domingo, 20 de febrero de 2011

El cirujano solícito

Había notado ligeras molestias en una ingle y mi médico de cabecera detectó una pequeña hernia. Me remitió a un cirujano para que, en su caso, determinara la necesidad de operar. Con el pantalón y calzoncillo bajados, tumbado en una camilla, me inspeccionó y confirmó la conveniencia de una intervención, tranquilizándome por su levedad y la rapidez de la recuperación. Aunque no me hacía ninguna gracia una manipulación agresiva en una zona tan sensible, no dejó de reconfortarme que, al menos, me ponía en manos de un profesional agradable y de buen aspecto: cincuenta y pico de años, barbita canosa y barriga marcada. Nada reseñable acerca de la operación, la breve hospitalización y el alta. Al cabo de unos días hube de acudir a la consulta del cirujano para que me sacara los puntos, lo que hizo con gran destreza. Me prescribió unas curas y me citó para la semana siguiente. Todo también muy normal y, por mi parte, al hacerme las curas, me daba un poco de grima ver mi pubis afeitado; aunque he de reconocer que, al haber hecho la incisión bastante más arriba de la ingle, me quedaban mejor resaltados la polla y los huevos. Uno se consuela como puede…

El día de la revisión, nuevamente tendido en la camilla, comprobó el avance de la cicatrización. Ya la herida apenas me molestaba y le comenté –con total inocencia, aunque tal vez mal expresado– que notaba mayor sensibilidad por abajo. Sonrío diciendo: “Mejor para usted, ¿no?”. Al tiempo que sopesaba los testículos y me levantaba el pene. “Todo esto está perfecto”. No dejó de resultarme chocante la confianza. Me recomendó que me aplicara una crema hidratante por la zona y que no levantara pesos por un tiempo. Creí que se habrían acabado las visitas, pero me sorprendió diciendo que quería seguir revisándome durante varias semanas.
 
La siguiente vez se repitió el mismo ritual. Aunque se limitó a comprobar el estado de la cicatriz,  comentó con una caricia al pubis: “Ya le van creciendo los pelitos”. Nueva confianza, que sin embargo iba a quedar superada. Me preguntó si me había aplicado la crema hidratante. Confesé que lo había olvidado. “Pues le iría muy bien”, y cogiendo un tubo de muestra me lo enseñó. “Ya que está aquí la va a probar”. Se echó una porción en la mano y comenzó a extendérmela. Empezó por el pubis y se desplazó a las ingles. Pero también pasó a untarme los huevos con un suave masaje. Aparte de sentir mucho gusto, tuve ya claro que aquello iba más allá del celo profesional. Llegó a repasarme la polla, pero, cuando ya temía una reacción delatora, cesó con un: “Así está bien por hoy”. Y, limpiándose la mano con una toalla de papel, me despidió hasta la próxima semana.
 
Cuando volví, me tumbé en la camilla con la curiosidad morbosa de cuál sería el comportamiento del día. No me defraudó pues, sin apenas prestar atención a la cicatriz y mirando atentamente más abajo, preguntó: “¿Ha tenido ya erecciones?”. Reconocí que casi todas las mañanas me despertaba empalmado –usé deliberadamente esta expresión no tan técnica–. Sin perder la seriedad, añadió: “Eso es bueno porque demuestra que la funcionalidad no ha quedado afectada”. Pensé en lo que me excitaban unos pretextos tan retorcidos, pues parecíamos estar en un juego erótico, en este caso, de médico y paciente. Me cogió la polla y la descapulló diciendo: “Me gustaría comprobar el nivel que alcanza. ¿Tiene inconveniente?” Ya contesté descaradamente: “No le costará conseguirlo”. Me sobó la polla, sin atreverse a una masturbación directa,  pero eso bastó para que se pusiera bien tiesa. Recogió con un dedo el juguillo que me salía por la punta y concluyó: “Está estupenda. Seguiremos la semana que viene”. Ese “seguiremos” me dejó con la intriga de cuánto prolongaría el proceso de seducción por etapas.
 
Repetí con una gran excitación, hasta el punto de que, nada más echarme sobre la camilla con todo al aire, presenté armas con la polla dura. “Vaya, no ha hecho falta ni tocarla”, fue su comentario al verla. Y lo provoqué: “Eso nunca está de más, doctor”. Tanta disponibilidad por mi parte, desató su juego. Me sobó los huevos y con el meneo la polla oscilaba. La cogió con dos dedos y bajó y subió varias veces la piel. Tímidamente al principio, acercó los labios y los rozó por el capullo. Luego sacó la lengua y lo repasó en círculos. Me decidí a bajar un brazo y tantear su bragueta. Cuando noté la dureza me agarré con fuerza. Como reacción él engulló la polla entera y la chupó con ansia. Mientras, logré bajar la cremallera y sacarle la suya. Teniendo mi verga bien ensalivada, me masturbó con pericia. Yo le aplicaba el mismo ritmo. Así que finalmente, al tiempo que me corría, mi mano se llenó de su leche.
 
Muy circunspecto buscó varias toallas de papel. Una la usó para limpiar mi barriga y su mano. Otra para secar mi mano y su polla, tras lo que la metió para dentro y subió la cremallera. Me ayudó a bajar de la camilla y, mientras completaba mi vestimenta, se agachó para quitar los restos del suelo. No pude resistirme y aproveché la ocasión para acariciarle el culo. Pero se irguió enseguida y dijo: “No hace falta que vuelva por ahora. Pida cita a comienzos del verano”. Y me despidió como si sólo me hubiera tomado la tensión.

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