Las relaciones de vecindad dan mucho juego, aunque a veces lo ponen a uno en situaciones comprometidas. Una de éstas tuvo lugar a raíz de las obras de remodelación en un local comercial, no muy grande pero con bastante fondo, a pocos metros de mi casa. Los trabajos venían durando muchos meses, aunque de forma ininterrumpida, y me intrigaba el tipo de negocio al que irían destinados. MI interés se acrecentó cuando, llegados los calores y justo a la hora en que yo pasaba por delante para ir a comer a un restaurante cercano, encontraba cada día a los operarios sentados o medio tumbados en la entrada apurando el descanso tras su almuerzo. Unas veces eran varios, que charlaban y miraban a los transeúntes, pero con frecuencia veía solo dos. En estos casos me fijaba más, e incluso aflojaba el paso. Uno de ellos, gordote y basto, solía estar sentado en el escalón, tumbado completamente hacia atrás y con los brazos estirados, dormitando al parecer. Despatarrado con sus pantalones cortos y la camisa abierta, exhibía un cuerpo recio y peludo que no dejaba de excitarme. El otro, sentado de forma más discreta con la espalda apoyada en el quicio de la puerta, presentaba características muy similares en cuando a indumentaria y apariencia física, y parecía velar el reposo de su compañero. No dejaban de ser una buena distracción para la canícula.
Pero los acontecimientos se iban a enredar de una forma rocambolesca. Necesitado de unos trabajos de lampistería, unos vecinos de mi escalera me recomendaron a un tal Jacinto, eficiente y rápido, que podría encontrar, casualmente, en la obra cercana. Con ese motivo, un día pasé un poco más pronto y no vi a nadie, aunque estaba todo abierto. Supuse que estarían comiendo. Me picó la curiosidad y entré. Así podría obtener alguna pista sobre el destino del local y, si me tropezaba con alguien, preguntar por Jacinto. Con precaución avancé hacia el interior y de repente oí unas voces que susurraban. Por el tono temí interrumpir algo y, para cerciorarme, me oculté tras unos tablones apoyados en la pared. Al poco, a través de una rendija, vi a los dos sujetos en los que tanto me había fijado en una actitud de lo más íntima. Abrazados se besaban apasionadamente con los pantalones bajados. A lo excitante de la escena se sobrepuso en mí el pánico por la situación tan embarazosa en que me había metido. Ajenos a mi espionaje, se sobaban uno al otro las pollas, que podía ver gordas y crecidas. El más exhibicionista separaba los muslos para que el amante le metiera mano por la entrepierna, quien acabó agachándose y haciéndole una mamada. Cambiaron las posiciones y el turno de chupadas. El primero se dio entonces la vuelta y se inclinó sobre un bidón, lo que llevó consigo que el segundo se pusiera a comerle el culo con ansía evidente. Luego se incorporó y tras meneársela un poco le clavó la verga, con un suspiro del receptor. Empezaba a bombear cuando, en mi nerviosismo, rocé una tabla que cayó al suelo. Cortaron la follada, se subieron precipitadamente los pantalones y miraron hacia donde estaba yo. No les fue difícil encontrarme allí agazapado. Antes de que reaccionaran, me precipité a farfullar la poco convincente excusa de que buscaba a Jacinto y que, al verlos, no me había atrevido a interrumpir. Su indignación se combinó con el sarcasmo, y uno de ellos dijo: “¡Vaya! Si es el tipo que cada día nos come con la vista. Y ahora se esconde para meneársela mientras nos espía”. Entonces uno me sujetó entre sus brazos y otro me bajó pantalón y calzoncillo. Me cogió la polla, que se había arrugado como una pasa, y comentó:”Mira lo mojada que la tiene”. Me quedé inmóvil, consciente de que cualquier gesto de defensa sería contraproducente. Al fin me soltaron y me arrinconaron para frustrar mis intentos de fuga. Y sentenciaron alternándose: “Ya que nos has cortado la diversión tendrás que volver a ponernos contentos”. “Eso, nos lo vas a comer todo por delante y por detrás”. “Y te vas a tragar toda nuestra leche para que te quedes a gusto”. Se volvieron a bajar los pantalones y me forzaron a caer de rodillas. Se juntaron entrelazados por la espalda y tuve un primer plano de ambas pollas, gordas aunque ahora en tregua, que sobresalían entre la pelambre de sus cuerpos y descasaban sobre unos huevos poderosos. Dentro de la gravedad de la situación, pensé que el castigo no iba a resultar tan desagradable como pensaba.
Eran más retorcidos de lo que parecía porque, cuando me disponía a acometer la penitencia, me cortaron: “Mejor que antes se haga una paja y así complete lo que hacía espiándonos. Luego podrá concentrarse más”. Intenté darles larga alegando que ahora me iba a ser difícil ponerme a tono. Insistieron: “A escondidas bien que te ponías burro. Pues ahora lo terminas a la vista”. Me hicieron incorporar y apoyar la espalda en un tablón inclinado. “¡Hala!, y no tardes”. Ellos siguieron en la misma posición, pero se besaban de medio lado y se sobaban los culos. Como en efecto me costaba levantarla, se apiadaron: “Pobrecico, está cagao. Anda, acércate y te ayudamos”. Mansamente me puse a su alcance y sus toques, apretando el paquete y restregando la polla, tuvieron un efecto balsámico. Ya la tenía más recia. “¡Hala, a terminar!”, fue su orden. Con el estímulo recibido y la visión de sus pollas, que se habían puesto morcillonas, pude avanzar el proceso y me alivió el chorro de leche que por fin dejé escapar. “Anda, chúpate la mano como aperitivo y vente pacá”. Obedecí y volví a arrodillarme ante los dos monumentos. Estaba más relajado y dispuesto a que quedaran satisfechos. La verdad es que no soy ni mucho menos un principiante, salvo por lo extraordinario del suceso que estaba viviendo.
Me afiancé sobre el suelo y escogí al que más provocador me había parecido siempre. Llevé la cara bajo su polla y le lamí los huevos. El instrumento se le iba consolidando y yo tampoco desatendía al otro, pues a la vez le manoseaba sus joyas. Tomé la polla del primero, bajé la piel que seguía cerrada a pesar de que el empalme era ya completo y liberé el capullo. Lo lamí y el sabor agrio no me detuvo. Lugo lo fui metiendo en la boca, bien abierta por las dimensiones del chupete, hasta tragar lo más posible. Cuando empezaba a hacerlo salir y entrar, ajustando los labios a su contorno, una mano me sujetó la cabeza y la desplazó frente a la segunda polla; ésta descapullada y ya bien tiesa, no tan gruesa pero algo más larga. No descuidé el preliminar de los huevos y cuando pasé a chupar la verga, recordé que hacía poco había estado dentro del culo del compañero. “No lo hace mal el mirón”, fue el veredicto. “Y ahora a comer culos”.
Vaya morbazo😋 poco a poco voy retomando la lectura 😉
ResponderEliminarGracias😘
Parece que te va que den marcha...
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