltó y mis piernas cayeron a plomo. Pero no hubo tregua para mí, pues,
forzado a ponerme bocabajo, enseguida tuve dentro la otra polla. La verdad es
que me fue poniendo el cuerpo muy a tono y me gustó que se recreara con meneos
que hacían oscilar la verga por mi interior. Casi me supo mal que no resistiera
más y cayera vaciado sobre mí. Tras unos segundos de absoluta quietud, me
atreví a preguntar: “¿Satisfechos?”. “¿Cómo te lo diré? Has sido todo un
hallazgo”, respondió el gordo frotándose la barriga. El anfitrión asintió, pero
añadió: “¿Y tú qué tal?”. “Me habéis dejado la mar de contento”, me sinceré.
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La narración de esta
follada a dos bandas no había podido ser más detallada y no dejé de reiterarle:
“Me parece increíble que te presentes sin saber de qué se trata”. Su réplica
fue rotunda: “No me fue nada mal. Me encontré dos buenos folladores”. Pero a
continuación me contó una cita de un cariz muy distinto:
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Quedé con un contacto
que quería cerciorarse de la veracidad de mi descripción y me advertía de que
era bastante mayor. Le aseguré que no había falseado nada y que la edad no era
problema. Así que me presenté en un piso de aire acomodado, cuyo morador era un
hombre que efectivamente ya no cumpliría los setenta, rechoncho y de aspecto
venerable. Me recibió muy ceremonioso y me invitó a un café. Comprendí que se
tomaba su tiempo y me senté frente a él
ante una mesita donde había depositado las tazas. Me explicó que él no
estaba ya para muchos trotes, y menos todavía para lanzarse a buscar aventuras.
Pero sus fantasías sexuales seguían siendo intensas y se distraía curioseando
los chats. Le llamó la atención mi perfil y probó suerte. Casi no se creía que hubiera
aceptado. Me dejó algo perplejo cuando dijo: “No te voy a dar mucho trabajo,
pero me encanta que estés aquí”. Como no había ido solo para compartir un café,
le puse las cosas fáciles. “Si quieres me puedo desnudar”. “¡Hombre! Si no
tienes inconveniente, me gustaría verte”. “¡Por supuesto! Me puedes mirar,
tocar y disfrutar conmigo. Para eso he venido”, lo alenté. Pero es que a mí la
situación también me picaba la curiosidad. “Bueno, bueno, poco a poco”, dijo
sonriendo ante mi vehemencia. Me puse de pie casi rozando sus rodillas. Había
que ponerle salsa para que el hombre se fuera animando. Me desabroché
lentamente la camisa y la dejé resbalar por los hombros. Lo ojitos le brillaban
al ver mi torso desnudo. Me lo acaricié removiendo el vello; remarqué las tetas
con las manos y jugué con los pezones. Me incliné hacia él. “¿No te apetece
tocar?”. “¡Uy, uy, uy!”, soltó, pero no se decidía. “¿Te encuentras violento?”,
pregunté, temeroso de ir demasiado rápido. “¡Qué va! Es que me frotaría los
ojos para saber si no estaré soñando”. “Pues soy muy real”, y le cogí una mano
llevándola a mi pecho. Acarició con delicadeza. “¡Qué calorcito desprendes!”.
Le bajé entonces la mano hasta mi bragueta. Ya palpó más desinhibido. “¡Uf, lo
que debe haber ahí!”. “¿Quieres más?”, lo provoqué. “Si puede ser…”. “¡Tú
mismo!”. Con manos temblorosas me fue soltando el cinturón y bajando la
cremallera. Echó hacia abajo el pantalón y lo ayudé liberando las piernas. Lo
roces tenían su efecto y me estaban haciendo empalmar. En estas ocasiones me
suelo poner un eslip muy pequeño que recoge lo mínimo. Ahora el vello púbico lo
rebasaba y, al habérseme endurecido la polla, tensaba tanto el tejido que un
huevo me asomaba por un lado. Se quedó paralizado. Lo incité recorriendo con un
dedo todos los contornos y presionando el capullo oculto, que pronto marcó una
manchita húmeda. “¿Sigo?”. “¡Sí, por favor!”. Eché abajo el eslip y me lo saqué
por los pies. Quedé plantado ante él, ya completamente desnudo. Separé los
muslos para resaltar la polla erecta
sobre los huevos. “¡Oh, cómo me gustas!”. “Todo es ahora para ti…”.
“¿Podrías moverte un poco para ver el conjunto?”.
Me separé algo y di
unos pasos lentos. Luego me fui girando. “¡Qué culo más precioso!”. Entonces me
lo sobé, abriendo y cerrando la raja. “Me pone malo pensar lo que te meterán
por ahí…”. No lo incité porque supuse que no estaba en su ánimo follarme. Una
vez exhibido, me dirigí a él: “Pero no es justo que te quedes ahí vestido…”.
“Si yo no valgo nada ya. Te desmoralizarías al verme desnudo”. “Apuesto a que
no”. “Si acaso luego… Ahora ven aquí”. Me hizo gracia su determinación. “¿De
frente o de culo?”. “¿Te importa que empiece por atrás?”. “¡Claro que no!”, y
puse el culo a la altura de su cara. Primero lo acarició, deslizando los dedos por
el vello. Pasó luego a estrujar y separar los lados de la raja. Cuando sentí el
roce de su cara, me entraron escalofríos. Besos y lamidas me erizaban la piel.
La lengua cálida y húmeda me recorría ya la raja y vibraba sobre el ojete. Un
dedo comenzó a entrarme tímidamente. “¿Te molesta?”. “¡En absoluto! …Y dos
tampoco”. A falta de polla, los dedos me estimulan, y no los tenía demasiado
gordos. Me tomó la palabra y los giraba como un destornillador. “¡Qué calentito
y húmedo está!”. Pero los sacó y hasta me dio una palmada como diciendo que por
ahí ya tenía bastante. Me giré y, como suele ocurrir cuando me trabajan el
culo, la polla había perdido momentáneamente parte de su vigor. “Me la tendrás
que animar”, lo incité. Se puso a acariciarla, pero al ver que se endurecía
pasó a frotarla. “¡Qué cosa más magnífica!”, murmuró encantado de la evolución.
Sin soltarla, se detuvo unos segundos de contemplación. Se decidió a sacar la
lengua y pasarla por el capullo. Me meneé lúbricamente para que se animara. Al
fin, la sorbió y chupó con ansia. Su constancia me iba dando mucho gusto. “Si
sigues así, acabaré corriéndome”, le avisé. Solo se paró para preguntar algo
alarmado: “¿Y no quieres?”. “¡Faltaría más! Haz lo que te apetezca”. Retomó la
mamada y a mí me iba creciendo la excitación. “Estoy a punto”, advertí por si
no lo quería en la boca. Pero, asintiendo con la cabeza, intensificó el
chupeteo. Ya me vacié sin reparo, sintiendo como engullía. Cuando se hubo
relamido, exclamó: “¡Cuánta leche! ¡Cómo me ha gustado!”. Pero no me quería dar
por satisfecho y dejarlo ahí. Como mi primer intento de que se desnudara lo
había eludido con un aplazamiento, se lo recordé: “Ahora tú ¿no?”. “¿Yo qué?”.
“Que te toca”. Captó el mensaje. “Pero si…”. “No querrás que me vaya ya…”. “¡No,
no!”, e instintivamente una mano ya le iba a los botones de la chaquetilla que
llevaba. Se puso de pie y, azorado,
empezó a quitarse ropa lentamente. Lo dejaba hacer entonándolo con mi
desnudez. Fue surgiendo un torso redondeado de piel clara, con tetitas marcadas
y pobladas de vello canoso. Desde luego el hombre tenía una idea infundada de
su decrepitud. Se llegó a sacar los pantalones, pero se detuvo en los
calzoncillos, como su fueran la línea roja que no estaba dispuesto a traspasar.
Ya caería… Sin darle tiempo a reaccionar, me amorré directamente a una teta.
Tenía un pezón salido y se lo mordisqueé. “¡Oi, oi, oi! Te las sabes todas…”, y
se retorcía de placer. Cambié de teta y aproveché para llevar una mano a sus
bajos. Se removió como rechazándolo, pero estaba tan a gusto con mi chupeteo,
que su resistencia era débil. Tiré del calzoncillo hacia abajo y gimoteó: “¡Eso
no!”. “¿A qué viene tanta vergüenza? ¡Mira cómo me has vuelto a poner”, dije
irguiéndome para que me viera. La verdad era que el meterle mano me estaba
excitando de nuevo y así lo indicaba mi polla. “¡Como eres!”, exclamó ya más
rendido.
Lo impulsé para que
quedara sentado de nuevo, acabé de quitarle los calzoncillos y me arrodillé
entre sus piernas. Tenía unos muslos rellenos y suaves, y en el pubis canoso se
asentaba la polla retraída entre unos huevos bastante gordos. Acaricié y palpé.
Él miraba al techo azorado. Me metí la polla en la boca y se puso tenso. Mamé y
note cierto engorde. “¡Qué bien lo haces!”. La cosa marchaba y estaba dispuesto
a culminarla con perseverancia. Cuando tensó el cuerpo y farfulló “¡ay,
ay,ay!”, la leche fluyó mansamente. Cuando se calmó, lo interpelé: “¿Qué,
podías o no?”. “Has hecho un milagro”. “Ya será menos…”. Me sentí muy orgulloso
de como había manejado la cita.
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Tan tierna historia
casi había emocionado a mi amigo, y no era para menos. Golfo pero con corazón.
Aunque no tardó en cambiar de tercio y me proporcionó una peripecia mucho más
pedestre:
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Fui citado un domingo
por la tarde en una pequeña agencia inmobiliaria, oficialmente cerrada y con la
persiana metálica con candado. Mi contacto me había indicado que llamara al
timbre de la puerta que encontraría en el vestíbulo de al lado. Un sonido de
desbloqueo me permitió empujarla. Este misterio me daba un morbo tremendo. Era
un local no muy grande y casi a oscuras, con varias mesas y ordenadores. Había
una puerta entornada por la que salía luz. “¡Pasa, pasa!”, oí. Abrí y, tras una
mesa de despacho, se sentaba un hombre muy grueso, sesentón y de cara tosca,
con barba sin afeitar durante el fin de semana. Llevaba manga corta y, en los
brazos recios y peludos, lucía un ostentoso reloj de oro y varios recargados
anillos. Su pinta olía a negocios turbios en cantidad. Mirándome sin moverse un
ápice dijo: “Así que tú eres el tío macho que no pide detalles ni pone
condiciones”. “Más emocionante ¿no te parece?”, repliqué desafiante. Él fue a
lo suyo con tono imperioso. “Soy hombre de gustos sencillos, pero me gusta
mandar y tengo mis caprichos”. La constatación de lo presuntuoso de este tipo más
que desagradarme activó mi faceta sumisa y me puse a su disposición. Por fin
ordenó: “¡Acércate, que te toque!”. Pasé por el lado de la mesa y me coloqué a
su alcance. Con cierta brusquedad me echó mano directamente al paquete. “Debes
tener buenas cosas por ahí…”. “¿Quieres verlas?”. “Prefiero que te lo quites
todo… Mejor el todo que las partes ¿no? Y ahora que no te ve nadie…”, rio su
propia broma. Giró la butaca hacia mí y dificultaba mi destape sobando y
estrujando cada trozo de piel que surgía. “¡Buenas tetas y peludas como me
gustan a mí!”… “¡Eres también barrigón, eh!”. Conseguí quitarme el pantalón.
“¡Joder, el muy vicioso ya empalmado!”. “¿Qué querías, con buenas manos?”, le
dije en un halago no exento de ironía. Me agarró la polla con poca finura.
“¡Vaya pollón te gastas, y bien duro! ¡Qué contento me vas a poner luego el
cuerpo!”. Al menos ya sabía por dónde irían los tiros…
Pero de pronto tuvo un
capricho. “Antes quiero que hagas como las secretarias en las películas…
¡Métete bajo la mesa!”. Se apartó, rodando el sillón para darme paso. Desde
luego no se podían comparar mi volumen y el de una gentil secretaria, pero no
dejé de encontrarle su gracia a la idea. Así que, con mis mejores
retorcimientos, logré encajarme bajo el tablero y ponerme de rodillas y
agachado. Con los esfuerzos, casi no había puesto atención en que él, mientras
tanto, se había ido soltando el cinturón y abriendo la bragueta, por lo que, en
cuanto estuve en posición, me encontré de cara con sus pantalones medio bajados
y tres bolitas rosadas entre una maraña de pelos. ¡Pues a darle gusto al jefe!,
me autoconvencí. Apoyado en el suelo solo con una mano, con la otra tanteé las
bolitas y me centré en la del medio. Le corrí un poco la piel y surgió el
capullo, más rojizo. Le di un lametón y oí: “¡Eso quiero, cómemela!”. La sorbí
pues y mamé con empeño. Un poco más grande sí que estaba, pero casi igual de
blandengue. Confesó desde arriba: “Hace tiempo que no se me pone dura, pero el
gusto lo siento igual… ¡Tú sigue!”. Y seguí, sin mayores resultados. Al fin
cambió de planes. “¡Venga, déjalo y salte!”. Con las medidas tomadas, la salida
fue menos dificultosa. Él se había abierto completamente la camisa y mostraba
unas gruesas tetas sobre la prominente barriga, todo ello poblado de un vello
recio y entrecano. “¡Trae ese culo, que aún no te lo he visto!”, ordenó. Se lo
puse a su alcance y exclamó: “¡Vaya pandero tiene el tío! ¡La de cipotes que te
habrán metido!”. El suyo seguro que no, pensé. Pero él ya estaba sobándolo y
dándole palmadas. “¡Anda, restriégamelo!”. Apoyé las manos en las rodillas y me
encajé entre sus muslos. Subía y bajaba, pero sin esperanzas de reacción. “¡Que
caliente estás, coño!”, y me ceñía con las manos como garras. Su excitación iba
en aumento y casi gritó: “¡Chúpame ahora las tetas!”. Dócil me di la vuelta y
me volqué sobre él.
Para que no estorbara,
hice que se sacara del todo la camisa. Las tetas
eran abundosas y, con la boca en una y los dedos en el pezón de la otra, fu
trabajándolo. Además los pezones eran muy puntiagudos y daba gusto notar lo
duros que se le ponían. Gemía, pero a la vez me sujetaba para que siguiera.
“¡Qué cachondo me pones, cabrón!”. Tuvo unos instantes de lucidez que lo
impulsaron a buscar mi polla con una mano. Con las refriegas y el chupeteo, se
había recuperado de las incomodidades bajo la mesa y lucía bien tiesa. “¡Joder,
tío! ¡Y el mango ahí como el de un toro!”. Me apartó y se puso en pie de un
salto. “¡Ya no aguanto más! ¡Me vas a follar bien follado¡” Pasó a un lado de
la mesa y de un manotazo tiró al suelo varias carpetas y papales. Se echó de
bruces apoyándose en los codos. “¡Venga, venga, aquí me tienes!”. Tenía el
culo, gordo como todo él, tan peludo como la espalda. Pese a su urgencia,
tanteé el terreno. Le abrí un poco los rollizos muslos, miré la raja y comprobé
que el agujero tenía buena entrada. No hice más preparativos que poner saliva
en una mano y extendérmela por la polla. “¡Va, va, que estoy ardiendo!”, me
azuzó impaciente. Ajusté la polla, me agarré a sus caderas y di un fuerte
impulso. Entré un poco y aún empujé más. “¡Bestia!”, pero se meneó para darme
acomodo. No cejé hasta tenerla toda dentro. “¡Me quema, muévete! Pero no te
vayas a correr enseguida”. Era lo que más a gusto hacía en esta visita y quise
aprovecharlo. Bombeé con ahínco y a veces sacaba la polla casi entera y volvía
a clavarla para que la sintiera bien. “¡Así, así, jódeme!”. Veía como agitaba
frenético la cabeza y arañaba la mesa.
“¡Quiero toda la leche! ¡Ni una gota fuera!”. El aviso fue oportuno porque ya
me iba viendo el arrebato. Para que fuera consciente de que no lo iba a
defraudar, comuniqué: “¡Me corro ya!”. “¡Sí, sí, échala bien adentro!”. Vaya si
lo hice, en varias rachas que me iban dejando el cuerpo a tono. “¿No te queda
nada?”. “Nada, nada ¿quieres verlo?”. Se fue girando desentumeciéndose y me la
miró, húmeda y en receso. Aun la cogió sopesándola. “¡Qué buen trabajo me ha
hecho la muy jodida!”. Pensé que poco más iba a sacar y que podía plegar velas.
Pero me frenó. “¡Coño, espera! Aunque no te pueda dar por el culo, hazme al
menos una paja”. No había agotado mi pose sumisa y me plegué a su petición. Su
aspecto despatarrado en la butaca, con su abundancia de carnes y pelos, era la
obscenidad personificada. Me arrodillé ante él y, chupando y sobando, me costó
dios y ayuda animar mínimamente la regordeta polla. De algo sirvió porque
exclamó: “¡Uy qué gusto, cabronazo!”. “¿Te viene?”, pregunté ya impaciente.
“¡Tú sigue, sigue!”. Pero de repente empezó a soltar chorros espesos que me
resbalaban por la mano. “¡La ostia, qué gustazo!”, sentenció. Aunque mientras
me limpiaba con uno de los papales caídos por el suelo, soltó: “¡Anda que te lo
has pasado de puta madre conmigo!”.
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Tras acabar su relato,
le comenté a mi amigo: “Un poco basto el caballero ¿no te lo pareció?”. “Bueno,
no dejó de tener su morbo”, afirmó muy convencido. Pero no tardó en presentarme
una incursión hotelera y mucho más espiritual:
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Con un mucho de
misterio se me indicó que acudiera a una determinada hora de la tarde a un
hotel importante y dijera tan solo que me esperaban en la habitación X. Tan
discreto como siempre, llegué a la recepción y seguí las instrucciones. Pero el
conserje, que debía empezar turno, tuvo que preguntar al que salía: “¿Ha dicho
Su Eminencia que espera a alguien?”. No pudo menos que asombrarme el
tratamiento, aunque me chafaba la sorpresa, y una vez tuve vía libre, subí a la
habitación de lo más intrigado. Llamé a la puerta y oí un débil “adelante”.
Entré en una antecámara y, desde la habitación, la voz ahora más sonora dijo:
“Deja bien cerrada la puerta y ven”. Me encontré con un hombre corpulento en la
cama y tapado más arriba del pecho. Pero por los brazos que tenía fuera, así
como los hombros, supuse que estaría desnudo o poco menos. Desde luego, las
prendas que había dispersas por algunas sillas eran inequívocamente
eclesiásticas y de alta jerarquía. Captó mi mirada y dijo sonriente: “Espero
que no sea un problema para ti”. “En absoluto. Si ya he oído cómo lo llamaban
abajo… Y nunca rehúyo una cita”. Hizo un mohín y aclaró: “Para lo que vamos a
hacer, prefiero que me tutees ¿no te parece? Al fin y al cabo solo soy un poco
mayor que tú”. “Como quieras”, acepté. “Acércate, que te vea bien”. Se movió
para ajustar la lámpara de la mesilla y la ropa de cama se le bajó un poco,
pero lo suficiente para descubrir unos abundantes y velludos pechos.
Me observó con
atención y comentó: “Justamente el tipo de hombre que me va. Como varios de mis
colegas, pero liarse con ellos es muy comprometido. Hay tantos chismorreos…”.
No sé si me gustó que me equiparara a un obispo. Continuó explicándose:
“Oficialmente esta tarde estoy indispuesto. He venido a una serie de reuniones
muy pesadas y, distrayéndome con el ordenador, vi tu perfil y no me he resistido a echar una cana al
aire. La carne es débil”. Desde luego sinceridad no le faltaba. Se rio y
añadió: “Te preguntarás a qué viene recibirte en la cama. Pero mejor que
vestido con eso ¿no?”, y señaló las ropas. “Después de todo, siempre se acaba
aquí…”. Pues allí estaba yo a ver qué resultaba. Él dijo: “¿Por qué no vas al
baño a desnudarte?”. Me extrañó esa pudibundez. “No me importa hacerlo aquí”.
“Es que tengo mis caprichos y me gustaría que volvieras con una cosa que
encontrarás colgada allí”. Me dirigí con la mosca detrás de la oreja, no me
fuera a querer disfrazar de monaguillo. Y no iba muy desencaminado porque,
colgada de una percha, lucía una blanquísima alba de encajes en su mayor parte,
lo que le daba una gran transparencia. No había nada más, así que supuse que
tendría que ponérmela sobre el cuerpo desnudo. Me la probé y no me desagradó la
idea morbosa del obispo al mirarme en el espejo. Me llegaba por encima de las
rodillas y los encajes ocultaban más bien poco mi anatomía. Admití que me
quedaba muy sexy y hasta resaltaba mi virilidad. De esta guisa aparecí pues
ante el obispo. Nada más verme exclamó: “¡Perfecto!”, y añadió: “¿No te
escandalizará mi fantasía, verdad?”. “Puede tener su gracia”, contesté
insinuante. Se había sentado en el borde de la cama y, en efecto, estaba
completamente desnudo. Con el torso hacia delante y las manos apoyadas en los
robustos muslos, la curva de la barriga le ocultaba el sexo. Visto así me pareció
casi más grandote que yo. Echó mano de unas gafas, que se puso para mirarme en
perspectiva, mientras explicaba: “Es como una venganza de mis colegas… Algunos
de ellos hacen cosas peores. Pero ahora te tengo aquí, mejor que cualquiera de
ellos”. Como parecía embelesado, estimé oportuno un recordatorio: “¿Solo vas a
mirar? Yo ya me estoy excitando ¿sabes?”. Lo cierto era que el roce del fino
tejido y el hecho de la exhibición estaban teniendo efecto en mi polla, y algo
se debía traslucir. “¡Sí, sí!”, rio, “Ya veo que algo se mueve por ahí abajo…
“¡Anda, ven aquí!”. Me puse ante él ofreciéndome. Aún tiró de mí hasta quedar
mis piernas entre las suyas. Se quitó las gafas. “Ahora ya estorban”. Sus
brazos, algo más velludos que los míos pero igual de recios, se elevaron para
palparme de arriba abajo. Tensaba el sutil tejido sobre mi pecho, resaltando
los pelos aplastados y la roseta de los pezones. Bajó por la barriga, pero se
detuvo debajo de ombligo. Mi polla ya lo esperaba haciendo subir los encajes.
Pero me sorprendió con un cambio de estrategia en su morbosa inspección. “¿Puedes
darte la vuelta?”. Así que le presenté el culo, que debía transparentarse bien,
pero ya no se limitó a contemplar y sobar a través del alba. La levantó y con
un imperioso “¡Échate adelante!”, la dobló hasta arriba de mis caderas.
“¡Magnífico, magnífico! ¡Qué sombreado más bonito!”, y acariciaba el vello de
mis cachetes. “Mucho mejor que el que le vi de refilón a un compañero una vez
en que tuvimos que compartir habitación y que me excitó tanto”. ¡Y dale con
compararme con obispos hasta por el culo! pensé. “Éste es todo para ti…”, dije con
ganas de que me diera más marcha. Me tomó la palabra, porque enseguida se puso
a besarlo y estrujarlo. Pronto sentí su cara encajada en la raja y unos
lametones que me ponían la piel de gallina. Por fin se contuvo y exclamó,
dándome una contundente palmada: “¡Uy, que me pierdo! …Anda, vuelve a ponerte
de frente”. El alba bajó de nuevo por detrás y recuperé la posición inicial,
pero con la polla disparada. “¡Qué envidia me da que te llegues a poner así!”, exclamó.
“Eso de la envidia no te pega”, bromeé. “Tienes razón”, rio, “¡Ven aquí!”.
Contempló el sexo que se traslucía y tensó un arabesco del encaje sobre la
polla, que dejó un lunar húmedo. Lo lamió y, todo seguido, se metió en la boca
la verga enfundada. Era una sensación extraña que me la chupara de este modo,
aunque fue solo un juego morboso porque enseguida lo dejó y me pidió: “¡Mejor
te la quitas, ya no necesito artificios!”. Así hice y el alba se deslizó al
suelo.
Me sometió a un magreo
intensivo de mis bajos; me estrujaba los huevos y metía la mano por debajo
hasta alcanzarme el ojete. Mi polla seguía guerrera y la blandió como la
empuñadura de una espada. “¡Qué excitante dureza!”, exclamaba. Se puso al fin a
chuparla con glotonería y no lo hacía mal ni mucho menos, hasta el punto que
hube de preguntarle: “¿Ya sabes lo que quieres hacer?”. Fue frenando y apartó
la boca. “Sí, claro… no hay que vaciarte todavía”. Yo me había fijado en que,
por debajo de la barriga, le apuntaba ya un capullo sonrosado, así que le
propuse: “Relájate ahora y déjame hacer a mí”. No esperé el permiso y puse las
manos en sus hombros. Las fui bajando para acariciarle las tetas. Entre el
vello asomaban unas rosetas con los pezones turgentes. Me agaché y mi lengua
jugó con ellos. “¡Ohhh!”, se estremeció de placer. Probé morder y me apretó
fuerte la cabeza. “¡Qué gusto más salvaje me estás dando!”. Le solté los
pezones enrojecidos y lo empujé hacia atrás sobre la cama. Destacando entre la
barriga y los muslos velludos, se alzaba la regordeta polla, tiesa y mojada.
Sin tocarla siquiera, la sorbí entre mis labios. “¡Ahhhh, canalla!”, profirió.
Sin hacerle caso chupé con fruición. “¡Para, por favor,…eso no, eso no!”, casi
gimoteaba. No lo entendí demasiado, pero cambié a sobarle los huevos; y como el
cuerpo le quedaba un poco salido de la cama, pronto di con el ojete. Me
ensalivé un dedo y lo cosquilleé. “¡Uy, cómo sabes hacer que me pierda!”. Se lo
metí con suavidad pero a tope. “Necesito tanto que me penetres…” dijo en un
susurro. “Desde luego, me encantará hacerlo”, respondí. Tal como estaba, fui a
subirle las piernas sobre mis hombros, pero me detuvo. “¡Espera! Antes me
habrás de castigar”. Quedé algo perplejo y añadió: “En ese cajón lo
encontrarás”. Abrí y había un cilicio de cuerdas con varios ramales trenzados.
Él había aprovechado ya para trepar sobre la cama y, arrodillado apoyándose en
los codos, presentarme el culo gordo y velludo. Aunque ya había jugado algún
que otro masoca, esta pretensión penitencial no dejaba de ser novedosa. Con
determinación me instó: “¡Azótame antes de penetrarme!”. Dudaba de si se
trataría de un simple ritual y le di unos golpes no muy fuertes. Pero reclamó:
“¡Más energía, que me queme!”. Me apliqué hasta enrojecerle los cachetes y él
resistía emitiendo gemidos. “¿Te he castigado ya bastante?”, pregunté y solo
contestó: “¡Poséeme!”, cayendo de bruces sobre la cama. El problema era que con
la actividad que acababa de desplegar me había aflojado un poco. Percibió mi
indecisión y giró la cabeza para mirarme. “¿Quieres que te estimule? ¡Ven!”.
Tomó sin más mi polla y la llevó a su boca. Mamaba tan bien que de buena gana
me habría dejado llevar. Pero su culo me apetecía todavía más. Así que me subí
sobre él y, con la polla llena de su saliva, la fui metiendo en las
profundidades de la raja. “¡Sí, sí, tuyo, tuyo!”, exclamaba. Me moví con ganas
pues estaba muy caliente ya. “¡Gloria bendita!”, se le escapó inadecuadamente.
Casi me da la risa. “¡Lléname sin miedo cuando estés!”. De miedo nada, porque
me vacié bien a gusto. “Ha sido increíble”, murmuró para sí mismo. Mientras me
apartaba y caía a su lado, pregunté: “¿Satisfecho?”. “¿Cómo te diría? …Me has
hecho muy feliz”. Cuando le pregunté: “¿No te querrás correr también?”, tuve
que contener la risa ante su respuesta. “Eso estaría feo en mí”.
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Yo sí que me reí ante
la conclusión de la historia de mi amigo, quien concluyó: “Ya ves, tomar por el
culo era penitencia ¡Y vaya gustazo que me dio!”. Aún espigó una historia más
de sus variadas citas, ésta casi familiar:
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Me abrió la puerta de
un piso un tipo bastante parecido a mí, en edad y aspecto físico. Él también
apreció la coincidencia, pero no le vino de nuevo y me explicó: “Precisamente
eres los que buscábamos. Mi mujer quería que fuese alguien como yo”. “¿Tu
mujer? ¿Voy a liarme con los dos?”, pregunté sorprendido. “Es un capricho suyo
verme revolcándome con otro hombre, aunque ella no participará ¿Algún
problema?”. “Ninguno por mi parte”, afirmé. Me condujo al dormitorio donde al
fondo, frente a la cama y en penumbra, se hallaba la esposa acomodada en un
confortable butacón y vestida con una bata. Le hice un educado saludo con la
cabeza y ella respondió con un gesto de la mano, que más bien parecía significar
que me olvidara de ella. Sin más prolegómenos, cada uno a un lado de la cama,
el marido dijo: “Bueno, nos desnudaremos ¿no te parece?”. “Claro, para eso
estamos”, contesté. Yo iba más rápido que él, al que se notaba un poco
nervioso. Cuando solo me quedaba el ajustado eslip, me indicó: “Eso déjatelo de
momento”.
Él conservó asimismo
sus boxers de batista. Realmente éramos similares en corpulencia, solo que él
algo menos peludo. Trepó a la cama –que iba a ser el escenario– y avanzó de
rodillas hacia el centro. Lo imité hasta quedar frente a frente. Su actitud
expectante me dio a entender que era yo quien había de iniciar el
ataque-espectáculo. Así que planté una mano en cada una de sus tetas y las
estrujé. Di con los pezones y los endurecí a base de pellizcos. “¡Sí, sí!”,
murmuró como indicándome que iba por el buen camino. Entonces cambié una mano
por la boca para chupar y mordisquear. La mano libre la deslicé por el vello de
su barriga hasta introducirla por la cintura de los boxers. Le sobaba los huevos
y la polla, que no parecía reaccionar todavía. Tal vez por eso quiso entrar él
en acción. No me esperaba que lo primero que hiciera fuera abrazarme con fuerza
y llevar su boca a la mía, presionando con la lengua para que la abriera.
Correspondí sin dudarlo y nos dimos un buen morreo. Entretanto el marido había
bajado la mano a mi eslip, encantado de la dureza que encontró. A continuación,
sentándose sobre los talones, me lo bajó lenta y teatralmente. La polla
enseguida se me liberó con una buena presentación. Me la acarició de forma que
la maniobra resultara bien visible. Entonces llevé las manos a su cabeza y
presioné para que la bajara. Con docilidad se agachó y me lamió el capullo.
Impulsé las caderas y se la metí en la boca. Si al besarme dio muestras de una
lengua especialmente activa, con mi polla no fue menos, rodeándomela y
atrapándola. Me ponía muy a tono y dejé que se recreara en su lucimiento ante
la esposa. Porque yo, de vez en cuando, miraba hacia ésta con el rabillo del
ojo y percibí ahora que había subido las piernas sentada a la turca. Se me
ocurrió entonces completar la exhibición y, cuidando mantener la mejor vista,
impulsé al marido para que se tendiera bocarriba con la cabeza entre mis
muslos. Mi polla recuperó su boca y me la follé meneando el culo. Pero a la vez
me incliné hacia delante y logré arrebatarle los boxers. La polla, algo menor
que la mía, se le había puesto ya bastante presentable. Se la manoseé con un
efecto vigorizador y entonces la alcancé con mi boca. Mamábamos ambos formando
así un vistoso sesentainueve, hasta que el hombre pataleó en demanda de tregua.
Yo estaba ya lo bastante caliente para satisfacer bien a gusto la petición que
me hizo a continuación: “¿Me puedes follar ahora?”. “¡Por supuesto!”, y dejé
que escogiera la postura más vistosa. Optó por ponerse de rodillas con el culo
en alto y el torso volcado hacia delante. Lo hizo situándose cerca de los pies
de la cama, para que la vista de perfil que íbamos a ofrecer quedara más
próxima. Mi fijé en que, sobre la mesilla de noche, había un tubo de crema
lubricante. Eché mano de él y le puse un pegote en el inicio de la raja. Fui
esparciéndolo con los dedos al tiempo que localizaba por dónde se la había de
meter. La verdad era que ese culo, tan abundoso como el mío pero más claro de
vello, me estaba apeteciendo. Noté al hombre un tanto tembloroso. De no haber
habido testigos, lo habría tranquilizado; pero, dadas las circunstancias, temí
dejarlo en mal lugar. Así que me limité a unas discretas palmaditas afectuosas.
Con ostentación me embadurné asimismo la polla. Apunté el capullo y apreté un
poco. Le dilaté la raja con las manos para invitarlo a relajarse. Aún entré más
y me fui encontrando a gusto en ese agujero elástico pero prieto. Empecé a
bombear y pareció que se iba relajando. Lo que no me esperaba era la
dramatización que puso en marcha y que, sin duda, formaba parte del guión.
“¡Qué hombre! ¡Me gusta tenerte dentro…y que lo vea ella!”… “¡Dame, dame, que
soy tuyo!”… “¡Me vuelve loco tu follada!”… “¡La muy viciosa también disfruta!”…
“¡Déjame bien regado!”… Con éstas y otras lindezas, la cosa se animaba. Me
entregué a un lucimiento de variadas posturas: Me salía y le volvía a entrar;
flexionaba las rodillas y lo atacaba desde más arriba; le daba palmadas o lo
agarraba de las caderas. Lo que no se me escapó fue que la mujer había empezado
a mover agitadamente el brazo que se le perdía en la entrepierna. Con tantas
acrobacias llegué a estar en el nivel máximo de excitación. Quería que lo
“regara”, lo iba a tener y además con aviso. “¡Ya me viene y te va dentro!”.
“¡Sí, sí, toda, toda!”. No había acabado de decirlo y la arremetida final me
fue dejando seco. Su “¡qué bueno ha sido!”, se mezcló con unos suspiros que
venían del fondo. Único sonido que emitió la esposa en toda la sesión. Con la
satisfacción haber hecho mi papel, la saqué y exhibí aún goteante. El marido
cayó derrengado y quedé a su lado de rodillas sobre la cama, mientras la mujer
se iba disparada hacia el baño.
Pensé que, si bien
tanto yo como incluso ella nos habíamos aliviado, el marido apenas había hecho
uso de su virilidad. No estaría de más darle una oportunidad, ahora que
estábamos solos. Como en un arrebato de mimos, lo abracé para hacer que se
pusiera bocarriba. Me dejaba hacer sonriéndome beatífico. Bajé y le entre por
las piernas. La polla le reposaba flácida sobre los huevos. De un lengüetazo la
sorbí. Lo cogió por sorpresa, pero en su languidez se dejó. Mamé con esmero y
la blandura se fue trocando en dureza. Me la saqué de la boca y lo masturbé con
desenvoltura. Su respiración se agitó y empezó a resoplar. No cejé hasta que la
leche me rebosó entre los dedos. “¡Gracias, todo un detalle!”, susurró. No
volví a ver a la esposa, tal vez avergonzada de su lúbrica expansión, y al
marcharme pensé en lo complicadas que pueden llegar a ser las parejas.