Una foto de no muy buena
calidad me resultó sin embargo especialmente sugerente. En ella, entre matojos de
un paraje rural, un hombre menudo y bastante mayor, con aspecto de campesino,
iba precedido por un hombretón barbudo de unos cuarenta y pico de años que casi
lo doblaba en altura y volumen. Este último iba completamente desnudo y, de su
grueso cuello ceñido con un collar de cuero, partía una larga cuerda que, a
cierta distancia, enrollaba el primer hombre en una mano ¿Qué sentido cabía dar
a la imagen que presentaban? Ni el lugar ni la apariencia cansina y resignada
del portador de la cuerda, que contrastaba con la exuberancia del hombre
desnudo, hacían pensar en una escena de dominación convencional. Tampoco el
hecho de que el atado fuera quien llevaba la delantera dejaba suponer que fuera
conducido a la fuerza ¿Se trataría de alguna clase de ritual?
La foto conservaba todo su
misterio y, en mi imaginación, empecé a pergeñar un relato que pusiera en
movimiento a tan peculiar pareja y diera sentido a su curiosa ligazón. Por
supuesto mis fantasías estaban impregnadas del morbo que me producía la oronda
figura del hombre desnudo.
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Para justificar mi entrada en
escena, me tomaré la licencia de no
buscarle demasiada verosimilitud. Valga que, como excursionista solitario, fui
a parar a un extenso valle encerrado entre agrestes montañas, en el que
alternaban cultivos y terrenos irregulares baldíos. Caseríos y granjas,
pequeños y muy dispersos, resaltaban aquí y allá.
Mientras deambulaba por los
agrestes caminos, me topé con los dos hombres tal como aparecen en la foto. Fue
mayor mi sorpresa que la de ellos, que no alteraron su avance hacia donde me
había llegado a detener. Ya me había rebasado el hombre desnudo, que parecía
absorto sin reparar en mí, cuando el mayor se paró y tiró de la cuerda para
hacer que el otro también lo hiciera. Me miró de arriba abajo y dijo: “Usted
debe ser forastero ¿verdad?”. Asentí todavía perplejo. Señaló al de delante,
que se había girado hacia nosotros al oírlo hablar. “Ese es Tadeo, mi hijo, que
lo llevo a hacer una ronda”. No sabía qué me resultaba más extraño, si su
completa desnudez, espléndida por lo demás, o el hecho de que lo llevara atado
de aquella forma. “¿Por qué va así?”, di a mi pregunta una cierta ambigüedad.
“Es para animar a la gente a que venga a la rifa que haremos por la tarde”,
contestó el mayor muy serio. “¿Una rifa? ¿De qué?”, volví a preguntar perplejo.
“Pensé que usted vendría para eso… También participa algún forastero”, dijo sin
aclarar más. “No tenía ni idea”, reconocí. “Pues la hacemos cada semana, tal
día como hoy”, siguió sin entrar en materia. “Curiosa manera de celebrar el
domingo”, pensé. “¿Pero qué es lo que rifan?”, insistí. “Aquí lo tiene… A mi
hijo”. Miré incrédulo al hombre desnudo y el mayor soltó: “¿Qué le parece el
muchacho?”. Lo primero que pensé fue: “De muchacho nada. Un tiarrón impresionante”.
Pero en cambio contesté más comedido: “Se le ve muy lozano”. Percibí una
sonrisa irónica en el aludido. “Ya me cuido de que esté así”, dijo el padre. “Perdone,
pero no entiendo nada. Como soy forastero…”, reconocí. “Si quiere, se lo
explico… Igual también se decide a ir a la rifa. Cuantos más participen, mejor
para nosotros”, propuso el padre. “Si no tienen prisa, me encantaría”, acepté.
“¡No, no! Para eso sirve la ronda que hacemos primero… Podemos empezar con
usted. Luego ya vamos más rápidos. Los del lugar saben bien de qué va y solo se
trata de recordárselo. Viendo así a mi chico siempre se animan”, dijo para
mostrar su disposición.
Se sentó en un pedrusco dispuesto
ya a rajar y tiró de la cuerda para que Tadeo quedara de pie a su lado. “Aquí
ya no queda gente joven. Hay solteros, viudos y las mujeres son ya muy mayores
para esos trotes… Mi hijo es lo más joven que se puede encontrar y todavía
resulta muy apetitoso. Es lo mejorcito que se puede encontrar”. No pude menos
que admitirlo y el padre añadió: “En este sitio tan apartado, los hombres
tienen sus necesidades y van muy salidos. Debe ser por el aire de nuestras
montañas… Y mi Tadeo me ha salido golfo como el que más. Le encanta revolcarse
con cualquiera. A mí no me importaba y lo dejaba hacer a su gusto. Pero cuando
se nos murieron todas las cabras, empecé a ir corto de recursos y decidí poner
orden. Por eso se me ocurrió lo de la rifa semanal y está teniendo bastante
éxito. Hasta viene gente de fuera, como creí que sería su caso”. Empecé a
entender lo retorcido del método para explotar las cualidades del hijo y no
pude evitar el echar una mirada lujuriosa a su desnudez. No obstante seguía
teniendo curiosidad. “¿Para qué va atado con la cuerda? No parece que lo tenga
que llevar a rastras. Más bien es él quien tira de usted”. El hombre soltó algo
parecido a una risa. “Siempre ayuda un poco de teatro ¿no le parece? Así luce
más la ronda y todos recuerdan lo bien que se puede pasar con él. Luego le
traspaso la cuerda al ganador de la rifa, que puede disponer de él toda la
noche”.
Enterado así del objetivo
final de la rifa, me incomodaba no obstante que mi único interlocutor fuera el
padre y me atreví a encararme al hijo.
“¿Y tú que dices de todo eso, Tadeo? ¿Te lo pasas bien rondando en pelotas por
todo el valle?”. Primero miró al padre pidiendo su venia para hablar y por fin
sonó su voz bronca y varonil. “Me divierte que me miren con tantas ganas. Hasta
me pone más cachondo”. “¿Y te da igual quién gane la rifa?”, volví a
preguntarle. “Si con casi todos me había dado ya revolcones. Cuando le toca a
alguno nuevo también me hace gracia la novedad”. “Ya veo que eres muy sincero”,
comenté. Él se encogió de hombros confirmándolo. “¿Por qué no? Me gusta
follar”.
El padre se lanzó ya a
hacerle publicidad con el mayor descaro. “Fíjese en esas tetas, más gordas y
firmes que las de muchas hembras… Y del culo para qué le cuento”. Hizo que se
diera la vuelta. “¿Qué le parece? Bien gordo y prieto… Y lo que traga”. Quedé totalmente
deslumbrado ante aquel culazo espléndido y no podía creer la procacidad con que
el padre lo describía. Pero tras su exhibición Tadeo volvió a ponerse de frente
y el padre siguió con las loas. “Y de las cosas de macho no piense que se queda
corto porque se las vea ahí apretadas por esos muslos tan gordos”. Para mi estupefacción lo instó. “¡Niño! Arréglate
un poco lo de abajo, para que el señor puede acabar de apreciar lo que vales”. Tadeo,
con no menos orgullo y clavándome una mirada pícara, se llevó las manos a la
entrepierna. Separando ligeramente las piernas hizo resaltar de entre el
pelambre unos rotundos huevos pegados a las ingles y, sobre ellos, una polla
que empezó a desperezarse. Lo que no me podía esperar fue que el padre me animara.
“Como usted es nuevo por aquí, si quiere, puede tocársela un poco… Verá lo dura
que se le pone enseguida”. Me quedé cortado sin saber qué hacer, aunque ardía
en ganas. Pero me cohibía tanta desfachatez en los dos. Sin embargo, por si mis
reservas eran por motivos de higiene el padre precisó: “Sepa usted que para
sacarlo de ronda lo dejo antes limpio como una patena. Hasta le restriego los
bajos con jabón de olor y en el culo le pongo una lavativa”. Qué iba a hacer ya
sino alargar una mano y palpar lo que se me ofrecía. Al instante se le puso tan
gruesa y consistente que casi se me escapa de la mano. Para colmo empezó a
cimbrearse incitándome a la frotación. Pero el padre lo frenó. “¡Niño, no te
pases! Que solo es para que el señor haga una cata”. Aparté ya la mano que me
ardía. El padre reanudó la información. “Ya ve cómo es, dispuesto a las primeras
de cambio… Pero ahora me ocupo de que no dé tantas facilidades y nos sirva para
sacarle un provecho. De ahí lo de la rifa”.
Como en un acuerdo tácito
para captarme definitivamente como postor, entre ambos ahora redoblaron la
propaganda del producto. “¡Anda! Cuéntale al señor cómo te las apañas para que
lo pasen bien los que ganan la rifa”, lo animó. “¡Uf! Es que eso depende de cada
cual”, advirtió Tadeo, quien provocativamente se plantó con los brazos en jarra
y la polla todavía desafiante, dispuesto a entrar en detalles. “Hay quienes van
directos a darse el lote conmigo y bien que los dejo. Me comen las tetas que
hasta me quedan marcas de los mordiscos. Me estrujan la polla y los huevos, y
como se me pone dura enseguida me pajean a base de bien ¡Menudos chorros me
hacen soltar! Que yo de leche, toda la que se quiera. Los que me la chupan casi
se ahogan de lo que han de tragar. Y de darme por el culo ni le cuento. Que
cuanto más gorda es la polla más la disfruto”. Al tomarse un respiro,
maquinalmente bajó un brazo y el dedo con que recogió el juguillo que le
abrillantaba el capullo lo subió a la boca para lamérselo. “Otros son más de
que yo les haga cosas y les mame hasta que me llenen la boca. Y si se trata de
follármelos bien apañados que los dejo… También hay los que se animan con unos
azotes y, si lo que les va es dármelos a mí, pues no me parece mal tampoco”. No
pude menos que exclamar: “Así no me extraña que haya tantos aspirantes”. Aún
añadió para concluir: “Cosas así las he hecho siempre. Pero como ahora es una vez a la semana y me tienen la noche
entera, ahí ya cabe cualquier cosa”. El padre apostilló ufano: “Es que pone el
alma en todo lo que hace”.
No faltó nada más para
convencerme. Aunque escéptico de que la suerte me sonriera, no pensaba perderme
el ceremonial de la rifa, que prometía ser de lo más excitante. Ello suponía
que había de alterar mis planes y quedarme más tiempo del previsto en aquel
valle, que inicialmente consideré como solo de paso. Así que dije a la pareja:
“Pues van a poder contar conmigo”. Me sorprendió que Tadeo correspondiera
halagador: “Me gustaría que fueras tú el que ganara”. Pero el padre lo
reprendió. “A ver si el señor va a creer que hacemos trampas… Menuda se armaría
si los vecinos empezaran a sospechar”. Cambié de tema y pregunté: “Por cierto
¿dónde se hace la rifa?”. El padre me indicó: “Si avanza un trecho más, verá
una ermita. Está en ruinas, pero es allí donde hacemos las reuniones de
vecinos”. Se puso ya de pie y tiró de la cuerda para que el hijo se pusiera en
marcha. “Con su permiso seguiremos con lo nuestro. Espero que nos volvamos a
ver más tarde… Y a ver qué pasa”. “No lo duden”, afirmé.
Henchido de excitación, los contemplé
enfilar el camino descendente hacia la zona de cultivos. Trepé hasta un repecho
desde el que tenía una visión que me permitió observar a varios labriegos que
realizaban en solitario sus labores. En cuanto los veían, saludaban levantando
los brazos con gestos de alborozo. Se les acercaban y sentí no poder oír lo que
estuvieran diciendo. Supuse que, entre otras cosas comentarían la desnudez del
reclamo. Me hizo gracia que, cuando uno, por lo visto más atrevido de la cuenta,
intentó meter mano a Tadeo, el padre estiró de la cuerda para apartarlo. Luego
los perdí ya de vista y, como había decidido prolongar mi estancia en el valle,
busqué un sitio sombreado para matar el tiempo. Recurrí a una barrita
energética y un botellín de agua para reconfortarme en la espera y pensé en
hacer una siesta. Pero no me quitaba de la cabeza la imagen de aquel pedazo de
hombre desnudo y opté por hacerme una buena paja a su salud. Así pude ya dormir
un buen rato.
Aunque pensé que me sobraría
tiempo, la impaciencia me hizo emprender el camino hacia la ermita. No me fue
difícil seguirlo y la subida era suave. En el llano delante del edificio
ruinoso estaban ya algunos hombres. Otros más vinieron después. Desde luego
debía ser el acontecimiento de la semana para los lugareños. Llegó a haber más
de veinte y, al menos en esta ocasión, debía ser yo el único forastero. Se
formaban grupos que charlaban animadamente y se percibía cierta expectación. No
habían aparecido todavía los protagonistas del evento, pero delante de la
ermita había ya una mesa formada por una tabla sobre dos caballetes y, en ella,
dos orzas de barro tapadas. De pronto empezó a hacerse silencio y se fue
abriendo un pasillo por el que avanzaban, con teatral solemnidad, padre e hijo.
Por supuesto Tadeo venía tan en cueros como cuando me encontré con ellos, pero
ahora era el padre quien iba delante simulando que tiraba de la cuerda.
Llegaron ante la mesa, que quedaba algo elevada facilitando la vista desde todos
los lados, y se colocaron juntos frente a la concurrencia. Estallaron ya
aplausos y requiebros mayormente soeces dirigidos a Tadeo, que los recibía
retador y sonriente con los brazos en jarra. Contrastaba su desvergonzada
opulencia con la pequeñez y modestia del padre. Éste sin embargo se impuso y,
agitando las manos, mandó callar. Habló con una voz más firme que la que yo le
había oído e incluso con dejes de ironía. “Veo que tampoco habéis fallado en
esta ocasión, dispuestos a probar suerte una vez más… Y es que el premio
siempre vale la pena ¿no es verdad?”. Se desataron asentimientos de tono
subido, que no dudó en alentar. “¡Niño! Anímalos como tú sabes a que compren
muchos números”. Tadeo, si ya tal como estaba plantado ante la concurrencia era
pura provocación, pasó de la quietud a los gestos más lascivos. Con la mirada
retándolos de uno en uno, se desperezó levantando los brazos y cruzando las
manos tras la nuca. Luego fue bajando para estrujarse las tetas e ir deslizando
las manos hasta alcanzar el paquete. Se lo manoseó obscenamente mientras iba
girando. Presentó así el culo y, echando el torso hacia delante, estiró de las
nalgas para resaltar la raja. Cuando volvió a ponerse de frente, lucía una
escandalosa erección. Aunque era algo que ya me había ofrecido en el encuentro
de la mañana, que lo reprodujera allí, elevado frente a tanto hombre ansioso,
me resultaba tan morboso que hube de apretarme la entrepierna para calmar el
ardor que sentía.
El silencio expectante con
que se había acogido la exhibición estalló en nuevas proclamas que expresaban
un deseo desatado. Impasible, el padre prosiguió. “Pues esta noche uno de
vosotros va poder hacer con él algo más que mirar”. Con la emoción del momento,
no me había dado cuenta de que se había colocado a mi lado un tipo gordote y cincuentón
de rostro risueño. Lo miré cuando le oí comentarme: “Como si no lo hubiéramos
catado ya casi todos…”. Me sorprendió su tono sarcástico y le pregunté: “¿Tú
también?”. “¡Pues claro! Si ése está siempre dispuesto. Y desde luego es una
fiera y se pasa de coña con él… Aunque para mi gusto se sale un poco de gordo.
Para eso ya estoy yo… Los prefiero, no digo delgados, pero algo más
manejables”. Me lanzó una mirada de lo más expresiva. Pero de momento volvimos
a atender al padre que ponía ya en marcha el proceso. “¡Bueno! Si ya habéis
hecho boca lo bastante, no perdamos más tiempo. Todos conocéis cómo funciona
esto. Total transparencia, sin trampa ni cartón ¡A hacer cola, compañeros! Y con
los dineritos a punto para que vaya más rápida”. El método a seguir no era
menos original que todo el espectáculo que lograban montar. Padre e hijo
pasaron al otro lado de la mesa. Entonces el primero destapó las dos orzas y
mostró una de ellas bocabajo para que se viera que estaba vacía. En la otra
metió una mano que removió, oyéndose un entrechocar que producían bolitas de
madera con números, como las que se usaban en el antiguo juego de la lotería.
Se vio cuando sacó una para enseñarla. Tras ello se formó una disciplinada
cola, cada cual con la cantidad que pensaba gastarse. Por supuesto me
incorporé, junto con el gordito simpático que no se separaba de mí y que me
explicó: “En una orza están todos los números que, a medida que se vayan
comprando, irán pasando a la otra, donde se jugará la suerte”.
Al llegar a la mesa, cada uno
indicaba si quería un número o varios y entregaba el precio correspondiente. El
padre sacaba la o las bolas correspondientes, que había de ir pasando a la orza
que estaba vacía al principio. La misión de Tadeo era la de tomar la mano del
comprador y escribir en la palma con un rotulador el número de la bola. Si eran
varios, recurría a las dos manos o incluso subía por el brazo. Y cómo no, en
este proceso de manoseo ponía toda su picardía. Además se arrimaba con toda intención
al borde de la mesa forzando que los huevos y la polla reposaran bien visibles
sobre ella. Lo cual evidentemente encandilaba a los que iba atendiendo, que
como al descuido intentaban tocar más de la cuenta, aunque con mayor o menor
permisividad según los números que se pedían. La consecuencia de estos
escarceos era que el avance se ralentizara, pero entre lo que iba sucediendo en
la mesa y la información que no paraba de darme el gordito, estaba la mar de distraído.
Quise contrastar lo que me
había comentado antes con lo que me habían dicho padre e hijo por la mañana,
aunque sin entrar en detalles. “Parece que ahora, desde que funciona esto de la
rifa, solo se lo lleva al huerto el que tiene suerte cada semana…”. “¡Qué va!
Todo es un cuento”, reaccionó enseguida, “Es que el vejete es más listo que el
diablo… En cuanto se arruinó, como sabía de largo lo picha brava que es su hijo…
y lo salidos que vamos todos aquí, que todo hay que decirlo, se inventó un
tinglado para sacarnos los cuartos a los vecinos”. Aumentó mi curiosidad. “Entonces,
si el hijo sigue dando las mismas facilidades ¿cómo es que cada domingo se
llene esto para comprar números?”. “Parece de locos ¿verdad? Pero aquí hay
pocas distracciones y, como un vicio más, nos ha entrado el del juego… Así,
aunque el que luego gana en la rifa se lo haya estado cepillando dos días
antes, es todo un triunfo de cara a los demás que te toque y podértelo llevar
para una noche entera delante de todos, que nos morimos de envidia como tontos”.
Añadí mi opinión. “Ya se cuida el tío de tener a todo el mundo babeando tal
como se exhibe en puras pelotas desde buena mañana”. “Es que eso le gusta casi
tanto como el follar”, afirmó el gordito, “Seguro que es más idea suya que del
padre, al que le viene de perlas el éxito de esa clase de reclamo”. Se me
agolpaban las preguntas. “¿El padre sabe que, el resto de la semana el hijo
sigue haciendo de las suyas y sin beneficio?”. “Ése, mientras le funcione lo de
la rifa del domingo, pasa de lo demás. Es lo que ha hecho siempre”. “¿Cómo es
que el hijo en su momento no se largó de aquí como han hecho todos los jóvenes?
Al parecer, en términos relativos, se ha quedado como el benjamín de todos vosotros
y eso contribuye a que sea más apetecible”. “¿Para qué se iba a ir si encuentra
aquí lo que más le gusta y encima sin competencia? Tiene a todos los hombres
que quiere, y además maduros, que es como le van… ¡El paraíso para él!”. “¿Pero
aparte de él, entre los demás hombres no tenéis vuestros rollos también? Porque
estoy viendo maduros que hacéis muy buena pinta”. Sonrió ante mi piropo
indirecto. “Somos una gente muy rara… Algún lío habrá, pero no se ve con buenos
ojos entre hombres ya mayores. Es lo que pasaba en Grecia ¿no? En cambio con
los efebos a ponerse las botas… Aunque el de la rifa no sea precisamente un
efebo ni se le pueda considerar joven siquiera, al ser el de menos edad, y
además tan golfo y provocativo, se tiene un pretexto para satisfacer con él las
necesidades de machos salidos. No dejan de ser convenciones que sirven para
dormir más tranquilos”. Aún añadió una anécdota al respecto. “Pues resulta que
nuestro falso efebo no solo no tiene el menor reparo en ir con todo al aire,
sino que tampoco se priva de ventilar secretos de alcoba. Así que un día me
contó que uno que está por aquí, y que no quiero señalar, quien según él tiene
una verga descomunal, como no ve claro eso de cepillarse a un hombre, le pide
que se esconda el paquete entre los muslos para que parezca un coño. Así se
pone cachondo metiéndole mano y comiéndole las tetas, para luego darle por el
culo tan ricamente”.
Ya quedaba menos para que nos
llegara nuestro turno. Pero aún quise saber algo más personal. “¿Te importa que
te pregunte si ya te ha tocado alguna vez la rifa?”. “¡Qué me va a importar! Si
ya antes te he dicho que había follado con él… Y sí, me tocó hace varias
semanas”. No hizo falta que preguntara más porque ya se adelantó él. “Me sentí
tan contento y orgulloso como les pasa a todos. Además, tenerlo una noche completa
da mucho de sí. No es como un simple revolcón… Realmente valió la pena porque
el tío es increíble. No sé la de veces que se corrió de todas las maneras
posibles y soltando leche como un toro… Quedé agotado pero en la gloria”.
Cuando estuvimos ante la
mesa, el gordito me cedió la vez. Debería querer curiosear cómo me iba la
compra. Tadeo me acogió contento. “¡Hola! Me alegro de verte de nuevo… ¿Qué
quieres que te dé?”. Siempre insinuante. “Aunque estés con los huevos sobre la
mesa, me conformo con un número”, contesté. “¿Tan seguro vas?”. “Es que no creo
en la suerte”. “Me gustaría que hoy la tuvieras”. “¿Es lo que le estás diciendo
a todos?”. Entretanto me tenía cogida la mano que yo había dejado lacia y, para
anotar el número de la bola que había sacado el padre, la bajó casi rozando la
polla. “¿Te hago como esta mañana?”, le solté. Rio subiendo la mano. “Ahora no
hay privilegios… Pero a lo mejor vas a poder hacerlo toda la noche”. “Dios te
oiga”, dije dando ya paso al gordito.
Pronto acabó ya la laboriosa
fase y se acercaba el momento clave. Volvió a tomar la palabra el padre. “¡La
suerte está echada! En unos instantes sabremos el ganador”. Apartó la orza con
las bolas no utilizadas y la puso bajo la mesa para evitar confusiones. Padre e
hijo pasaron delante de la mesa y Tadeo cogió
con las dos manos la otra orza y la agitó sacudiéndose todo él como si tocara
unas maracas. Me pilló por sorpresa que el padre anunciara: “Como mano inocente
propongo la de quien nos vista hoy por primera vez”. Todos miraron hacia mí y
el gordito me dio unas palmadas en la espalda. “Te ha tocado”. “Pero no el
premio”, repliqué. “¿Quién sabe?”, me animó. Tuve que ir pues hacia la mesa,
donde Tadeo había depositado de nuevo la orza. “Remueve bien y saca una bola”,
me dijo. Lo hice con mano temblorosa y un gusanillo de débil esperanza. Mostré
el número de la extraída a la vez que lo cantaba. Desde luego no era el mío. Se
oyó un grito de triunfo. “¡Yo, yo!”. Un tipo sesentón, calvo y barrigudo daba
saltos de alegría. Su caminar hacia la mesa se veía ralentizado por las
palmadas y las felicitaciones que recibía. El lenguaraz gordito aprovechó el
momento. “¡Míralo, como en los Oscars! Ahí donde lo ves es el vaquero. Cada vez
que el hijo va a pedirle leche para el padre por la cara, acaban ordeñándose
los dos”.
Padre e hijo aguardaban
satisfechos. El primero sujetaba ostentosamente la cuerda que había seguido
atada al collar de Tadeo. Cuando al fin pudo llegar el agraciado, el padre hizo un remedo de traspaso simbólico
de la cuerda. Pero el tipo no estaba para solemnidades. Se echó la cuerda a un
hombro y fue directo a disfrutar de su premio, que lo acogió con los brazos
abiertos. La forma en que, ya con licencia absoluta, se restregaron y
morrearon, uno en cueros y el otro vestido de domingo, no podía resultar más
lúbrica, para exaltación del respetable, que disimulaba su envidia jaleándolos.
El paroxismo llegó cuando, al separarse, Tadeo alardeó de nuevo de una magnífica erección. Y bien
orgulloso estaba el premiado de lo que le había tocado en suerte. Ello no fue
obstáculo para que el padre, discretamente, instara a éste para una última
diligencia, que no era más que quitar a Tadeo el collar junto con la cuerda y
entregárselo. Ya lo guardaría para la próxima rifa. Le pregunté al gordito:
“¿Qué pasará ahora?”. “Pues que el vaquero se lo lleva corriendo a su casa para
aprovechar bien la noche… Si es como una boda de pueblo, pero en la que la
novia es siempre la misma y el novio cambia cada semana. Solo falta sacar la
sábana al balcón para demostrar que era virgen”. No pude menos que reír por la
agudeza irónica del gordito. “¿Y no hay convite de boda?”, pregunté. “El
convite se lo montan ellos… Para los demás se acabó la fiesta hasta el domingo
que viene”. “Pero por lo que dices entre semana no deja de haber movidas con el
mozo”. “Eso sí. Se da por descontado… Mañana mismo ya estará buscando las
cosquillas a unos y otros”. “¡Qué fiera!”. “Si le gusta follar más que comer… Y
mira lo hermoso que está”. “No me digas que va siempre en pelotas”. “Eso no. Lo
reserva para el gancho de la rifa. Pero sus pantalones suben y bajan con
facilidad”.
Una vez que la nueva pareja
se quitó de en medio muy amartelada, el resto se fue dispersando lentamente con
la desgana típica de un fin de fiesta. Pero el gordito seguía a mi lado y me
preguntó solícito: “¿Tú qué haces ahora?”. Fue entonces cuando tomé conciencia
de que mis planes se habían complicado al enredarme con lo de la rifa. Así lo
expresé. “Pues voy a tener que darme prisa para coger el coche… Esta mañana
pensaba que estaría por aquí solo de paso y ya se está haciendo de noche”. Dijo
alarmado: “¡Dónde vas a ir ahora con lo malas que son estas carreteras y más de
noche!”. “Habría de buscar un sitio para dormir”, repliqué. “¿Y no se te ocurre
que aquí puedes tenerlo?”. “No me parecía…”, empecé a decir viéndolas venir.
Fue rápido. “Soy modesto pero no duermo bajo un árbol”. “¿Me darías cobijo?”,
pregunté más relajado. “Ya que no he tenido suerte en la rifa…”, soltó con
picardía. “Aquí todos estáis pensando en lo mismo”, dije divertido. “¿Y tú
no?”. El gordito, sin la exuberancia del protagonista de la jornada, estaba
bastante apetitoso y quedaba claro que desde el principio me había tirado los
tejos. Así que acepté. “Entonces me pongo en tus manos”. “Vamos entonces, que
mi casa no está lejos”, dijo tomándome del brazo muy contento, “Me llamo
Martín”. “¿Vives solo?”, pregunté no obstante. “Como casi todos aquí… Follamos
pero no procreamos. Así somos de decadentes”. “Pues lo que llevo visto hasta
ahora me resulta muy interesante”. “Espero que siga siendo así”. “¿A qué te
dedicas?”, inquirí nuevamente. “Tengo panales de abejas. Dan una miel muy rica…
Pero no te preocupes, que no entran en la casa”. “Debes ser muy dulce”, lo
piropeé. “Tú mismo podrás comprobarlo”.
Más que una casa, era una
cabaña de madera. El interior consistía en un espacio único, modesto pero
bastante aseado. Era consciente de que no se iba a tratar solo de dormir y,
después de la calentura que había acumulado con el insólito y continuado
espectáculo del día, me sentí decididamente dispuesto a un revolcón con el
gordito Martín. Éste sin embargo consideró adecuado cumplir primero con sus
deberes de anfitrión. “Debes tener hambre… Puedo calentar una sopa y hacer unos
huevos”. “¿Habrá miel de postre?”, pregunté risueño. “¡Por supuesto!”. Dimos
cuenta rápidamente de sus viandas y Martín aprovechó para preparar el terreno,
con una cierta timidez que contrastaba con su agudeza verbal. “No te importará
compartir la cama conmigo ¿verdad?”. “Lo estoy deseando”, repliqué.
Después de los insólitos y
desmadrados acontecimientos del día, acostarme con mi anfitrión fue todo un
remanso de paz. Los dos desnudos en la cama nos examinamos mutuamente, con la vista
y también con las manos. Me gustó su timidez, que resultaba extraña en el
ambiente que dominaba en el lugar. Tenía formas redondeadas, con un vello
suave, que resultaban mullidas al tacto. Se dejaba hacer y le lamí los rosados
pezones. Cuando se los succioné, gimoteó estremecido. Tanteé más debajo de su
barriga y di con la polla corta y gruesa, que ya estaba dura, sobre unos
compactos huevos. De pronto pidió: “¿Puedo yo ahora?”. Conmovido por su
delicadeza, me puse bocarriba ofreciéndome. Fue llenándome el cuerpo de dulces
lamidas y besos que me electrizaron. Se iba deslizando lentamente hasta llegar
ante mi polla, dura del todo ya. La acarició con suavidad y, mirándome a los
ojos como pidiéndome permiso, se puso a chuparla. Lo hacía pausado, con una
succión y unos pases de lengua alrededor que rozaba la perfección. Tuve que
frenarlo y entonces quise hacerle yo lo mismo, pero enseguida me dio otra
opción. “¿Por qué no me penetras ya?”. Hasta en eso era fino. Se giró
rápidamente y me ofreció el culo. Respingón y suculento como lo vi, no dudé en
complacerlo. Me abrí paso entre sus piernas con la polla bien tiesa y me fui
dejando caer. Apenas sin forzar la entrada, la polla me quedó cálidamente
envuelta. Los murmullos de complacencia que oía aumentaron mi excitación.
Empecé a moverme y, a medida que Martín repetía decididos “¡Sí, sí!” llevando
mi ritmo, yo aceleraba el bombeo. Me sentí venir el orgasmo y una enérgica
sacudida hizo que me vaciara con varios espasmos. Quedé paralizado, pero me
extrañó que, tras recibir mi corrida y con la polla todavía aflojándoseme
dentro de su culo, Martín siguiera temblando y resoplando. Oí que decía:
“¡Espera, no te apartes! Estoy acabando”. Y era que espontáneamente mi follada
había hecho que también se corriera. Una vez separados, quiso disculparse.
“Perdona… Es que se me escapa enseguida”. Repliqué: “¿Perdonar qué? Si me ha
encantado hacerte disfrutar de ese modo”. Como si pensara en voz alta, soltó: “A
Tadeo le hace mucha gracia que me pase esto”. No pude menos que admirarme de
cómo giraba todo en torno al dichoso Tadeo en este sitio. Fuera como fuera quedé
bien saciado y, acunado por los cariños que me dispensaba Martín, me quedé
frito entre sus brazos.
Martín me ofreció un desayuno
sustancioso y, de nuevo dicharachero, bromeó. “Esta leche es del vaquero…
Bueno, de sus vacas. No vayas a creer otra cosa”. Como tenía que cuidar a sus
abejas, preferí no acompañarlo y nos despedimos ya con cariñosos besos.
“¿Volverás por aquí?”, me preguntó. “Ganas sí que me quedan… Todo son
sorpresas”. “Vuelve para otra rifa y, si no tienes suerte, puedes llevarte un
premio de consolación”, dijo modesto. “Tú sí que has sido el premio gordo”, lo
lisonjeé. “Lo de gordo lo admito”, asintió. “Y lo de premio”, insistí yo. Le di
un último beso y ya fui en busca de mi coche.
Pero aquél valle tenía una
especie de imán que tiraba de mí haciendo que retrasara la marcha. Así que, sin
saber para qué, al menos conscientemente, me entretuve vagando de nuevo por
aquellos caminos sin destino fijo. Me dio un vuelco el corazón cuando vi que
subía hacia mí nada menos que Tadeo, por lo visto ya cumplido el compromiso de
la rifa. Venía solo esta vez y, aunque ya no desnudo, los pantalones cortos que
reventaban los gruesos muslos, así como la camiseta que marcaba las formas de
su torso y le quedaba por encima del ombligo, parecían ex profeso para la
provocación. Enseguida me reconoció. “¡Hombre! ¿Aún por aquí?”. “Ayer se me
hizo tarde con la rifa y he pasado aquí la noche”, expliqué. “Seguro que con
alguien ¿Tan pronto te olvidaste de mí?”, dijo meloso. “Eso es difícil… Aunque
casi no te reconozco al verte con ropa”. “El de esta noche me ha dejado algo
para ponerme, que no siempre voy a ir en pelotas”. “Se distraerían demasiado
tus vecinos. Sabes dosificarte… Aunque así tampoco estás nada mal”. “¿Tú crees?
Me va estrecho”. Se tocó como si necesitara ajustarse el paquete. “Por cierto”,
dije cambiando de tema, “¿Cómo te ha ido la noche?”. “¡Uf! ¡Qué manera de
follar! Ayer mi padre y yo ya te contamos cómo funciono ¿Te acuerdas?”. “¡Cómo
no!”, dije. “Pues imagínate toda la noche dale que te pego, que estos de la
rifa, cuando ganan, no quieren perder el tiempo durmiendo”. “Así que estarás
agotado”. “¡De eso nada! Ahora mismo, si me la tocas como hiciste ayer, se me
vuelve a poner como una piedra… Y si me pajeas, me sale tanta leche como en el
primer polvo de anoche”. Casi sin pensarlo, solté: “Sería cuestión de
comprobarlo”. Me di cuenta entonces que me estaba dejando enredar por ese
magnetismo que le atribuían y me parecía increíble que, después del sexo tan
satisfactorio que acababa de tener con el gordito, estuviera sintiendo una
pulsión intensa de deseo. Por eso añadí: “Pero ya sé que ahora te reservas para
la rifa de los domingos”. Rio con ganas. “A ti te lo puedo confesar. Eso es lo
que decimos mi padre y yo… ¿Pero te imaginas que voy a poder quedarme en blanco
toda la semana?”. “No te conozco tanto”, me escabullí. Pero él ya tenía puesta
la directa. “Me gustaste cuando te conocí ayer ¿No te diste cuenta? Quise que
me agarraras la polla, que era lo único que podía hacer en aquel momento”. “Fue
tu padre quien me lo ofreció para animarme a ir a la rifa”. “Pero yo te habría
dejado seguir”. Me fijé en que la delantera de los ajustados pantalones se le
iba tensando, hasta el punto de que la tira de tela que cubre la cremallera se
había desplazado y ésta quedaba a la vista. Tadeo captó mi observación y dijo:
“Voy a tener que quitarme esto”. Dio un tirón para que bajaran los pantalones,
que cayeron al suelo, y en efecto surgió la polla bien tiesa apuntando hacia
delante. “¿Ves como no exagero? Ahora no está mi padre”, dijo con un punto de
ironía. Era ya demasiado para mí y, como si mi mano no me obedeciera, fue a
cerrarse en torno a la gruesa polla. “¡Um! Me encanta el calor de tu mano”,
dijo en un susurro. Yo desde luego notaba que me ardía. Pero entonces Tadeo se
apartó, pataleó para sacar los pantalones, que cogió con una mano, y con la
otra tiró de mí para salirnos del camino. Apenas nos adentramos y dejó los
pantalones sobre una rama. Se quitó también la camiseta y se me mostró una vez
más en cueros. “¿A que así te gusta más?”. La polla seguía bien tiesa y un
impulso irrefrenable me hizo caer de rodillas. No solo volví a manosearla sino
que me la metí en la boca. “¡Uy, así me gusta!”, le oí decir. Mamé con ansia
hasta que exclamó: “¡Cómo me has puesto ya!”. Pero añadió: “Será mejor que
dejes de chupar y sigas con la mano… Pronto sabrás por qué te lo digo”. Pasé
pues a frotar y de pronto empezó a lanzar una serie de chorros continuados de
una potencia y densidad que me dejaron estupefacto. Cuando el fluido decreció
soltó un profundo suspiro. “¡Uuufff! No quería que te ahogaras. Los que me
conocen están ya al tanto de lo que pueden llegar a tragar”. Pese a todo quise
saborear su leche y lamí goloso la que le goteaba.
Pensé que ahí habría quedado
todo y que me llevaría un buen recuerdo de despedida. Pero no había contado con
que para Tadeo nunca era bastante. Tiró de mí hacia arriba y me estrechó contra
su pecho. “Todavía te queda más por comer… Y a mí también”. Plantó la boca en
la mía y directamente me metió la lengua. Se apartó un momento para decir: “Aún
te sabe a mi leche”. Mientras reanudaba el intenso morreo, llevó las manos a
los bajos de mi camiseta y la subió para sacármela por la cabeza. Como era
evidente que no pararía hasta dejarme tan en cueros como él, ayudé bajándome
los pantalones. Juntamos tanto los cuerpos que, a pesar de las barrigas, mi
erección chocó con la suya, que increíblemente había recuperado la misma
firmeza que tenía antes de que se la mamara. Él mismo me movió la cabeza para
ofrecerme las tetas. “¡Sigue comiendo!”. Desde luego no podían ser más
tentadoras, gordas y consistentes con pezones picudos ¡Con qué ganas las chupé!
Pero Tadeo no tenía suficiente. “¡No seas tímido y muerde! Me vuelve loco”. “Ya
tienes marcas”, observé. “¡Claro! De esta noche ¡Avívamelas!”. Así que mordí
enfebrecido donde unas horas antes lo había hecho el vaquero. Tadeo jadeaba.
“¡Aj, cómo me pones!”. Quedé con la boca babeante y entonces Tadeo me impulsó
para que me subiera a una elevación del terreno. Así agachado, se dispuso a
chupármela ahora él a mí ¡Cómo sabía mamar! Su lengua envolvía el capullo y se
tragaba la polla hasta que sus labios topaban con mi pubis. Ralentizaba el
proceso sin querer llevarme al éxtasis alternando con lamidas a los huevos.
De pronto Tadeo dijo: “A
punto para follarme ¿eh?”. A estas alturas era lo que más deseaba, tanto como
parecía ocurrirle a él. Se apresuró a inclinarse sobre la recia rama de un
arbusto y me ofreció el culo. “¡Todo tuyo!”. Me eché encima y le entré de golpe
a la primera. “¡Sí, qué bien!”, exclamó Tadeo. Yo no podía sino concentrarme en
el calor que cercaba mi polla y mi excitación se disparaba con el morbo de pensar que ahí adentro aún quedaría algo de
las corridas que le habrían descargado esa noche. Sin embargo, cuando más
entusiasmado estaba en mi follada, y abstraído de todo, me alarmó el sonido de
unas voces que comentaban divertidas: “¡Mira! Ahí está otra vez Tadeo poniendo
el culo”, “No habrá tenido bastante con el vaquero”, “¿Ese otro no es el
forastero?”, “Otro añadido a su lista”. Provenían de dos tipos que, pasando por
el camino, del que apenas nos habíamos alejado por las prisas de Tadeo, se
habían detenido al vernos. Como me quedé paralizado, Tadeo me incitó: “¡Tú
sigue! No les hagas caso”. Estaba tan lanzado que pasando, de ellos, reanudé el
bombeo, mientras oía sus risas al alejarse ya. En cierta forma me vino bien la
interrupción, porque con ella pude alargar el placer que aquel culo me estaba
haciendo sentir y que Tadeo sabía fomentar. “¡Cómo me gusta tener tu polla
dentro!”, “¡Zumba, zumba!”. Pero no solo me enardecía con sus palabras, porque
también se meneaba hábilmente para encajarme mejor y hacía contracciones que me
apretaban la polla. Por más que quise resistir llegó un momento en no pude sino
casi gritar: “¡¡Ya!!”. E inicié una descarga que creí que nunca iba a acabar. Me
daba vueltas la cabeza mientras notaba la fuerza con que me salía la leche y la
tensión de Tadeo al recibirla.
Quedé echado sobre él sin
fuerzas para moverme hasta que la polla me fue resbalando y salió goteando. Su
impulso al ponerse derecho hizo que yo también me quedara de pie, todavía abrumado
por la pasión que había llegado a poner en la consumación. Entonces Tadeo
exclamó: “¡Qué buen polvo!”. “Uno más ¿no?”, replique consciente de que aquello
para él debía ser plato de cada día. “Todos tienen su qué”, puntualizó. “Pues
temí que se me fuera a cortar cuando aparecieron aquellos”, dije pensando en la
intrusión de sus amigos. “No pasa nada. No será la primera vez que me ven
follando… Si esos dos también me buscan las cosquillas”. Añadió riendo: “Yo no
me oculto de nada”. “Eso ya lo tengo comprobado”. Lo que no ocultó ahora fue la
tremenda erección que había recuperado. “¿Así estás otra vez?”, le dije. “¿Qué
quieres? Cuando me alegran el culo me pongo burro enseguida”. Se agarró la
polla y la sacudió. “¿Quieres ver el pajón que me hago?”. “Tú mismo”, me limité
a contestar, porque en ese momento había quedado fuera de juego. Tadeo no se lo
pensó dos veces y allí de pie se puso a meneársela con entusiasmo. Verlo así,
agitando todo el corpachón y con expresión concentrada, reavivó insospechadamente
mi excitación. No tardó en empezar a soltar chorros de leche no inferiores en
fuerza y cantidad a los ya sacados por mi intervención hacía poco.
Sin embargo, pareció que su
poderío sexual fuera contagioso, porque nada más acabar yo estaba empalmado de
nuevo. Tadeo se rio. “¡Vaya! Seguro que aún te queda algo en la recámara”.
Impulsivo, hizo que me subiera a la elevación del terreno de antes y repitió la
mamada. La dominaba con una maestría que noté que me invadía un deseo de
correrme tan intenso, si no más, como el que había tenido cuando estaba dentro
de su culo. Pero ahora Tadeo no medía los tiempos e iba a por todas. Para qué
iba a avisar, si sabía que estaba dispuesto a beberse toda mi leche. Cuando
empecé a soltarla, me parecía increíble que en tan poco espacio de tiempo
hubiera podido acumular de nuevo tanta cantidad, y que además saliera con tal
ímpetu ¿Sería por el aire de aquellas montañas, como había dicho el padre de
Tadeo? ¿O era que éste estaba dotado de lúbricos y mágicos poderes? Entretanto
él iba sorbiendo con delectación, hasta que levantó la cara hacia la mía con
expresión radiante y labios y barba perlados de leche. “¡Qué rica me ha
sabido!”, exclamó. Yo estaba sin resuello y me senté en un tronco volcado.
Tadeo, sonriente, lo hizo también a mi lado, con la misma frescura con que me
lo había encontrado hacía poco.
El hechizo se rompió cuando
volvieron a pasar, ahora en dirección contraria, los dos tipos de antes. Como
vieron que no estábamos en acción, se acercaron más e interpelaron a Tadeo.
“¿Qué, ya has acabado la faena con el forastero?”. Tadeo no se inmutó y
divertido les soltó: “¡Anda y largaros de aquí, envidiosos! Que ya os pillaré
yo cuando me venga en gana”. Los otros rieron y siguieron su marcha. “Los
tienes haciendo cola ¿eh?”, le comenté. “¡No veas! Pero tampoco son tantos y no
todos me dan el mismo tute… Algunos están ya viejos y se conforman con
toquetearme un poco. Si acaso me hacen una paja o me la hago yo para que miren…
Y tan contentos”. Ya empezó a ponerse la poca ropa que había traído. “Tendré
que ir a mi casa para ayudar a mi padre con las cuentas de la rifa”. Salúdalo
de mi parte”, dije con ironía. “¿Tú qué harás ahora?”, preguntó. “Ya cojo el
coche y me largo de aquí, no sea que me encuentre con más sorpresas”. Rio y
agarrándome me dio un largo beso con lengua. “No tendrás queja…”, dijo al
soltarme. Cuando ya se marchaba, aún se volvió. “Acuérdate de las rifas…
Siempre te puede tocar o, al menos, ya estaré yo para compensarte”. Fue
alejándose por el camino con su corpachón embutido en aquellas prendas tan escasas.
“¡Ahora sí que no hay vuelta
de hoja!”, me dije a mí mismo. Cuando hube superado la tortuosa carretera de
montaña que me alejaba del valle, empecé a preguntarme si no sería que todavía
tenía que despertarme ¿Había pasado realmente todo lo que atropelladamente
bullía en mi cabeza? ¿Podía haber sido yo capaz de desplegar en tan pocas horas
semejante vigor continuado? Porque las piernas me las notaba firmes y se me
había abierto tal apetito que ansiaba encontrar un buen sitio donde almorzar.
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Situado ahora fuera ya del
relato, puedo plantear: ¿Inverosímil? ¿Disparatado? El caso es que, al hacer
volar mi imaginación en torno a aquella foto tan intrigante, es así como me lie
al desarrollar la historia, en la que de paso me he permitido regalarme con
unos increíbles y diversos disfrutes sexuales. Podía haber sido de otra manera,
incluso de muchas otras. Pero tal como me ha salido la doy a conocer.