Ser citados para las
pruebas genera expectativas muy diversas en los clientes que ya han disfrutado
de la acogedora mamada. Así el primero del que he hablado, que había acudido a
encargar un traje ignorante de las habilidades ocultas del sastre, pero a las
que acabó entregándose muy gustosamente, duda de si aquello podrá tener
repetición. No es que le incomodara ni mucho menos que tal cosa ocurriera y, en
ese caso, está dispuesto a dejarse hacer. Con lo que le había gustado… Pero ni
imaginar puede que la cosa llegara a tener una dimensión más extrema. Por el
contrario los otros dos, que de forma más o menos explícita habían ido buscando
lo que realmente ocurrió, fantasean con que el sastre les ofrezca nuevos
placeres.
Por su parte el
sastre, en este nuevo encuentro con los clientes, sustituye su completa y
atildada vestimenta, por prendas más ligeras. Éstas consisten en una liviana
camisola de finísimo lino blanco y un pantalón del mismo tejido. Así sus formas
redondeadas con suave pilosidad se intuyen con mayor licencia. Desde luego
tendrá preparada una motivación excusadora que moldeará en atención a las
circunstancias de cada cliente.
Volvamos ahora al
primero de ellos, que no las tiene todas consigo acerca del desenlace de esta
sesión de prueba. Desde luego lo que le asombra de entrada es el cambio de
aspecto del sastre, que éste se apresura a justificar. “Le ruego disculpe que
lo reciba con esta ropa informal. Pero es la que suelo usar para mayor
comodidad en mi taller, donde estaba dando los últimos toques a su traje para
la prueba”. El cliente se apresura a decir: “Nada que disculpar. Su elegancia
natural no se altera lleve lo que lleve y añadiría que así inspira mayor
confianza”. El sastre se pone en acción. Si me permite, lo ayudaré a quitarse
ese traje… Salvo que prefiera hacerlo usted mismo con más intimidad”. “¡No,
no!”, contesta el cliente, “Ya sabe que me gusta cómo usa sus manos”. El sastre
pues lo va despojando no sólo de la chaqueta, sino también de los pantalones. Y
lo hace con sus toques cargados de intención y que empiezan a inquietar al
cliente. Esta queda en camisa y calzoncillos blancos. El sastre se lo queda
mirando. “Tengo en el taller una camisa de tono más crudo que realzaría mejor
el traje que le he de probar… ¿Le incomodaría que le quitara la que lleva
puesta?”. “¡Cómo no! Usted ya sabe lo que se hace”, acepta el cliente con una
cierta ambigüedad. El sastre le descubre unas marcadas tetas que reposan sobre
la redondeada barriga, todo poblado de vello entreverado de canas. “Ahora que
puedo admirarlo confirmo con más motivo lo espléndido que resulta su torso
¿Sería mucho atrevimiento si posara mis manos en él?”. “Toque lo que le plazca…
Es usted tan persuasivo que nada le puedo negar”, dice el cliente, que ya no se
resiste a seguirle el juego. El sastre, con la licencia concedida, palpa con
dedos expertos las abultadas tetas y hasta se permite frotar los pezones que se
endurecen. “¡Uy, qué sensación me da eso!”, declara el cliente con voz trémula.
Pero el sastre avanza en su táctica envolvente. “¿Sería mucho pedir que me deje
ver el conjunto?”. “¿Quiere decir dejarme en cueros?”, pregunta el cliente.
“Estoy seguro de que lo que me falta por ver y tocar no desmerece de lo que ya
me ha dejado disfrutar tan generosamente”, insiste lisonjero el sastre. “Si es
su deseo… Pero ya sabe el efecto que me producen sus tocamientos”, consiente el
cliente. El sastre va bajando poco a poco los calzoncillos y acaba sacándoselos
por los pies. La polla del cliente se yergue endurecida. “Me vienen recuerdos
de cuando estuve dentro de su boca”, explica algo azorado. El sastre retrocede
unos pasos para admirar la completa desnudez de su cliente. “¡Cuánta belleza
irradia su madurez!”, exclama. Se acerca de nuevo y va manoseando mientras
glosa: “Estos muslos como columnas que soportan el poblado pubis y flanquean
una magnífica virilidad…”, “¡Qué duros testículos que dan reposo a tan preciado pene!”, “Yo también recuerdo
su exquisito sabor”. Luego hace girar al cliente para contemplar el orondo
culo. Planta las manos en las nalgas y acaricia el suave vello. “¡Qué
preciosidad, tan recio y firme!”. Pero al tratar de separarle los glúteos, el
cliente, que no las tiene todas consigo, avisa: “¡Cuidado con eso!”.
“¡Tranquilo señor! Jamás profanaría su insondable misterio”, lo calma el
sastre. El cliente vuelve a terreno más seguro poniéndose de frente, pese a la
escandalosa erección que exhibe. Sin embargo el sastre, en lugar de ocuparse de
ella, dice: “Permita que vaya un momento a mi taller a preparar unas cosas”.
Esta ambigua explicación deja al cliente receloso de que en esta ocasión no vaya
a ocurrir nada más de lo que tanto ansiaba. No tardó en volver el sastre y,
para sorpresa del cliente, se había desnudado por completo también. “No me ha
parecido justo seguir ocultándome a su vista cuando usted, tan generosamente,
me ha entregado su maravilloso cuerpo… Espero que no le desagrade mi
iniciativa”, dice mientras avanza pausadamente. El cliente posa su mirada en la
figura regordeta del sastre, con un sexo pequeño medio enterrado entre los muslos, y sonríe. “Si ya estaba yo teniendo
curiosidad”, reconoce. “Pues aquí me tiene para lo que desee”, se ofrece
obsequiosamente el sastre. Pero claro, el cliente, poco ducho en estas lides,
no sabe qué desear. Solo sabe que la polla le sigue en ebullición. Por decir
algo declara: “Nunca he tocado el cuerpo de otro hombre”. El sastre lo rebate:
“Tampoco había estado en la boca de un hombre y, al parecer, no le desagradó”.
“¡Oh, fue delicioso!”, exclama el cliente, que añade dando un paso más en su
liberación de prejuicios: “Creo que nunca es tarde para experimentar cosas
nuevas”. Tiende las manos a los hombros del sastre, más bajo que él, y las va resbalando
hasta quedar sobre las tetas. “¡Sí que es agradable, sí! Tan gruesas y con este
vello suave”, admite. “Sus caricias no me pueden resultar más gratas”, lo
incita el sastre, “Estoy listo para proporcionarle nuevos placeres”.
Intencionadamente se va dando la vuelta entre los brazos del cliente y realza
el orondo culo. “Si el otro día recibí su poderoso miembro en mi boca, ahora le
ofrezco mi más oculto orificio”. El cliente queda desconcertado y pregunta:
“¿Quiere que lo penetre por ahí? Me resulta muy extraño”. “Me he untado una
crema que hará que se deslice placenteramente”, lo incita el sastre, que va a
apoyar los codos sobre una mesa y presenta el goloso culo. El cliente, que ya
no resiste más la calentura, se acerca sujetándose la polla y el sastre, que se
regocija en lo que le espera, lo anima: “Solo tiene que empujar un poco y ya
verá…”. El cliente tantea por la raja hasta que la polla se le hunde como
atraída por un remolino. “¡Oh!”, se sorprende, “¡Qué caliente presión!”. “¡Cómo
lo siento dentro de mí!”, replica el sastre, “Bombee y el placer lo inundará”. El cliente se le agarra a las caderas e inicia
un vaivén cada vez más acelerado. “¡Qué gozo más intenso!”, exclama. “Y yo gozo
con usted”, declara el sastre, “Ansío recibir su preciado regalo”. “Pues no va
a tardar en tenerlo, porque la excitación se está apoderando de mí”, contesta
el cliente con la voz entrecortada. Confirma su previsión con fuertes sacudidas
y bramidos hasta detenerse como petrificado. El sastre se escurre por debajo de
él y, agachado, encara la recién salida polla goteante. “Permítame recoger lo
que aún destila” dice, y lame el mojado capullo. Al cliente lo recorre un
escalofrío y se sincera: “Nunca pensé que algo así me gustaría tanto”. “Ya ve
lo que se descubre cuando se viene a este sastre”, replica éste con una mezcla
de orgullo e ironía. Pero de pronto, como si lo sucedido hubiera sido tan solo
un paréntesis a borrar, el sastre desaparece hacia el taller, mientras el
cliente, todavía en pelotas y alucinado, se reafirma en que eso de meterla en
un culo gordo no está nada, pero que nada mal. Vuelve el sastre ya cubierto y
trae las ropas que han de adecentar al cliente, así como el nuevo traje a punto
para hacer los ajustes adecuados. Los roces que necesariamente comporta la
prueba son ahora de lo más asépticos y lo mismo ocurre cuando el sastre ayuda
al cliente a ponerse el traje que llevaba. Éste en realidad agradece la
contención, saciado como está de emociones fuertes. Solo cuando se despiden hay
un sutil intercambio de intenciones de futuro. “Ya solo falta la prueba final
y, si todo está a su gusto, le será enviado su traje”, dice el sastre. “Espero
que vaya tan bien como ha ido hoy”, replica el cliente. “No lo dude”, afirma el
sastre sonriente.
¿Pero cómo puede el
sastre salirse con la suya el día de las pruebas cuando un apetitoso cliente no
había llegado a caer en sus redes al tomarle medidas? Ya no escoge el
insinuante ropaje usado con el cliente anterior. Pero sí se cuida en aparecer
en mangas de camisa, arremangado y con más de un botón desabrochado en la
pechera. Finge sofoco. “Perdone el señor que lo reciba tan poco presentable.
Pero estaba tan enfrascado en el taller con su traje que se me ha ido el santo
al cielo”. El cliente le quita importancia e incluso bromea. “No se preocupe.
Al fin y al cabo dentro de poco voy a estar tanto o más desarreglado que usted
¿No es así?”. “¡Claro! Habrá de desprenderse de la chaqueta y los pantalones”,
confirma el sastre, “¿Me permitirá que lo ayude?”. La aparente indiferencia del
cliente mientras se deja quitar la chaqueta no resulta demasiado esperanzadora
para los deseos de sastre. Incluso es él mismo quien se adelanta a soltarse el
cinturón y desabrocharse la bragueta. Sin embargo, en el momento de irse a sacar
los pantalones, el cliente pide: “Para esto sí que necesito que me eche una
mano… Como estoy tan gordo, me cuesta más y temo perder el equilibrio”. “¡De
mil amores!”, dice enseguida el sastre, “Para eso está uno aquí”. Se agacha y,
mientras el cliente se apoya en su hombro para ir levantando las piernas, él
tira de las perneras para sacárselas, encantado de acceder a esta intimidad. Pero
sucede que, a consecuencia del pataleo, por la bragueta no demasiado cerrada de
los calzoncillos blancos asoma una polla bastante gruesa. El sastre se la encuentra
tan cerca de su cara que ha de hacer esfuerzos apretando los labios para no
caer en la tentación de sorberla. El cliente solo se da cuenta cuando tiene
quitados los pantalones y la polla se mantiene salida. “¡Vaya!”, da un respingo
y se la mete para dentro, “Usted perdone”. El sastre se aventura entonces a ser
menos discreto. “¡Nada que perdonar! Si tiene usted ahí una bendición”. Al
cliente le choca esta alabanza y, pensativo unos segundos, dice al fin: “A ver
si va a ser usted el sastre del que se habla por ahí que le hace cosas a los
clientes…”. Como usa un tono poco amistoso, el sastre no quiere seguir
delatándose. “No sé yo de otro colega…”. Lo que a continuación suelta el
cliente lo deja estupefacto. “¡Lástima! Porque también dicen que lo hace muy
discreto y muy bien”. El sastre queda pillado en su propia trampa y, en lugar
de reconocer de inmediato que él es precisamente a quien se refiere, decide
tomarse un poco más de tiempo. Al fin y al cabo este cliente es ya pan comido
más tarde o más temprano. Por eso deja pasar el incidente y recurre al truco
del cambio de camisa que, con el anterior cliente, había resultado innecesario
a la postre. Como si le hubiera surgido una idea mira al cliente en camisa y
calzoncillos y le dice: “Tengo en el taller una camisa de tono más crudo que
realzaría mejor el traje que le he de probar… ¿Le incomodaría quitarse la que
lleva puesta?”. El cliente contesta en tono algo brusco: “¿Ahora me voy a
quedar medio en cueros después de que se me haya salido el pajarito?”. Pero ya
se ha empezado a desabrochar la camisa. Cuando se la saca, como el sastre se ha
detenido con la vista clavada en el cuerpo grueso y peludo, suelta irónico:
“Demasiado gordo ¿no?”. El sastre se apresura a rebatirlo. “¡En absoluto,
señor! Tiene usted el tipo que más me gusta vestir”. “¿Solo vestir? Creo que sí
que es usted el sastre del que me habían hablado. Pero me ha parecido, ya desde
el otro día, que no le intereso para otra cosa”, se sincera el cliente. El
sastre ya no disimula: “Lo que a mí me pareció fue que usted ponía distancias y
yo en eso soy muy discreto”. “Tal vez ha sido por mi carácter algo tosco… Y
además, aunque tenga curiosidad, me resulta raro que un hombre como usted me
haga ciertas cosas”, explica el cliente. “¿Porque soy bajito y regordete?”,
pregunta el sastre devolviéndole la pelota. “Eso no me importa. Hasta me da más
confianza”, contesta el cliente. “Entonces estaré encantado de complacerlo”, dice
el sastre. El cliente tiene una salida sorprendente: “Es que me da un corte…
¿Por qué no hacemos una cosa? Me pone esa bolsa de tela en la cabeza y así
usted tiene vía libre”. El sastre encuentra de lo más morbosa la idea y,
decidido, mete la cabeza del cliente en la bolsa hasta la barbilla. “¿Podrá
respirar?”. “¡Sí, sí! Así no veo nada, que es lo que prefiero… Usted haga lo que
tenga por costumbre”, contesta el cliente con voz emocionada. La primera licencia
que se toma el sastre es bajar los calzoncillos, que el cliente ayuda a apartar
levantando los pies. “¡Uy! Ya me tiene en pelotas”, farfulla éste ofreciéndose
con los brazos caídos. La hermosa polla, que antes había asomado fugazmente,
luce ahora bajo el abultado vientre y en
reposo sobre los sólidos huevos, que sobresalen entre los gruesos y velludos
muslos. Aunque de buena gana el sastre se lanzaría a sobar y hasta chupetear
tan exuberante cuerpo que se le entrega a ciegas, no se fía del todo de las incoherencias
de este cliente. Por eso, pensando que tal vez lo encontrará más suelto en otra
ocasión, decide ir directamente al grano y ocuparse de la polla, tan apetitosa
por lo demás. Así que, agachado, se pone a manosearla y cosquillear los huevos
al tiempo que comenta: “Lo que dije antes… Es una bendición lo que tiene usted
entre las piernas”. El cliente, que acusa una cierta tensión, pregunta: “¿Me la
quiere poner dura?”. El sastre confirma: “Si me lo permite, lo voy a dejar la
mar de aliviado”. “¡Vale! Usted sabrá”, replica el cliente, cuyas aprensiones
lo hacen mostrarse algo desabrido. Pero el sastre prescinde ya de todo y
acaricia con tanta maestría la polla que esta no tarda en engordar… ¡y de qué
manera! Al estirarse asoma un grueso y rojizo capullo, por cuya punta el sastre
pasa un dedo para extender el juguillo que empieza a brotar. “¡Sí que tiene
buenas manos, sí!”, admite el cliente, que se estremece cuando el sastre cambia
el dedo por la lengua. Tiene que abrir bien la boca para que le quepa aquel
pollón. Y lo engulle con tanto ímpetu que el cliente tiene que apoyarse en su
cabeza. “¡Oh, me la va a chupar!”, exclama ante lo obvio. El sastre juega
hábilmente con los labios y la lengua, metiéndose la polla hasta el fondo del
paladar y sacándola hasta la mitad. “¡Uf, esto es mejor que hacerse una paja!”,
afirma el cliente. El sastre le da ritmo a la succión, espoleado por el
tembleque que percibe en el voluminoso cuerpo y las expresiones que va oyendo.
“¡Cómo me estoy poniendo!”, “¡Me va a venir!”, “Le voy a llenar la boca”. Desde
luego se la llena y al sastre apenas le da tiempo a ir tragando la abundante
lechada, que le rebosa por los labios. El cliente se echa para atrás sacando la
polla que aún gotea. “¡Vaya con el sastre! Lo ha conseguido ¿eh?”, dice como si
fuera él quien ha hecho el favor. Se quita la bolsa de la cabeza y añade:
“Ahora me puede ayudar a ponerme mis calzoncillos, que no me siento cómodo así…
Y si quiere, traiga esa otra camisa de la que ha hablado para seguir con la
prueba”. El sastre, que aún se relame, hace lo que pide el cliente y además hace
la prueba del traje sin la menor alusión, por parte de ambos, a lo sucedido.
Cuando el cliente vuelve a estar vestido con su ropa, el sastre indica: “Ya
solo falta la última prueba”. “De acuerdo… Pero sin abusar ¿eh?”, replica el
cliente al marcharse. El sastre se dice que, a pesar de las contradicciones y
la tosquedad de este cliente, comerse aquel pedazo de polla ha valido la pena.
Viene para la prueba
el cliente que, aunque ya en la toma de medidas iba buscando las atenciones
especiales del sastre, había optado por disimular y dejarse seducir por sus
artimañas. Ahora va a hacer otro tanto, seguro de que el sastre se prestará al
morboso juego. Cuando éste lo recibe con su sutil ropaje de lino, alegando que
así estaba trabajando en el taller, el cliente le alaba el gusto. “Usted tan
creativo como siempre… Además le sienta a las mil maravillas ese atuendo”. “Siempre
tan amable el caballero”, agradece el sastre, “¿Pero qué le parece sin
empezamos a desvestirnos?”. Al cliente le hace gracia la frase y pregunta jocoso:
“¿Los dos?”. El sastre ríe. “No me atrevería yo a tanto”. “Pues no sé yo quién
saldría ganando en la comparación”, insiste el cliente. El sastre finge
bochorno. “Ahora lo que interesa es que usted se ponga cómodo… ¿Lo ayudo?”.
“¡Por supuesto!”, asiente el cliente, “Ya sabe que me agrada dejarme manejar
por usted”. El sastre le saca parsimoniosamente la chaqueta y advierte: “Si no
le incomoda, procederé a quitarle los pantalones”. “¡Claro! Hay que probarlo
todo y usted ya sabe muy bien cómo se abre mi bragueta”, recuerda el cliente. “¡Y
vaya lo que encontré!”, lo secunda el sastre. “¡Pues busque, busque, que sigue
en su sitio!”, lo invita el cliente, que se ofrece descaradamente de cintura
para abajo. El sastre suelta el cinturón y, a medida que va desabrochando la
bragueta, sus dedos hurgan y cosquillean. “Ya sabe que soy muy sensible”, le
avisa el cliente. El pantalón va bajando y el sastre, para sacarlo, levanta las
pesadas piernas, que surgen velludas desde el borde de los calzoncillos. Con
éstos y la camisa queda el cliente, todavía demasiado vestido para lo que
desearía el sastre. Al cliente no se le escapa su mirada libidinosa y dice: “Si
está pensando en quitarme más ropa, por mí no hay inconveniente”. “No sé si así
quedaría bien la prueba…”, objeta el sastre, aunque se muere de ganas. “Usted
mismo lo dice, es cuestión de hacer la prueba”, juega con la palabra el
cliente. “¡Cómo sabe enredarme usted!”, ríe el sastre, “¿Así que quiere que le
quite la camisa?”. “Si no se asusta de lo que va a ver…”, lo engatusa el
cliente. “Lo que palpé el otro día me encantó”, corresponde el sastre. “¡Pues
hala! A palpar y abrir la camisa”. El cliente presenta su abultado busto. “¡Cómo
me tienta usted!”, dice el sastre que, primero, contornea las protuberancias
por encima de la camisa y luego va desabrochándola con calma. Una vez abierta,
el sastre tiene ante sí lo que no llegó a ver el otro día: unas tetas peludas
de pronunciados pezones, que se vuelcan sobre la carnosa barriga. Ambos guardan
un silencio tenso. El sastre desliza la camisa por los hombros y, como lo hace desde
delante, casi queda abrazado al macizo torso del cliente. Al ser más bajo que
éste, apenas tiene que inclinar la cara para lamer un pezón. “¡Qué atrevido!”,
exclama el cliente estremeciéndose. Pero agarra la cabeza del sastre para ir
pasándola de una teta a la otra, y las lamidas se convierten en succiones.
“¡Uf, cómo me pone eso!”, masculla en cliente, “¡Muerda sin miedo!”. El sastre
va aplicando sus dientes a los endurecidos pezones y arranca gemidos al
cliente. Éste hace parar al sastre y avisa: “Creo que se me está poniendo duro
algo por ahí abajo”. “Entonces le estorbarán los calzoncillos ¿no es así?”, dice
el sastre tirando ya de ellos hacia abajo. En efecto, la gorda polla aparece
bien dura y mucho más impresionante que cuando el sastre la había chupado el
otro día asomada por la bragueta. Ahora se eleva sobre unos contundentes
huevos, que se abren paso entre los rotundos y velludos muslos. “¡Qué maravilla
la de sus bajos!”, exclama extasiado el sastre. “Eso se lo dirá a todos”, se
burla el cliente. “A cada cual según sus méritos”, precisa el sastre. Éste
termina de quitar los calzoncillos y ya tiene al cliente completamente en
cueros. “¡Deje que admire su rotunda virilidad!”, exclama. Retrocede unos pasos
y gira en torno a él para contemplarlo de espaldas. “¡Que posaderas más
hermosas!”. “¿Me está llamando culo gordo?”, bromea el cliente. “Abundancia de
dones llamaría yo a todo lo suyo” replica el sastre. “Pues disponga”, lo incita
el cliente, “Seguro que por ahí también sabrá darme algún placer”. El sastre
planta las manos en las nalgas y acaricia el suave vello. Luego prueba darles
unos leves cachetes a los que el cliente reacciona. “¡Um! Creo que eso me va a
gustar”, dice y se apoya en una mesa poniendo el culo en pompa. Entonces el
sastre se enfrasca en un crescendo de cachetes hasta tortazos más contundentes.
“¡Qué calor más agradable me está invadiendo!”, declara el cliente. “También me
arden las manos”, añade el sastre. “No malgaste instrumentos tan valiosos… ¿No
podría sustituir sus manos por algo más rudo?”, sugiere el cliente. “Si así lo
desea…”. El sastre coge una regla de medir y con ella va dando palmetazos a las
nalgas con no poca energía. “¡Oh, sí, castígueme! He sido malo ¿verdad?”. “¡Muy
malo!”, corrobora el sastre, quien no obstante ha de atemperar sus azotes ante
el enrojecimiento que van experimentado los glúteos del cliente. Por eso añade:
“Si sigo castigándolo, luego va a tener problemas para sentarse”. “¡Uy, sí!”,
comprende el cliente, “Y al salir de aquí tengo que presidir un consejo de
administración”. El sastre, que disfruta de lo lindo jugando con tan soberbio
culo, ofrece: “Si quiere, puedo calmarle los ardores”. “Se lo agradeceré
infinito”, asevera el cliente. El sastre empieza a darle lametones y ensalivar
abundantemente la extensa superficie. “¡Oh, que dulce alivio!”, declara el
cliente. Pero la lengua del sastre no se limita al exterior, sino que pasa a
ahondar en la oscura raja. “¡Qué atrevido es usted!... Pero me gusta cómo sabe
despertarme las sensibilidades”, musita el cliente complacido. El sastre sigue
adelante y ahora está metiendo el regordete índice por el ojete. El cliente da
un respingo. “No tiene límites usted ¿eh?”. “Se me ha ido solo”, se excusa el
sastre con el dedo bien adentro. “Pues ya que está ¿por qué no frota un poco?”.
El sastre maneja con habilidad las falanges en un masaje que arranca gemidos al
cliente. “¡Qué sensación más sublime!”, exclama. Aunque llega a saberle a poco.
“Si pudiera introducirme algo más grueso…”. El sastre capta el mensaje pero,
siendo más de tomar que de dar, trata de excusarse. “Estoy tan enfrascado en
mis alivios manuales que no sé yo si podré complacerlo”. El cliente, sin
embargo, no va a resignarse y ofrece: “Con mucho gusto lo ayudaría… Además
también yo quiero conocer mejor su cuerpo, si no le perturba”. “¡En absoluto,
señor! Es que temo parecerle poca cosa en comparación con sus generosas
formas”. “No se minusvalore”, lo reprende el cliente, “O yo mismo lo despojaré
de esos ropajes tan sugerentes que se ha puesto hoy”. Como el cliente siempre
tiene la razón, al sastre no le cabe sino ponerse a su disposición. “Si es su
deseo…”. Poco tarda aquél en arrebatarle la camisola y el liviano pantalón,
dejándolo tan desnudo como él. El cuerpo bajito y redondeado, de piel clara y
vello suave, no resulta ni mucho menos indiferente al cliente, que lo piropea.
“La buena esencia se guarda en frasco pequeño”. El sastre hace como si se
ruborizara. Pero el cliente, salido como está, ya le mete mano buscándole la
polla. Como el sastre no está en forma, lo aúpa para que se siente en una mesa
y le separa los muslos. “¡Qué rico manjar guarda usted ahí!”. Sin dudarlo se
amorra a la polla que, aunque corta, llega a adquirir, por efecto de las
chupadas, un grosor más que aceptable. El cliente entonces se da la vuelta y
acopla su raja al miembro endurecido. Enseguida le queda clavado a tope y el
cliente se balancea sacándole gusto. “¡Qué gorda y qué rica!”. Sus meneos
acrecientan la calentura del sastre, que llega a avisar: “¡Señor, estoy a punto
de vaciarme en su interior!”. “¡No se prive!”, lo incita el cliente que no cesa
en su bombeo. “¡Ya, ya! ¡Cuánto placer me ha dado usted!”, exclama el sastre
entre resoplidos. “No mayor que el que me acaba de proporcionar”, replica el
cliente que, al apartarse, hace salir la polla como el tapón de una botella.
“¡Qué encajadita la tenía!”. El sastre baja tambaleante de la mesa y observa la
potente erección del cliente. “Ahora va a necesitar aliviarse”, dice solícito.
El cliente se muestra comprensivo. “Me sabría mal seguir dándole trabajo”. Pero
el sastre, que no le va a hacer ascos a aquella espléndida polla, lo
tranquiliza. “Descuide, que uno está para servirlo”. Así que se amorra a la
polla y no para de mamar hasta que el cliente, bufando y con temblor de
piernas, le da una abundante descarga. El sastre, una vez relamido, afirma: “No
podía desperdiciar tan sabroso néctar”. A partir de ese momento, la prueba
transcurre en la más absoluta normalidad. El sastre, que no ha perdido el
tiempo en cubrirse, va ajustando el traje por aquí y por allá. Una vez que lo
deja a punto, ayuda al cliente a ponerse su ropa de calle. “Que le sea grato su
consejo de administración”, desea al cliente. “Mis posaderas arderán recordando
los deliciosos momentos que me ha hecho pasar”, declara el cliente agradecido.
El cliente que más
había avanzado en su osadía, llegando a conseguir que le fueran tomadas las medidas
sobre su cuerpo desnudo, con las consecuencias que de ello se derivaron, se
toma la informal vestimenta con que lo recibe el sastre como una ofrenda a su
persona. “¡Qué agradable sorpresa la de su provocativo atuendo!”. La falsa
explicación del sastre, “Me gusta trabajar cómodo en mi taller…”, es cortada de
raíz por el entusiasmado cliente. “No se excuse… Si está usted de lo más
tentador y capto el mensaje de que hoy sea yo quien le despoje de prendas que
usted mismo ha cuidado que sean fáciles de manejar”. El cliente se abalanza
sobre el sastre, le saca la camisola por la cabeza y suelta la cinta que le
ciñe el fino pantalón. El sastre queda así completamente desnudo y sus mullidas
redondeces encantan al cliente. “He soñado yo con esto desde el otro día…
¿Permitirá que lo colme de caricias?”. El cliente, aún vestido de punta en
blanco y mucho más grandote que el sastre, manosea a éste a su antojo. Le
estruja las tetas, le soba la barriga y el culo… Hasta se agacha para palparle
lo que casi se le oculta entre los regordetes muslos. “¡Qué agradable tacto el
de sus suaves formas que incitan a saborearlas!”, exclama, “Mi boca ansía
reavivar tan deliciosos atributos”. Acuclillándose con sorprendente agilidad, ya
está recorriendo con la lengua la polla y los huevos de sastre, que gimotea
indefenso. Se pone a mamar consiguiendo que la polla se endurezca. Pero el
sastre ya ha tenido bastante por el momento y, apartándolo con delicadeza, le
advierte: “Ya ve cómo mi cuerpo responde a sus gratas atenciones. Pero si
continúa con ellas mucho me temo que pronto me va dejar fuera de juego, lo que
puede perjudicar el celo profesional que deseo poner en las pruebas que he de
hacerle”. El cliente reacciona a esta parrafada. “¡Cuánta razón tiene! Pero
tenerlo entre mis manos, yo vestido del todo y usted cual juguetón fauno, me
lleva al éxtasis”. El sastre insiste. “Permítame recordarle que está aquí para
la prueba de su nuevo traje y difícilmente podríamos hacerlo si persiste en
conservar su ropa”. Pero el cliente tiene la fantasía desatada y propone: “Si
usted, que tan condescendiente se ha mostrado siempre conmigo, accede al
capricho que tanto me ilusiona, después muy gustosamente dejaré que me pruebe
todo lo que quiera”. “¿Qué capricho es ese? Por si puedo complacerlo”, pregunta
el sastre intrigado. “Que tal como estoy ahora deje que lo penetre analmente”,
declara el cliente sin ambages. El sastre, a quien te tienta el hecho en sí de
acoger en su más íntimo reducto la verga del cliente, cuya magnificencia había
saboreado en anterior ocasión, objeta sin embargo: “Me temo que conservar su
ropa le incomodaría para una satisfactoria incursión entre mis nalgas”. “¿Acaso
no tuvo ya constancia de la envergadura de mi miembro viril? ¿Qué lo podrían
frenar unos trozos de tela?”. “Si es así, proceda como estime conveniente”,
dice el sastre ajustando los codos sobre la mesa y ofreciendo generosamente su
sonrosado trasero. El cliente, henchido de lujuria, se desabrocha la chaqueta,
va soltando los botones de la bragueta y su joya oculta emerge con fuerza. Se
aproxima al sastre y, con una limpia estocada, la delantera de sus pantalones
se adhiere a las nalgas del sastre. Éste emite un sentido “¡Ooohhh!” y el
cliente se jacta. “¡¿Qué, me quedo corto?!”. “¡No, señor! Bien adentro que lo
tengo”, declara el sastre. El cliente empieza a agitarse en un vaivén que
zamarrea al sastre. Su corbata se va deslizando por la espalda de éste, que rumorea
gozoso. El cliente ser entusiasma. “¡Qué ardor me está recorriendo!”. El sastre
lo incita. “No dude en convertirme en su recipiente”. El cliente descarga al
fin toda su energía con fuertes resoplidos, hasta quedar parado e irse
desprendiendo del sastre. Recompone su trajeada figura con la polla todavía
asomando por la bragueta. “¡Gracias por acceder a tan singular pretensión!”,
exclama. Pero el sastre enseguida asume su función. “Ahora espero que podamos
llevar a cabo la segunda parte del acuerdo… Si tiene la bondad de aligerarse de
ropa, iré entretanto al taller para traer el traje de prueba”. Deliberadamente
se retrasa con la morbosa curiosidad de hasta qué punto llevará el insigne
varón el aligeramiento de ropa. Cuando vuelve, comprueba que el cliente ha
llevado al extremo la idea, ya que se halla provocadoramente en cueros y
explica: “Me gustaría sentir sus finos tejidos sobre mi piel desnuda ¿Será ello
un problema para usted?”. El sastre, al que subyuga aquel cuerpo robusto y
velludo, deja de lado cualquier prejuicio profesional y consiente. “Usted manda
y creo que con esa percha la prueba le quedará como un guante”. El cliente se
ofrece con descaro y el sastre procede a ponerle los pantalones, con
intencionados roces por los muslos. Ajusta la costura y va abotonando la
bragueta, con los dedos que tantean la polla recién vaciada y se enredan en el
pelambre del pubis. Luego centra la parta de atrás para que la costura coincida
con la raja del culo. La chaqueta es encajada al torso desnudo. El sastre amolda
las hombreras por dentro y alisa las solapas sobre las prominentes tetas. El
cliente se deleita con el trato que recibe. “¡Lo que usted no acople al
milímetro…!”. El sastre se muestra satisfecho, pero su desnudez le impide
disimular la erección de su polla regordeta. El cliente se fija y pide: “Déjeme
concluir lo que antes quedó interrumpido”. Aun a riesgo de desencajar y arrugar
el nuevo traje, se agacha y toma con la boca el miembro del sastre. Éste,
pensando que no hay nada que no arregle un buen planchado, se entrega a la
generosa mamada y pronto la gratifica con sus jugos. El cliente se yergue
exultante: “No me dirá que no ha sido una prueba magnífica”. El sastre se
recupera rápido y extrae con cuidado las prendas al cliente. “Usted sabe poner
las cosas fáciles”. El cliente recupera ya su ropa original y se despide
deseoso de vestir pronto el nuevo traje salido de las mágicas manos de tan
singular sastre.
no me cansare de darte las gracias por estos relatos con tanto morbo es que son la leche no dejes de deleitarnos con muchos mas yo casi entro a diario en tu blog un besazo majo
ResponderEliminarComo siempre has dejado el listón bien alto. Muy buen relato, esperando con ganas el siguiente.
ResponderEliminarExcelente al igual que la primera parte, por supuesto uno queda muy excotado
ResponderEliminar