El cumplimiento del
servicio militar en un campamento –sí, esos eran mis tiempos– supuso para mí un
cúmulo de experiencias, pero sobre todo una me dejó marcado para toda la vida. Yo
era algo gordito y muy tímido, cualidades poco aptas para desenvolverse con
soltura en ese ambiente. No obstante, traté de sobrevivir a base de discreción y evitación de conflictos.
Al mando de mi unidad
estaba un sargento que, desde el principio, me inspiró sentimientos
contradictorios. Por un lado, se correspondía a la perfección con el tipo
cuartelero y zafio, que se ufanaba groseramente de su virilidad. Por otro lado,
y puede que en parte por esa misma
profusión de testosterona, ejercía sobre
mí un morboso atractivo. Cuarentón, rechoncho y fortachón, la sombra de una
espesa barba, pese a ir siempre cuidadosamente rasurada, oscurecía su rostro
confiriéndole fiereza. Los recios brazos, que casi reventaban la remangada
camisa, extendían su pelambre hasta los nudillos. La misma exuberancia pilosa
brotaba del cuello abierto todo lo que permitía el reglamento. La verdad es que
era más fanfarrón que duro y le bastaba con despertar admiración.
Pánico me daba que se
le ocurriera tomarla conmigo, al considerarme tan opuesto a él. Sin embargo, la
dualidad en que me movía hacía que, si por una parte procuraba pasarle lo más
desapercibido posible, por otra la mirada siempre se me iba allá donde estaba
él. Nunca sabré qué es lo que llegó a captar, pero el caso es que empezó a
reclamarme para pequeños servicios. A partir de ahí, entramos en una dinámica
que me sumió en la confusión, al tiempo que me subyugó.
En una ocasión
estábamos de maniobras, cargados con la impedimenta al uso. Llegamos a quedar
los dos solos, separados del resto por un montículo. De pronto me dijo: “Sujeta
esto, que voy a mear”. Me alargó su mosquetón y se abrió la bragueta. Se sacó
la polla sin molestarse en darme la espalda. Se la movía con la mano jugando
con el chorro, mientras que, con la otra mano, se subía la camisa secándose el sudor.
Mi embarazo no se le escapó. “¡Ni que
fuera la primera minga que ves!”. Se la sacudió ostentosamente y, antes de
guardársela, hurgó hasta sacarse también los huevos. “Cojones como éstos sí que
no habrás visto… ¡Ja, ja, ja!”. Correspondí
solo con una risita de conejo. “¡Anda, vamos!”. Se guardó el aparato y recuperó
su arma.
Otra vez, como castigo
por una torpeza, el teniente me había hecho pasar toda una tarde limpiando varios
vehículos. Acabé lleno de grasa y polvo cuando mis compañeros ya habían salido
de paseo. Me dirigí a las duchas colectivas y allí, solo, me puse en remojo. El
ruido del agua no me dejaba oír nada más, así que me llevé un sobresalto
cuando, al girarme, vi en la puerta al sargento. “¡Vaya susto que te he dado!
Estoy de guardia y he venido a ver quién andaba por aquí… Así que eras tú”.
Seguía plantado sonriendo socarronamente y yo estaba de lo más nervioso. “¡Oye,
me has dado una idea con este calor!”. Aunque los mandos tenían sus propias
duchas, el sargento se desnudó allí mismo y se puso muy cerca de mí. La
impresión que me produjo verlo de cuerpo entero casi me paraliza. El vello
cubría sus redondeces más suavemente de lo que había imaginado y él se remojaba
con voluptuosidad. Se jactó: “¡Tú tan blanquito y yo hecho un oso!”. Mientras,
yo me iba enjabonando una y otra vez para disimular mi turbación. De pronto vi
que se había empalmado y no tuvo el menor reparo en exhibirlo. “Es que voy de
caliente… Hace una semana que no me trinco a una tía”. Por más que traté de
evitarlo, el instinto se me puso en guardia. Él miró con naturalidad y
sentenció: “¡Claro, a ti también te pasa! Y eso que no tienes pinta de ser tan
fogoso como yo…”. En esa tesitura, no sabía qué podía pasar. Pero el sargento
zanjó de repente la cuestión: “¡Venga, vamos a echarnos agua fría!... ¡Qué
putada estar de guardia!”. ¿Se refería a no haber podido salir para echar un
polvo o a que no era reglamentario enredarse allí conmigo? Fantaseé toda la
noche acerca de ello.
Pasaron pocos días y
el sargento tuvo que conducir un jeep para recoger un encargo. Me ordenó que lo
acompañara para que la carga fuera más rápida. La intimidad del trayecto no
dejaba de inquietarme. Pero él dedicó buena parte del tiempo a sus baladronadas
y chistes malos, que cuanto más guarros más le hacían reír. Me sorprendió que
sacara el tema. “¡Anda que no nos pusimos burros el otro día en la ducha! Es lo
que tiene la milicia, la buena camaradería…”, exclamó con risotadas. Entró en un
inhabitual mutismo y, al poco, se desvió para meterse entre un conjunto de
árboles. Paró y me dijo algo más serio: “Pues yo sigo igual sin mojar…. ¿Por
qué no nos hacemos unas pajas?”. Su
pregunta era retórica, porque ya se estaba soltando el cinturón y bajando los
pantalones hasta las rodillas. “¡Mira cómo estoy ya!”. Y pude ver su
contundente polla bien tiesa y mojada. “¡Anda, anímate! Que es mejor en
compañía”, me interpeló. Así que pronto me encontré en su mismo estado.
Empezamos meneando cada uno la suya y mirándonos de reojo. Pero pronto sugirió:
“Tú a mí y yo a ti ¿vale? Así dura más”. Intercambiamos manos y no tardamos en
resoplar los dos, él más estentóreamente. Aún intercaló: ¡Dale, dale! Y maricón
el primero que se corra…”. Yo, que tenía in
mente lo a gusto que habría usado con él la boca, me vacié antes. El
sargento se limpió la mano con mis huevos y me conminó: “¡No pares, no pares,
que retiro lo de maricón!”. Por fin se corrió con exageradas convulsiones en
varios brotes de abundante leche. Cuando se calmó, no se abstuvo del autobombo:
“¿Has visto lo que soy capaz de largar?”. Como yo me había quedado agarrado a
la verga, me avisó: “¡Chaval, que te vas a quedar pegado!”. Echó mano de una
bayeta que había en el salpicadero y nos limpiamos. Una vez recompuesta la ropa,
reemprendimos la marcha en un relajado silencio hasta llegar a destino.
A estas alturas de tan peculiar trato, me tenía totalmente intrigado qué valor debía dar el sargento a sus expansiones conmigo. Desde luego, yo no podía hacer nada que supusiera tomar cualquier clase de iniciativa en un juego tan resbaloso. Solo me cabía elucubrar sobre cuál sería su próxima ocurrencia, si es que la había.
Un día en que teníamos
la tarde de permiso, el sargento me abordó a la salida del campamento. “Ven
conmigo, que te voy a llevar de putas”. Me entró pánico, porque eso no era
precisamente lo que me pedía el cuerpo. Intenté improvisar una excusa, pero ya
sabía que con él no valían. “A ver si va a resultar que eres virgen… Pues
mejor, que ya es hora de que espabiles”. Quiso animarme: “Hay una que ya ni me
cobra de lo bien que se lo pasa conmigo. Dice que soy el único cliente con el
que se corre,…la muy puta. Te va a tratar de maravilla”. La situación me
parecía de lo más delicada, porque si, como era de prever, no respondía a sus
expectativas, podría quedar retratado y volverse contra mí su excesiva
camaradería. Una virilidad burlada daría cabida al rencor, con horribles
consecuencias para mí.
Como res al matadero
hube de dejarme conducir a casa de su amiga, que nos recibió con muchas
alharacas. “¡Ladrón, qué caro te haces de ver! Seguro que te gastas los cuartos
con otras pelanduscas”. Y al verme: “Así que me traes carne fresca. Lo que tú
no inventes…”. La mujer era madura y generosa en carnes. Llevaba una bata a imitación
de un kimono que dejaba ver casi enteras sus abundosas tetas. El sargento le
dio una palmada en el culo. “A mí ya sabes de sobras lo que me gusta. Y a éste
lo vas a tener que poner al día”. Yo había desviado la mirada al entorno de la
típica habitación, donde destacaban, aparte de la gran cama, un lavabo y un
bidet. Cogido por sorpresa, el sargento me sujetó la cabeza y me estampó la
cara en el canalón del escote de la matrona. “¡Esto sí que es buen género!”, afirmó.
Ella entonces salió en mi defensa. “¡Déjalo, animal, que lo vas a espantar!”.
Empezó el ritual y
ella a hacer de sacerdotisa. “No me quito la bata hasta que estéis encuerados,
que os tengo que lavar la minga… A saber cómo la traéis del cuartel”. Obedecimos dócilmente y me reconfortó algo ver
de nuevo al sargento en pelotas. A su vez, la mujer quedó solo con un tanga
rojo. “¡A bocaos te lo voy a arrancar!”, le espetó el sargento. Pero ella no le
hizo caso. “¡Venga, al lavabo!”. Nos pusimos los dos a cada lado con las pollas
sobre el borde. La del sargento ya lucía morcillona y, a medida que se la
mojaban y enjabonaban, se iba poniendo en forma. La mía, en cambio, no se
inmutó, para mi vergüenza. La mujer fue indulgente. “El pobre está nervioso”.
Ya secados, el sargento se empeñó en tutelarme. “Túmbate y verás qué mamada… Yo puedo esperar”. Obedecí – ¡qué remedio!– y la mujer, entonces, restregó las tetas por mi cuerpo hasta llevar la cara a mi entrepierna. No usó las manos sino que directamente sorbió mi polla y yo intenté relajarme no perdiendo de vista al sargento, que se la meneaba observándonos a su vez. Aunque hube de reconocer la profesionalidad con que era mamado, todo se trastocó por un gesto insólito del sargento. Como yo había quedado muy cerca del borde de la cama, el hombre se acercó a mi cabeza y me ofreció su verga. Con toda naturalidad me dijo: “Anda, chúpamela tú mientras”. No me pensé dos veces tan inesperada oferta, así que mi boca se apoderó del deseado miembro. “¡Joder, si chupa mejor que tú!”, exclamó. La doble maniobra logró que me pusiera de lo más excitado. “¡Para, para, que se la meto en el coño!”. Se apartó de mí y se dirigió a la mujer, quien previsora se deshizo del tanga. Sin contemplaciones, el sargento hizo que se girara y quedara boca arriba sobre la cama. Se encajó entre sus piernas abiertas y resopló. “¡Me gusta este chocho tan caliente!”. No se olvidó de mí, que me puse de pie a su lado luciendo aliviado mi lograda erección. “Verás lo que aguanto. La voy a volver loca”. Empezó a bombear ufano y la mujer emitía unos suspiros in crecendo, probablemente fingidos. Yo no quitaba ojo de su culo peludo subiendo y bajando. En sus últimos espasmos, acompañados de bramidos, casi aplasta a la mujer, que cuanto antes intentó librarse. “¡Puaf, qué polvazo!” (Él se lo decía todo) “Ahora tú, que ya has visto cómo se hace”. Pensé que lo que más me había gustado había sido mamársela. “Pero espera, que voy a mear y a limpiarme”. Usó el lavabo para ambas cosas, dejando correr el agua.
La mujer, en su sabiduría, aprovechó para susurrarme al oído: “No tienes que hacer nada que no te guste ¿Te crees que no te he calado? Si solo te pone el sargento… Déjame a hacer a mí”. El sargento ya volvía con su autobombo. “Veréis lo poco que tarda en ponérseme dura otra vez”. Yo también volvía a tenerla floja, aunque por motivos distintos. Me miró con desagrado. “¿Así estás tú? ¿Mucha hembra para ti?”. Aquí intervino mi protectora. “¡No seas bestia! ¿Cómo quieres que el chico se anime contigo alardeando por aquí? Ya vendrá otro día él solo y quedará apañao”. El sargento encajó el golpe. “¡Vaya madrina te ha salido! Pues espera un poco que yo quiero mojar otra vez”. La mujer estaba dispuesta a zanjar el asunto. “¡Vas listo tú! Sin pagar y doble ración… Bastante escocía me has dejado ya”. Con el orgullo un tanto herido, el sargento ordenó retirada.
No volvió a hacerme el
menor comentario sobre la visita a su amiga, aunque siguió con las
fanfarronadas, a todo el que quisiera oírlo, de sus dotes de su seducción con
las putas de la comarca. Por mi parte, la forma tan desenfadada en que me
utilizaba como estimulante sexual, cuando le venía en gana, me tenía
desconcertado. Nos habíamos pajeado mutuamente y hasta había hecho que se la chupara
como si tal cosa. Todo lo cual me tenía obsesionado y alimentaba mis fantasías.
Pero solo podía quedar subordinado a su capricho, sin arriesgarme a dar un paso
en falso.
No tardó en buscar la
ocasión de estar a solas conmigo. Sin el menor empacho me soltó: “¿Sabes que el
otro día me la chupaste muy bien?”. No se me ocurrió más que contestar:
“Hombre, estábamos todos excitados…”. “Sí, pero en plan de confianza, tampoco
me pareció mal”. Ya me lo vi venir y, con el corazón palpitando, dejé que
siguiera largando. “Si no miras, no hay diferencia…”. “Tiene usted razón, mi
sargento”, apostillé recalcando la jerarquía. “¿Me lo volverías a hacer? Con lo
cargado que voy…”. “Si eso lo alivia…, con la misma confianza”. Esta palabra
parecía que neutralizaba cualquier prejuicio. “¡Uf! Nada más pensarlo me he
puesto burro… Es que soy un semental”. “Ya lo sé, mi sargento. Y yo a su
disposición”. “Pues venga…”. Se bajó los pantalones, se arremango la camisa
sobre la barriga, se sentó en el camastro y se echó hacia atrás mirando al
techo. La verga ya le hacía ángulo recto con el peludo vientre. Procurando que
no se me notara demasiado la excitación, me aventuré a preguntar: “¿Quiere que
lo toque también un poco para animarlo?”. “¡Haz y no hables!”. Me contuve para
no darle un sobeo demasiado evidente, pero pasar las manos por su pelambre y
cosquillearle los huevos me embriagó. Como empecé a frotarle la polla, me
atajó: “¡Que no es una paja, eh!”. “Descuide”. Y como sabía que eso lo alagaría
añadí: “¡Qué bien dotado está usted, mi sargento!”. Él rezongó. Ya sí que pasé
a mamar con toda mi alma. Antes de que se le entrecortara la respiración, profirió:
“¡Igualito que las putas… o mejor”. Yo chupaba arriba y abajo hasta ahogarme y
le daba repasos con la lengua. Él parecía concentrado, con resoplidos
intermitentes. Cuando éstos subieron de volumen, le oí decir: “¡Que me voy a
ir!”. Para no interrumpirme, le di unos cachetitos en los muslos animándolo.
Empezó a lanzar erupciones de leche ácida que tenía que ir tragando para que no
me rebosaran de la boca, sujetándome fuerte a sus piernas para contrarrestar
sus espasmos. Él reprimía los rugidos para no armar demasiado escándalo. Por
fin exclamó: “¡Ostia, tú, qué bien me he quedado!”. Echó mano a la entrepierna
y, al notar que todo estaba seco, preguntó sorprendido: “¿Te la has tragado?”.
“Lo que no mata engorda, mi sargento… Y hay confianza”. Le hizo gracia mi
ocurrencia. Pero de pronto reflexionó muy serio: “Esto entre tú y yo
¿entendido?”. “Faltaría más, mi sargento”. Lo que me faltó fue tiempo para,
nada más quedarme solo, hacerme una paja impresionante.
El secreto compartido pareció unirlo más a mí. Como si se le hubiera abierto una perspectiva que no tenía por qué considerar incompatible con su indiscutible hombría. Incluso cabría pensar que el hecho de tenerme tan dócil a sus ocurrencias compensaba el trato burlón que sin duda provocaban sus prepotentes maneras de abordar a las mujeres, más esquivas y caras. El caso es que la senda en la que había entrado conmigo seguía dándole vueltas por la cabeza. Muestra de ello fue que no tardara en volver a sacar el tema. “¿A ti te gustó chupármela?”. Sabía que tenía que ir con pies de plomo para no herir su virilidad. “¡Cómo no me iba a gustar algo que a usted le vino tan bien!”. “¿Pero te puso cachondo?”. No me iba a pillar. “Hombre, es que la calentura de usted se contagia”. Tras la adulación me aventuré algo más. “Fíjese que después me hice una paja”. Me di cuenta de que esta confidencia había sido una temeridad, porque arrugó el ceño pensativo. “A ver si va a resultar que estás abusando de mí…”. Me puse en guardia. “¡Cómo puede pensar eso, mi sargento! Si me la meneé fue porque yo también iba cargado… Nada que ver con lo que le hice”. “Más te vale, porque como se te ocurra proponerme que yo te la chupe vas directo al calabozo”. “Por dios, mi sargento, eso sería inconcebible”. Aún le vino un recuerdo. “Y no te confundas con la paja que te hice en el coche… Eso fue una apuesta”. Quedó claro que el nivel de confianza –palabra que usaba de comodín– era de su exclusiva competencia. Pero, aunque yo claro que había fantaseado con una mamada suya, ¿por qué sacaba él el tema?
Lo que vino después, aparte de chupársela alguna vez más, procurando comportarme de la forma más aséptica posible –él bien que lo disfrutó–, supuso un frente más en su particular forma de usarme para satisfacer su retorcida sexualidad. Con la excusa de la confianza me comentó un día: “¿Sabes que si quieres dar por culo a las putas te cobran más?...Y encima les gusta a las muy zorras”. Me puse inmediatamente en guardia. En ese aspecto era todavía virgen y los bruscos modos del sargento eran de temer. Mi “¡Vaya!” le debió resultar tibio, así que alargó el tema. “Tiene su gracia, porque cambias de agujero y te aprieta más la polla”. “Usted se las sabe todas, mi sargento”, fue lo único que se me ocurrió. “Además, como las coges por detrás, importa menos que sean guapas o feas… Un culo es un culo”. “Claro, todos tenemos uno”, dije tontamente. “Tú mismo…, por poner un ejemplo, visto de espaldas, llenito y con poco pelo…”. “Mi sargento, mi sargento…”. “¡Coño, que era por hablar! ¡A ver qué te vas a creer!”. Ya me sabía su táctica de ir dejando caer, pero ahora dudaba de hasta donde llegaría.
Pues no pasaron ni
veinticuatro horas, que me impusieron un arresto de fin de semana a cumplir en
prevención. Ignoraba el motivo, pero lo entendí todo cuando supe que el
encargado de mi vigilancia iba a ser precisamente el sargento. Era un barracón
aislado donde no habría nadie más. Fingió disgusto al recibirme: “Por tu culpa
me ha tocado quedarme el fin de semana… ¡Con las ganas que tenía yo de echar un
polvo!”. Traté de contemporizar. “Cuánto lo siento, mi sargento. Si en algo lo
puedo remediar…”. “¡Sí, claro, tú y tus mamadas! Pero es que, después de lo que
hablamos ayer, tenía yo el capricho de trincarme por detrás a alguna tía”. “En
eso, yo…”. “¡Claro, claro… cómo se te ocurre!”. Se marchó con gesto adusto.
“Luego nos vemos, cuando acabe la ronda”. Me quedé convencido de que, fuera
cual fuera la estratagema que se le ocurriera, estaría dispuesto a conseguir su
propósito. Por lo demás, la atracción morbosa que ejercía sobre mí me inclinaba
a darle facilidades. Pero, si me iba a acabar penetrando, que al menos no fuera
a lo bestia.
Cuando volvió, puso ya en marcha todas sus dotes de convicción. Incluso con una, inusual en él, actitud de humilde persuasión. Se sentó a mi lado en el camastro y me cogió una mano llevándola a su paquete. “Mira cómo estoy ya”. Duro como una piedra. “Pues si quiere…”. “¡No, espera, espera! Hay que saber controlarse”. Me apartó la mano y adoptó un aire soñador. “¿Te acuerdas de la primera vez que nos vimos? Me refiero en confianza…”. Por supuesto que lo recordaba. “¿En las duchas?”. “Pues ahí fue donde ya me fijé en tu culo… Con los chorros del agua y la poca luz, talmente el de una tía”. “¡Vaya, gracias!”, me hice valer. “Ya sé que no es lo mismo… Pero en confianza, si ya te la meto en la boca…”. La palabra mágica que lo excusa todo. “Pero eso debe doler… y usted es muy enérgico, mi sargento”. “Las tías dicen que solo al principio. Luego les gusta”. Me sentía acorralado y, al mismo tiempo, tentado. ¿Ser desvirgado por un pedazo de tío como el sargento acaso no formaba parte de mis fantasías? Sin embargo, la perspectiva de bajarme los pantalones y que me la metiera sin más me parecía demasiado sórdido. Al menos intentaría mejorar el erotismo de la faena. “Es que así, con los uniformes, hace mal efecto”. Se le iluminaron los ojos ante lo que apuntaba a una aceptación. “¡Pues en pelotas…, como en las duchas!”. Iba tan salido que fue el primero en quitarse toda la ropa. Yo me enredé de lo nervioso que estaba y por echarle ojeadas a ese cuerpo que tanto me excitaba. Su verga, desde luego, ya se elevaba amenazante. “¡Venga ya, joder, y enseña ese culo!”. Me observó de espaldas. “¡Redondo y prieto… no me hace falta más, aunque no seas una tía!”. Me tomó de los hombros y me llevó ante una mesa. “¡Anda, échate ahí!”. Me apoyé sobre los codos y afirmé las piernas. Antes avisé: “Si no me pone al menos algo de saliva igual no entra”. “¡Ya sé lo que hay que hacer, chochito delicado!”. Pero se puso en cuclillas y me abrió la raja a dos manos, lanzando varios escupitajos. Enseguida se levantó y note cómo restregaba la polla sujetada con una mano. Se centró y empezó a empujar con una respiración ansiosa. Un fuerte ardor me fue invadiendo, aunque la propia estrechez del conducto lo obligaba a ir despacio. Sentí que la parte más gruesa del capullo había ya entrado y, aguantando el dolor, traté de relajarme. “¡Costó pero entró!”, exclamó el sargento ufano, “¡Ahora hasta los huevos!”. Y vaya arremetida que me dio, que casi me derrengo sobre la mesa. El bombeo que imprimió a la gruesa verga me desgarraba por dentro y me arrancaba gemidos, que le eran indiferentes, o más bien lo enardecían. “¡Qué bueno, qué bueno!”, y se agarraba fuerte a mis caderas. Yo mismo me llegué a sorprender de que se me fuera produciendo una especie de distensión interior que hacía la quemazón más soportable e, incluso, llegara a ser placentera. Hasta el punto de sentir que mi propia polla, encogida por el pánico, se iba llenando. Mis gemidos cambiaron de tono y él lo captó. “¡Si hasta te está gustando, so puta! ¡Pues verás lo que aguanto!”. Alardeando se permitía sacarla y volver a entrar con más ímpetu. Pero el aguante se le fue acabando hasta casi quedar en trance. En varias embestidas finales fue descargando su abundante lechada, con estertores y bufidos. Echó todo su cuerpo sobre el mío y la polla fue resbalando hacia fuera. “¡Ostia, qué bueno ha sido!”, fue su veredicto. Me enderecé y, con las piernas tambaleantes, me dejé caer en el camastro. A pesar de mi cuerpo dolorido, me embargaba una fuerte excitación. Al ver que mi polla estaba dura, exclamó riendo: “¡Anda tú, qué bien te ha sentado!”. Yo solo pensaba ya en una cosa. “Con su permiso o sin él me voy a hacer una paja”. “¡Claro, hombre, que así rebajas tensión!”. Mirando cómo, orgulloso de haber conseguido su objetivo, se exhibía con la verga aún medio hinchada y enrojecida, me masturbé frenético hasta que la corrida me dejó exhausto.
Aún me enculó un par de veces más en sus rondas de vigilancia, ‘en confianza’ y sin que aparentemente afectara a su estatus de supermacho. En cuanto a mí, satisfechos sus caprichos, no le creaba el menor problema de conciencia. He de reconocer que me dejó preparado para la vida futura y, durante mucho tiempo, formó parte de mis fantasías más jugosas. Porque, tras unos días sin verlo, pregunté por él y me sorprendió –o no tanto– que había sido arrestado por haberse metido en una fuerte pelea en una casa de putas. Terminó mi período de campamento y le perdí la pista a mi sargento.