Una tarde pasé por
delante de un nuevo bar de osos y, aunque era una hora demasiado temprana,
entré por curiosidad. Efectivamente el local, por cierto de muy buen aspecto,
estaba vacío de personal y solo se encontraba el dueño tras la barra. Me acogió
sin embargo con mucha amabilidad, deseoso sin duda de abrirse a nuevos
clientes. Incluso me invitó a una copa y se mostró dispuesto a prestarme toda
su atención. Lo cual me resultó gratificante porque el hombre no solo
desplegaba una gran simpatía, sino que también tenía un aspecto muy de mi
gusto. Ya maduro, hacía gala del tipo gay al que el bar iba dirigido, por su
robustez y pilosidad.
Buen conversador, y
sin nada mejor que hacer de momento, le dio por contarme la historia de su vida
que, desde luego no tenía desperdicio. “Aquí donde me ves las he visto de todos
los colores hasta llegar a tener mi propio negocio. Pero eso sí, siempre he
procurado ver el lado bueno de las cosas y disfrutar lo más posible”. A partir
de esta declaración de principios, fue desplegando su peripecia vital:
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Era yo bastante joven
y, un mediodía caluroso, entré en un pequeño bar para tomarme una caña. Me la
sirvió un hombre gordo y sesentón, que me miraba con ojos escrutadores. Me fue
fácil darme cuenta de que yo le gustaba. De pronto se acodó frente a mí sobre
la barra y me preguntó: “¿Cómo andas tú de trabajo?”. La verdad es que estaba
pasando por una mala racha y así se lo confesé. “Es que me vendría bien alguien
como tú que me echara una mano, para limpiar, cargar las cajas… A mí ya me va
costando”. Mostré interés y él continuó: “Aquí no es que vayas a sacar mucho,
porque este bar no da demasiado… Pero seguro que pronto podrás tener algunos
extras”. Esto último me intrigó, y más todavía cuando añadió: “Otros chicos que
han pasado por aquí han llegado a ganarse bien la vida…”. De todos modos no me
lo pensé demasiado y acepté la oferta. Por probar…
Pronto comprendí que
lo de “echarle una mano” tenía un sentido muy amplio. El tanteo al que me sometió
empezó siendo muy sutil y yo me adaptaba con diplomacia porque, por una parte,
no me desagradaba y, por otra, ya entonces buscaba sacar tajada de las
situaciones. No perdía ocasión, cada vez que yo manipulaba cajas en la estrecha
trastienda, de arrimárseme por detrás y restregarse descaradamente. Le dejaba
hacer e incluso le incitaba con una risita tonta. Más osado, me acariciaba.
“Tienes un culo muy bonito”. “El tuyo tampoco está mal”, respondía yo. “¿Así
tan gordo te gusta…?”. “¿Por qué no…?”, replicaba complaciente.
Un día me comentó:
“Ese pantalón te marca mucho el paquete”. No me anduve con tapujos. “¿Quieres
ver lo que hay dentro?”. Me miró con ojos libidinosos y lo dejé proceder. Me
bajó la cremallera y hurgó en la bragueta. Con cuidado me sacó la polla, que
fue engordando en su mano. “¡Hay que ver los jóvenes…, lo pronto que se os pone
dura!”. La manoseaba con avaricia. “Debe estar riquísima…”, balbució con voz
implorante. “Pruébala…”, dije provocador. Se inclinó acercando la cara, pero lo
retuve para bajarme del todo los pantalones. “Así mejor ¿no?”. Con avidez la
engulló entonces y mamaba al tiempo que me sobaba los huevos. Lo hacía de
maravilla y yo le acariciaba la cabeza calva. No me soltó hasta que me hube
vaciado y, después de tragar, ordenó: “¡Venga, ponme una cerveza! …Ha estado
bien, pero no le cojas gusto ¡eh!”.
No tardó en buscar
reciprocidad. Ya no me sorprendió cuando me lo encontré en la trastienda con la
chorra fuera. “¡A ver si me la animas, niño!”. Como si le hiciera un favor,
aunque tampoco me disgustaba, empecé a manoseársela. Carnosa pero aún blanda,
notaba que se iba humedeciendo. Quise quedar bien y le dije: “Te voy a poner
negro…”. Le bajé los pantalones y, sin soltarle la polla, con la otra mano le
acariciaba la peluda barriga por debajo de la camisa. Esto lo excitó y, con
energía, se la desabrochó. Sus opulentas tetas se coronaban con oscuros pezones
y a ellos me fui amorrando alternativamente. La verga se le había endurecido
entretanto y creí llegado el momento de concentrarme en ella. La lamí primero
y, tras repasarle los huevos con la lengua, me puse a chupar con cadencia
creciente. “¡Tienes madera, tío!”, exclamó exaltado. Tuvo que apoyarse en la
pared cuando su agria leche fue llenando mi boca. Me sonó algo enigmática su
conclusión. “¡Uff, tienes futuro, criatura!”.
Nunca había estado en
el piso que ocupaba en una de las planta superiores, hasta que un día me dijo:
“Esta noche vienen unos amigos a mi casa y me gustaría que te conocieran”. Así
que cuando tuve recogido y cerrado el bar –él ya hacía rato que se había
marchado–, subí lleno de curiosidad. Aunque mi patrón siempre iba muy pulcro y
con ropa sencilla pero de marca, no podía imaginarme la calidad e incluso el
lujo de su vivienda. Confortables muebles de anticuario y electrodomésticos de
última generación. Desde luego aquello no era fruto de su negocio con el bar… Los
visitantes eran varios, de distintas edades y aspecto diverso. Aunque algunos
vestían de manera informal, era evidente el porte de ejecutivos que denotaban
todos. Mi patrón, muy obsequioso, me presentó como su último fichaje. Me
miraban con cierta indiferencia, pero él estaba dispuesto a hacer que se
animarán. “¿Verdad que no te importa desnudarte para que estos señores te
conozcan mejor?”. En los ojos de los presentes alumbró una chispa de lujuria.
Yo me sentía algo cohibido, pero comprendí rápidamente que estaba siendo objeto
de una transacción comercial ¿Era ésta la carrera que me auguraba? No me
arredré sin embargo y le eché cara a la situación. Sin titubear me fui quitando
la ropa, aunque tampoco quería que pareciera un striptease sin música. Una vez
en cueros me exhibí como en un pase de modelos, lo que pareció caer en gracia a
los visitantes. “Desparpajo sí que tiene…”, fue el primer comentario. “Tocadlo
y veréis cómo se le pone enseguida”, invitó mi patrón. Entre palpaciones,
agarradas más o menos enérgicas y tocadas de huevos llegué pronto a tener una
erección que a mí mismo me enorgulleció. “Muy buena herramienta”, dijo uno. “¡Y
vaya culazo!”, dijo otro que me veía por atrás. “¿Se deja zumbar?”, preguntó un
tercero. Rápidamente terció mi patrón: “¡Y de qué manera…!”. Mentía porque él no
lo había intentado conmigo y, además, yo todavía era virgen en ese aspecto.
Pero no lo desmentí porque pensé que no era cuestión de mostrar remilgos. Lo
que tenía que pasar pasaría… Al parecer no se me iba a pedir nada más en
aquella ocasión. La clave la dio no obstante uno de los mayores, robusto y bien
trajeado, que preguntó sin ambages: “¿Podría tener un encuentro con él?”. “Por
supuesto”, respondió mi patrón, “Pero ahora es mejor que el chico se retire y
hablemos entre nosotros”. Así que cubrí mis vergüenzas y abandoné el piso, con
la mente confusa acerca de mi nueva misión.
Al día siguiente mi
patrón me recibió zalamero. “Creo que has tenido un buen comienzo”. Y enseguida
me puso al corriente de la mecánica de su verdadero negocio. “Yo no vivo
realmente en el piso que conociste anoche. Me basta y me sobra con el pequeño
apartamento que hay más arriba. Pero tengo una selecta clientela a la que le
gusta un ambiente hogareño de calidad a la vez que discreto. No eres el único
ni serás el último chico que les ofrezco, pero las novedades tienen siempre
mejor aceptación”. Interrumpió su discurso al captar que yo quería intervenir.
Entonces dije: “Está clarísimo a lo que te dedicas pero ¿qué voy a sacar yo de
todo eso?”. “Más de lo que te imaginas porque son muy generosos. Fíjate que yo
solo les alquilo el piso y, si se tercia, les hago de mayordomo. Todo lo que
saques, que dependerá de tu virtuosismo, será para ti… Y las tarifas son
bastante altas. Estoy seguro que vas a sacar mucho”. Tras su halago, volví a preguntar:
“¿Pero cómo funciona? ¿Yo seguiré aquí en el bar?”. “El bar lo dejarás pronto.
Ya aparecerá otro… Con discretísimas llamadas telefónicas concierto las citas
con mis chicos y el uso del piso. Puede ser por horas o toda una noche. A veces
una pequeña fiesta. En fin, ya lo irás conociendo por ti mismo… Por supuesto,
extras y caprichos los cobramos aparte, tanto yo como vosotros. Ya verás que
adaptarte a ciertas extravagancias resulta muy beneficioso”. Seguí con mi
indagatoria: “¿Dónde están los otros?”. “Son solo unos pocos, pero selectos. No
te vayas a creer que manejo un ejército… En cuanto se sitúan económicamente
hacen su vida, digamos que normal… Eso forma parte de su encanto. Te aseguro
que la mayoría sigue pendiente de mis llamadas. Aunque más de uno ha acabado
emparejándose con algún cliente y, claro, entonces deja de estar disponible. La
libertad de cada cual es mi lema, y así me va bien”. Me permití ironizar: “Pues
a mí parece que me has metido de cabeza en los hechos consumados…”. Se rio: “Mi
ojo clínico vio enseguida que tenías madera y ambición de aprovecharla”.
“¡Vaya, todo por unas mamadas!”, repliqué. “¡Y qué mamadas!”, concluyó.
Poco tiempo tardó en
comunicarme: “El cliente que se interesó la otra noche te reclama ya”. “¿Y cómo
lo hago?”, pregunté en parte receloso y en parte orgulloso de mi pronto éxito.
“Tú sube al piso, bien limpio y arreglado, que él ya aparecerá”. “¿Vestido o
desnudo?”, quise aclarar. “Vestido, claro… Es como si recibieras una vista. Ya
te dirá él lo que tengas que hacer… Y sé complaciente…”, concluyó socarrón.
Así pues tomé posesión
del piso y, ante todo, curioseé un poco. Un lujoso dormitorio, baño con jacuzzi
y cocina bien equipada completaban el confortable salón que ya conocía. Puse
una música suave y me senté en el sofá hojeando una revista. Me intrigaba cómo
sería mi primer servicio y si estaría a la altura, porque de ello dependía la
evolución de la ocupación que, sin el menor prejuicio moral, había asumido. Me
distraje fantaseando sobre lo que podríamos hacer en ese piso. ¿Querrá que nos
metamos en el jacuzzi? ¿Tendré que servirle bebidas o algo de la cocina? ¿Lo
haremos en la sala o en dormitorio?…Típicos interrogantes de novato.
Oí que se abría la
puerta y unos susurros, entre los que me pareció reconocer la voz de mi patrón.
Tomé conciencia entonces de que mis gustos personales eran lo de menos y de que
me convertía en mero objeto de la lujuria ajena. El hombre maduro y grandote que
ya había visto entró en la sala y me dirigió una mirada inquisitiva. Me puse de
pie y dudé si debía tomar alguna iniciativa. Pero se me adelantó y sin más
dijo: “Ya supondrás a qué he venido…”. “Bueno, a lo que quieras”, respondí servicial.
Ahora fue más directo: “Cuando la otra noche tu patrón y tú presumisteis de tus
tragaderas, por la cara que pusiste me pareció un farol… Por eso me adelanté
para poder estrenarte. Supongo que no se me habrán adelantado”. Comprendiendo
que eso era lo que se esperaba de mí afirmé: “Serás el primero, tenlo por
seguro”. Su sinceridad fue rotunda. “Es que desvirgar a un tipo como tú, joven
pero de cuerpo regordete, es difícil de encontrar entre los de pago”. “Así que
eso te da morbo…”, dije en plan zalamero. “¡Y bien que le he pagado a tu patrón
por ello! Si quedo satisfecho, sacarás tajada”, concluyó rotundo.
Después de esta
descarnada presentación, decidió: “¡Venga, vamos a desnudarnos!”. No tardé en
quedar en cueros ante su mirada y me entró el gusanillo de estar ofreciéndome a
mi primer cliente. Éste, por su parte, conservó el eslip y se arrellanó en el
sofá con las piernas estiradas sobre un puf. Impresionaba su cuerpo recio y
velludo. De pronto, descolgó el teléfono que había al lado e hizo una llamada.
Temí que fuera a mi patrón para darle quejas sobre mí, tal era mi desconcierto,
pero era algo profesional. Me hizo el gesto de que me sentara en el brazo del
sofá junto a él. Me pasó una mano por el muslo y levanto el brazo para
pellizcarme un pezón, que se me puso
duro al instante. Cuando colgó, me sonrió con mirada de sátiro y fue
acariciando el vello de mi cuerpo. “Bueno sí que estás…”, sentenció, y ello me
alagó. Me hizo abrir las piernas y cogió con dos dedos mi polla que empezaba a
dilatarse. Con varios pases me la puso tiesa del todo. “Muy bien dotado…,
aunque yo no soy de los que se la meten”, comentó.
“No tengo mucho
tiempo”, dijo levantándose y, echando abajo los calzoncillos, mostró una polla
gruesa y ya amenazadoramente dura. “¡Échate sobre el brazo del sofá!”, ordenó.
“¿Así sin más…?”, se me escapó, “¿No estaré demasiado estrecho?”. “¡Bien que lo
cobráis ¿no?! Además lo mío es agrandar los culos prietos”. Ignoraba la tarifa
que había puesto mi patrón por estrenarme el culo y no tuve otra opción que dar
un voto de confianza a la maestría del cliente en el ensanchamiento.
Haciendo un esfuerzo
de autodominio me plegué a su mandato y me volqué sobre el grueso brazo del
sofá. Mi cara se aplastaba en el asiento que su culo había dejado aún caliente.
Sabía que debía relajarme lo más posible y superar la contracción instintiva de
mi cuerpo a la defensiva. Entonces sus manos, fuertemente asidas a mis glúteos,
los separaron para indagar en la raja. Un dedo tanteó el angosto agujero e
intentó entrar, pero lo frenaba la sequedad. Me soltó y oí como un escupitajo,
supuse que en su mano. En efecto ésta me untó de saliva y ya el dedo penetró de
golpe. Contuve un espasmo de dolor, consciente de que era solo el comienzo.
Ahora eran dos dedos los que hacían de barrena y me dilataban. “¡Así, así, qué
pollazo te vas a tragar…!”, exclamó el cliente enardecido. Las manipulaciones
lo habían excitado al máximo y noté cómo su verga endurecida buscaba acomodo.
Un chispazo eléctrico me recorrió hasta la raíz del cabello… El ariete ya
estaba dentro. Él lo confirmó: “¡Si hasta hoy lo eras, ya no eres virgen,
chaval! ¡Ja, ja, ja!”. Ardiendo por dentro y a duras penas, me sentí obligado a
decir algo. “¡Soy tuyo…, me gusta!”. “Eso se lo dirás a todos los que te
paguen”. Tuve que concentrarme en soportar las arremetidas que me iba dando con
toda su energía. “¡Me chiflan los culos estrechos! ¡Qué placer dan!”, espetaba
sin perder el ritmo. “Pero no me voy a correr dentro. Prefiero que me remates
con la boca”. Se salió bruscamente y sentí un efecto de vacío como si estallara
por dentro. Se la meneaba mientras yo cambiaba de posición y caía de rodillas
ante él. La verga entró en mi boca y él me conminó: “¡Mama, que estoy a punto!”. Puse todo mi esmero en
revitalizarle el goce retardado y pronto sus bufidos sonorizaron la eclosión
lechosa. Tragué y luego lamí con fruición hasta que él se apartó. “No ha estado
mal…”, fue su veredicto. Tuve que disimular el escozor que me había quedado en
el culo.
Pensé que debía ser
obsequioso y le pregunté: “Querrás ducharte o lavarte”. “Así está bien y me
tengo que ir”. Se vistió con prisas y al acabar me dijo: “Ya te apañarás con tu
patrón”. Cuando se marchó, quedé reflexionando sobre mi primer trabajo
mercenario… y con el culo dolorido.
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El dueño del bar
resumió la continuidad de su carrera: “Fue mi bautizo de fuego y, a partir de
entonces, las visitas de clientes se sucedieron. En encuentros más o menos
convencionales me fue tocando hacer de todo: mamé y fui mamado, mordí y fui
mordido, enculé y fui enculado. Al parecer mi versatilidad y dedicación eran
valoradas y, aunque mi patrón mantenía mucha discreción al respecto, tal vez
también funcionaba el boca a oreja entre el círculo de selectos usuarios.
Pronto no me limité al piso de mi
patrón, sino acudiendo a domicilios y hoteles. Durante un tiempo era él quien
concertaba las citas, pero llegué a independizarme y a volar por mi cuenta. Y
no creas, que, aunque gané peso y maduré casi como me ves ahora, no dejé de ser
solicitado por hombres que, por diversas razones, quieren mucha reserva, pero a
los que les van los tipos como yo”. No pude menos que comentar: “Pues les alabo
el gusto”. Se rio. “Pero hace tiempo que no cobro… Ni imito a mi antiguo patrón
reclutando chicos de alterne”. Abusando de su sinceridad aún me interesó
despejar una incógnita: “¿Cómo te las apañas para estar siempre en forma con
clientes que te pueden atraer más o menos?”. “Tengo lo que podríamos llamar una
cualidad, que me resulta muy útil. El mero hecho de ponerme a su disposición y
ver las ganas que me tienen ya me excita… Eso les encanta”. “No lo dudo”,
afirmé convencido. Pero empezó a entrar gente en el local y el dueño tuvo que atenderlos…
Unos días después
volví al bar en las mismas circunstancias. El dueño, que aún estaba solo, se
rio ante mi aparición. “Veo que te gustan mis historias…”, dijo socarrón.
Porque a él, que a estas alturas ya no se le escapaba nada, no se le podía ocultar que, además de
interesarme como relator, que por cierto lo era magnífico, había también una
pulsión erótica que me delataba. Probablemente por eso, antes de seguir
contando sus excitantes aventuras, quiso dejar bien clara su situación actual.
“Quiero que sepas que ahora mi enfoque del sexo ha cambiado radicalmente. Vivo
felizmente en pareja con alguien de todo ajeno al mundo en que yo me he movido.
Si mantengo este bar no es para seguir en contacto con ese ambiente, sino
porque es lo que se me da bien, y así no vivo ocioso dependiendo de mi hombre”.
Tan categórica declaración dejaba pues muy claro mi papel de mero oyente y
diluía cualquier otra pretensión que pudiera abrigar. No obstante, el placer de
oír su voz reviviendo su pasado y, por qué no, la serena contemplación de su buena
planta, eran para mí suficiente acicate para seguir atento a lo que a
continuación fue narrando:
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En una ocasión de mis
comienzos me las tuve que ver con un visitante de aspecto turbador. Su gran
envergadura se rodeaba de misterio mediante unas enormes gafas oscuras y el
cuello del chaquetón subido, que medio ocultaba una barba hirsuta. Llevaba
además una bolsa de regular tamaño. Me miró de pies a cabeza y su expresión,
que no sabía si era de aprobación o de menosprecio, me dejó paralizado. Empezó
a aligerarse de ropa y, tras deshacerse del chaquetón, desabrochó con brusquedad
su camisa. Surgió un torso voluminoso y de recio pelambre, con tetas de picudos
pezones y oronda barriga. Al bajarse los pantalones, solo un minúsculo tanga
negro y transparente recogía a duras penas huevos y polla comprimidos. Se puso
a manipular en la bolsa y se me erizó el cabello al ver que sacaba unas amenazadoras
tijeras. Plantado ante mí, con hábiles manos que afortunadamente respetaban mi
piel, fue convirtiendo en retales mi polo de marca –supuse que eso estaría
cubierto por la tarifa–. No mejor suerte corrieron pantalones e incluso
calzoncillos, haciéndome girar como a una peonza.
Ya completamente
desnudado me abarcó entre sus peludos brazos hasta depositarme sobre la cama
del dormitorio. Rápido fue a traer su bolsa, de la que sacó cintas y cordeles
blancos. En pocos minutos me sometió a unas complicadas ligaduras que acabaron
dejándome completamente inmovilizado. Asimismo me cubrió la boca con una banda
adhesiva. Desde luego mi indefensión absoluta no dejaba de parecerme temible.
Solo podía fijar la vista en el rudo corpachón que, marcado por el a todas
luces insuficiente tanga, me habría puesto la mar de cachondo en otras
circunstancias. Pero mi vista quedó nublada porque el hombretón se sentó sobre
mi cara y restregaba por ella su culo peludo. Cambiaba de postura y lo que me
frotaba era el terso paquete cuyo endurecimiento fui notando, hasta que la
verga se le salió por un lateral y con ella me azotaba el rostro. Habría
querido atraparla con mi boca, pero la tenía obturada por la banda. Cuando
debió considerar que por este lado ya había tenido suficiente calentamiento, se
pasó a mis bajos. Con un fuerte impulso de su manaza mantuvo levantadas mis
piernas atadas por los tobillos y metió la cabeza por debajo. Aplastaba la cara
sobre mi polla y mis huevos, y su lengua hurgaba juguetona. Las lamidas en el
ojete me dieron tal gusto que, pese a lo forzado de la posición, empecé a tener
al fin una erección. Fue la señal para que, soltándome las piernas que quedaron
rodeándolo, se pusiera a mamármela con fruición. Sus labios apretados y su
lengua rasposa hacían maravillas buscando ansiosamente mi vaciado. Éste llegó y
fue acumulando mi leche en su boca. Una vez colmada la fue escupiendo por mi
raja. A continuación me giró poniéndome de costado. Deshizo la ligazón que a la
espalda sujetaban mis muñecas y tobillos, volvió a atármelos hacia delante.
Quedé así en una extraña posición fetal, que el cliente aprovechó para
abordarme por detrás. Me clavó la verga en el culo y me follaba de lado con
furia agarrándose a las cuerdas. A veces me volteaba y quedaba yo encima de él.
Sus impulsos de caderas no cesaban, hasta que en agitados espasmos se corrió
dentro de mí.
Me dejó sobre la cama
hecho un ovillo y se fue haca el baño. Oí el sonido de la ducha y al poco
volvió secándose. Recuperó el tanga que había caído al suelo y se puso a
vestirse. Temí que me fuera a dejar atado y que tendría que esperar a que
viniera mi patrón. Pero cuando hubo terminado procedió a soltarme las cuerdas,
que recuperó y guardó en la bolsa. Solo me dejó la boca tapada. Echó un sobre
en una mesa y rápidamente se marchó con un fuerte portazo. Entonces me quité la
banda de la boca y respiré aliviado. Me había ganado mi tarifa.
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“Una experiencia más
fuerte”, le comenté a mi narrador. “Bueno las ha habido más pintorescas…”. Aún
le dio tiempo a contarme ésta:
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Mi patrón me comunicó:
“Hay un encargo del que podemos sacar una buena tajada, si no te da corte”. Me
intrigó porque ya había adquirido una cierta experiencia con una variedad de
clientes. “Tendrías que ser un regalo de cumpleaños en una fiesta sorpresa”.
“No me digas que es el numerito de salir en bolas de una tarta…”. “Eso no, pero
habrás de hacer de camarero sexy hasta que revelen que eres un regalo. Te han
escogido del gusto del dueño de la casa, por recomendación de un cliente que ya
te ha catado”. “Si también le gustan gorditos…”, acepté yo, porque ya había
ganado algunos kilos. “No sabes lo que os cotizáis…”, añadió mi patrón para
animarme. Pero aún añadió algo que me dejó con la mosca detrás de la oreja.
“Son gente bastante estrafalaria; así que no te sorprendas de nada. Será toda
una experiencia para ti y seguro que sabrás salir airoso… … El negocio es el
negocio, y éste es de los gordos”. Solo quiso explicarme que se trataba de un
pintor de cierto renombre que, precisamente ese día, volvería de un viaje. Unos
amigos se habían conchabado para prepararle la típica fiesta sorpresa de estar
esperándolo a oscuras y en silencio. Aunque me pareció algo muy convencional,
de las advertencias de mi patrón deduje que el regalito iba a tener retranca.
Hube de acudir un buen
rato antes para los preparativos. Era una casa grande y había ya bastante
gente, incluso elegantes señoras. Un espléndido buffet y una barra de bebidas
eran mi inicial campo de operaciones. Aunque me advirtieron que no tenía que
ocuparme de servir, solo lo justo para hacer el paripé. Lo que sí me afectaba
era cómo me había de mostrar: con tan solo un breve eslip negro, unos puños de
raso blanco y un cuello con pajarita. Era chocante la naturalidad con que todo
el mundo asumía mi pinta, lo que no
obstaba a que más de uno me comiera con la mirada. Cuando llegó el aviso de que
el homenajeado estaba a punto de entrar, el revuelo se calmó y se apagaron las
luces. Yo quedé junto a la barra, pero de forma que quedara bien visible. Se
oyó que se abría una puerta y, antes de que el recién llegado tuviera tiempo de
dar la luz, está se le anticipó con todo fulgor. Estallaron las consabidas
felicitaciones y las expresiones de sorpresa del pintor, aunque me pareció que
éste más bien la fingía. Lo que sí constituyó para él una auténtica sorpresa
fue mi presencia allí entre gente tan trajeada, a juzgar por la mirada que me
lanzó. Aunque claro, por exigencias del protocolo, tuvo que pasarme por alto
para poder atender la profusión de abrazos y besos. Me entonó bastante el
aspecto de quien habría de disfrutar de mis favores, hombre maduro y
corpulento. Vestía algo excéntrico, lo que aún picó más mi curiosidad. Se
distendió ya el ambiente y empezó el autoservicio en el buffet y, sobre todo,
en el bar. Como lo de camarero no me venía de nuevo, y por hacer lago, me puse
a servir copas, lo que dio lugar a que me fueran encajando algún que otro
billete por el borde del eslip. De esto no pensaba dar cuenta a mi patrón. No
se me escapaba que el pintor me echaba miradas incendiarias y hacía comentarios
con sus interlocutores, pero no parecía sospechar mi verdadera función. Incluso
los intentos que a veces hacía de acercárseme eran obstaculizados con algún
pretexto. De buena gana le habría llevado al menos una copa, de no ser que
temía interferir en la confabulación.
La situación se
alargaba y yo no sabía cuándo ni cómo se desvelaría el misterio. Pero de pronto
se atenuaron las luces y un foco de luz cruda cayó justo sobre mí. Entonando
entre todos un sentido “¡Happy Birthday!”,
me hacían señas de que me acercara al sorprendido homenajeado. Seguido por el
foco, avancé muy digno y me planté ante el pintor. No había guión y, para salir
del impase, se me ocurrió darle un par de castos besos en las mejillas y
felicitarlo en un susurro. Los aplausos aprobaron mi gesto. El hombre,
emocionado, preguntó a la concurrencia: “¿Es lo que me imagino?”. Un “¡Síííí…!”
colectivo y jocoso lo confirmó. Entonces el pintor, con gran desenfado,
exclamó: “¡Pues que siga la fiesta!... Ya no me necesitáis”. Y pasándome un
brazo sobre los hombros me condujo hacia la escalera que llevaba a las
habitaciones, que subimos juntos.
Así, mientras abajo
seguía el jolgorio, yo me dispuse a hacer realidad el regalo. Entramos en un
elegante dormitorio con una cama king
size. Pero no era ésta la que iba a ser nuestra base de operaciones. Porque
el pacífico revolcón que había imaginado con un hombre maduro y emocionado por
el detalle de sus amigos resultó ser algo mucho más movido. El pintor se separó
un poco para contemplarme de pies a cabeza y, tras exclamar: “¡Veamos bien esta
joya!”, se puso a despojarme, con parsimonia y como el que desenvuelve un
paquete, de las escasas prendas que lucía, como los puños, el cuello con la
pajarita y, finalmente, el eslip. Éste lo fue bajando con picardía y dándome
unos roces que, cuando levanté los pies para que me lo sacara, hicieron que mi
polla estuviera ya algo contenta. “¡Una maravilla!”, comentó mientras me
examinaba en perspectiva por delante y por detrás. Alargó una mano a mi polla
que, con su calidez, se puso a engordar. Solo fue un tanteo previo, pues
soltándome ordenó: “¡Ahora tú a mí!”. Tarea más complicada al estar
completamente vestido, aunque de forma poco convencional. Le saqué por la
cabeza una especie de poncho que cubría pantalón y chaleco de cuero negro sobre
una camisa de fantasía. Le desabroché el chaleco y ya empezaron a insinuarse
unas formas que no estaban nada mal. Como el pantalón, en lugar de bragueta,
llevaba una tapa abotonada a los lados, pasé a soltar ésta, que bajó y, para mi
sorpresa, desveló directamente un abultado sexo –Llevar calzoncillos debía
parecerle al pintor demasiado convencional–. Mantenía una actitud provocadora,
así que me arrodillé sumisamente y me puse a sobar el contenido. La contundente
polla se endureció considerablemente y me animé a metérmela en la boca. Mi
mamada hizo que el pintor se contorsionara teatralmente. Entretanto ya le había
bajado los pantalones y él mismo, en su paroxismo, se desprendía de chaleco y
camisa. Barrigudo, tetudo y algo peludo, era todo un sátiro que se elevaba
sobre mí.
El pintor interrumpió
la operación e hizo que me pusiera de pie. Abrió una arqueta y sacó unas
muñequeras y unas tobilleras de látex. “Toma, ponte esto… Más útil que los
adornitos que llevabas”. Impertérrito me ajusté unas y otras; él mientras se
introdujo huevos y polla en un aro de goma, lo que dio a la última un aspecto
aún más imponente. Me condujo hacia el
suntuoso baño, donde abrió una puerta disimulada por molduras que daba paso a
una sala en semipenumbra, destinada al parecer a cierto tipo de juegos. Me
llevó a una barra horizontal que colgaba del techo. “Me pone el body contact”, explicó al enganchar las
argollas de las muñequeras a los extremos de la barra. No sabía muy bien de qué
se trataba, pero me lo pude imaginar. No solo me dejó con los brazos en cruz
sino que también sujetó las tobilleras a una barra que me separaba las piernas.
Debió gustarle el efecto que hacía, porque consideró: “¡Justo lo que
necesitaba!”. Yo estaba a verlas venir y pensando que el estipendio me lo iba a
ganar con creces. Entonces cogió un frasco y empezó a embadurnarme todo el
cuerpo con un líquido oleoso a dos manos. No dejaba de repasar ni un
centímetro, desde los brazos a las pantorrillas. Ya empezó o ponerme cachondo
el sobeo que se traía con mis tetas, pellizcando con dedos resbalosos los
pezones. Más todavía cuando se ocupó de mi culo que lustraba con esmero. Los
dedos se le escurrían solos por la raja y me lubricaban el agujero,
provocándome respingos. El no vas más
fue el manoseo que se trajo con los huevos y con la polla, que a pesar de todo
se me había ido poniendo brava. Cuando dio por terminado el frote, le pegó un
manotazo algo brusco –que me hizo acordarme de alguno de sus seres queridos– diciendo:
“¡Esta viciosa tendrá que esperar!”. Me dejó colgado y medio goteando para
untarse él toda la delantera, incluida la verga, que me recordó la de un
caballo en celo y le caía por su propio peso. Ahora empecé a saber lo que era
el body contact, al menos en la
versión del pintor. Aflojó la polea de la que pendía la barra superior para que
quedara a la altura deseada, lo que me obligó a tener un poco dobladas las
rodillas. Se abalanzó sobre mí y me estrechó con sus recios brazos para
restregar su pecho con el mío, con las caras muy cerca. La polla le resbalaba
entre mis muslos y la mía se aplastaba contra su barriga. Lo aceitoso de
nuestras epidermis facilitaba las refriegas que provocaban un extraño
calentamiento corporal. Con los brazos en alto y las piernas flojas, me hacía
girar como un fardo, y le ponía tanto entusiasmo que llegué a pensar que se
correría de este modo. Aunque pronto pasó a las manos, golpeándome con los
puños en las tetas. Era soportable porque, al estar en equilibrio inestable me
hacía retroceder y la sujeción impedía que cayera de culo. Se agachó luego y
casi deseé una relajante mamada, pero ignoró mi polla y se cebó con mis muslos.
Los manoseaba con fuerte presión de arriba abajo, y las bruscas subidas me
agitaban los huevos. Luego cambió de tercio y me abordó por detrás. Repitió el
abrazo de oso y el restregar del pecho por mi espalda. Ahora la verga le
resbalaba por mi raja. Enseguida la tomó con mi culo. Empezó con enérgicas
palmadas, pero cambió a algo que debía ser una tablilla, que picaba mucho más.
En este punto, viéndolo tan vehemente, avisé: “¡No me vayas a dejar marcas,
eh!” –Porque se trataba de uno de mis medios de trabajo–. “¡Tranquilo! Solo un
poco de color… Y no me digas que el
calorcillo no te gusta”. La verdad era que, si no se excedía, lo aguantaba muy
bien. “¡Ahora sí que estás a punto para que te folle!”. Algo temible resultaba
aquel pollón y confié en que la impregnación aceitosa suavizara el impacto.
Para que no me bamboleara en el cuelgue, me pasó los brazos por debajo de la
barriga. Su verga iba tanteando por la raja hasta que encontró el punto blando.
Con un golpe de caderas aquello me fue entrando como un proyectil. Aguanté el
ataque, porque ya me había acostumbrado a las pollas grandes, pero contando los
segundos para que se me acabara de ajustar. “¡Como una seda, preciosidad!”, me
alabó, “Un poco de meneo te gustará”. ¡Y vaya meneo que me daba! “¿Qué?”, quiso
saber. “¡Me gusta, me gusta!”. No lo decía solo por compromiso, porque me iba
entrando un buen calentón. Lo que no me esperaba es lo que hizo a continuación.
Se quedó encajado a tope y, sin avisar, echó mano a mi polla. La sobaba hasta
ponérmela durísima y se afanó en un intencionado meneo. El ardor que sentía en
el culo se me contagió al cipote. “¡Harás que me corra!”, exclamé queriendo y
no queriendo. “Es lo que pretendo y yo lo haré también”. Y lo consiguió… Al
tiempo que me vaciaba con fuertes espasmos a pesar de la sujeción a la que me
tenía sometido, él emitió sonoros resoplidos y supe que no eran por mí, sino
por el chorro que había descargado en mi interior. Me soltó y su verga se fue
retrayendo con un efecto de vacío. “¿Qué te ha parecido mi especialidad?”,
preguntó ufano. “Muy original”, repuse ambiguo. Me libró al fin de los amarres
y afirmó pagado de sí: “¡Conmigo siempre se aprende!”.
“Ahora necesito una
relajación en soledad”, sentenció el pintor como abstraído. Interpreté que mi
trabajo se daba por concluido, así que silenciosamente abandoné la suite y busqué la escalera. En la planta
baja me topé con un desmadre orgiástico bastante considerable. Pero con mi
misión cumplida y mis energías bastante mermadas, preferí escabullirme tras
recuperar mi ropa de calle.
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Me convertí en un
asiduo del bar, que cada vez tenía más éxito. Por eso al dueño le quedaba poco
tiempo para depararme una atención especial. De todos modos, consciente de su
inaccesibilidad para algo más que contarme anécdotas de su vida, me conformaba
con contemplarlo realizando su trabajo. El desenfado y el savoir-faire con que se manejaba entre los clientes, provocador y a
la vez contenido, eran toda una confirmación de lo de “genio y figura”. Por
otra parte, también me deparó ocasiones para algún que otro ligue interesante…
Pero eso ya sería otra historia.