Al día
siguiente Jacinto decidió dedicarse más a fondo a la estación de autobuses. Era
el inicio del fin de semana, por lo que había bastante movimiento. Así quedaría
más disimulado su frecuente entrar y salir en los urinarios. Además, en el buen
rato que pasó sentado en un banco cercano para tomar perspectiva, pudo observar
que, con mucha más afluencia que el día anterior, el trasiego de los que iban
repitiendo era constante. Le sería fácil mimetizarse con ellos. Para
desdibujarse, incluso había tenido la precaución de prescindir de su sempiterna
gabardina, engorrosa para la visibilidad de lo que habría de mostrar. Animoso,
Jacinto se levantó dispuesto a hacer su trabajo.
En el
segmento a la vista de mingitorios, al igual que el día anterior, no se
apreciaba nada fuera de lo normal. Estaba claro que era el de los que solo
pretendían aliviar su vejiga y se guardaban de aventurarse en la zona oculta.
Esto último fue precisamente lo que hizo Jacinto, que se llevó la sorpresa de
que no quedara ni un hueco libre. Ya que estaba, para esperar turno se
entretuvo remojándose las manos en uno de los lavabos de enfrente. Por el
espejo podía observar que las cabezas de los supuestos meones se giraban a uno
u otro lado, e incluso algún brazo traspasaba la línea de separación. Parecía
reinar una sana camaradería, en la que todos se sentían implicados. Volvió a
surgirle a Jacinto el problema de secarse y, para ello, tener que recurrir a papel
higiénico. De los dos retretes que había en aquel sector, uno estaba cerrado –
¡a saber qué estaría pasando dentro!– y
el otro tenía la puerta entornada. Jacinto la empujó y lo primero que vio fue
un orondo culo. En efecto, un tipo con los pantalones bajados se apoyaba en la
mochila de la cisterna ofreciéndose así. “¿Me quieres follar?”, oyó Jacinto.
Éste salió del paso. “Solo busco papel”. Por encima del encorvado logró
arrancar una tira. El otro insistió. “Cierra la puerta y métemela”. Jacinto no
quiso enredarse a la primera. “Ahora no”. Salió y dejó de nuevo la puerta
entornada.
Entretanto
había quedado un hueco libre y Jacinto no dudó en ocuparlo. Lógicamente lo
primero que hizo fue sacársela, aunque el hecho de estar comprimido entre los
vecinos le coartaba arrancar la micción. Jacinto se la sacudía y manoseaba para
tratar de provocar ésta, lo que no dejó
de atraer las miradas desde ambos lados que sin duda lo tomaban como llamadas
de atención. Jacinto miró a su vez hacia uno y hacia otro, y no precisamente a
las caras. Dos pollas bien tiesas eran esgrimidas y ofrecidas a su vista.
Jacinto sabía que, hasta que no se hubiera aliviado, no iba a poder competir
mínimamente con ellos y seguía esforzándose. Uno de los vecinos sin embargo,
pensando sin duda que necesitaba un estímulo para que se le pusiera dura, pasó
un brazo para poder agarrarle la polla. Y este sorpresivo contacto lo que causó
fue que a Jacinto le saliera el chorro por fin, lo cual no dejó de ponerlo en
un brete. Pero esto no pareció molestar al que le había echado una mano, que se
limitó a subir los dedos hacia la raíz de la polla y siguió sujetándola hasta
que Jacinto acabó de vaciarse. El del otro lado, que había contemplado atento
el suceso, mostró su apoyo sobándole sin el menor recato el culo a Jacinto.
Éste, fiel a la máxima de que es de malnacido ser desagradecido, pasó una mano
a cada lado y se puso a sobar las pollas de sus vecinos. El que lo había
ayudado a orinar se corrió antes de lo que esperaba Jacinto, que se encontró
con la mano pringada de leche. Esto lo descolocó y, guardándose precariamente
la polla con la mano limpia, hubo de ir de nuevo en busca de papel higiénico.
La situación
de los retretes era la misma. Uno cerrado, y si había habido cambio de
ocupantes no lo habría captado Jacinto. Y el otro aún con la puerta entornada
¿Pertenecía al de antes el culo en pompa que lo recibió? Fuera quién fuera, su
intención era idéntica. Pero el ánimo de Jacinto había variado. El pajeo que
había tenido con aquellos dos no había dejado de excitarlo, pese a que se
hubiera precipitado el final. Aunque solo había vuelto a entrar para poder
limpiarse, a la reiterada petición del gordo de que se lo follara, ahora
respondió: “Es que no sé si voy a poder”. El otro se animó con esa actitud dubitativa.
“Cierra la puerta que te la voy a chupar y verás lo dura que se te pone”.
Jacinto ya cedió. Después de todo le había gustado la vez aquella en que le dio
por culo a otro gordo en la playa. Puso el pestillo y, para mayor comodidad, se
bajó los pantalones. Ni siquiera miró la cara del que se giraba para atraparle
la polla con la boca, casi en la misma postura. Como mínimo debía tener
tortícolis, pensó Jacinto. Desde luego se la mamó a conciencia y no tardó en
endurecerla. Rápidamente el gordo, para aprovecharlo, volvió a la posición
inicial. “¡Ya! ¡Métemela!”. Jacinto no dudó en agarrar las nalgas y clavarse
con fuerza. Se asombró de lo fácil que había tenido la entrada. “¡Uuum, qué
bien!”, exclamó el otro. A Jacinto le gustó la sensación y se puso a menearse.
Curiosamente la misma sordidez del lugar le aumentaba la excitación y hasta
veía el agujero por donde se había comido una polla el día anterior. Se corrió
pronto y enseguida le entraron las prisas. Se subió los pantalones sin
intercambiar palabra con el follado y salió. “¡Vaya manera de empezar el día!”,
se dijo.
Jacinto
tenía ganas de respirar un aire menos viciado y, eludiendo a los que seguían
con su toma y daca de pollas, abandonó los urinarios. La corrida la había
abierto el apetito y, tras hacerse con un bocadillo y una cerveza, se volvió a
sentar en el banco de vigilancia. Tuvo ocasión de hacer un balance provisional
de lo que llevaba de jornada laboral. También había tenido que meneársela a un
tío y dejarse tocar, pero era lo que exigía la situación, ya que debía
adaptarse al medio. Tal vez se había excedido al dejarse convencer por el gordo
del retrete, pero una debilidad la tiene cualquiera y, además probablemente de
no ser por él el hombre se habría quedado con las ganas.
En estas
reflexiones estaba cuando, a medio bocadillo, tuvo una visión que hizo que le saltaran
todas las alarmas. Salió de los lavabos un hombre mayor y bajito al que seguía
un tipo fornido y de aspecto atrabiliario, que pareció interpelarlo. Ambos se
apartaron un poco hacia una zona menos transitada y se inició una especie de
discusión, en la que a todas luces el grandote llevaba la voz cantante. Llegó
un momento en que el bajito, con aire abatido, se sacaba con discreción –que no
escapaba a la sagacidad de Jacinto– la cartera y entregaba su contenido al
otro. Cosa que también hizo con el reloj que llevaba en la muñeca. Tras lo cual
se alejó rápidamente y se perdió entre la gente. “¡Eureka!”, exclamó para sí
Jacinto. Sin duda alguna el malhechor buscado había realizado una de sus
fechorías en sus propias narices. Sin importarle lo más mínimo la suerte del
saqueado, Jacinto se concentró en los pasos que seguiría el extorsionador ¿Se
daría por satisfecho con el botín logrado o atacaría a otros mirones
pusilánimes aprovechando lo concurrido del día?
Por lo
pronto pareció que al individuo se le habría abierto también el apetito. No
debía ser muy gourmet porque, con todo lo recaudado, solo se le ocurrió entrar
en una hamburguesería. Jacinto se deshizo de su bocadillo en una papelera y se
dispuso a seguir sus pasos. Ahora que lo tenía localizado no pensaba perderlo
de vista. Entró en el local, remoloneó discreto hasta que su objetivo tomó
asiento e hizo asimismo su pedido. Buscó un puesto donde pudiera ver sin ser
visto y le hincó el diente a su hamburguesa. Aunque Jacinto se esforzaba en
concentrarse en la forma de desenmascarar y llevar ante la justicia al
abusador, observar a éste devorando sin demasiados modales su bocata y
chupeteando las patatas que sumergía en kétchup, le desataron inevitablemente
fantasías poco convenientes. Aquel tipo grandote y bravucón debía tener una
polla espectacular para tener tanto éxito con los mirones. Tal vez se limitaría
a enseñársela, aunque también podría dejar que se la tocaran e incluso se la
chuparan. No sería de extrañar que además de robarles, si lo llevaban a sus
casas, los violara dándoles por el culo. Por supuesto que no había constancia
de esos detalles en las denuncias recibidas. Con tales pensamientos rondándole
por la cabeza, Jacinto notó que, a pesar de haberse follado al gordo hacía
poco, se estaba excitando a base de bien.
Lo sacó de
su encantamiento que el observado se levantara de su mesa. Pero en lugar de
dirigirse a la salida lo hizo al pasillo que conducía a los lavabos, tal como
rezaba un rótulo. Jacinto entonces, sin pensar muy bien para qué, se armó de
valor y se dispuso a seguirlo pocos segundos después. Jacinto abrió
sigilosamente la puerta y se topó con el hombre ante un lavabo ¿Estaría en
espera de alguna presa? Jacinto no pudo sino pasar de largo y dirigirse a los
urinarios, que no se veían desde la puerta. Había varios, todos desocupados y
optó por uno hacia el centro. Le emoción del momento no le impidió ahora soltar
una larga meada. Le temblaron las piernas cuando, recién terminada su
evacuación, el hombre vino y se colocó dejando un espacio en medio. Más se
sorprendió cuando le dirigió la palabra en tono confianzudo. “Aquí hay que
lavarse las manos antes de tocarse la bragueta… Lleva uno las manos llenas de
grasa”. Jacinto pensó que él no había reparado en eso al sacarse la polla. Pero
al haberle hablado, aunque no supo contestarle, sí que hubo de mirarle. Era de
los que se sueltan el cinturón y abren del todo los pantalones, bajando también
la cintura de los calzoncillos, para mear a gusto con todo suelto ¿Quién no iba
a seguir mirando con tanto trajín? Jacinto trató de disimular su persistencia
allí y apretó el botón que soltaba agua, como si le costara arrancar y
necesitara esa ayuda. Entretanto el hombre ya lucía relajadamente sus atributos
que empezó a dejar fluir sin tocarlos y con las manos en la cintura. Tan
peculiar método no dejaba de atraer la atención de Jacinto, dispuesto a conocer
a fondo el modus operandi del sujeto.
Éste no rehuyó ni mucho menos el lucimiento y, ya de forma manual, procedió a
ostentosas sacudidas de una verga de la que tenía motivos para sentirse
orgulloso. Y no solo acabó así con el goteo, sino que, sabiéndose observado,
continuó con frotaciones que iban poniendo aquélla en todo su esplendor. Al fin
se quitó la máscara y le soltó a Jacinto: “Ya he notado que me seguías desde
que estábamos comiendo y ahora aquí estamos”. Se giró hacia él con la verga
tiesa. “Te gusta ¿eh?...La podrías disfrutar en un sitio más íntimo ¿Te
apetece?”. Jacinto pensó que no podía desperdiciar la oportunidad de seguir
tejiendo su tela de araña en torno al delincuente, sin plantearse siquiera que
podía estar resultando al revés. “¿Qué propones?”. “Tengo un sitio. Si te
atreves…”, pilló el hombre por sorpresa a Jacinto, que esperaba que querría ir
a su casa. “No sé yo…”, dudó. “Me podrás conocer a tu gusto”, lo tentó el otro
¡Cómo iba a rechazar Jacinto acceder a su guarida! “¡Vale!”, aceptó. El hombre
le ofreció un anticipo. “Ahora ayúdame a guardar esto tan duro”. Agitó la verga
y añadió socarrón: “Pero no te olvides de meterte para dentro también tu
polla”. Jacinto hizo esto primero rápidamente y, con manos temblorosas, tomó la
tiesa verga. Hubo de ladearla para poder entrarla en los calzoncillos. “Vaya
pieza ¿eh?”, presumió el hombre, que ya se ajustó por sí mismo los pantalones.
Ya fuera de
la hamburguesería, sobrepasaron la estación de autobuses. No iban exactamente
juntos, porque el hombre llevaba un paso ligero que a Jacinto le costaba seguir
y le hacía rezagarse. Pero esto le permitía observar su anchas espaldas y, al
llevar una cazadora ceñida en la cintura, un culazo bien marcado. A Jacinto lo
embargaba una mezcla de temor reverencial y de orgullo por su osadía. Solo le
habían encargado que identificara al extorsionador y él además iba a
proporcionar los datos de su escondite. Seguro que lo iban a felicitar. Al
ponerse a la altura de su guía en un semáforo, le preguntó: “¿Vamos muy
lejos?”. “Aquí mismo”, contestó el otro y rio, “Estás ansioso ¿eh?”. Llegaron a
una zona degradada detrás de la estación y enfilaron una calle donde casi todo
eran almacenes. El hombre se detuvo ante una puerta metálica y se agachó para
abrir un candado. “¿Aquí vives?”, preguntó no sin ingenuidad un extrañado
Jacinto. “Digamos que tengo un picadero”, contestó el otro.
El hombre
levantó la puerta metálica hasta la mitad. Agachados pasaron los dos e,
inmediatamente, volvió a bajarla y puso de nuevo el candado, guardándose la
llave. “¿Por qué cierras?”, preguntó Jacinto. “No querrás que se nos cuele
alguien ¿no?”, dijo el otro manipulando un cuadro de luces. Precariamente
iluminado, aquello parecía un garaje abarrotado de objetos viejos y de dudosa
utilidad. Pasaron una puerta y fueron a dar a un cuartucho, algo más alumbrado
pero también en bastante desorden. Destacaban un armario, un camastro, una
cocinilla de butano y un televisor. Éste era lo único con aspecto más nuevo,
probablemente producto de la rapiña, aventuró Jacinto. El tipo se quitó la
cazadora y la colgó en una percha. Una camiseta ajustada le marcaba unas
pronunciadas tetas y la curvatura de la barriga. Jacinto lo contemplaba
indeciso ¿De qué iba a ir esto? El anfitrión abrió el armario y, de espaldas,
pareció mover las manos por dentro, pero cerró enseguida. Se volvió hacia
Jacinto. “Aquí vas a pasar calor. De modo que más vale que te desnudes”. El
tono imperativo descolocó a Jacinto, que solo supo soltar tontamente: “¿Cómo
dices?”. “¡Que te quedes en cueros, coño! ¿No se te caía la baba antes
mirándome? Pues yo también tengo derecho a ver lo que tienes por ahí… para que
empecemos a entendernos”. Esta andanada impactó a Jacinto, que pensaba que las
pretensiones del sujeto irían por otros
derroteros. Pero el asunto se ponía en un terreno escabroso en el que era
propenso a resbalar ¡Si lo sabría él ya de sobra! No obstante, sin dejarse
llevar todavía del todo por su inclinación a la docilidad, intentó driblar la
orden. “Si no vale la pena… Tan viejo y gordo como soy poca cosa hay que
enseñar”. “¡Pareces sordo, joder! Yo soy quien dice lo que quiero o lo que no
quiero… Y si digo que te quedes en pelotas, lo haces y en paz ¿Lo has
entendido?”, bramó el hombre con impostada exageración. “¡Bueno, bueno! Tú
mandas”, acató Jacinto ¿Qué otra cosa podía hacer en una situación a la que él
mismo se había arriesgado? Valga cualquier cosa para conseguir que el extorsionador
acabe teniendo su merecido…
A Jacinto no
le abochornó demasiado ir quitándose toda la ropa, aunque el hombre lo miraba
con fijeza, seguramente con la idea de avergonzarlo. Pero a aquél no le venía
de nuevo algo así y ni siquiera titubeó al despojarse de lo último que le
quedaba: los calzoncillos. Había ido dejándolo todo sobre el camastro y sí que
se sorprendió cuando el hombre lo recogió apiñándolo, abrió el armario y lo
metió dentro, cerrando la puerta ahora con llave, que se guardó. “Ya te la devolveré
si te portas bien”, le dijo. Inmediatamente sin embargo volvió su atención al
Jacinto desnudo. Despectivo comentó: “Pues vas a tener razón… Hay poco que
aprovechar”. Fue rodeándolo mientras decía: “Pero del cerdo se aprovecha todo y
algún partido sacaré de ti”. Para ponerlo en práctica, puso los brazos en jarra
y ordenó a Jacinto: “¡Arrodíllate aquí delante!”. “¿En el suelo?”, preguntó
Jacinto desconcertado. “¡No, te pondré un reclinatorio! ¿Te lo tengo que decir
todo dos veces?”.
Hecho callar
así, Jacinto se dejó caer sobre las rodillas sintiendo la rugosidad del
pavimento. “Ahora quiero que hagas al revés de lo que hiciste cuando me
guardaste la polla antes de salir del meadero”. Jacinto no osó pedir ninguna
aclaración y confió en acertar. Soltó el cinturón, bajó la cremallera y tanteó
en la cintura de los calzoncillos. Hurgó en busca de la polla, la asió con dos
dedos y la fue sacando al exterior. El hombre lo increpó. “Te tiemblan tanto
las manos que parece que me estás ya haciendo una paja”. “¡Perdón!”, le salió a
Jacinto. Estiró de la verga que, aun blanda, le pesaba en la mano. “¡También
tengo cojones, eh!”, soltó el otro. Jacinto bajó más la ropa y palpó dos buenas
piezas que sacó al exterior. El hombre se sacó la camiseta por la cabeza y su
torso ancho y velludo apabulló a Jacinto. “Te gusto así ¿eh?”. “¡Sí, cómo no!
¿Qué quieres que haga?”, dijo Jacinto entregado, aunque le estaban doliendo las
rodillas. “Para que disfrutes, sigue quitándomelo todo… y empieza por los
pies”. Jacinto se inclinó y sacó las zapatillas deportivas. Luego fue bajando
juntos pantalones y calzoncillos, pero al llegar abajo su torpeza hizo que el
hombre estuviera a punto de perder el equilibrio. “¡Cuidado, coño! Que vas a
hacer que me caiga”.
Entonces
tiró de un taburete que puso entre el armario y Jacinto arrodillado, y se
sentó. “¡Acaba ahora!”. Jacinto le quitó ya todo y, apoyando el culo en los
talones, quedó a la espera. El hombre estiró una pierna y le metió el pie entre
los muslos dando pataditas en la entrepierna. Jacinto acusaba cada golpe con un
respingo. Luego el otro se echó hacia atrás con la espalda contra el armario y
fue subiendo el pie por la delantera de Jacinto hasta tocarle la barbilla. “Me
lo vas a chupar”. Jacinto habría preferido chupar otra cosa, a la que estaba
más acostumbrado, pero dócilmente alzó el pie con las dos manos ante su cara.
Hizo un esfuerzo para sacar la lengua y pasarla entre los dedos. “¡Métetelos!”.
Jacinto abrió la boca y tuvo que controlar las arcadas al ir chupándolos.
Estuvo a punto de caer hacia atrás cuando bruscamente el hombre sacó el pie y
lo empujó con la planta en el pecho. “¡Que me haces cosquillas, hostias!”.
El hombre
pasaba fácilmente de la ira a la generosidad. Ahora separó las piernas y dijo:
“¡Acércate, putilla! A ver si sabes comerme todo esto”. Se manoseó el paquete
mientras Jacinto se ponía a cuatro patas y acercaba la cara a la entrepierna.
Aunque pensó que eso ya era otra cosa, prefirió no obstante ser precavido.
“¿Puedo?”, preguntó levantando la vista hacia la cara del otro. Recibió un
nuevo exabrupto. “¡Otra vez te lo tengo que repetir! ¿No te gusta más esto que
mi pie?”. Jacinto bajó la cabeza y procuró ya esmerarse. Primero levantó la
polla y lamió los huevos, sintiendo la aspereza de los pelos en su lengua. Más
confiado se llevó la polla a la boca y la absorbió. Aun flácida, la sentía
gruesa y nervuda, con un capullo porrudo que le llegó al fondo del paladar.
“Tendré que cerrar los ojos para que se me ponga dura, porque verte me da
grima”, oyó Jacinto, que se tomó la mamada como un reto. Había adquirido práctica
y lo demostró, logrando una hinchazón cada vez más firme. Para desconcierto de
Jacinto, que le estaba tomando gusto a sus chupadas, fue apartado con la
brusquedad habitual. “¡Para, marrano! Mi leche no es para tu boca”.
El hombre se
levantó con la verga bien tiesa, a pesar de su desprecio a las habilidades de
Jacinto, y fue a abrir el armario, procurando ocultar su contenido. Buscó algo,
sacó una bolsa y volvió a cerrar con llave. Jacinto seguía arrodillado en
espera de órdenes, que fueron: “¡Levántate ya! Así no me sirves ya”. Entumecido
y dolorido, tuvo que apoyarse en el taburete para ponerse de pie. Ni siquiera se
atrevió a frotarse las rodillas, que tenía enrojecidas y sucias. Estas cuitas
le hicieron pasar por alto que, a consecuencia de la mamada, se había
empalmado, y aún le duraba. Pero el otro lo captó al instante y soltó una
risotada. “¡Joder, qué vicio tienes!”. Lo cual dio pie para que le mostrara la
bolsa. “Aquí tengo unos juguetitos que alguien se dejó… A ver si también te
ponen cachondo”. Previamente tomó un cordel. “Trae esas manos, que no quiero
que intentes quitártelos”. Jacinto tendió las manos, que quedaron atadas por
las muñecas. “Ahora póntelas encima de la cabeza y quédate quieto”. El hombre
buscó en la bolsa y sacó un par de pinzas de las que colgaban sendas bolitas.
Fue enganchándolas a los pezones de Jacinto. Éste no recordaba si ya le habían
hecho algo así, pero le dolía como si hubiera sido la primera vez. Se contrajo
con un ahogado sollozo. “Pues al que se las dejó aquí le encantaban”, comentó
el hombre que, para colmo se puso a menear las bolitas. “Te pareces a esas tías
que al bailar hacen volantines con las tetas”. Jacinto aguantó deseando que no
siguiera con el tema. Pero el otro rebuscó en la bolsa y extrajo un objeto
rosado. Se trataba de un juguete alargado, evidentemente anal, de plástico
flexible. Lo formaba una sucesión de bolas de tamaño decreciente y con la más
gruesa unida a un aro. “¡Mira! Así podré
ponerle rabo al cerdo”, dijo el hombre mostrándoselo. Jacinto habría preferido
que el rabo fuera ya la verga de su captor, con lo que estaba más habituado. En
cualquier caso siguió las instrucciones de bajar las manos de la cabeza y
apoyarse con los codos sobre el camastro y los colgantes tirándole de los
pezones. Dejo el culo en pompa y el hombre, con más divertimento que
agresividad, le introdujo el adminículo, cuyas bolas iban siendo absorbidas de
una en una. A medida que eran de mayor volumen Jacinto sentía el aumento de la
presión y cómo aquello le llegaba más adentro. Pero cosas más raras que ese
juguete le habían metido por el culo… “¡Vaya tragaderas tienes, tío! Si aún se
queda esto corto”, comentó el hombre, que tuvo que enganchar el aro final con
un dedo para que no se metiera también. Luego se dedicó a sacar y meter el
juguete cada vez con mayor rapidez. Y esto ya impactaba más en el interior de
Jacinto, hasta que aquél se detuvo y dejó el juguete a medias para que quedara
como un rabo. “¡Un cerdo la mar de sexy! Lástima no tener una manzana para
ponértela en la boca”, se burló, “Te deberías ver”.
El hombre se
quedó entonces pensativo. “¿Sabes que me has llegado a poner cachondo?”, soltó.
Sin poder controlarse, a Jacinto se le escapó: “¿Me follarás ahora?”. Sonó a
una insólita petición, dada su situación, que provocó el regocijo de aquél.
“¡Eres la hostia! Vicioso hasta el final ¿eh?...Pues te voy a dar el gusto”.
Añadió algo que en ese momento no llamó la atención de Jacinto. “Pero eso va a
ser ya fuera de programa… Sigue como estás y espera”. Jacinto no podía ver lo
que hizo el hombre. Solo oyó que abría el armario y después algunos sonidos que
no identificaba. Tras cerrarse el mueble, El hombre ya volvió detrás de
Jacinto. De un tirón le sacó el juguete y lo sustituyó por la verga endurecida.
Jacinto se estremeció, casi agradeciendo estar por fin en terreno conocido.
La follada
estaba siendo intensa cuando se empezó a oír, con un tono metálico: “Aquí vas a
pasar calor. De modo que más vale que te desnudes”…“¿Cómo dices?”…“¡Que te
quedes en cueros, coño!”…. Jacinto reconoció las voces de ambos y le subió un
calor más intenso que el de la enculada ¡Lo había estado grabando desde el
principio! Se debatió tratando de averiguar de dónde salía aquello. Pero el
hombre lo sujetaba con fuerza, que no relajó hasta que se hubo corrido. Se
apartó de Jacinto, que pudo ya alzarse y mirar de frente. Lo que se encontró fue
aún más terrible. El sonido provenía del televisor que reproducía también las
imágenes todo lo que había pasado allí dentro. Sin poder pronunciar palabra,
cayó sentado en el camastro a punto de marearse. Pero el hombre estaba
dispuesto a informarle con un malévolo recochineo. “Mira encima de la puerta”.
De momento Jacinto solo vio una repisa con varias cajas de cartón. Pero
aguzando la vista, pudo distinguir camuflada entre ellas una diminuta cámara.
“De último modelo y alta definición”, explicó con orgullo el hombre, mientras
el televisor seguía trasmitiendo todo lo grabado. Además abrió la puerta del
armario y, ahora sí, dejó que Jacinto viera un ordenador portátil. “Por si
acaso, todo ha ido quedando guardado en la nube”, precisó cerrando de nuevo el
armario con llave. Jacinto ignoraba qué era eso de la nube, pero no podía
tratarse de algo bueno para él desde luego.
En su
confusión mental, intentó ver como positivo el hecho de que ahora supiera que
aquel individuo era mucho más que un extorsionador de urinarios. También debía chantajear a sus
presas con este sistema. Con un voluntarismo digno de mejor causa, quiso
quitarse importancia a sí mismo. “¿Qué uso podrías hacer de todo esto con un
tipo como yo?”, preguntó con fingida clama. El hombre estalló en risas. “¿Te
crees que no te calé desde el primer momento? Bujarrón, pero madero de la vieja
escuela. Si solo te faltaba ir por ahí con una lupa en la mano… Aunque ya ves
que no te ha servido ni para ver la cámara y mucho menos para descubrir de qué
iba la fiesta. Pero esto te pasa por mezclar el trabajo con el vicio”.
A Jacinto se
le cayó definitivamente el alma a los pies ¿De qué le podrían servir sus
descubrimientos si el descubierto era él? No obstante trató de evidenciar lo
que le parecieron puntos débiles de la situación. “A ti también se te ve
perfectamente en la grabación…”. “¿Ves que eres un antiguo?”, replicó el hombre
con sorna, “Del vídeo completo se pueden extraer perlas concretas y preciosas
de tus actuaciones. Y si me interesa mostrar cómo me trabajas, no tengo más que
pixelarme a conveniencia, si sabes lo que es eso, e incluso distorsionar mi
voz… Todo para que tú seas el protagonista absoluto”. “¿Qué quieres de mí
entonces?”, preguntó Jacinto con voz temblona. “No me puedo creer que seas tan
duro de entendederas… Tú no me has encontrado ni sabes que esto exista. Supongo
que preferirás reconocer un fracaso en tus pesquisas a que vayan difundiéndose
tus actividades y, en particular, que le lleguen a tus superiores y colegas”.
Jacinto quedó cabizbajo, consciente de que no tenía más salida que plegarse al
chantaje. Preocupado también por su situación actual, hizo un esfuerzo para
preguntar: “¿Y ahora qué voy a hacer?”. La respuesta fue rápida. “Creo que me
puedo fiar de ti. Así que te devuelvo tu ropa y te largas a celebrar tu éxito”.
Pero Jacinto
era mucho Jacinto y de pronto le vino una idea apoyada en la máxima ‘de
perdidos al rio’. Con tono suplicante soltó: “¿No podría ver antes la grabación
completa?”. La reacción del hombre pasó de la estupefacción al sarcasmo. “¡Eres
único, tío! Te mereces que te dé gusto… Te dejaré aquí bien encerrado y,
mientras disfrutas de tus guarradas, el que se va a tomar unas copas seré yo.
Ya volveré para soltarte”. Dicho esto se vistió y abrió el armario. Maniobró en
el portátil explicando: “En un par de minutos lo verás desde el principio en el
televisor”. Se cuidó de dejar cerrado con llave el armario. “Tú no tienes que
tocar nada… Y recuerda que ahí dentro está tu ropa”. Antes de salir del cuarto,
dijo con recochineo: “¡Que lo disfrutes!”. Mientras Jacinto, sentado en
camastro, se disponía a ver el vídeo, oyó abrirse y cerrarse la puerta metálica
que daba al exterior.
Al quedarse
solo, lo más inmediato de lo que tomó conciencia Jacinto fue que seguía maniatado
y con las pinzas quemándole en las tetas. Intentó soltarse las manos hasta con
los dientes, pero no lo logró. Y temió más tirar de las pinzas que dejarlas
ahí. Resignado, trató de pensar en cómo iba a poder capear su estrepitoso
fracaso en la misión profesional. Ahora que volvían a tener más confianza en él…
Pero no estaba su mente despejada para complicarla con esas cuitas y decidió
dejarlo para otro momento. Porque además su mirada fue a dar con su propia
imagen desnudándose en el televisor y, ya que voluntariamente había aceptado
prolongar su encierro con esa idea, prefirió dedicar toda su atención a lo que
aquél mostraba. A medida que se iba viendo postrado ante el hombre y haciendo
todo lo que éste le mandaba, en lugar de sentir vergüenza, le fue invadiendo un
morboso regusto que desplazaba cualquier otra preocupación. Reconocerse allí le
estaba llegando a excitar, hasta el punto de que sus manos atadas se desplazaron
a la polla para entregarse a una imperiosa masturbación. Incluso le supo mal
que el hombre, para darle mayor efectismo a su revelación, hubiera cortado la grabación
antes de darle por el culo. Le habría gustado verlo también.