Con frecuencia veía en el
supermercado cerca de mi casa a un chico que me llamó la atención desde el
principio. Hablo de él como un chico sobre todo por su apariencia, y por el
comportamiento del que más adelante tuve ocasión de percatarme. Desde luego los
cuarenta los debía rebasar, con un
corpachón recio y compacto. De cabello muy corto y barba cerrada bien
rasurada, mantenía siempre una expresión seria y concentrada. Vestía de manera
informal, con pantalones de chándal y zapatillas. La verdad es que me resultaba
asilvestradamente atractivo y me gustaba encontrármelo por allí. Incluso
observaba que, al salir del super, no tenía más que cruzar la calle para entrar
en un portal. También lo había visto a veces junto a un matrimonio bastante
mayor, que debían ser sus padres. Por las distintas horas en que hacía sus
compras, me dio la impresión de que no trabajaba. En resumen, lo catalogué como
un caso típico de hombre ya no joven que seguía viviendo con sus padres.
Cuando llegaron los calores
del verano, su indumentaria me lo hacía aún más apetitoso. El pantalón era ya
corto, casi traje de baño, y le marcaba el orondo culo, con la costura central
que se le metía por la raja. Mostraba unas piernas recias y bastante velludas, como eran asimismo sus
brazos, que sobresalían de una camiseta que resaltaba las redondeces de la
barriga y el pecho. Así que me fijaba todavía más en él y hasta me recreaba
siguiendo sus pasos calmados por los recovecos del super con los respectivos
carritos. Porque además, cuando se agachaba para coger algo, el precario
pantalón se le bajaba y enseñaba parte de la raja, bordeada de vello suave.
Me hacía sentir tanta
curiosidad, y algo más, que calculaba la forma de abordarlo con alguna excusa.
Me retenía sin embargo su permanente actitud como ausente, que me hacía pensar
que podría ser algo rarillo, aunque su correcto trato con la cajera pareciera
de lo más normal. Me decidí a salir de dudas e ingenié una treta para entrar en
contacto con él. Cuando vi que se dirigía sin prisas a la caja, lo sobrepasé
por otro pasillo para llegar justo antes. Hecha mi compra me entretuve en la
salida recolocando las cosas en las dos bolsas que había llenado. Al pasar él,
forcé la caída de una lata de conservas. Solícito, se agachó para cogerla y
entregármela. “¡Hombre, muchas gracias!”, le dije. “De nada”, contestó muy
serio. Ya hubo ocasión de que saliéramos juntos y aproveché que ambos no
detuvimos en el semáforo para comentar: “Hemos coincidido varias veces en este
super…”. Me desarmó su réplica en tono pausado y algo monocorde. “Sí, ya he
visto que usted me miraba”. Salí del paso con desenfado. “No me hables de usted
que no soy tan viejo”. “¡Vale!”, se limitó a contestar. Cruzamos ya y señaló su
portal. “Yo vivo aquí”. Me abstuve de reconocer que ya lo sabía. “Yo, en
aquella esquina”, le indiqué. Se quedó parado como si no diera el encuentro por
zanjado. “Voy a dejar esto arriba”, dijo al fin. Me pareció su forma de
despedirse y lo hice yo también. “Bueno, ya nos veremos”. No me esperaba en
absoluto su salida. “Puedo bajar enseguida”. “¿Para qué?”, pregunté
desconcertado. “Te acompaño para que no se te vaya a caer algo otra vez ¿Me
esperas?”. Dudé qué responder y él ya estaba dentro del portal. Quedé allí
parado y pensé que no era cuestión de largarme, intrigado por las reacciones
del chico. Tardó muy poco en aparecer de nuevo e insistió en llevarme una de
las bolsas. “Yo voy a mi casa”, advertí. “¡Claro! Así te ayudo”. Se me ocurrió
preguntarle: “¿Había alguien en tu casa?”. “Mis padres”, contestó, “Les he
dicho que voy a dar un paseo”.
Llegamos a mi portal y me
detuve. Como él seguía aferrado a la bolsa, dije vacilante: “Yo vivo solo…
¿Quieres subir?”. “¿Tú quieres?”, preguntó. “Si a ti te apetece…”, ofrecí sin
intención concreta. Su nueva pregunta me dejó estupefacto. “¿Querrás
tocarme?”.”¿Por qué piensas eso?”, quise ganar tiempo. “Me miras mucho
siempre”, contestó. “¿Te dabas cuenta?”. “¡Claro! Me gustaba”. “Entonces lo que
quieres es que te toque en mi casa ¿es así?”, quise aclarar. “Si tú quieres…
También tocarte yo a ti”. Me di cuenta de que estábamos como pasmarotes delante
de la puerta con tanto ‘quieres’ ‘quiero’ y lo hice entrar ya. Subimos callados
en el ascensor y el corazón me bombeaba con fuerza, mientras él parecía muy
tranquilo.
En el piso pasamos
directamente a dejar las bolsas en la cocina. Allí lo tenía con su pantalón tan
provocativo y la camiseta resaltando las tetas. Vino el gato que tenía entonces
a husmear y se le restregó por las
piernas. El autoinvitado se agachó para acariciarlo y, como de costumbre, el
pantalón se le bajó mostrando un trozo de la raja del culo. Hice un esfuerzo de
contención y decidí situarme mejor ante individuo tan particular. Así que volví
al interrogatorio. “¿Tus padres saben que estás aquí?”. “¡Qué va! No les
gustaría… Siempre me dicen que me busque una chica, pero a mí no me interesan”.
“¿Y esto lo haces muchas veces?”. “¿Lo de tocarse y eso? Muy poco… Alguna vez
en el cine, pero casi siempre voy con mis padres”. “Al menos no es primerizo”,
pensé. “Así que vives con tus padres…”. “Sí, los cuido. Son ya mayores”.
“¿Haces alguna otra cosa?”. “¿Trabajar o así? No sirvo para eso… Vivimos bien
los tres”. Me empezaban a crispar sus respuestas simples y rotundas, y no quise
profundizar más. Me faltaba sin embargo algo más directo. “¿Cómo es que has
querido venirte conmigo?”. “Ya te dije que me gustaba cómo me mirabas… ¿No era
para esto?”. Noté un punto de alarma en su última pregunta y aclaré: “Es por
saber si yo también te gusto”. “¡Claro! Me das confianza… No me van más jóvenes”.
Parecía que el chico no se
chupaba el dedo ni mucho menos y tenía muy claro lo que quería. Así que pasé ya
de sus circunstancias personales y lo conduje a la sala de estar tomándolo de
un brazo. Me produjo un escalofrío el contacto de su cálida vellosidad. “Tienes
un piso muy bonito… Y para ti solo”. Pero enseguida soltó con cierta
impaciencia: “Ahora me tocarás ya ¿no?”. Habría que ver qué entendía él por lo
de tocar… Me quedé mirándolo y dije: “Te será fácil quitarte la poca ropa que
llevas”. No se inmutó. “¿Quieres que me la quite?”. “Si no te importa…”. “¡Qué
va! Estoy acostumbrado a que mis padres me vean desnudo”. La comparación no me
hizo gracia, pero me centré en la rapidez con que se sacó la camiseta y se echó
abajo los pantalones, quedando en el acto desnudo. “Con este pantalón no me
pongo calzoncillos”, explicó. Era la imagen del gordote perfecto, de carnes
prietas y un vello abundante y muy bien repartido. Su entrepierna mostraba una
polla encogida sobre los huevos que resaltaban entre los muslos. Se plantó ante
mí con una absoluta desinhibición, que me hizo exclamar: “¡Sí que me gustará
tocarte!”. Pero él me hizo notar: “¿Tú no lo haces?”. Se refería evidentemente
a desnudarme. Procedí a cumplir su deseo algo cohibido por su impasible mirada.
Tampoco fue muy complicado y pronto quedé tan desnudo como él. “Mejor así
¿no?”, dijo con naturalidad, aunque pude fijarme que su polla no estaba ya tan
encogida.
No quise dejar que siguiera
tomando la iniciativa. Así que me acerqué a él y le puse las manos sobre los
hombros algo velludos. “Estás muy bueno”, le dije. “¿Sí?”, replicó con
ingenuidad, “¿Puedo?”. Sin esperar respuesta pasó los brazos bajos los míos y me
asió por las caderas. “Así nos tocamos los dos”, dije casi rozándonos ya. Me
sorprendió de nuevo cuando declaró: “Me gusta porque nunca había estado tan
así”. “¿Cómo tan así?”, pregunté. “Con otro hombre… Los dos desnudos”. Así que
su única experiencia debían ser toqueteos furtivos en un cine… Lo atraje aún
más y avisé: “Te voy a besar”. Automáticamente cerró los ojos y me ofreció la
boca. No me esperaba que, nada más juntar los labios, su lengua ya se me
estuviera metiendo en la boca ¡Sí que sabía morrear, sí! Lo abracé con fuerza y
nuestras lenguas se alternaban. Ya me estaba empalmando y, al apretarme contra
él aplastando las barrigas, mi polla rozaba la suya que notaba bien dura. Separamos
las bocas y no me resistí a manosearlo a conciencia. Palpaba las redondeadas
tetas y acariciaba la barriga. Se dejaba hacer con la respiración algo
acelerada. Llegué a la polla, regordeta y muy dura, reteniéndola en la mano. “¿Te
gusta?”, preguntó como si buscara mi aprobación. “¡Mucho!”, supe responder
solamente. Y añadí: “Aún me falta algo”. Lo hice girar y pude confirmar las
fantasías que me había hecho con su culo respingón. Un vello fino salpicaba la
espalda hasta las nalgas, sobre las que planté las manos acariciando y
estrujando. De nuevo me sorprendió. “¿Me la quieres meter ya?”. “No hay prisa”,
dije, “¿Te lo habían hecho ya?”. No tuvo empacho en exponer: “En el cine un hombre me bajó los
pantalones por detrás e hizo que me sentara encima. La tenía muy grande y me
entró toda. Estuvo bien, aunque acabó enseguida”. Ante mi aplazamiento, volvió
a encararme. “Te toco ahora yo ¿no?”. “¡Todo lo que quieras!” exclamé cada vez
más caliente. Me sobó con cierta torpeza hasta que me agarró la polla. “Lo que más
hago en el cine es chuparla”. Me picó la curiosidad por sus actividades en ese
lugar de referencia. “¿A ti no te lo hacen?”. “Sí, también, pero menos”. “Eso
que se pierden”, bromeé, aunque el sentido del humor no parecía ser lo suyo.
“¿Por qué no te sientas?”,
dije señalándole el sofá. Lo hizo pero en el borde y con el cuerpo hacia
delante, mostrando su disposición. “Para que te la chupe ¿verdad?”. No tuve más
que acercarme y ya me estaba sobando la polla y los huevos. “A ver si te
gusta”, dijo y me la engulló decidido ¡Qué arte tenía el muy golfo! Mamaba con
tal manejo de labios y lengua que enseguida me puso a cien. Tuve que frenarlo.
“¡Para ahora!”. Se soltó y miró hacia arriba. “Si no me importa que me la
eches”. “No es eso”, dije, “Es que no quiero todavía”. “¡Claro! Me lo querrás
hacer en el culo”, entendió a su manera. Para marcar una transición hice que se
echara hacia atrás y me arrodillé entre sus piernas. “Ahora te la chuparé yo”.
Miré su polla que en plena tensión se hallaba descapullada y mojada. Le di un
lametón y luego le repasé los huevos con la lengua. Notaba su leve
estremecimiento silencioso. Ya sorbí la polla y la chupé alternando suavidad y
energía. Me confié demasiado en su capacidad de aguante porque, sin previo
aviso y con un relajado “¡Sí, sí!”, empezó a llenarme la boca de leche ¡Y vaya
cantidad que soltaba! Me pilló por sorpresa y tuve que ir tragando para no
atorarme. Él se limitó a soltar lo que podía ser disculpa: “¡Uy! Me ha salido
de pronto”.
Más que nada temí que se
diera ya por satisfecho y me dejara en la estacada tan caliente como estaba.
Pero mostró una facilidad de recuperación asombrosa. Todavía no había acabado de levantarme, cuando dijo:
“Ahora me la meterás ¿no?”. Desde luego estaba dispuesto a tomarle la palabra.
Sin embargo, al verme de pie, debió pensar que mi polla, con el ajetreo
precedente, tal vez necesitaría un reforzamiento. “Te la chuparé un poco antes
¿eh?”. Esta vez se arrodilló él ante mí y me la mamó con la maestría que había
exhibido antes. Aunque me cuidé muy mucho de que no se pasara de rosca. Ya a
punto hice que se levantara y, obsequioso, me preguntó: “¿Lo vas a hacer como el del cine?”. No me apeteció que
se la clavara él aplastándome con todo su peso. De modo que lo manejé para que
se arrodillara de espaldas sobre el sofá. “Así te gustará más”, le dije.
Durante unos segundos contemplé aquel culo tan goloso y luego separé las nalgas
para echarle un poco de saliva en la raja. Cuando le metí un dedo para
suavizarlo, oí: “¡Uy, qué gusto!”. Así que no tuve el menor reparo en clavarle
la polla con decisión. Apenas necesité hacer fuerza para tenerla toda dentro.
Suspiró suavemente y afianzó las piernas. Me puse a arrearle bien a gusto y mi
polla se deslizaba de maravilla, mientras él se aferraba al respaldo del sofá
para resistir mis embates. La visión de su cuerpo entregándose así me excitaba
más y más. Aunque traté de refrenarme para no ser tan rápido como él, llegó el
momento en que no pude sino dejarme ir. Fue una reconfortante descarga y, al ir
aquietándome, preguntó: “¿Ya está?”. “¿Le habría sabido a poco al muy golfo?”,
pensé, aunque respondí: “Eso parece”. De momento no entendí muy bien que
añadiera: “Yo también otra vez”. Pero cuando se movió para quedar sentado en el
sofá, pude ver una gran mancha viscosa en el cojín del respaldo. También le
goteaba la polla. Aunque tuviera que llevar la funda a la tintorería, no pude
menos que admirar la efervescencia sexual del chico, que no se privó de hacer
una comparación. “Ha estado mejor que lo del cine… y ha durado más”.
No tardó sin embargo en tocar
la realidad. “¡Uy! Voy a tener que irme, porque a mis padres no les gusta que
llegue tarde a comer”. “No los vayas a preocupar”, dije comprensivo. También
advirtió: “Que no se enteren de que hemos hecho todo esto”. “No seré yo quien
se lo vaya a contar”, lo tranquilicé. Rápidamente se vistió y calzó. “Bueno,
pues me voy”, dijo con su recuperada imperturbabilidad. Lo acompañé hasta la
puerta y salió con prisas. Al cerrar caí en el detalle de que no lo había visto
sonreír ni una sola vez. Pero estaba tan bueno y tenía tanta marcha a su manera
que se le podía perdonar. También quise descartar la mala conciencia que podía sentir
de haberme aprovechado en cierta forma de un tipo tan peculiar, porque
claramente tenía tantas ganas como yo y la ocasión le vino al pelo para hacer
que me lo trajera a casa.
No obstante se me planteaba
una cuestión de futuro ¿Qué pasaría cuando volviéramos a coincidir en el super?
Si para el chico venir a mi casa había supuesto, al parecer, una experiencia bastante
más grata que las del cine, podría ser que le hubiera quedado la intención de
repetir en cuanto pudiera. Y en tal caso, dada la frescura con que se había
autoinvitado, me arriesgaba a que buscara cualquier excusa para venir conmigo.
No es que me arrepintiera ni mucho menos del buen polvo que le eché, pero
resultaba demasiado imprevisible y, una vez satisfecha la curiosidad que me
había hecho sentir, llegaba a ser un amante excesivamente inexpresivo. Aparte
de que no me parecía prudente implicarme
más de la cuenta en sus circunstancias personales y familiares un tanto
extrañas.
Pocos días más tarde volví a
encontrar al chico en el supermercado. Mi hice el escurridizo retardándome en
mis compras. No dio la menor muestra de que me llegara a ver y esperé a que
cruzara la calle para entrar en su casa. Me tranquilizó pensar que tal vez él
se lo tomaba con calma también. En esta confianza me desentendí un poco del
tema, aunque no descartaba que más adelante pudiéramos volver a tener un
revolcón más controlado por mí.
Sin embargo, una tarde en
que, sin pensar siquiera en ello, pasaba por la acera en que estaba el portal
donde vivía el chico, me surgió éste de pronto acompañado de sus padres. No
tenía escapatoria, pero supuse que se haría el longuis. Por el contrario se
dirigió hacia mí y, con algo parecido a una sonrisa, explicó a sus padres:
“Éste es el señor tan amable del que os hablé el otro día”. Quedé de piedra
mientras el matrimonio me escrutaba. De una sibilina manera encaminada a que yo
supiera la versión que les había dado, el hijo les recordó: “Ya os conté que,
al salir del super, el señor llevaba un carrito muy cargado y, al ir a cruzar
los dos la calle, se le salió una rueda. Como me ofrecí a ayudarlo para llegar
a su casa que está aquí cerca y subir hasta su piso, me dio las gracias y
estuvimos mucho rato charlando… Es muy simpático”. Adopté una expresión
beatífica mientras los padres, más distendidos, me daban su aprobación.
“Esperemos que no lo importunara. Cuando se pone a hablar…”. “¡En absoluto! Es
muy agradable su hijo” ¿Qué iba a decir atrapado como estaba? “Encantado de
conocerlo”, se despidieron. “Igualmente”, contesté educado. El chico añadió:
“Hasta la vista”. Me contuve de no fulminarlo con la mirada. Tanto pedirme
discreción y él no se había privado de
montar una historia a su gusto.
Al día siguiente de este
encuentro, había comido en casa y me puse un rato a ver la televisión. Me había
quedado adormilado y de pronto me sobresaltó que llamaran a la puerta. No
esperaba a nadie y supuse que sería algún vendedor pesado. Observé por la
mirilla y vi la cara seria del chico. Qué iba a hacer sino abrir y enseguida
explicó: “Le he dicho a mis padres que esta mañana te había visto en el super y
me habías invitado a merendar… No te molesta ¿verdad?”. “¡Anda, pasa!”, dije
resignado. Llevaba una bandeja envuelta en papel de seda. “Mi madre me ha dado
este bizcocho para la merienda”. Esta vez llevaba un pantalón largo y un polo
recién planchado. En cambio ahora era yo quien iba en pantalón corto y
camiseta. Al notar que lo miraba volvió a explicar: “Mi madre ha querido que
viniera más arreglado… Pero enseguida me lo puedo quitar”. Pasé por alto su
insinuación y preferí alargar la situación en plan formal. “Siéntate, que voy a
hacer café”. “El mío con leche y descafeinado, por favor”, pidió. “Será por los
nervios”, pensé irónico. Opté por café soluble y calenté leche. Cuando volví a
la sala, el chico ya había quitado el papel que envolvía el bizcocho. “Como no
estoy en mi casa no me he atrevido a buscar unos platitos para repartirlo” dijo
sentado muy recto en el sofá. Los saqué de un armario junto con unos cubiertos
y le tendí un cuchillo. “¡Anda! Haz tú los honores”. Mientras cortaba muy
cuidadoso las porciones, serví el café y me senté también en el sofá dejando
cierta distancia. No falló con sus ocurrencias. “Creo que será mejor que me
quite el polo, no vaya a mancharlo… No te importa ¿verdad?”. Ni contesté porque
ya se había puesto de pie para dejar el torso desnudo. “Y también esto, por si
me caen migas”, añadió sacándose con cuidado los pantalones. Se quedó con un
eslip blanco bastante ajustado y no pude dejar de volver a pensar en lo
buenísimo que estaba. No obstante lo frené. “Eso te lo dejas, que vamos a
comer”. “Como quieras”. Se sentó de nuevo bien estirado. Se zampó buena parte
del bizcocho y le puse leche varias veces. Concentrado en comer, con un
infantilismo de niño bien educado, se mantuvo silencioso.
Una vez cumplido el ritual
social de la merienda ya me imaginaba lo que iba a seguir. El chico se mostró
obsequioso. “¿Quieres que te ayude a recoger todo esto?”. Como de costumbre no
esperó respuesta y se hizo con la bandeja que yo había traído rumbo a la
cocina. Lo seguí con lo poco que había dejado del bizcocho. La verdad es que me
estaba poniendo negro cimbreándose con aquel eslip que apenas le cubría las
nalgas. De todos modos lo sondeé. “¿No tendrías que volver a tu casa?”. “¡Qué
va!”, contestó, “Tengo toda la tarde libre”. Por si no resultaba lo bastante claro
para mí, añadió: “Podrás tocarme todo lo que quieras”. “Es que no te esperaba
hoy”, dije para hacerle ver, un tanto inútilmente, que no era él quien llevaba
la batuta y, de paso, ganar tiempo. “¡Qué más da! Ya me tienes aquí”. Y para
sentar sus reales se echó abajo el eslip. “Me lo quito porque me estaba
apretando mucho”. La carne es débil y aquello era ponerme la miel en los
labios. Así que ya rendido me dio por introducir una variante. “¿Por qué no me
ayudas a ponerme como tú?”. “¡Eso está bien!”. Se lanzó sobre mí y decidido me
despojó de la camiseta y el pantalón. “Sin calzoncillos ¿eh?”, comentó. “Para
estar cómodo en casa”, repliqué como si tuviera que disculparme.
Con los dos en cueros y él
allí delante empezando a empalmarse, no me apeteció repetir la escena del sofá,
incluso por motivos de higiene. Escogí pues otra opción. “Podríamos ir a mi
habitación…”. Las sábanas son más fáciles de lavar que las fundas del sofá. “¡Uy,
a tu cama! Me gusta eso”, exclamó encantado. Inspeccionó el dormitorio y
comentó: “¡Vaya cama más grande! Yo tengo la misma desde que era pequeño”. El
gato huyó molesto ante la invasión de su terreno, porque el chico una vez más
tomó la iniciativa y se sentó en el borde. “Ven para que te la chupe y así te
animas”. El recuerdo de cómo manejaba la boca me hizo acceder. Enseguida me la
puso dura pero, en parte porque quería desahogarme y en parte para ver si lo
asustaba, adopté un comportamiento más agresivo. Saqué la polla y, empujándolo
por los hombros, hice que cayera hacia atrás sobre la cama. Sin que reaccionara
por la sorpresa, me introduje entre sus piernas dobladas por las rodillas de
forma que mi polla chocaba con la suya. Le planté las manos en las tetas, que
sobé y estrujé estirando del vello. Cuando me puse a pellizcarle los pezones
soltaba quejosos “¡Ay, ay, ay!”, pero no mostraba resistencia. Me eché hacia
delante para chupárselos y mordisquearlos. “¡Uy lo que haces!”, dijo más
asombrado que molesto. Porque, al insistir yo con más crudeza, declaró: “¡Pues
me gusta, oye! ¡Qué caliente me pone!”.
Entonces me enderecé y le
agarré las piernas subiéndolas para pasar los tobillos por encima de mis
hombros. Su ojete me quedó a tiro y me clavé de golpe. “¡Uf, vaya postura!”,
comentó con la respiración comprimida. “¡Sí! Otra forma de follarte ¿No la
conocías?”, repliqué altivo. “¡Qué va! En el cine no se puede así”, reconoció
aludiendo a su único punto de referencia. Me estimuló su desconcierto y di
varias arremetidas enérgicas que le sacudían todo el cuerpo. Él se sujetaba con
los brazos a los lados. Pero yo no tenía prisa y, en un ejercicio de precaria
estabilidad, me aferré a una de sus piernas y, con la mano que dejé libre,
alcancé su polla. Me puse a meneársela y anuncié: “Te vas a correr otra vez
conmigo dentro”. “¡Seguro que sí!”, afirmó dejándose hacer. Menos mal que lo
hizo pronto, porque estaba a punto de que se me derrumbara mi difícil asidero.
La leche le salió a chorros que le salpicaron hasta la cara. No le di tregua y
saqué la polla de su culo. Me subí a la cama y me arrodillé junto a su cara. Le
cogí la cabeza y la giré para enfrentarle mi polla. La sorbió con ansia y mamó
con su habilidad demostrada. Pero lo que quería era follarle la boca. Así que
le mantuve sujeta la cabeza y era yo el que se movía entrando y saliendo.
“Ahora podrás probar mi leche”, le dije e imprimí más energía a mis
arremetidas. Desde luego no se arredró sino que, por el contrario, llevó una
mano a su polla y la frotó volviendo a endurecerla. Me excité aún más y, sin
avisar, me corrí bien adentro de su boca. Mientras tragaba se la siguió
meneando hasta soltar un buen chorro. Por lo visto la marca del chico era como
mínimo correrse dos veces casi seguidas.
Tantas acrobacias hicieron que
me derrengara exhausto a su lado. El chico, que por su cuenta se limpiaba con
la sábana la leche que le corría por el cuerpo, comentó: “Sí que has estado
bruto hoy…”. “Tú te lo has buscado”, repliqué, aunque dudaba que eso le
afectara. Por el contrario dijo: “Si he aprendido mucho… Le pones mucha
emoción”. “¿Ah, sí?”, le desafié, “Pues aún puedo ser más bruto”. Si así
pretendía asustarlo, no pareció que fuera a lograrlo sino que más bien me
confirmó que de tonto no tenía un pelo y se las sabía todas. “En internet veo
algunas cosas que vaya… Menos mal que mis padres no saben usarlo”, dejó caer.
Me picó la curiosidad. “¿Qué clase de cosas?”. “¡Uy! Hay tíos que tienen que
hacer de perro, los atan, les dan azotes y les hacen cosquillas… Es muy
divertido, pero eso solo se hará para las películas ¿no?”. “No creas”, dije
tirando del hilo, “Hay gente que se lo pasa muy bien así”. “¿A los que se lo hacen
también les gusta?”, preguntó cada vez más interesado. “Es su forma de
disfrutar”, aclaré. “¡Vaya! Igual soy yo de esos porque, cuando hoy me has
tratado mal me calentaba más”. Al menos yo no estaba ya esa tarde para seguir
con los experimentos. Más adelante ya se vería. Cambiando de tema le ofrecí:
“¿Querrás darte una ducha antes de irte?”. “¡Uy, no!”, contestó, “Prefiero
bañarme en casa, que mi madre me lo prepara todo”. “¿Jugará con patitos?”, me
pregunté.
Me quedé con morbosos
interrogantes ¿Cuánto daría de sí esa aparente disponibilidad del chico para
que le diera marcha? ¿Querría realmente experimentar esas prácticas masoquistas
que había visto en internet? Dado el saco de sorpresas que iba mostrando ser,
cualquier hipótesis podía quedar abierta. Por mi parte, ya que iba a plantarse
de nuevo en mi casa en cuanto le apeteciera, tantear con él ese terreno podría
darle aliciente al revolcón más o menos intenso que siempre acabábamos
teniendo. Por ello me vino bien que llegara a avisarme, a su modo tan imaginativo,
de su intención de hacerme otra visita. “Le he dicho a mis padres que me has
pedido que, esta tarde, te ayude a descolgar unas cortinas para llevarlas a
lavar. Te da miedo hacerlo solo, por si te caes… Así también tendré que volver
para que puedas colgarlas otra vez”. Aproveché entonces para tantearlo. “Creo
que igual te gustaría que hiciéramos algo de lo que ves en internet”. Di en el
clavo. “¡Uy! ¿Cómo hacer de perro y eso? Será divertido”. “Ya veremos… Hay
también otras cosas”, dejé en el aire.
No tenía yo muy claro cómo
iba a enfocar el asunto. Sin embargo el chico, al aparecer en mi casa, ya venía
preparado. Traía una bolsa y se puso a buscar en su contenido. “¡Mira! He
buscado estas cosas de un perro grandote que se nos murió”. Sacó un collar
bastante ancho unido a una cadena rematada en un asa de cuero. “Tenía una
fuerza… Creo que me quedará bien”. También llevaba un comedero. “Aquí podrás
echarme cosas para que me las coma”. “Me temo que vas a ser un perro muy
rebelde”, le seguí la corriente con malévola intención. La pilló al vuelo: “¿Así
me tendrás que castigar?”. Sin contestar a esto, me puse serio. “¡Venga,
desnúdate y ponte tú mismo el collar y la correa!”. Obedeció raudo y observé
impasible sus dificultades para ajustarse el collar al cuello. “Casi no me
coge”. Al fin lo consiguió bastante apretado y la cadena le colgaba por
delante. Me fijé en que se había empalmado. “¿Así estás ya?”. “Es que estoy muy
emocionado”, explicó. Me dio el capricho y le rodeé la polla con la cadena.
“¡Uy, me haces cosquillas!”, dijo retorciéndose. Entonces dejé caer la cadena y
quise imponer mi autoridad. “Si te lo vas a tomar en coña, te vistes y te vas”.
Reaccionó asustado. “¡No, no, por favor! Haré lo que me digas”. “Pues haz el
perro, que es lo que eres ahora”. Enseguida se agachó y quedó a cuatro patas.
“¿Así?”. Le pasé hacia atrás la correa y la enganché a la manilla de una
puerta. Era larga y podía dar juego. El chico estaba expectante con la mirada
baja. Resultaba tentador verlo en esa posición, con el gordo culo alzado.
Aproveché para desnudarme también y hasta me descalcé. Colocado delante de él
pude constatar que virtualmente se había convertido en perro. Se revolvía
levantando una u otra mano del suelo, y hasta emitía un leve jadeo. Le acerqué
un pie y no dudo en lamérmelo. “Me estás dando coba ¿eh?”, dije inclinándome
para rascarle la cabeza. Agradecido, fue subiendo sus lametones por las
piernas, lo que me dio escalofríos. Llegó a quedar sobre los cuartos traseros y
los brazos plegados en el pecho. Al alcanzar mi polla, que había empezado a
endurecerse, no se privó de lamerla también, sin dejar de repasar tampoco los
huevos. Parecía que, en su transformación, la lengua le hubiera crecido y la
manejaba con gran soltura. Casi temí meterle la polla en la boca. No obstante,
no resistí la tentación y se la ofrecí. “¡Ojo, que no es una salchicha!”. La
sorbió y succionaba como si estuviera mamando de una ubre. Esta variante en su
consumado estilo de chupar me puso la piel de gallina. Tan embelesado estaba
que tuve que hacer un esfuerzo para ponerme en el papel de duro. Lo aparté con
brusquedad. “¡Baja de ahí!”. Dócil, volvió a apoyar las manos en el suelo.
Solté la correa y tiré de
ella haciéndolo avanzar hacia la cocina. Cogí un cruasán y le arranqué un pedacito, que le lancé.
“¡Toma, perrito!”. Alzándose lo atrapó al vuelo con la boca. Seguí así hasta
acabar el cruasán y los trozos con lo
que no atinaba los recogía en el suelo de un lengüetazo. Luego llené de leche
el comedero que había traído y, a sorbetones y lamidas, lo dejó limpio. Me di
cuenta, sin embargo, de que el chico se lo estaba pasando mejor que yo con esta
pantomima, que tenía más de lúdica que de sumisión. Así que quise tomar más
control de la situación.
Cogí la correa y lo paseé por
el piso en dirección al dormitorio. Me había cansado ya de las perrerías, por
lo que me agaché y, como si lo tocara con una varita mágica, le di una fuerte
palmada en el culo. “¡Ya está bien de hacer el perro!”. Como por un resorte, se
puso enseguida de pie. “¿Y ahora qué?”, soltó con la pretensión de seguir con
los juegos. Estuve a punto de echarlo de casa cuando, sin dejarme hablar soltó:
“He traído otras cosas… Unas cuerdas, por eso que vi en internet”. “¿También
quieres que te ate?”, pregunté resignado sin embargo. “Me dijiste que hay gente
a la que le gusta. Quiero probarlo”. Antes de que reaccionara, fue corriendo a
buscar en su bolsa. Volvió trayendo unas cuerdas y ya con todo previsto. “Para
que tú no tengas que agacharte, ya las sujetaré yo a las patas de la cama y las
dejaré subidas. Luego no tienes más que atármelas a mí”. Así recorrió las
cuatro patas con toda diligencia, medio reptando por el suelo. Probaba la
consistencia y dejaba los cabos sueltos sobre la cama. “¿Cómo me pongo?”,
preguntó con todo listo. Yo también quería mandar en algo, así que, mientras me
pensaba qué hacer con él, le dije: “Antes aparta la almohada y empuja el somier
más al centro, para que quede paso por todas partes”. “¡Uy, sí! Más emocionante”,
dijo al cumplir mis instrucciones. Al menos me dejó decidir que primero se
pusiera bocarriba. Me serviría de precalentamiento para follármelo luego.
Se subió a la cama como si
fuera a jugar a las cuatro esquinitas y, emocionado, se despatarró con brazos y
piernas en aspa. Se las até lo más firmemente posible con las cuerdas que me
había dejado listas. Se apresuró a probarlas. “¡Uy! No me puedo mover”, dijo
divertido. La verdad es que verlo así me estaba poniendo cachondo y, para tener
una iniciativa propia, se me ocurrió adornarlo. “Ahora vengo”, dije. Fui a la
cocina y cogí dos pinzas de tender la ropa. Cuando volví, le enseñé las pinzas.
“¿Has visto esto en internet?”. Nada le venía de nuevo. “Para las tetas
¿verdad?”. “Tienes unas buenos pezones”, comenté. “¿A que sí?”, se ufanó. Me decidí
a pillárselos por las buenas y soltó un silbante ulular. “¡Uy, qué duele!”.
Casi me supo mal, pero enseguida añadió: “¡Fíjate! Se me está poniendo dura y
todo”. Me dio un arrebato y me lancé sobre la polla que iba subiendo en
vertical. La manoseaba y le estrujaba los huevos. Él reía. “Me estás haciendo
cosquillas”. Pasé ya a frotársela con más energía, lo que no dejó de
sorprenderle. “¿Quieres que me corra ya?”. Como no contesté y seguí meneándosela,
admitió: “¡Vale! Pero luego me meterás la tuya igual ¿no?”. Sin previo aviso,
el puño con el que tenía agarrada la polla empezó a llenarse con la leche que
le brotaba. “¡Uf, qué caliente me ha puesto que me lo hagas así”. No se tomó un
respiro para reclamar: “Ahora me darás la vuelta ¿verdad?”.
Me limpié la mano en el pelo
de su barriga y me hube de afanar en un engorroso proceso de desatarlo y
proceder al giro. Él se divertía. “Ahora no veré lo que me hagas”. “¡Ni falta
que te hace!”, repliqué abrupto. Sin embargo, al echarse bocabajo, las pinzas
se le soltaron de los pezones, lo cual le provocó un estremecimiento. “¡Uy, uy,
uy! Si duele más que al ponerlas”, gimoteó. “¿No querías emociones?”, le
recordé. “Esto les debe pasar también a los de los vídeos ¿no?”, se consoló a
su manera. Quedó bien atado de nuevo y lo que presentaba era su gordo culo indefenso. Yo estaba ya deseando
follármelo de una vez y que acabara su incansable juego. Pero por supuesto el
chico no agotaba sus sugerencias. “Tienes pepinos en la nevera ¿verdad?...Los
vi cuando la abriste antes". “¿Para
qué los quieres?”, me hice el ingenuo. “Un tío se lo metía por el culo y lo
pasaba la mar de bien”, me informó. Intenté zafarme: “Ahora tú no podrías”. “Me
lo haces tú. Es por probar. Seguro que también me gustará”. Como un zombi fui a
por el pepino y escogí uno bien hermoso. “¿A ver si puede con este?”, pensé. Y
al volver junto a la cama se lo enseñé. “¿Te sirve este?”. Giró la cara que
tenía aplastada sobre el colchón. “¡Sí! Es como el del vídeo… Y allí lo chupaba
antes”. Se esforzó para levantar la cabeza y le acerqué el pepino a la boca. Lo
chupeteó y sorbió. “Está fresquito”. Y añadió: “¿Me lo metes tú?”. Como siempre
se aprende algo nuevo, me puse detrás de él, que meneaba el culo impaciente.
Apunté el extremo más picudo
del pepino al ojete, que parecía latir de avidez. Lo empujé y resbalaba hacia
dentro con tal facilidad que hube de sujetarlo para que quedara algo fuera. Ni
gemidos ni quejas, solo un jocoso “¡Uuuhhh! Qué bien me entra ¿verdad?”. Me
enervó la plasticidad de sus tragaderas y me dominó ya un deseo imperioso de
sustituir la fruta por mi polla. Pero con tanto trasiego no estaba
suficientemente en forma y entonces volví a plantarme ante su cara. “¡Chúpamela
ahora!”, ordené. “¡Uy, sí! Y luego me follas ¿no?”, dijo atrapándomela con la
boca. Mamó con la eficacia que solía y me resultaba excitante además la
perspectiva del pepino asomándole. Se me ocurrió desafiarlo. “A ver si te lo
puedes sacar tú solo”. No dudó en ponerse a dar contracciones de las nalgas y
el pepino no tardó en salir disparado”. Entonces soltó mi polla y dijo
divertido: “¡Lo he hecho!”. Yo estaba ya a punto y exclamé: “¡Ahora voy yo!”.
Me pasé por atrás y me tiré encima. Me clavé con facilidad en el ojete dilatado
y follé con ansia desatada. “¡Qué fiera! Me gusta más que el pepino”, soltó, no
sé si para alagarme. Porque, cuando me corrí con ganas, le pregunté por algo
que le solía pasar: “¿Lo has hecho tú también?”. Y contestó: “Lo hice antes con
el pepino dentro”.
Menos mal que se dio ya por
satisfecho con los juegos del día y, creyéndose sus mentiras, dijo: “Ya volveré
para que colguemos otra vez las cortinas”. Pero no volvió… Por mi parte, me
propuse superar de una vez la excitación culpable que me hacía ceder a sus
descabellados caprichos. Para evitar caer en la tentación rehuí durante unos
días el supermercado en que podría llegar
a encontrármelo y opté por hacer mis compras en otro más alejado del barrio.
Claro que siempre, con la confianza tomada, podía aparecer por mi casa en
cualquier momento aun sin cita previa. Tendría que mantenerme firme en no abrir
la puerta si quien llamaba no era alguien que esperara. Sin embargo, todas
estas precauciones resultaron innecesarias después de todo. Días más tarde, con
el sigilo que había adoptado para moverme por los alrededores de mi vivienda,
vi de lejos al chico. No iba solo, sino que, empujando un carrito de la compra,
acompañaba a un hombre bastante mayor. Ambos entraron en un portal, lo cual me
hizo ya intuir que me habría encontrado un sustituto. La confirmación completa
de ello la tuve una vez normalicé mis
visitas al super de marras. Si alguna vez coincidíamos, no es que me rehuyera,
sino que hacía como si no existiera, sin mostrar el menor interés hacia mí.
Para ser sincero, he de reconocer que durante un tiempo experimenté
sentimientos contradictorios. Si veía como un alivio haber superado una
relación tan extraña y de consecuencias inciertas, también me perturbaba cierta añoranza de su
desinhibida entrega y, por qué no, de los buenos polvos que le acababa echando.
A modo de colofón, añadiré un
hecho posterior:
Había conocido en un bar de
osos a un tipo muy agradable, algo mayor que yo, y me invitó a ir a su casa.
“¡Vaya! Si yo vivo casi al lado”, me asombré de la coincidencia. Aunque no es
tema de este relato mi relación con él, sí diré que seguimos viéndonos de vez
en cuando y solíamos desayunar en un café cercano. En una de estas ocasiones, a
través del ventanal, vi que pasaba el chico en cuestión. “¿Conoces a ese?”, se
me ocurrió preguntarle. Se rio de buena gana. “¿No me digas que a ti también te
ha echado una mano?”. Para sacarle más información, jugué al despiste. “¿A qué
te refieres?”. “Es especialista en mostrarse obsequioso con hombres maduros del
barrio haciéndose el ingenuo, pero va más caliente que una mona”, explicó. “Ya
se me metía en casa, ya”, reconocí, “Por lo visto se las sabe todas”. “Y que lo
digas”, añadió, “No solo se aprovecha de sus padres que, encantados de que su
niño siga en casa, lo llevan en bandeja. También se las ingenia para satisfacer
su voracidad sexual haciéndose el cándido y embaucando a todo incauto que se
deja atrapar por su infantilismo forzado”. “Yo he sido una de esos incautos”, admití.
“¡Toma, y yo!”, rio mi informante, “Pero no me negarás que tiene un buen polvo”.
He de señalar, por lo demás,
que el personaje en cuestión es real, aunque todo lo que le atribuyo es pura
invención calenturienta, sin que hayamos tenido el menor contacto. Me conformo
con alegrarme la vista al coincidir con él en el super.