Fui a una playa
nudista pues, aunque todavía no hacía tiempo para bañarse, me apetecía
disfrutar de la brisa marina y el ambiente de libertad. Era una cala no muy
grande y prácticamente estaba desierta. Solo hacia un extremo una familia joven
jugaba con los niños. Como soy temeroso de los atracones de sol, iba provisto
de una sombrilla que instalé en un recodo protegido del viento. También llevaba
un reposo para la espalda y, extendida la toalla, me acomodé plácidamente. Aunque
traía prensa y un libro, de momento me apeteció quedarme con la mente en
blanco.
Al cabo de un rato apareció
un hombre grandote, de unos cincuenta años, en pantalón corto, camisa abierta y
una toalla en la mano. Vi que daba una mirada general y pensé enseguida que no
me importaría nada que se pusiera cerca de donde estaba yo. Tenía una pinta
estupenda y, si como era de prever, se desnudaba, debía resultar impresionante.
Pareció que mi deseo se cumplía porque dirigió sus pasos hacia mi recodo. “¡Hola!”,
saludó, “Este es mi rincón favorito… Espero que no te moleste compartirlo”.
Devolví el saludo con el corazón acelerado y contesté un soso: “¡Faltaría
más!”. Soltó la toalla a poca distancia y comentó sobre la sombrilla: “Vienes
bien equipado…”. “Si quieres, hay sitio”, no dudé en ofrecer. “Si acaso luego,
para la cabeza”. Ya se quitó en un santiamén la camisa y el pantalón sin
calzoncillos. Allí de pie delante de mí, se mostró con toda naturalidad. Con
una buena barriga, muslos robustos y peludos, aunque no en exceso, el sexo en
reposo lo tuve a la altura de mi cara. Se giró agachándose para estirar la
toalla. Un culo rotundo, con los huevos asomando al final de la raja, se
ofreció a mi vista.
Se tumbó bocarriba a
pleno sol, con los brazos estirados a los lados y con los ojos cerrados. Así
pude revisar a gusto su viril cuerpo. La barriga le subía y bajaba con la
respiración, y los huevos, aupados sobre la juntura de los muslos, desplazaban
ligeramente hacia un lado la polla, ahora no tan contraída. Me sacó de su
contemplación su voz: “¡Esto es una delicia!”. Como daba pie al palique, le
pregunté: “¿No te cogerá demasiado sol?”. “Tengo la piel dura”, contestó. De
todos modos le ofrecí: “Tengo crema, si quieres”. “Si acaso luego me pones un
poco… Ahora, cuando esté bien sudado, me daré un chapuzón”. Aunque la primera
frase me sorprendió, me limité a comentar la segunda. “El agua estará todavía
muy fría…”. “Eso me gusta, revitaliza cantidad”. Se pasó ya un buen rato
inmóvil y en silencio. Su piel iba brillando por el sudor.
Cogí el libro y lo
ojeaba sin leer. Me volvía su expresión de “si acaso luego me pones crema”, y
trataba de convencerme de que debió ser un lapsus queriendo decir que le
dejaría ponerse de mi crema. De pronto, con un resoplido, se incorporó. Se giró
quedando a cuatro patas, alisó la toalla y se dejó caer bocabajo. Levantó un
poco el culo para meter una mano y dejar bien colocado el paquete. Quedó
estirado y apoyado sobre los codos. El culo, orondo y firme, lucía el suave
vello humedecido por el sudor y una raja bien marcada. Aproveché para ponerme
de pie y estirar un poco las piernas, así como para aflojar la polla que había
empezado a empinárseme. Él habló sin mirarme. “Lo malo de esto es la sed que se
pasa… Se me ha olvidado coger el agua que tengo en el coche”. Inmediatamente
ofrecí: “Yo tengo aquí y aún estará fresca”. Señalé una bolsa térmica. “Te paso
una botella”. Él se incorporó y quedó sentado con las rodillas dobladas. “Sí
que vienes bien provisto… Pero no quiero abusar”. “¡Venga ya”, le dije poniendo
en su mano la botella. Mientras bebía pude observar que su polla, al haberse
librado del calor del aplastamiento, aparecía bastante más crecida. “¡Uf, qué
rica! ¡Gracias!”. Me devolvió la botella y se puso de pie. Estaba todo sudado y
efectivamente su polla, aunque no erecta, pendía gruesa y descapullada. Se
desperezó, brazos en alto y estirando el cuerpo. “¡Ahora sí que me doy un baño
de impresión! ¿No te animas?”. Decliné la invitación a mi pesar. A paso ligero
se dirigió hacia la orilla, cimbreando el sólido cuerpo. Aunque al adentrarse
en el agua, tuvo un momentáneo encogimiento, avanzó más y se zambulló de
cabeza. Reflotó y dio varias brazadas, pero pronto volvió a la orilla.
Ya habían llegado
algunas personas más que se hallaban dispersas, pero nadie más con planes de
darse un baño. Se acercó deprisa sacudiéndose el agua. “¿Fría?”, le pregunté.
“Pero deliciosa… Me siento nuevo”. No recurrió a la toalla. “Ahora a secarme al
sol”. Pero antes se agachó para rebuscar en un bolsillo de la camisa y sacó un
purito. “Uno de mis vicios…”, comentó, “¿Tú fumas?”. “Conseguí dejarlo hace
tiempo”, contesté. Lo encendió y se quedó de pie orientado hacia el sol. En
inequívoca alusión a su polla que ahora estaba al mínimo, comentó: “Con el frío
se le encoge a uno todo”. Yo me había vuelto a sentar y no podía evitar el
estar pendiente de la variación de sus poses para absorber el calor solar. Casi
quise creer que se recreaba mostrándose a poca distancia de mí. Apagó el purito
a medias sobre unas rocas y dejó los restos ocultos.
Vino hacia mí
preguntando: “¿Qué tal me irá esa crema que me ofreciste?”. “Te puede aliviar
el golpe de sol”, y la saqué decidido de la bolsa. “¿Me podrías poner por
detrás?”, pidió tan tranquilo. Pensé que había oído bien lo que dijo antes. Se
quedó plantado dándome la espalda. Me faltó tiempo para aplicarle unos pegotes
en los hombros y empezar a extenderlos por espalda y brazos, que él separaba
del cuerpo para facilitarme la tarea. Hacía esfuerzos para que no se me notara
temblor en las manos al contacto con la cálida piel. Fui frenando al llegar a
la cintura, pero dijo resuelto: “No te pares. En este tipo de playa se le quema
a uno todo”. Menos mal que no me veía la cara al incitarme a que le embadurnara el culo. Desde luego, el
sobeo de los glúteos lo hice a conciencia, pasando por encima de la raja que
mantenía apretada. Ya bajé incluso por los muslos y las pantorrillas. Él se
dejaba hacer impertérrito. “Sí que refresca, sí… Buenas manos”, se limitó a
comentar cuando acabé. Me sorprendió sin embargo que enseguida se fuera a
tumbar de nuevo bocarriba sobre la toalla. “¿No te pones también por delante?”,
pregunté. “Es verdad… Lo puedo hacer aquí”, dijo tan pancho. Pero enseguida
mostró las manos. “Se me ha pegado arena… Ya que estás ¿te importaría seguir
tú?”. Se me entremezclaban el asombro por su actitud desinhibida, por no decir
descaro, y el efecto de imán que ejercía sobre mí su cuerpo puesto a mi
disposición de ese modo. De todos modos no me pude estar de ironizar. “Esto ya
es hacer de masajista…”. “Si te parece que abuso…”, dejó caer. “¡No, hombre,
no! Si me divierte…”. Con los ojos cerrados, se estiró relajado. Con las manos
untadas fui moldeando las tetas, cuyos pezones de buena gana habría pellizcado,
mientras los dedos se me enredaban en el vello. Bajé por la barriga que inflaba
su respiración y, al llegar al inicio del pubis, salté lo que seguía, que se
mantenía en reposo, pero para nada encogido, y pasé a los muslos y el resto de
las piernas. Cuando oí que decía: “¿No te dejas algo?”, repliqué tontamente:
“¿Ahí también?”. “Es piel sensible ¿no crees?”. Sin hablar ya, puse mis manos
resbalosas en la polla y la embadurné con la mayor delicadeza. Al principio la
noté blanda entre mis dedos pero, cuando pasé a manosear los huevos, se fue
elevando poco a poco. Casi se me escapó: “¡Vaya!”. “¿Te asusta?”, preguntó él.
Solo dije: “Era de esperar…”. Se incorporó apoyando las manos hacia atrás y
sonriendo soltó: “Cuando se está a gusto…”. “Creo que he hecho todo lo que se
puede hacer aquí”, reconocí. Porque una cosa era ponerse cremas, que a nadie le
iba a extrañar en esta playa, y otra pasar a mayores ante el público. “¿Te
gustaría hacer más?”, preguntó incisivo. “¿Tú qué crees?”, le devolví la
pregunta. “Es que no he visto que te animaras demasiado…”, remarcó. “Tampoco es
que te hayas fijado mucho”. Porque desde su aparición había estado empalmado
con frecuencia, aunque quizás sin atreverme a mostrarlo tan a las claras como
hacía él. “Estamos disfrutando con lo que podemos ahora ¿no te parece?”, y
añadió. “¿Me acoges en tu sombrilla?”. Como no había mucho espacio, señaló: “Me
basta con que me proteja la cabeza. Yo estaba sentado y él tiró de su toalla y
se tumbó con la cabeza rozando mi muslo. Su polla aún mostraba bastante
alegría. “Me ha gustado mucho cómo me has puesto la crema”, dijo en tono suave.
“Ya lo he notado… Me ha encantado hacerlo”.
De pronto se dio la
vuelta por completo y su boca quedó sobre mi muslo. Lo beso y dijo: “Si tapas
un poco con tu bolsa, podré hacer algo que me apetece mucho”. La corrí hasta
que quedó frente a su tronco y mi pierna. Se adelantó un poco más y su cara
alcanzó mi entrepierna. Jugando con la lengua dio con mi polla y la sorbió. Se
me puso completamente dura dentro de su boca y fue mamando con suavidad. Usaba
con tanta eficacia labios y lengua, sin apenas mover la cabeza, que una oleada
de placer me iba inundando. Le avisé: “Si sigues así, no respondo”. Sin
detenerse, me dio unos golpecitos en la pierna como queriendo decir que eso era
lo que pretendía. No tardó mucho en conseguirlo, pues me corrí con un gusto
inmenso. No me soltó hasta que lo hubo tragado todo. Luego levantó la cara y me
miró sonriente: “¿Ves como también sé hacer cosas agradables?”. Yo había
quedado con la respiración entrecortada y él aprovechó para ponerse de pie.
“Ahora voy a remojarme otra vez… En cuanto me seque un poco, tendré que irme”.
Fue ligero al agua y
repitió el breve baño. Regresó y también quedó de pie escurriéndose y
absorbiendo el calor del sol. “Esta vez la he encontrado menos fría, pero estoy
entonado”. No pude menos que decir: “Siento que te tengas que ir así…”.
“¿Porque no me he desfogado como tú? Por eso no te preocupes… Me lo he pasado
muy bien seduciéndote”, concluyó riendo. Pero a continuación añadió: “Si
quieres que nos volvamos a ver, pasado mañana vendré con unos amigos. Estaremos
todo el día bien equipados”. “Entonces vas a estar muy ocupado…”, alegué. “¡Qué
va! Son muy simpáticos. Les caerás bien… Me gustaría mucho que vinieras”. Ya se
vistió rápido y me dio un cálido beso en los labios. Cuando despareció de mi
vista, me acerqué a la orilla. Pero solo llegué a mojarme los pies.
Por supuesto no falté
a la cita dos días después. Cuando llegué, el recodo estaba ya ocupado… ¡y de
qué manera! Había montada una tienda de excursión con su toldo desplegado, así
como una nevera portátil y diversas bolsas. Divisé a mi ligue que, en su
espléndida desnudez mojada, debía acabar de salir del agua. Trajinaban por allí
otros dos hombres. Uno, regordete y bastante peludo, de unos cuarenta años.
Otro, de más de cincuenta, robusto y de piel muy clara, ornada de vello dorado.
Mi ligue me hizo señas para que me acercara. Me presentó como su invitado y me
besaron todos. Los otros dos eran pareja, franceses que hablaban muy bien
castellano, y que estaban recorriendo la costa. Aunque yo seguía deslumbrado
por mi ligue, no dejé de apreciar lo buenos que estaban los franceses desnudos,
cada uno en su estilo. Mientras disponía mis bártulos y me quitaba la ropa, mi ligue
bromeó. “Como ves, no eres el único bien organizado”. No hizo falta que abriera
mi sombrilla porque el toldo era suficiente. Además mis compañeros no parecían
ser muy partidarios de buscar la sombra. Los tres se daban chapuzones, lo cual
me hizo tener cierto complejo. Pero verlos secarse al sol era un espectáculo de
lo más reconfortante.
Llegó la hora de la
comida y la pareja extendió una lona bajo el toldo. En el centro se colocaron
las provisiones y nos acomodamos alrededor. Tal como estaba orientada la tienda
con su toldo, se había creado un ambiente de bastante intimidad. Todos
demostramos tener buen saque y la comida, abundante pero no pesada, fue cayendo
entre charlas y bromas. La pareja no se privaba de mostrar sus afectos, con
unos achuchones que a veces tenían consecuencias en sus entrepiernas. Mi ligue
me dirigía miradas cargadas de picardía
y gestos insinuantes, dejando entender que me reservaba alguna sorpresa.
Una vez hubimos
recogido, la pareja decidió hacer una siesta al sol, limitándose a cubrirse las
cabezas con gorras livianas. Mi ligue no tardó en proponer: “¿Y si nos
encerramos dentro de la tienda?”. “¿Es para lo que me imagino?”, volví a
preguntar encantado. La tienda daba casi lo justo para dos colchonetas juntas y
no permitía estar del todo de pie. Pero poca falta nos hacía… Él se dejó caer
con toda su humanidad bocarriba. “¡Qué ganas tenía de esto!”. Me deslicé a su
lado. “Supongo que no hará falta la excusa de la crema…”, dije. Su cuerpo se me
ofrecía al sobeo más voluptuoso y me entregué a un masajeo en seco, que él
agradecía con murmullos de complacencia. La polla se le puso bien tiesa aún
antes de que me ocupara de ella. La acaricié disfrutando de su consistencia
mientras le palpaba los huevos bien pegados entre los muslos. Lo que no pude
llegar a hacer el otro día estaba ahora a mi alcance. Abrí la boca y sorbí la
polla con ansia. Mi mamada lo hacía estremecer. “¡Para, para, que no hay que
correr!” pidió. A continuación echó sobre mi todo su cuerpo y me besó
cortándome la respiración. Fue deslizándose hacia abajo hasta encontrar mi
polla, que mostró su dureza al dejar de estar aplastada. “¿Así estás ya? Eso me
gusta…”, comentó. La chupó un poco con ternura y dijo: “Desearía que me
follaras”. Poseer ese orondo culo no podía atraerme más. “¿Dejarás que te lo
coma antes?”, pedí con morbo. “¡Todo tuyo! ¡Pónmelo a tono!”. Se giró y tiré de
sus anchas caderas para que quedara elevado. Lo manoseé con lujuria sintiendo
en mis dedos el vello suave que lo poblaba. Le abrí la raja y pude ver el punto
oscuro con bordes rosáceos. Hundí la cara para besarlo y repasarlo con la
lengua. “¡Uuuhhh, cómo me estás calentando!”, exclamó él. Una vez bien
ensalivado le metí un dedo y froté. “¡Mete ya otra cosa!”, me instó él. La
tenía tiesa y ansiosa, así que no me costó nada cumplir su deseo. “¡Wow, qué bruto!”,
protestó. “Es lo que querías ¿no?, repliqué. “¡Folla folla!”, exigió
acomodándose. Muy a gusto que lo hice y el ardor de su recto se me trasmitió a
todo el cuerpo. Me moví con soltura dentro del generoso culo. “¡Oh, qué vicio
tengo! ¡Cómo me gusta!”, proclamaba él. Estaba tan concentrado que apenas lo
oía. Quería que durara aquella agitación y a la vez me impulsaba el deseo de
vaciarme. Cuando dijo: “¡La quiero toda, eh!”, no aguanté más y el fluido fue
pasando de mi polla a su caliente interior. Me aparté y él se girón lentamente
hasta quedar bocarriba, con una sonrisa satisfecha. “¡Qué buena follada!”.
Llevó una mano a su polla, que había estado aplastada. “Si no me corro, me da
algo”. Hice el gesto de colaborar, pero me frenó. “Tú descansa, que ya me
apaño”. Enseguida se le endureció la polla y su frotación suave produjo una
irrupción mansa y abundante de leche. “¡Puaf! Si ya la tenía a punto”, dijo
relajándose finalmente.
Cuando salimos de la
tienda, la pareja estaba en el agua y, al vernos, nos saludaron agitando las
manos. Mi ligue se apuntó enseguida. “Me hace falta un remojón ¿No te animas?”.
Estaba tan sofocado que, esta vez, me decidí a arrostrar el frío y acompañarlo.
Solo soporté el primer chapuzón y esperé en la orilla que ellos acabaran de chapotear
para entonarse. Sabía que los franceses pasarían la noche acampados, pero
ignoraba los planes de mi ligue. Cuando éste me dijo: “Yo me quedo a dormir con
ellos ¿Por qué no te animas?”, me quedé extrañado. “¿Todos en esa tienda?”. “¡Umm!
¿No te da morbo?”, replicó él con una sonrisa pícara. Así que me dejé
convencer. Cenamos y sobre todo bebimos en abundancia al amor de una hoguera.
Cuando llegó la hora
de acostarse, los cuatro, bastante cargados, por no decir borrachos, nos
embutimos como pudimos en la tienda sobre las dos colchonetas. El frescor de la
noche lo combatíamos con el alcohol que habíamos ingerido y el acoplamiento de
nuestros cuerpos. En lo brumoso de mi mente, no diría que fuera una noche de
sexo a tope, si por ello se entiende folladas a tutiplén. Pero más de una teta
chupé y me chuparon, y pasó por mi boca más de una polla, así como la mía
también ocupó otras bocas. Nos fuimos despertando en un maremágnum de brazos y
piernas.
Me ofrecí para
acercarme con el coche al bar más cercano para traer cafés bien cargados y
cruasanes. Al volver, los franceses ya habían desmontado su tinglado y estaban
listos para reemprender su ruta. Se despidieron muy cariñosamente y quedamos
solos mi ligue y yo. Saturados como estábamos de playa, decidimos marcharnos
también. Como cada uno llevaba su coche y las direcciones eran opuestas,
intercambiamos teléfonos y señas. Solo añadiré que fue el comienzo de una gran
amistad.