Miguel era un gordito,
de veinticinco años, tímido y débil de carácter. Trabajaba en una entidad
bancaria y, muy eficiente en sus tareas, le costaba sin embargo relacionarse en
el ambiente laboral. Fue Ramón, un compañero diez años mayor que él, quien más
se interesó por cultivar su amistad. Fornido y abierto, supo crear un clima de
confianza entre ellos que Miguel agradeció. Como Ramón no tuvo inconveniente en
reconocer desde el principio su homosexualidad, Miguel llegó a atreverse a
contarle las azarosas circunstancias en que había sido iniciado en unas
relaciones que, hasta entonces, no había tenido claro que se correspondieran
con sus inclinaciones naturales.
Miguel, muy religioso
desde niño, había colaborado con entusiasmo en las actividades de catequesis de
su parroquia. Hacía ahora unos tres años, llegó un nuevo párroco. Cincuentón,
grandote y afable, quedó encantado con el buen hacer de Miguel. Aunque éste no
tardó en sospechar que podía haber algo más en el interés del cura hacia él, su
buena fe lo impulsaba a descartar algo así. Además se sentía a gusto con el
trato afectuoso que le dispensaba, sin llegar a admitir que también se sentía
atraído por el sacerdote. Convertido ya en su mano derecha para las tareas sociales
de la parroquia, se hizo frecuente que ambos permanecieran en sus dependencias
hasta altas horas departiendo sobre lo divino y lo humano. Así el cura supo de
la poca incitativa de Miguel para su trato con las chicas, que éste achacaba a
su excesiva timidez. Además, en su candidez, incluso le confesó que prefería
los ratos que pasaban juntos a salir con los amigos.
Hasta que llegó el
momento en que el cura debió estimar que Miguel estaba a punto para pasar a la
acción. Con la excusa de repasar unas cuentas, le instó a que se sentara a su
lado. El deliberado roce de las piernas tenía desasosegado a Miguel, que apenas
podía concentrarse en lo que estaban tratando. El cura aprovechó este despiste
para llamar su atención plantándole una mano en el muslo y diciéndole
afectuosamente: “¡A ver si espabilas, Miguel!”. Éste se ruborizó y su inquietud
se aceleró cuando la mano no solo siguió oprimiéndole el muslo sino que se
desplazó hasta rozarle la entrepierna. Dándose cuenta entonces de que estaba
empalmado, sintió una gran vergüenza de que el cura lo notara. Desde luego que
éste lo notó, ya que no era otra su intención, e incluso palpó descaradamente
el miembro endurecido. “Es lo que esperaba encontrar”, dijo el cura persuasivo,
“Y no eres el único”. Entonces tomó una mano de Miguel y la llevó a su
entrepierna, donde también había una dureza equivalente.
A partir de ese instante
Miguel supo que no iba a hacer sino dejarse llevar por la voluntad del
sacerdote. Mansamente facilitó que le bajara los pantalones y le toqueteara con
avidez. Cuando el cura hizo lo propio y le mostró la inhiesta verga, no rechazó
metérsela en la boca y chuparla como le pedía. Sintió algo de temor cuando fue
su culo el objeto de intensos manoseos, pero no se resistió a ser impulsado a
volcar el torso sobre la mesa y recibir
los embates que lo penetraban. Dolerle sí que le dolía, pero aguantó hasta que
el cura se satisfizo dentro de él. Miguel no recuerda más que, cuando estuvo
solo, se preguntó si era aquello lo que deseaba y no supo responderse. Sin
embargo sintió una urgente necesidad de masturbarse, que resolvió con ansia.
A Miguel le
desconcertó que después de ser estrenado por el cura, éste empezara a marcar
distancias, como si no quisiera comprometerse más allá de aquel polvo furtivo.
Esto supuso tal decepción para él que le hizo abandonar su relación con la
parroquia.
Tras haber conocido
esta historia, Ramón estuvo seguro de que Miguel iba ser presa fácil para sus
propósitos. Por supuesto, le gustaba Miguel, con un cuerpo que intuía muy
apetitoso, y no dudaba que éste habría de ser receptivo si le proponía un
revolcón. Pero en vista de la disponibilidad con que Miguel había respondido a
la seducción del cura, prefirió reservarlo para un plan más complejo.
Aquí entraba en juego
la figura del padre del propio Ramón. Éste nunca había tenido problema con su
familia para salir del armario. Pero después de que sus padres se separaran,
descubrió por casualidad que al padre también le iba el rollo. Se lo encontró
en una sauna y, lejos de resultarle violento, tranquilamente le presentó a su
ligue del momento, que acabaron compartiendo. Desde entonces se creó entre
padre e hijo una relación peculiar. Sin llegar al incesto, pues se tenían ya
muy vistos, no hallaban el menor reparo en cepillarse al alimón a cualquiera
que les apeteciera a ambos. Precisamente era Ramón, por ser más activo en esos
ambientes, quien solía proporcionar materia prima a tan especial entente
familiar ¿Y quién mejor que Miguel para
introducirlo en ella?
“A mi padre le
encantaría conocerte”, soltó un día Ramón a Miguel. “¿Tú crees?”, preguntó éste
alagado. “¡Seguro! …Y a ti también te gustará. Es tan grandote como yo y muy
afectuoso”, añadió Ramón. Miguel no llegó a captar la intención de la
descripción del padre y Ramón insistió en ir situándolo. “Fíjate que también le
van los hombres… Aunque lo descubrió mucho más tarde que yo”, dijo divertido,
“En ese sentido nos llevamos muy bien”. Siguió engatusando a Miguel para
planear ya un encuentro. “Un día de estos te llevo a su casa y verás lo bien
que lo pasamos. Tiene una piscinita y haremos una buena barbacoa… Supongo que
no te dará corte que los dos seamos gais”. “Ya conoces mi experiencia…”, dejó
caer tímidamente Miguel, al que sí le daba cierto corte la propuesta. Pero dado
que Ramón nunca había intentado nada con él, habiendo podido hacerlo, pensó que
nada raro podría pasar al estar con padre e hijo.
Llegaron a casa del
padre que, por supuesto, estaba ya bien informado por Ramón y acogió a Miguel
con gran cordialidad. “Veo que mi hijo sabe escoger a los amigos”. Tenía ya en
marcha la barbacoa y los pantalones cortos y la camiseta que llevaba le daba un
aspecto juvenil, aunque ya contara los cincuenta largos. Miguel pensó que no
había errado Ramón al describirlo como un hombre robusto, de lo que daban fe la
barriga abultada y las recias y velludas piernas. Como Ramón y Miguel venían
del trabajo, su ropa era demasiado formal, por lo que el padre les dijo: “¿Por
qué no vais a poneros algo más cómodo y fresco? En mi habitación encontraréis
lo que pueda iros bien… No creo que haya problema de tallas”. Rio señalando
cómicamente los volúmenes de los tres.
El primer apuro que
pasó Miguel fue el de tener que quedar en calzoncillos y mostrar a Ramón sus
formas redondeadas pobladas de un vello casi rojizo. También le impactó la más
recia figura de Ramón, bastante similar a la de su padre. Escogieron pantalones
cortos y camisetas también, y regresaron al exterior. Allí tuvo una nueva
sorpresa, porque el padre, haciendo un alto en su tarea, estaba dentro de la
piscina. “No podía más del calor que estaba dando ese trasto”, explicó. Pero
enseguida salió fuera, apareciendo completamente en cueros. El rubor de Miguel
contrastaba con la naturalidad del padre secándose con una toalla, que se dejó
ceñida a la cintura. “La ropa la tenía empapada de sudor”. Mientras el padre
sacaba los trozos de carne ya hechos, Miguel ayudó a Ramón a traer todo lo
necesario para la comida y disponerlo sobre la mesa.
Miguel apenas podía
tragar mientras los ojos se le iban a las velludas tetas del padre y, para
compensar, bebía más vino del que tenía por costumbre. Ello ayudó a que no se
espantara demasiado cuando Ramón comentó indiscretamente al padre: “¿Sabes que
lo desvirgó un cura?”. Miguel incluso se permitió apostillar ufanándose: “Y
bien que lo aguanté”. Cuando el padre comentó con toda la intención “Bueno es
saberlo”, rio tontamente sin saber todavía lo que se estaba buscando.
Al acabar la comida,
Miguel se hallaba ya en una especie de nirvana, encantado de la atención que le
prestaban tan amables anfitriones. El padre dijo: “Yo ya he trabajado bastante…
Así que, mientras recogéis, me voy adentro a descansar un poco”. Dejó la toalla
en la silla y, desnudo, entró en la casa, seguido por la mirada de Miguel
fijada en el poderoso culo. Poco tiempo dedicaron Ramón y Miguel a despejar la
mesa. Enseguida el primero se dispuso a preparar al incauto para lo que había
de venir. Ramón se sacó la camiseta y, al quitarse también el pantalón, dijo:
“Vamos al agua”. “¿Ahora?”, preguntó Miguel extrañado. “Si estará tibia con el
sol que le cae”, replicó Ramón, que ya estaba en cueros. “¿Sin bañador?”, volvió
a preguntar tontamente Miguel. “¿No viste cómo iba mi padre?”, rio Ramón. Ya no
le quedaron argumentos a Miguel para no desnudarse también, aunque procuró
meterse rápido en la piscina siguiendo a Ramón. Éste, ya con Miguel menos
avergonzado, empezó a sondearlo. “¡Bueno! ¿Qué te ha parecido mi padre?”.
Miguel midió sus palabras al contestar. “¡Uy! La mar de simpático… y además muy
desinhibido”. “Nosotros también lo estamos ahora ¿no te parece?”, siguió Ramón.
“¡Sí, sí! Y con lo que he bebido…”, dejó caer Miguel con una sonrisa boba.
“Igual te gustaría que nos metiéramos mano…”, lo provocó Ramón. “Hombre, aquí
con tu padre…”, alegó Miguel. “Por él no te preocupes… Además nos estará
esperando”, concretó ya más Ramón. “¡¿A los dos?!”, exclamó Miguel, con un
asomo de escándalo entre sus brumas etílicas. “No follo con mi padre”, aclaró
descarnadamente Ramón, “Pero a los dos nos gustará hacerlo contigo”. Era
demasiado para que Miguel lo pudiera razonar. “No sé si lo entiendo…”. “Cuando
estemos allí verás lo bien que va todo”, lo tranquilizó Ramón, “¿O es que no
confías en mí?”. “¡Sí que confío, sí!”, se apresuró a dejar claro Miguel, “Pero
también con tu padre…”. Ramón empleó una presión más directa. “Si tan violento
te encuentras, vayamos para que al menos te puedas despedir”. Surtió efecto
porque Miguel cedió blandengue. “Entonces ya que vamos…”. Ramón lo cazó al
vuelo. “¡Estupendo! No lo hagamos esperar”. Salieron de la piscina y se secaron
rápidamente. Desnudos tal como estaban, Ramón, para neutralizar la indecisión
de Miguel, le pasó un brazo sobre los hombros mientras iban al interior de la
casa. Este gesto, con el cuerpo de su amigo pegado al suyo, reconfortó a Miguel
en medio de su confusión.
Nada más llegar a la
habitación del padre, encontraron a este despatarrado sobre la cama. Por sus
ojos cerrados parecía dormido, pero la firme erección que mostraba era toda una
provocación. Miguel quedó parado con tembleque en las piernas y Ramón hubo de
empujarlo por el culo para hacerlo avanzar. “Mira lo que te está ofreciendo…
Quiere que se la chupes”, susurró Ramón persuasivo. Como si estuviera obligado
a obedecer, Miguel se inclinó sobre el padre hasta acercar la boca a la polla.
La sorbió decidido y mamó ansioso. El padre salió de su fingido letargo y llevó
las manos a la cabeza de Miguel para controlar el chupeteo. Entretanto Ramón,
desde atrás, se ocupaba del culo de Miguel. Éste notó cómo le untaba la raja
con algo resbaloso y refrescante, cuya sensación aumentó al hurgarle los dedos
en el ojete.
Cuando más embelesado
estaba Miguel, el padre lo apartó y, por sorpresa, fue deslizándose de la cama
hasta quedar sentado en el suelo con la espalda apoyada en el borde. Atrajo
hacía sí a Miguel y ahora fue él quien se puso a chuparle la polla. Esto lo llevó
al sumun, ya que nunca se lo habían hecho. El cura se había limitado a
metérsela por la boca y por el culo. Que además Ramón se le pegara por detrás
restregándose y llevando las manos a sus tetas, fue más de lo que podía
soportar. Miguel gimoteaba levantado los brazos y cruzando los dedos sobre la
cabeza.
Poco le faltaba a
Miguel para correrse en la boca del padre, cuando éste se puso de pie con
admirable agilidad para intercambiar posiciones con su hijo. Ramón ocupó
entonces el puesto sobre la cama, ofreciéndole la polla a Miguel que se agachó
para chupársela también. Lo que aprovechó el padre para agarrar la culata de
Miguel y clavarse en ella con energía. Miguel se estremeció al recibir el
impacto, pero no dejó de mamársela a Ramón mientras el padre le arreaba. No
perdían el tiempo en hablar. Tan solo se oían los gruñidos que acompañaban las
embestidas del padre y los murmullos de placer por la mamada de Miguel, de cuyo
cuerpo los únicos sonidos que salían eran el de las lametadas y el del golpeteo
del vientre del padre sobre sus nalgas.
El padre no tenía
prisa por correrse. Así que le cedió el culo de Miguel a Ramón. Pero el cambio
también afectó a la posición de Miguel porque, entre padre e hijo, lo colocaron
bocarriba y de través en la cama. Lo cual sirvió para que Ramón, manteniéndole
subidas las piernas, tuviera otra forma de acceso al ojete de Miguel. Ya
dilatado por el padre, le entró de un solo golpe e inmediatamente se puso a
bombear. Miguel apenas tuvo tiempo de emitir un gemido, porque el padre,
instalado detrás, ya le estaba metiendo la polla en la boca y se movía
follándola al mismo ritmo que Ramón. Miguel, frenético, manoteaba sobre la cama
mientras su polla le golpeaba la barriga con cada arremetida de Ramón. Éste no
iba a tener tanto aguante como su padre y, tensando el cuerpo, se descargó con
todas las ganas dentro de Miguel.
Cuando Ramón se apartó
soltando las piernas de Miguel, el padre sacó la polla de su boca. Se puso
entonces a meneársela sobre la cabeza entre sus piernas. Miguel sacaba la
lengua, ansioso de recibir la inminente emisión de leche, al tiempo que llevaba
una mano a su polla para también pelársela. Se le adelantó el padre, que se
corrió copiosamente en su cara y lo dejó fuera de juego. Medio cegado por la
leche en los ojos, tuvieron que ayudarlo para que pudiera quedar sentado en la
cama. Ramón fue el primero que habló para preguntarle: “¿A que no ha estado
mal?”. Miguel llegó a tener un conato de fina ironía. “Cuando resucite, te lo
diré”.
Ramón sugirió que era
un buen momento para que se relajaran los tres en la piscina. Y allá fueron
acompasando el paso a la flojera de piernas de Miguel. El remojón entonó a
éste, aunque también le hizo tomar conciencia de lo que había pasado en la
habitación que acababan de dejar. Le habían estado dando por el culo un padre y
un hijo, se las había chupado a ambos… y se lo había pasado de puta madre. Él
mismo se asombró de esta conclusión, pero no le dio mucho tiempo de seguir
pensando en ello porque sus partenaires
ni dejaban de prestarle toda su atención. El primero en abordarlo fue el padre,
que se le arrimó para alabarlo. “¡Joder, qué tragaderas tienes! Y eso que eres
casi principiante”. Miguel se avergonzaba de que lo consideraran tan facilón y
buscó una excusa. “Debe ser anatómico eso de que me entre tan bien”. “Como sea,
buen gusto que le sacas…”, insistió el padre. “Eso sí”, se sinceró Miguel, “Me
habéis puesto como una moto”. Ramón le hizo entonces una observación. “Por
cierto, tú te has quedado como si tal cosa ¿no?”. Miguel reconoció con timidez:
“Estaba tan ocupado con vosotros… Pero ganas no me han faltado”. “Eso lo
arreglamos ahora mismo”, dijo el padre generoso. Ambos a una, padre e hijo
tomaron en volandas a Miguel y lo hicieron quedar sentado en el borde de la
piscina. Le dio corte estar tan expuesto, con el paquete ante las caras de los
otros dos. Pero Ramón lo persuadió. “Tú déjanos hacer”. Entonces se echó hacia
atrás apoyado en las manos y cerró los ojos. El manoseo que empezó a sentir por
la entrepierna le puso ya la polla dura como una piedra. Cuando ya eran bocas
las que se iban alternado con lamidas y chupadas creyó estar en el cielo. La
excitación le fue creciendo y, al notar
que ya no iba a poder aguantar más, cosa que evidenció con gemidos y temblores,
tuvo la tentación de mirar quién sería el que estaba dispuesto a llegar a las
últimas consecuencias. Se trataba del padre que, en justa compensación por
haberse corrido hacía poco en su cara, insistió en recibir en su boca la leche
que soltó en abundancia. Miguel quedó tan desmadejado que cayó hacia atrás por
completo. Ramón no tardó en tirar de él para hacer que se deslizara de nuevo en
el agua. “Te vendrá bien refrescarte”, le dijo risueño.
Todavía le duraba a
Miguel la resaca orgiástica cuando Ramón decidió que ya era hora de que se
marcharan de la casa de su padre, quien no escatimó achuchones a Miguel en la
despedida. En el coche, Ramón comentó: “Nunca había visto a mi padre tan
lanzado. Te ha dado un trato muy especial”. Miguel reconoció tímidamente:
“Desde luego es un hombre estupendo”. “Estoy seguro de que se ha quedado con
ganas de volverte a ver”, afirmó Ramón, “Y ya no va a hacer falta que te haga
de introductor”. “¿Tú crees?”, replicó Miguel, al que no le desagradaba la
idea.
A partir de entonces
Miguel se convirtió en un asiduo visitante del padre de Ramón. Disfrutaba con
locura de las folladas que le arreaba y la generosidad con que también lo
dejaba satisfecho. Ramón, más promiscuo e inconstante, se desentendió de ellos,
aunque se sentía muy satisfecho del apaño que había propiciado entre su padre y
su amigo.
espectacular
ResponderEliminarExcelente relato. Vale la pena entrar todos los dias a ver si publicas. Si no lo haces releo lo anterior. No tienes desperdicio! No pares nunca!!
ResponderEliminarEspectacular, me dejó a tope. Eres increible !!!
ResponderEliminarPensé que no podías mejorarte a ti mismo. Me equivocaba...
ResponderEliminar¡¡¡menudo morbo!!!
Una relación padre e hijo muy abierta, quien los pillara, como dice el anterior comentario !!menudo morbo¡¡
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