Había empezado a sentir molestias en una muela y sabía que mi dentista habitual estaba de vacaciones. Pero temí que empeorara y solicité una visita a otro de la misma clínica, al cual no conocía. Siempre pone mal cuerpo someterse a ese tipo de manipulaciones a boca abierta y, con tal ánimo, me presente a la hora pactada. Se cumplió el ritual de la enfermera que te hace sentar en el impresionante sillón, te deja medio tumbado y te pone el baberito. Mientras ella va trajinando el temible instrumental, oigo pasos que se acercan por mi espalda y, de repente, sobre mí aparece un rostro sonriente. Quedé pasmado al instante por su atractivo: cara redonda, bien rasurada y con el cabello muy corto, de hombre maduro guapísimo. Cuando, tras saludarme con aire tranquilizador, empezó a moverse a mi alrededor, pude confirmar la excelente impresión: no muy alto, algo barrigón y con unos recios brazos velludos, resaltados por las mangas cortas de su chaquetilla blanca. Siguiendo sus instrucciones, abrí al máximo la boca y se inclinó sobre mí. Las inevitables molestias de los utensilios introducidos se volatilizaban por el calor de su brazo que me rozaba con frecuencia y la presión de su barriga sobre mi codo apoyado en el sillón. Hubo de bajar un poco la altura de éste y aún subió más mi excitación. Pues ahora era su paquete el que se frotaba con mi codo. Como si fuera un movimiento reflejo, lo saqué algo más y no se retraía en absoluto. Es más, en algún momento en que se apartaba, se recolocaba sus bajos como al descuido. Yo había ya desplazado todo el antebrazo, dejando la mano tonta. Volvió a arrimarse y se refregaba todo a lo largo. Llegué a percibir una cierta dureza y, cuando alcanzó el nivel de mi mano, no pude evitar un discreto pinzamiento con dos dedos y, realmente, lo que toqué tenía consistencia Sin dejar de sonreír, se apartó con suavidad. Y me pareció que más por la presencia de la enfermera, que trasteaba a nuestra espalda, que por rechazo.
Al fin me explicó que había hecho un poco de limpieza y reparado un empaste. Escribió durante un rato y me entregó la receta de un calmante, por si me hacía falta. Me despidió con su cordialidad característica, no sin antes encarecer que no dudara en volver ante cualquier problema. Como salí recalentado y jurándome que, con problema o sin problema, había de volver, no me di cuenta que iba otra hoja junto a la receta. Sólo al llegar a la calle las revisé y, con gran sorpresa y pese a la letra rápida, leí el mensaje: “¿Te gustaría que jugáramos los dos solos? El domingo no hay consulta, pero por la tarde estaré aquí”. No me conmocionó únicamente la propuesta sino que casi daba por hecha mi aceptación. Y vaya si acertaba, porque la oferta me resultaba tan tentadora que por nada del mundo la iba a desperdiciar.