Salida de casa a media
mañana de un domingo, con la inocente idea de comprar la prensa y el pan, y
regreso en menos de media hora con una calentura a tope. Día desapacible y
calles casi desiertas. Por el chaflán aparece un tipo gordote paseando un
perrito. Lo llamativo es el contraste entre una gruesa sudadera con capucha a
la espalda y un corto pantalón de deporte bien ceñido. Las robustas y velludas
piernas que luce me dejan pasmado. Desvío mi ruta y me hago el tonto como si buscara
un número de la calle, siguiéndolo para alargar el disfrute de su vista en las
paradas para que el perrito se desahogue. Como era de esperar, no me presta la
menor atención… De vuelta de mis encargos, con la mente todavía llena del
paseante, entro en mi portal y voy al ascensor. Antes de que se cierre, oigo
que vuelven a abrir y retengo la puerta. Accede una vecina con su amante –lo sé
porque ya los había visto otras veces–, que resulta ser el tío más bueno de los
que pululan por la finca. Recio y viril, se nota a todas luces que están
deseando echar un polvo. Ella le arregla el cuello de la camisa, que deja ver
los pelillos del escote, mientras él la mira con ojos libidinosos. Despedida
con “buenos días” –“buen revolcón”, pienso yo–. La mano me tiembla ya cuando
pongo la llave en la cerradura. Enciendo la tele de la cocina para ver si
distraigo mis pensamientos y lo primero con que me encuentro es un gordo y
lustroso abad que explica lo fructífero de la convivencia entre monjes viejos y
jóvenes. No me cuesta nada imaginármelo con el sayo levantado y la polla
pidiendo una mamada.
Sin ganas de hacer
nada, y menos aún ponerme a leer las malas noticias de la prensa, me hago un
bocadillo de atún y me lo como con una cerveza; de postre, un plátano –¡cómo
no!–. Me resisto a un triste autoservicio, así que vuelvo a echarme a la calle.
Paso ante un cine y veo que ponen una película en que actúa el que hace de Tony
Soprano. Menos es nada. Como es de sesión continua, más que mediada la
proyección, accede a la sala un matrimonio clásico, ella y él maduros y voluminosos. Se colocan en una fila
delante de la mía, un par de asientos hacia un lado. La luminosidad de la
escena de ese momento me permite observar la buena pinta del varón cuando,
vuelto hacia mí se quita el abrigo. A su vez, me parece que él también se fija
en mí. Se nota que están en plan de gresca, por lo tarde que han llegado a
causa de ella, según él. Si no fuera por lo atractivo que me resulta su perfil,
que ha desplazado mi atención de la pantalla, casi les hago guardar silencio.
Fantaseo con que tengo delante al mismo actor que está luciendo su humanidad en
celuloide.
Terminada la película,
me entretengo con los títulos de crédito, con curiosidad por el estado de la
pugna conyugal. El marido llega a la conclusión de que, habiendo visto el
final, ya no le interesa retomar el principio. Por ello está dispuesto a
marcharse, aunque la mujer no lo haga. Así queda la cosa, y el esposo buenorro
se encamina a la salida. No sin antes dirigirme una incisiva mirada. Yo también
salgo y, por necesidades fisiológicas – ¿solo por eso?–, antes de alcanzar la
calle, me dirijo al servicio de caballeros. Es uno de esos espacios amplios y
con algunos recovecos, propio de las antiguas y grandes salas cinematográficas,
antes de fraccionarse en minisalas. Éste, por cierto, muy renovado y aséptico.
Hay tres o cuatro usuarios dispersos por los mingitorios y uno de ellos es el
marido airado. Ocupo una posición desde la que poder observarlo. No parece
tener prisa en acabar, así que nos llegamos a quedar solos. Es entonces cuando
se gira hacia mí, con la polla y los huevos fuera del pantalón. Se acerca para
colocarse a mi lado. Alarga una mano y me la agarra. Pasa un dedo por la punta
mojada, lo sube hasta su boca y, en un
lúbrico gesto, lo chupa. La verga ya se le ha puesto dura y la mía empieza a
estarlo. No me resisto a echarle mano y sobar lo que exhibe. ¡Qué lejanos en el
tiempo tengo ya los ligues de urinarios!
El esposo salido muestra
una gran excitación. Hace un gesto con la cabeza señalándome las cabinas de los
váteres. Pero me parece una frustración más del día –con las prendas que exhibe
el tío– acabar con un pajeo rápido encerrados en un cubículo tan exiguo, y más
con el impedimento de nuestra ropa de abrigo. No se arredra ante mi desagrado y
me espeta el consabido “¿Tienes sitio?”. Mi intriga por la existencia de su
cónyuge, es desarmada: “Como nos hemos cabreado, se irá a merendar con una
amiga”.
Casi no puedo creer
que, después de día tan aciago, esté llevándome a casa a aquel pedazo de hombre,
que, en su calentura, busca los roces durante el breve trayecto. Por mi parte,
contesto con monosílabos temblorosos
–por mi marejada interna– a su conciso interrogatorio: “¿Es muy lejos?”;
“¿Vives solo?”; “¿Tienes tantas ganas como yo?”. En el ascensor ya pasamos a
las manos. Palpo la dureza en su entrepierna y él retuerce la mía como si me la
fuera a arrancar. Al parar en mi piso, está esperando para bajar una vecina
chismosa que nos dirige una malévola mirada.
Abro la puerta y lo
hago pasar. Pero tira de mí, cierra con un pie y me arrincona apretando con su
barrigón, mientras se quita juntos abrigo y chaqueta, que caen al suelo –debe
ser de los que su mujer le plancha la ropa–. Así más suelto, cruza los brazos
por mi cogote y su lengua ya está dentro de mi boca antes de que pueda
respirar. Correspondo gustoso y noto un suave sabor mentolado. Entretanto, en
lo que me da la sisa de mi chaquetón, palpo su robusto torso que desprende un
acogedor calor. Él, después de haberme recorrido la cara con besos y lamidas,
sin liberarme de su barriga, ya está manipulando mi cinturón y bajándome de un
tirón pantalones y calzoncillos. Se escurre y, arrodillado, me sujeta por los
muslos y contempla mi polla que se levanta, casi goteando de lo mojada. Pero
esto un segundo, porque de un lametón me la deja seca, siguiendo tal sorbida
que parece que me la vaya a arrancar. He de frenar su ímpetu y lo hago levantar
–No es cuestión de que, después de traérmelo a casa, me corra ya en la puerta
con los pantalones en los tobillos–. Tomo el control y aprovecho para quitarme
el chaquetón y liberar mis pies. Él también hace lo propio con sus prendas
inferiores. Su polla bien tiesa y sus huevos resaltan en el pelambre del pubis
sobre unos rollizos muslos. Pero quiero ir por partes, además de temer que una
mamada ahora, con la marcha que lleva, provoque una ejaculatio precox. Blandiendo mi polla contra la suya, ocupo mis
manos en poner en práctica mis deseos. Con rapidez suelto los botones de su
camisa y voy desvelando unas pronunciadas tetas que desbordan la camiseta que
lleva. Subo ésta y accedo al pelo denso y recio de su barriga redonda y dura. Me
amorro a un pezón, lo que le provoca un gemido. Con una mano pellizco el otro,
y exclama en un susurro: “¡Cómo me pone eso!”. Manoseo a conciencia aquella
piel velluda cuyo contacto me enerva. Con una excitación extrema, ahora él se
afana en manipularme. Usa sus fuertes manos para sobarme al tiempo que me
despoja del resto de la ropa. Lametea y restriega la cara por todo mi cuerpo.
Su barba me raspa y siento deliciosos escalofríos. Lo incito entonces a buscar
una mayor comodidad.
Los dos ya desnudos
nos adentramos en el piso. Hago que vaya ante mí porque quiero verlo de
espaldas y sobarle el culo. Dos simétricas franjas de vello, menos espeso que
por delante, bajan hasta dispersarse sobre el orondo trasero, que trajino con avaricia. Ríe y comenta: “Noto que te
gusta…”. Por cortesía le pregunto si quiere beber algo. Su respuesta es: “Ya me
lo darás tú…”. Al ver que lo dirijo al sofá rinconera, que me parece puede dar
mucho juego, me pide: “Llévame a mear antes. Ya sabes, los mayores…”. Lo
acompaño al baño y me quedo pegado detrás, con la polla apretada a su culo. En
el espejo lateral miro cómo apunta al
váter la suya, aún bien crecida. “Te ayudo”, digo y paso una mano hacia
adelante para sujetársela. “¡Qué gustirrinín!”, murmura y el dorado líquido
empieza a brotar. Su reflejado perfil, tetudo y barrigudo, me extasía. Hasta se
la sacudo cuando el chorro cesa y luego se gira para estrecharse contra mí.
“Anda, mea tú”, dice. Algo de ganas sí que me ha entrado con la emoción. Para
mi sorpresa se arrodilla con todo su volumen a mi lado. También me la sostiene
y hago un esfuerzo. Él mira y, al decrecer el hilo, acerca su boca para chupar.
Es una afición que siempre me ha chocado, pero recuerdo que él ya había tomado
una muestra en los urinarios del cine.
Este remanso de sosiego se troca en vehemencia de nuevo cuando llegamos al sofá. Sin más preámbulo, me impulsa con sus fornidos brazos a subirme de pie en el asiento. Desde esa desigual altura, y con un “¡Deja que te coma!”, me va manoseando de arriba abajo y combinando succiones y lamidas. Sorbe las tetas y arrastra la lengua hasta el ombligo. Sigue por los muslos y juguetea con la polla. Antes de chupetearme los huevos, se explaya: “¡Qué ganas tenía! ¡Y qué bien que me hayas traído aquí!”. Me dejo hacer con una entrega lasciva. Me da la vuelta y la toma con mi culo. Hace que lo ponga en pompa y recrudece los apretones y repasos bucales. Sus mofletes rasposos se abren paso por la raja alargando la lengua con vehemencia. Me produce tan placentero cosquilleo que me afloja las piernas. Hasta tal punto me ponen negro los manejos por delante y por detrás que temo un derrame espontáneo. Pierdo el equilibrio y él me sujeta entre sus brazos. Exultante, me marca una peculiar hoja de ruta: “Ponme cachondo sin miramientos hasta que ya no pueda más. Entonces me follas… Pero no te corras, que quiero tu leche en la boca”.
Sube un pie sobre el
sofá y cruza las manos tras la nuca, ofreciéndome su corpachón. Ahora sí que
soy completamente consciente del regalo que al fin me ha deparado el día. Me
lanzo en picado dispuesto a cebarme con aquel pedazo de tío. Como ya me había
dicho que el trabajo de tetas lo ponía, no lo voy a privar –ni privarme– de magrear y saborear sus copas generosas,
con pezones agudos entre vello recio marcado de canas. Cuanto más estrujo,
chupo y muerdo, más me incita. “¡Aggg, fuerte, fuerte! ¡No te cortes!”. De
cortado nada, si casi me ahogo. Pero llegado al borde de la resistencia, me
impulsa hacia abajo. Su verga oscila mojada, con el capullo enrojecido. Planto
una mano en los huevos y los aprieto. “¡Oyyy…. Sííí!”, consiente. Manoseo la
polla y luego me la meto entera en la boca. Estoy deseando que me la inunde su
leche y succiono frenético. Él, encantado, se ríe sin embargo. “Tengo aguante.
Hasta que no me hayas follado no tendrás ni una gota”.
Se gira entonces y se
arrodilla en el sofá, apoyándose con los codos en el respaldo. “¿Te hace una
comida de culo de aperitivo?”, me provoca. La perspectiva que ofrece me nubla
la vista. Su ancha espalda desciende en pendiente hasta la frontera, de vello
algo más tupido, de la rabadilla. Los gruesos muslos separados, en ángulo con
las sólidas pantorrillas, sustentan orondas nalgas, cuya pilosidad se oscurece en la raja. Me lanzo voraz, arañando
la espalda y palmeando el culo. Él murmulla complacido. Restriego la cara por
toda el área a mi disposición; muerdo y lamo el vello. Abro la raja con las dos
manos y entro mi perfil. Mi lengua baila y se enreda. Él gime y coopera balanceándose.
“¡Escupe y mójame bien!”, conmina. Ya empapado le meto de repente un dedo.
“¡Uyyyy…!”, oigo. Meto dos, froto y retuerzo. Más “¡uyyyys…!”, pero sin el
menor rechazo. El ojete está caliente y elástico. “¡Folla ya!”, implora más que
exige. Toco mi polla, que está a punto, y hago que él se flexione un poco. La
clavo de golpe. “¡Aggg, bestia!”, se tensa. Empiezo a moverme agarrado a sus
caderas. “¡Así, así! Pero no te corras”, me recuerda. Me echo sobre él y le
agarro las tetas, cambiando el ritmo. Leal, aviso: “¡Estoy a punto!”. Con un
rápido giro, me saca y se tumba, con la cara entre mis muslos. Las primeras
gotas le salpican, pero se amorra enseguida y va bebiendo mientras yo me
descargo electrizado. Cuando caigo
derrengado a su lado, aún relamiéndose se pone a meneársela. Se arrodilla junto
a mí y, con un rugido, me rocía la cara y el pecho…
Percibo como un fogonazo que me hace abrir los ojos. Se han encendido las luces del cine. Los espectadores más rezagados enfilan el pasillo hacia la salida. La fila de delante está vacía. Tengo la boca pastosa. Noto la entrepierna tirante y humedecida. Con unas auténticas ganas de orinar, voy a los lavabos. De momento me parece que ya no queda nadie, pero, en un recodo más discreto, el gordo de la fila de delante y otro tío se están mirando.
Jajaja. Hace tiempo que no me duermo en el cine y desde luego nunca tuve sueños tan excitantes.
ResponderEliminarEres fantástico escribiendo relatos.