Trabajé durante unos
años en una empresa mediana en la que, por aquellos tiempos, las cosas iban
bastante bien. Rebasados los cuarenta y tirando a grueso, era lo que ahora se
clasificaría entre chubby y bear, porque también era algo velludo.
Decididamente me iban los tíos robustos y mayores que yo, aunque en la pequeña
población en que vivía tenía muy pocas posibilidades de darme un gusto.
Resultaba, por otra parte, que el jefe de la empresa encajaba a las mil
maravillas en mi tipo de hombre soñado. De sesenta años, me sacaba un palmo de
altura y era bastante más gordo que yo; muy extrovertido y simpático, por lo
demás. Pero asimismo sabía que había pasado por más de un matrimonio, e incluso
se rumoreaba que tenía una querida. Con lo cual mis expectativas se limitaban a
comérmelo con la mirada cada vez que tenía ocasión, discretamente eso sí, y
fantasear a su costa. Había veces, además, que me ponía negro porque, con su
fogosidad, no era raro que, para ayudar a solucionar algún problema técnico que
le planteaba, se arremangara la camisa luciendo unos brazos recios y peludos. Y
para colmo, si tenía que manipular algo en alto, sobre una escalerilla o una
silla, al levantar los brazos se le subía la camisa y le asomaba la barriga
peluda, con el pantalón más abajo del ombligo y el paquete bien cargado, que se
ajustaba sin el menor recato. En tales casos, tenía que disimular la erección
que se me producía.
En este clima de pajas
mentales, y alguna de las otras, llegó a acontecer algo que trastornó todos mis
esquemas. Era costumbre en la fiesta anual de la empresa que se sorteara entre
los empleados una semana en Tenerife con acompañante. Y ese año me tocó a mí.
El jefe, que estaba ya algo achispado, después de felicitarme efusivamente, me
comentó: “Buen sitio para llevarte a tu pareja…”. Me salió replicar: “Pues no
sé a quién llevar…”. Entonces, con una sonrisa picarona me dijo: “Si no tienes
a nadie con quién ir, igual me voy yo contigo…”. Esto me dejó perplejo y sin
palabras, pero reaccioné convencido de que me gastaba una broma y, para
seguírsela, contesté: “¡Por mí, encantado!”. Aún más alucinante fue su
insistencia. “¡Oye! Que yo ahora estoy libre, y sería una lástima que se
desperdiciara ¿No te parece?”. “¡Vaya, de vacaciones con el jefe!”, exclamé sin
llegar a creerme que no fuera una broma. “Jefe de puertas adentro tan solo… Y
no tenemos que dar cuentas a nadie ¿verdad?”, dijo ya en tono más serio. “Yo no
tengo ninguna pega, desde luego”, no pude menos que declarar. Aunque en mi
interior sentía verdadero pánico por situación tan comprometida. “Lleva tú los
billetes y nos encontramos en el aeropuerto”, concluyó con absoluto
convencimiento.
Mis preparativos para
el viaje fueron de lo más tormentosos. Me parecía un sueño que el jefe
estuviera dispuesto a venirse conmigo pero, por otra parte, me intimidaba una
obligada convivencia que me iba a mantener en calentura constante. Y aún dudaba
de si realmente iba a aparecer en el aeropuerto o si no había sido más que una
tomadura de pelo. Así que me temblaron las piernas cuando lo vi, en plan
deportivo, saludándome desde lejos con un brazo en alto y una amplia sonrisa.
“Ya ves que soy un hombre de palabra”, dijo intuyendo mi incredulidad. Señaló
nuestros equipajes y comentó: “Supongo que allí no vamos a necesitar demasiada
ropa”. Ya a punto de embarque, quiso aclarar su posición: “No te vayas a pensar
que soy un aprovechado… Todos los gastos extra irán de mi cuenta ¡Y los
habrá!”. Aún añadió: “Además, nada de jefe ni de usted; Rafael a secas”. “Lo
que usted diga”, lo provoqué. Y amagó darme un bolsazo riendo.
Tomamos asiento en el
avión y aún no me podía creer que fuéramos volando el uno junto al otro.
Además, fogoso como era, no tardó en quedarse en mangas de camisa y
arremangárselas. Como si de ese modo explicara su disponibilidad para este
viaje, empezó a hablarme de mujeres: “Yo es que no tengo suerte con ellas… No
me duran nada, ni las legítimas ni las ilegítimas”, y soltó una carcajada.
Menos mal que no me preguntó por mi situación al respecto ¿La sospecharía? Poca
a poco le fue cogiendo la modorra y se repantingó para dormir. Como el asiento
le venía estrecho, su pierna se tocaba con la mía y el brazo velludo me rozaba.
Yo percibía embelesado su plácida respiración.
Llegamos ya anochecido
al hotel, que era espléndido. La empresa se había mostrado generosa desde
luego. Estaba claro que la reserva era de habitación doble, con dos grandes
camas juntas de estilo americano. “Ya ves, camarada, no nos pelearemos por el
espacio”, comentó jocoso Rafael. Mientras deshacíamos nuestros equipajes, dijo:
“Habrá que ir a cenar, pero se impone cambiarse de ropa y, de paso, tomar una
ducha ¿Voy yo primero?”. Por supuesto le cedí la primicia y me desconcentró la
naturalidad con que se tomaba nuestra convivencia. Porque una de mis más
conspicuas fantasías se estaba haciendo realidad. El jefe se desnudó
completamente y así se mantuvo a mi vista mientras recogía sus objetos de aseo.
Fue indescriptible la impresión que me causó ese cuerpo robusto y peludo, con
algunas zonas canosas. Las tetas le resaltaban al inclinarse y un sexo opulento
lucía la sombreada entrepierna. No se le escapó que yo había quedado
paralizado, pero lo atajó con su soltura habitual. “No nos vamos a andar con
remilgos, digo yo”, y se dirigió al baño cimbreando el poderoso culo. No tardó
en llamarme. “¡Ven, que esto no lo has visto!”. A la cruda luz del baño, y
reproducido por varios espejos, me mostró que la ducha se ubicaba dentro de un
amplio jacuzzi redondo. “¡Mira qué gozada, ya tendremos ocasión de relajarnos
aquí!”. Empezó a ducharse y tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no
quedarme pasmado contemplando cómo recibía voluptuosamente el agua de varios
chorros. Aproveché para hacerme con una toalla al volver a la habitación, y
así, al desnudarme, poder llevarla colgada de un hombro y disimular el alboroto
de mis vergüenzas. “¡Listo, tu turno!”, oí. Entré al baño de esa guisa y,
mientras Rafael se secaba, ocupé la ducha y le di al agua fría, que atemperó
mis ardores. Ello, y el hecho de que él ya estuviera vestido, facilitó que yo
pudiera hacerlo con menos recato. La verdad es que, con los nervios, ni
siquiera me fijé en si me miraba o no.
Cenamos en el hotel y
luego se empeñó en invitarme a una copa en un pub de la zona, aunque
advirtiendo que esta primera noche, después del viaje, mejor recogerse pronto.
De vuelta a la habitación, me tomó de nuevo la delantera. Se desnudó por
completo y, aunque le habían dejado el pijama sobre su cama abierta, lo apartó
y se fue al baño. Oí como orinaba y se lavaba. Mientras, me desnudé y me
pareció que también debía desechar mi pijama para no dar la nota. Cuando salió
tomé el relevo y decidí hacerme una paja rápida para afrontar la noche con más
calma. Me lo encontré destapado y despatarrado sobre su cama, ya con los ojos cerrados.
Ocupé la mía y me di el gusto de contemplarlo en todo su lujurioso relajo,
hasta que apagué la luz. Aun así, la claridad de la noche me hacía mantener
fija la mirada en su silueta, y cada uno de sus movimientos y giros me producía
estremecimientos. Ni que decir tiene que apenas llegué a pegar ojo.
Un cosquilleo en un
brazo hizo que me despertara sobresaltado. Al abrir los ojos, vi muy cerca de mí a Rafael recostado sobre un
codo y sonriente. “¡Se te han pegado las sábanas, chaval!”. “Solo me he dormido
al final… Extraño la cama”, balbucí. “¡Pues arriba, que estamos de vacaciones!
Habrá que ir a la playa ¿no te parece?”. Como él marcaba la agenda, no tuve más
que asentir. Añadió: “Me gustaría ir a una nudista. A mis años no he estado
todavía en ninguna y aquí hay muchas… Cerca del hotel, sin ir más lejos.
Podemos ir a pie”. Por lo visto venía muy documentado. Se equipó con un eslip
de baño mínimo, que le quedaba de infarto, y una camiseta estampada. Yo hice
algo parecido, aunque no tenía un bañador tan extremado ¡Lástima! De todos
modos se permitió bromear: “Estás mejor así que con la ropa de la fábrica”. Le
devolví la lisonja: “Pues anda que tú…”. Desayunamos en la terraza del hotel y
Rafael confirmó con el camarero, sin el menor prejuicio, la ubicación y la
naturaleza de la playa. La sonrisita con la que aquél nos despidió fue muy
significativa.
La playa a la que
accedimos estaba ya bastante concurrida. Rafael se fijó en un detalle. “¡Coño,
si casi todos son tíos!”. Efectivamente, solos, en parejas o en grupos,
abundaban los cuerpos masculinos desnudos de todas las tallas y pelajes. La
observación, sin embargo, no arredró a Rafael y avanzamos hasta emplazarnos
cerca de la orilla. Extendimos las toallas y nos despelotamos, como era de
rigor. Debíamos formar una pareja muy vistosa, porque nos llovieron miradas de
todas partes. Rafael se estiraba todo él con las piernas separadas y los brazos
en alto, ofreciendo su cuerpo a los rayos del sol. “¡Oh, qué gusto da estar
así!”. El gusto me lo daba a mí verlo pues, aunque pululaban algunos osazos
impresionantes, el jefe, con su desinhibición provocativa, me tenía sorbido el
seso. Me turbó cuando me miró como si ahora descubriera mi desnudez. “¡Vaya dos
gordos! …Aunque no hacemos mala pinta ¿verdad? Tú por lo menos, que eres más
joven”. Me atreví a replicar: “Pero si estás estupendo…”. “¡Venga, que aún me
lo voy a creer! ¿Un bañito?”. Era para mí una tortura sentirme continuamente
incitado sin atreverme a dar un paso en falso. Temía tomar como señales de
seducción lo que para él, con su carácter extrovertido, podía no ser más que un
desahogo liberador en unas circunstancias excepcionales de camaradería.
Comimos en un
chiringuito. Unas mesas más allá había una pareja de osos que se morreaban.
“Mira esos dos… ¡Eso es libertad!”, comentó jocoso. Quise pincharle. “Aún te
vas a escandalizar”. “¡Qué va! Que cada uno haga lo que le apetezca”. Pensé que
ojalá me lo ofreciera a mí. Disfrutamos un rato más de sol y de agua. Cuando
Rafael se tostaba desenfadadamente el culo, se nos acercó un jovencito
repartiendo tarjetas de bares y clubs. Rafael las repasó con atención y, para
mi sorpresa, preguntó al chico: “¿En cuál de éstos no cantaríamos nosotros? Que
ya nos ves…”. El otro indicó uno que hablaba de osos, cueros y cuarto oscuro.
“En éste seguro que triunfáis”. “Pues igual vamos esta noche a ver cómo es ¿Te
atreves?”, me dijo muy animado.
Volvimos al hotel,
sudorosos y cargados de sol. “Podíamos meternos en el jacuzzi. Nos vendrá muy
bien”. No creí haber oído mal que se refería a un baño conjunto, y desde luego
el jacuzzi era lo suficientemente amplio. Rafael fue directo a abrir los grifos
con termostato que lanzaron potentes caños de agua bien templada. “Esto se
llenará enseguida”. Entretanto, y los dos ya desnudos de nuevo, se dedicó a una
inspección ocular de nuestros cuerpos. “No nos hemos quemado mucho. Somos de
piel recia”. Se dio la vuelta. “¿Cómo tengo la espalda?”. “Un poco roja”, dije
mirando su espléndida trasera, “Con algo de arena pegada”. “Sacúdemela”, me
pidió. Pasé mis manos por aquella epidermis cálida, procurando que no me
temblaran demasiado. Como también había arena en los glúteos, no me abstuve de
limpiarlos. Solo comentó: “Al tumbarse en cueros, se mete por todas partes”. Y enseguida: “¡Ahora a ti!”. Me giré y me dio
un enérgico repaso. Pensé que era la primera vez que nos tocábamos de forma tan
íntima, aunque fuera de forma supuestamente aséptica.
“Esto ya está”, dijo
cerrando los grifos del jacuzzi. “A ver cómo va”, y pulsó varios botones. El
agua empezó a burbujear. “¡Venga, adentro!”. Así que nos sumergimos en los
traviesos remolimos, uno frente al otro. “¡Qué gusto más calentito ¿verdad?!”,
comentó eufórico. Nuestras piernas, agitadas por las corrientes, se iban
rozando. “¡Joder, qué meneos me está dando por los bajos!”, exclamó de pronto.
“Si hasta me he empalmado ¡Mira!”. Se incorporó lo suficiente para que su polla
bien tiesa aflorara a la superficie. Ahora sí que pude decir: “Pues yo estoy
igual”. Y lo demostré enseñando también la mía. Durante unos segundos quedamos
en suspenso con las pollas flotando. “Las tenemos guapas ¿eh?”, glosó con toda
naturalidad. Pero ahí quedó todo pues, dejándome desconcertado, volvió hacia
abajo, y yo no pude sino hacer lo mismo, pese a las ganas de mamársela que me
habían entrado.
No se había olvidado
de la visita nocturna al bar de osos. “¿No tienes curiosidad?”, me preguntó a
medio vestir, como si la decisión fuera a depender de mí, pero sin esperar
respuesta. “Ya que estamos, podemos ver cómo funcionan esos sitios. Tomamos una
copa, como en cualquier otro…”. “No pensaba que te gustaría ese rollo…”, dije
para ver si se delataba. “Hay que conocerlo todo y aquí estamos de incógnito”,
replicó orillando la indirecta. “¡Pues adelante!”, acepté sin cuestionar más el
asunto.
Entramos y quedamos
aturdidos por las luces cambiantes, la música y, sobre todo, la marea humana
que había que atravesar. Rafael dijo decidido: “Vamos a buscar la barra”.
Avanzábamos abriéndonos paso entre tiarrones y gordos que formaban una masa
compacta. Me agarré a los hombros de Rafael para no separarnos. “¡Cómo tocan el
culo estos tíos!”, comentó. Porque en el trayecto íbamos recibiendo sobeos y
palmadas. Al fin alcanzamos la barra y pudimos pedir nuestras bebidas por encima
de varias cabezas. “¡Qué ambientazo ¿no?!”, exclamó Rafael la mar de marchoso.
Pero de pronto hizo algo que me descolocó. Me entregó su vaso y dijo: “Protege
nuestras bebidas, que voy a asomarme un momento al cuarto oscuro”. Ni tiempo me
dio para reaccionar y me quedé con un vaso en cada mano, cabreado porque se
hubiera desembarazado de mí. Tardó un rato, que se me hizo eterno. Volvió
sofocado, pero en absoluto disgustado. “¿Querrás creer que me la han sacado y
me la han chupado?”. “¡Hala! ¿Y te has dejado?”, exclamé con un ramalazo de
celos. “Como no se veía nada…”, fue su explicación. “Pues entonces ya verás
cuando apaguemos la luz esta noche…”, exploté retador. “Capaz serás”, replicó
con una risotada. Aún condescendió: “¿Quieres asomarte ahora tú?”. “No me hace
falta”, respondí con displicencia. Pero la verdad es que, con lo lanzado que
iba, no estaba dispuesto a dejarlo suelto.
En nuestra habitación
repetimos más o menos el ritual de la noche anterior, aunque Rafael no se echó
a dormir, sino que esperó a que yo también me acostara. No dejé de observar en
él una cierta inquietud, además de que su polla no estuviera en completo
descanso. Le costó pero al fin preguntó: “¿Lo que has dicho antes que harías
cuando apagáramos la luz iba en serio?”. “¿Tú qué crees?”, repregunté mirándolo
ya con descaro. “¡Pues apaga!”. Lo hice inmediatamente, más bien por su valor
simbólico, porque no quedamos del todo a oscuras. Cuando eché mano a su polla
se le endureció al instante. Tomé posiciones y mi boca la engulló. “¡Uy, mejor
que el del cuarto oscuro!”, exclamó. “Aún hay clases”, repliqué con una
interrupción momentánea. “¡Sigue, sigue!”, reclamó. Pero todavía pregunté
azuzando su deseo: “¿Te corriste allí?”. “¡Qué va! Si solo fueron cuatro
chupadas”. Ya me dediqué a fondo y, con las manos, le acariciaba los muslos y
cosquilleaba los huevos. La respiración se le aceleraba y hacía subir y bajar
su barriga. “¡Estoy a punto!”, avisó con voz quebrada. Yo apreté los labios
como indicación de lo que quería. La leche empezó a brotar y la tragaba bien a
gusto. Todo y lo excitado que estaba, me costaba creer lo que le acababa de
hacer al jefe tan deseado.
Fui consciente de que
ahora se planteaba una situación muy delicada ¿Se había tratado tan solo de un
momento de debilidad por su parte, influido por el ambiente? En tal caso me
quedaría a la intemperie e, incluso, podría él en adelante sentirse incómodo
conmigo. Pero estos temores se fueron despejando. Ya relajado, me preguntó:
“¿Te ha gustado?”. “Eso tendría que preguntártelo yo a ti”. “¡De maravilla!”.
Pensó unos instantes y continuó. “Nunca me la había chupado un hombre y me
alegro de que lo hayas hecho tú”. Para rebajar la solemnidad, ironicé. “Yo
habré sido el segundo…”. Me dio un manotazo afectuoso. “Eso fue solo para picarte”.
“¡Vaya! Así que lo tenías todo planificado”. “Deja que me explique… De siempre
me ha atraído, aparte de las mujeres, cierto tipo de hombres hechos y derechos.
Pero no me decidía a buscar una relación con ellos y, cuanto mayor me hacía,
más difícil me parecía. Hasta que empecé a darme cuenta de ciertas miradas
tuyas, que me avivaron el gusanillo. Cuando te tocó el viaje y me dijiste que
no tenías acompañante, no resistí el impulso de proponerme yo”. “Y me pareció
un sueño”, confesé, “Aunque no veas lo que me has hecho sufrir desde que
apareciste en el aeropuerto”. “¡Hombre! Había que tantear el terreno. No me
podía arriesgar a tirarme una plancha y quedar ante ti como jefe crápula
tratando de seducir al empleado”. “Pues, salvo que ya estaba seducido de antemano,
vaya un tanteo: despelote, jacuzzi, playa gay, bar de osos…”. “¡Coño! También
yo tenía que mentalizarme”, se defendió, “No me digas que no te lo has pasado
bien hasta ahora…”. “Si ni yo mismo me lo creo. Estoy en la gloria”, y me
arrimé a él. “Y yo me alegro mucho de haber dado este paso”, declaró rebosante
de placer saciado.
A todo esto yo estaba
con una calentura insufrible y me habría lanzado a sobarle y lamerle todo el
cuerpo que tan apetitoso me resultaba, pero sabía que, en cuestión de sexo
masculino, debería irlo introduciendo poco a poco. Así que dije: “¿Me
permitirás que haga algo que necesito con urgencia? Hacerme una paja
mirándote”. Sonrió comprensivo viendo cómo me agarraba la polla, pero hizo más.
“Te puedo ayudar”. Cambió mi mano por la suya, que rodeó cálidamente mi
miembro. Solo ese contacto hizo que no necesitara muchas frotaciones para que
una explosiva corrida me liberara de todas las represiones habidas hasta esa
noche. Poco más llegamos a decir hasta caer en un sueño reparador, ya en una
sola cama.
Volvió a ser él quien
me despertó a la mañana siguiente. Pero lo hacía acariciando el vello de mi
cuerpo, que recorría con sus manos como si lo estuviera estudiando. Mis ojos al
abrirse dieron con su acogedora sonrisa. Le eché los brazos al cuello y cayó
sobre mí con toda su humanidad. Ahora fui yo el que propuse: “¿Por qué no
pedimos que nos suban el desayuno y nos quedamos aquí sin prisas?”. “¡Excelente
idea!”, y descolgó el teléfono. Rafael se fue al baño y yo me adecenté con el
pantalón del pijama en espera del pedido. Desayunamos con apetito y pronto nos
deslizamos de nuevo sobre la cama inflamados de deseo. Nos acariciábamos y
Rafael dijo: “A ti no te vendrá de nuevo todo esto ¿verdad?”. “Bueno, yo lo he
tenido siempre más claro, aunque donde vivimos ahora las oportunidades han sido
más bien escasas”. “Si lo decía porque, a pesar de mi amplia experiencia con
mujeres, me siento un poco torpe aquí contigo. Enséñame todo lo que haga falta
para que disfrutemos plenamente y seré un aprendiz disciplinado”. Dicho esto
con un cierto tono provocador, le tomé la palabra, proponiéndole algo que
ansiaba intensamente. “¿Qué te parece si nos comemos las lenguas?”. Lancé mi
boca sobre la suya y entreabrió los labios. Hurgué con la lengua para superar
la barrera de los dientes y los dos apéndices se encontraron y entrechocaron.
Mis manos entretanto le habían asido las peludas tetas y las estrujaban. Cuando
nuestras bocas quedaron saciadas, la mía aún continuó bajando por el cuello
hasta tomar posesión de los tensos pezones. Rafael se retorcía rezongando.
Arrastré la lengua por el centro de la barriga, rebasé el ombligo y hundí la
cara en el frondoso pubis. Le alcé las piernas para chupar y lamer los huevos y
su contorno. La polla inhiesta me golpeaba pero, cuando fui a atraparla con la
boca, me retuvo. “Ahora te lo voy a hacer yo a ti”. “¿Te atreves a chupar una
polla?”. “La tuya sí”. Hizo que me pusiera bocarriba y se arrodilló a mis pies
separándome las piernas. Se echó hacia delante y, sin usar las manos, cerró los
labios sobre mi capullo. Fue avanzando hasta tener casi toda mi polla dentro de
la boca. Se detuvo unos instantes para concentrarse y el placer que me dio con
sus succiones enérgicas fue indescriptible. “¡Acaba con la mano!”, le insté
para evitarle la ingestión de mi leche. Pero él hizo un gesto expresivo que
significaba: “si tú lo hiciste, yo también”. Todo y lo intenso de mi orgasmo,
todavía me conmovía más estar descargándome en aquella boca, lo cual había ido
más allá de todas mis fantasías. Lo atraje hacia mí y quise compartir con mis
labios lo que quedaba en los suyos. “Me ha gustado”, dijo simplemente.
Aunque Rafael mantenía
una buena excitación, prefirió no forzar la máquina y que quedáramos relajados.
Después de un rato de placidez, sin embargo, se le iluminó una idea. “¿Te
acuerdas del jacuzzi?”. “¡Umm, cómo no!”, respondí recordando nuestra primera
exhibición de erecciones. “¡Tú repón fuerzas, que yo lo preparo!”. Corrió
agitando su espléndido cuerpo y lo dejé hacer, imaginando los sensuales juegos
que nos esperaban. Me llamó y ya estaba dentro, en pleno apogeo de burbujas.
Entré y provocadoramente me senté sobre él. Hice que su polla se frotara por mi
trasero. “¡Oye, que estás corriendo demasiado!”, protestó. “¿Eso te da miedo?”.
“No creas que no lo haya hecho ya a alguna de mis amantes, pero contigo ha de
ser distinto… Ya le he echado ojo a tu culo, ya”. “¿Te gusta?”, pregunté
zalamero. “Me encanta… Y no te diré que no si quieres trabajar el mío”. “¡Vaya,
vas a por todas tú”. “Recupero el tiempo perdido…”. Me sumergí y le di varias
chupadas. Rafael pataleó y me hizo emerger. “Me estás provocando demasiado”,
amenazó riendo. “Es lo que pretendo”. Y es que la idea de que me penetrara me
tenía superexcitado. Entonces se levantó de repente, me tomó entre sus brazos e
hizo que me volcara sobre el borde del jacuzzi. “¡Tú lo has querido!”. Tomó un
poco de jabón y me lo pasó por la raja. Su polla tanteaba ya en ella y yo la
esperaba procurando relajarme. “¡Esto es un culo, sí señor!”, exclamó Rafael
entrándome con fuerza. Vi las estrellas, pero tenerlo dentro me enloquecía. Sus
arremetidas se iban trocando en placer, que se incrementaba sabiendo el que él
sentía. “¡Qué gusto, qué gusto!”, farfullaba crispando las manos en mi espalda.
“¡Lléname! ¡Déjame bien follado!”, pedía yo. “¡Ahí voy, me vacío entero!”.
Resbalamos los dos dentro del agua en un amasijo de cuerpos. “¡Vaya follada!
¡Increíble!”, proclamó Rafael. “¡Qué destrozo! Pero merecía la pena…”,
reconocí.
Comimos algo ligero en
el mismo hotel y nos encerramos de nuevo en la habitación. Era tiempo de
entregarnos a una siesta reparadora que, abrazados, disfrutamos varias horas.
Salí de las brumas del sueño y estaba pegado a la espalda de Rafael. Mi polla
erecta se apretaba contra su culo. Oí un murmullo. “Umm ¿qué estarás
buscando?”. Me estreché aún más. “¿No sabes que soy virgen?”. “Querías probarlo
todo ¿no?”. “¡Uy, qué miedo me das!”. Entonces se giró y me abrazó de frente.
“¿Prometes hacerlo con cariño?”. “¿Es que algo de lo que hemos hecho ha sido
sin cariño?”, repliqué. Fui a buscar una crema al baño y, al volver, me
arrebaté al verlo bocabajo con la grupa en alto. Unté la sombreada raja de ese
incitador culo orondo y velludo. Completé la lubricación con un dedo y solo comentó:
“¡Oh, qué sensación!”. Cuando apunté la polla sobre el ojete, pidió: “¡Poco a
poco, eh, que eso es más gordo”. Empujé y, a medida que entraba, iba
rezongando: “¡Uy, uy, uy, cómo quema!”. “Toda dentro ¿Qué tal?”, cumplí la
primera fase. “Como si fuera a reventar… ¿Eso da gusto?”. “Espera y verás”.
Empecé a bombear con calma, a pesar de que el orificio caliente y apretado me
iba excitando una barbaridad. “¡Oh, oh, qué cosa más rara”. “¿Pero te gusta?”.
“Creo que sí”. Cogí ya un buen ritmo y me animó. “¡Sí, sí, lo voy notando!”.
“¿Notando qué?”, lo azucé. “No sé, pero me excita mucho”. “¡Pues anda, que a
mí…”. Estaba ya a punto de explotar, pero traté de aguantar al ver que Rafael
ya lo iba disfrutando. “¡Joder, qué hoguera, pero qué buena!”. No pude resistir
más. “¡Me corro ya, eh!”, avisé. “¡Sí, hasta el final!”, exclamó en el colmo
del paroxismo. ¡Qué magnífica fue la corrida en ese culo recién estrenado!
Caímos derrengados el uno junto al otro. Afirmé: “Me he quedado en la gloria
¿Tú, qué tal?”. “El comienzo durillo, pero luego… ¡Puaf, vaya descubrimiento!”.
Eufórico, declaró a continuación: “Ya estamos en el mismo nivel: tanto monta,
monta tanto”. Pero todavía era el ecuador de nuestro viaje y nos aguardaban
nuevas experiencias…