Hace ya bastante
tiempo me vino la idea de vivir la experiencia de pasar unos días en un
camping. Desde luego mi fantasía me habría hecho soñar con uno nudista, pero
las circunstancias de época y posibilidades me llevaban a conformarme con algo
más modesto. Un amigo me prestó una tienda de campaña de medidas aceptables, y
no demasiado complicada de montar. Con ella y demás bártulos me instalé en un
camping cercano, situado en un paraje pintoresco junto a un río. Allí podría
respirar aire puro, hacer algo de ejercicio y conocer el ambiente de una
comunidad de este tipo. Poco más, porque no creía que se prestara a mayores
aventuras.
Estábamos a principios
del verano y ya la temperatura era bastante cálida. Pero todavía el número de
campistas era discreto y pude escoger un emplazamiento algo apartado. Alcé con
mayor o menor pericia mi tienda y pasé el primer día inspeccionando los
alrededores. Pude comer en el chiringuito que proveía a los que no teníamos
maña para hacernos nuestra propia comida.
Esa noche dormí mal
que bien, impregnado de loción antimosquitos. Ya entrada la mañana me despertó
el rugido de un motor que cesó repentinamente. Husmeé por la abertura de mi tienda y vi que a no
mucha distancia se había aposentado una gran autocaravana. Sentí como si mi
enclave privilegiado hubiera sido violado. Pero mi desazón aumentó cuando el
vehículo empezó a vomitar tres críos de no más de diez años ninguno de ellos, a
los que trataba de controlar la que supuse su madre. Sin embargo mi desazón dio
un vuelco cuando apareció el varón adulto de la manada. Era un tiarrón robusto,
entre los cuarenta y los cincuenta, con un aspecto más que apreciable. Lo que
corroboró el gesto de, al disponerse a entrar en faena, prescindir de la camisa
y quedar con pantalones cortos. ¡Jo, qué torso y qué dorso lucía el tío!
Sobrado de carnes, que velaba un vello suave pero abundante, los shorts debían
ser del verano pasado porque le reventaban los muslos.
El hombre se afanaba
en asentar la caravana y en añadirle un entoldado complementario. Con sus
presurosas maniobras, que hacían que la cintura se le bajara y que me iban
ofreciendo las más variadas perspectivas, me estaba alegrando la mañana,
fisgoneando desde mi rendija. Mi entusiasmo llegó al colmo cuando, para afirmar
los tirantes del toldo al suelo, a medida que se agachaba enseñaba más de la
raja del culo,…lo que siempre ha constituido una de mis más recurrentes
fantasías.
Pero claro, no tenía
más remedio que dar la cara, pues no me iba a quedar escondido todo el día. Así
que me puse un traje de baño y, con una toalla y la bolsa de aseo, salí para
dirigirme a los lavabos, como si me acabara de despertar. Dada la proximidad me
pareció que lo correcto por mi parte eran unos “buenos días”. El rostro tan
risueño, adornado con una barbita entreverada de algunas canas, que me devolvió
el saludo me desbarató. Aún añadió una disculpa: “Me temo que te hemos dado la
mañana”. “Para nada”, respondí, “Si además tengo el sueño muy pesado…, y ya iba
siendo hora de ponerme en movimiento”. Su sonrisa era encantadora.
Cuando volví duchado y
aseado, la familia se hallaba en torno a un copioso desayuno-almuerzo. Se
notaba que llenar el buche era uno de sus hobbies preferidos. Hice por pasar
desapercibido, pero el padre de familia me interpeló: “¿No querrías tomar algo
con nosotros?”. La verdad es que desde el día antes mi estómago estaba vacío,
porque todavía no tenía muy claro cómo organizar mi alimentación. Así que
acepté de buen grado, pero por un cierto pudor dije: “Me pongo algo por encima
y vengo”. Sin embargo me replicó: “¡No hace falta, hombre! ¿No ves cómo vamos
todos?”. Y sí que iban, con sucintos bañadores. En tanto que la madre lucía un
bikini que recogía mínimamente su exuberante anatomía, el padre –que era quien
me interesaba– llevaba un eslip que ocultaba tan solo lo más indispensable. Ya
ni me acuerdo de qué derroteros tomo la conversación de circunstancias, ante
esos muslos separados sobre la banqueta por cuyas ingles asomaba ya algo de vello
púbico y esa barriga peluda que sobrepasaba el bañador del que solo quedaba un
pequeño triángulo abultado. Por lo demás, cada vez que se levantaba para,
solícito, traer o llevar algo, me pasaba por delante un culo bien ceñido que
desbordaba la prenda más abajo del nacimiento de la raja. ¡Uf, qué mañanita!
Ellos decidieron ir a
bañarse al río y yo, por discreción más que por falta de ganas, dije que tenía
otros planes. Pero al caer la tarde, cuando estaba sentado ante mi tienda
leyendo, reapareció la tropa muy alborozada. Y aquí ya vino una nueva sorpresa.
Todos, menos el padre, se habían perdido dentro de la caravana. Él entonces se
dirigió a mí: “¡Oye! ¿Me podrías indicar dónde caen los servicios y duchas del
camping? En la caravana tenemos, pero ya ves que hay que ponerse a hacer cola”.
“¡Claro que sí!”, y añadí sin pensármelo dos veces: “Ya te acompaño”. Las
instalaciones de nuestro sector, que era la más apartada, estaban todavía muy
poco frecuentadas, así que, cuando accedimos a la zona de hombres, no había
nadie más. Aunque mi misión era solo la de dirigirlo hacia allí, como el vecino
charlaba animadamente mientras yo me deleitaba viéndolo cimbrarse a mi lado con
su breve eslip, no tuve inconveniente en entrar con él. Las duchas tenían una
discreta puertecilla de vaivén que llegaba hasta poco más de la cintura. Él
pasó a una sin interrumpir la conversación y se quitó el bañador. Yo quedé al
lado, por lo que la puerta no me impedía la visión de cuerpo entero. ¡Qué morbo
de desnudo integral, con el cargado sexo y el culo completo! Porque se iba
girando bajo el agua sin el menor embarazo y se extendía con parsimonia el gel
por todo el cuerpo. Además su parlamento aún elevaba más grados mi excitación.
“Hemos descubierto un remanso apartado del río muy bucólico y nos hemos bañado
desnudos ¡Qué gustazo! …A ver si otro día vienes con nosotros”. Disimulé
cualquier exceso de entusiasmo: “No querría entrometerme en vuestra
intimidad…”. “¡Que va! ¿O es que te daría vergüenza?”. Sonrió pícaro, pero
cambió de tercio: “Si no, vamos un día tú y yo solos, mientras mi mujer se
lleva a los niños a visitar la ermita”. La oferta no podía ser más prometedora.
Salió de la ducha sacudiéndose el agua como un perro mojado y se apoyó en mi
hombro para ponerse el eslip. “La barriga me desequilibra”, rio.
Al día siguiente
apareció algo alterado y tapándose apenas con una toalla. “¡Joder con los
críos! Están dando la tabarra de que no soportan mis ronquidos por la noche”.
Por decir algo, comenté tontamente: “Claro, en la caravana está todo más
junto”. Entonces hizo una sugerencia que
no sé si llevaría preparada o si le surgió espontáneamente: “¡Oye! ¿Sería mucho
abusar si esta noche me paso a dormir contigo en tu tienda? Como dijiste que tienes
el sueño muy profundo…”. Me hizo gracia que recordara mi comentario del primer
día, pero aún más me sorprendió su propuesta. “La tienda no es muy grande, pero
dos personas tendidas caben…”. “¿Eso es un sí? Eres el colmo de la amabilidad…
Así estarán más tranquilos”. Los niños tal vez, pero yo casi tenía que
pellizcarme para asimilar la idea. Desde luego estaba dispuesto a pasarme la
noche oyendo la cabalgata de las valquirias con tal de tener aquella maravilla
a mi lado. “Pues cuando vayas a acostarte me avisas, que no quiero alterar tus costumbres”.
No volví a verlos en
todo el día, que se me hizo larguísimo, contando las horas y fantaseando sobre
las incógnitas de la experiencia. Llegado el momento vino cargado con una
colchoneta y una liviana parte inferior de pijama. Ésta ya se le bajo hasta la
mitad del culo cuando, arrodillado, extendía la colchoneta junto a la mía.
Cuando estuvimos listos cerré la abertura de la tienda y nos acomodamos. Bajo
una farola que permanecía encendida toda la noche, la lona dejaba filtrar luz
suficiente para que nos pudiéramos ver.
Lo primero que hizo mi
acompañante, ya tendido bocarriba, fue levantar las piernas para sacarse el
pijama. “Esto sobra… Y no hace falta taparse con esta temperatura ¿no es
verdad?”. Yo entonces hice lo propio y también me quedé desnudo. No se me
escapó que también me miró de arriba abajo. Echados uno junto a otro, se
produjeron unos segundos de silencio. Luego se giró hacia mí presentándome toda
la delantera. No tuve más remedio que subir una rodilla para disimular el
delator engorde en mi entrepierna. No sé si captaría el gesto, pero con una
cálida sonrisa me dijo: “Gracias por acogerme… ¿Dormimos?”. Se dio la vuelta y
reinó el silencio. Tener a pocos centímetros ese culo tan apetitoso me ponía
negro. Verdaderos esfuerzos me costó dejas quietas las manos, aunque no dejaban
de acosarme las tentaciones. ¿Qué pasaría si empezaba a acariciarlo? ¿Le
sorprendería? Y si fuera así ¿cuál sería su reacción? Mira que si lo estaba
esperando… Suficientes elucubraciones para alimentar mi insomnio. Al menos
ahora podía dejar libertad a mi polla excitada y tocármela acompasadamente.
De pronto dio un
respingo y se puso bocarriba. Su respiración se aceleró y pronto se tradujo en
resoplidos alternados con potentes ronquidos, que fueron haciéndose dominantes.
Repercutían en su tetudo busto y en su barriga que subía y bajaba. La polla le
reposaba sobre los huevos que los rollizos muslos impulsaban hacia arriba. Me
habría encantado separarle un poco las piernas para darles mejor acomodo. No
duró mucho en esa posición, porque volví a tenerlo de frente. Un brazo se le
desplazó hasta alcanzarme. Su antebrazo me rozaba el hombro y sentía las
calientes cosquillas del vello. Sus soplidos tan cercanos también me erizaban
la piel. Pero mi misma excitación insatisfecha fue agotándome y, a pesar de los
ronquidos, llegué a adormecerme.
Me desperté antes que
él, que estaba de nuevo panza arriba sobre la que reposaban sus manos. Aunque
lo que más me sorprendió, y gratamente por cierto, fue la formidable erección
que presentaba impúdicamente. Su verga, que hasta el momento solo había visto
en reposo, bien carnosa eso sí, se erguía en toda su dimensión y oscilaba al
ritmo de la respiración. No pude hacer más que quedarme en adoración de tamaño
tótem, con mi polla endurecida también, y no precisamente por los efectos
matutinos. Pareció que mi mirada lo sacudiera, porque abrió los ojos como
procesando dónde se encontraba. Enseguida se percató de su exhibición, que se
tomó con humor capechano. “¡Vaya cómo me he puesto de buena mañana!”. Pero al
ver que yo presentaba un estado similar exclamó riendo: “¡Pues anda que tú…!”.
La intimidad en que nos solazábamos debió servirle de acicate, pues, tras
reflexionar unos instantes, propuso: “¿Qué te parece si mando a mi familia de
excursión a la ermita y nosotros vamos a bañarnos al sitio que te dije?”. ¡Qué
me iba a parecer: de perlas! Así que se calzó a duras penas el pantalón del
pijama y salió al exterior. Desde ahí me dijo: “Voy a negociar y tú apúntate al
desayuno colectivo”.
Me demoré un poco para
serenarme y salí en bañador cuando ya estaban disponiendo con gran alboroto la
pitanza. El padre, que no había mudado el vestuario, sentado frente a mí y sin
haberse preocupado de abrochar la bragueta, me ofrecía retazos fugaces de sus
partes, a los que yo, insaciable, no quitaba ojo. Hasta quise pensar que igual
él se regodeaba con ello.
Se ajustaron los
planes y ya liberados, el padre cambió el pijama por su escueto eslip y,
equipados tan solo con sendas toallas, nos pusimos en camino. “Veras como te gusta
lo de hoy”, dijo en tono premonitorio. Aunque yo no dejaba de relamerme en las
mieles de lo que iban a ser cuanto menos delicias visuales.
Llegamos al paraje que
era efectivamente de lo más recoleto y en absoluta soledad. No perdió tiempo mi
acompañante en quedarse en cueros, secundado por mí. “¡Esto es vida!”, exclamó
mientras nos metíamos en el agua. Bastante fría, pero adecuada para calmar el
calor del camino, y el de la entrepierna. Él se puso de lo más retozón, con un
punto de infantilismo que me embelesaba. Se ponía a hacer el pino con lo que,
de la cintura hasta los pies, surgía invertido con los sicalípticos efectos de
la gravedad. Buceaba y me agarraba de los tobillos para hacerme caer hacia
atrás. Se empeñó en que usara sus hombros de trampolín, con lo que hube de
trepar por su espalda en varios intentos fallidos que daban lugar a acuáticos
revolcones. Total, que en el baño el hombre daba todo de sí y, de paso, me
inflamaba de deseo.
Sigue en la Segunda Parte......................................................
Me encantó tu relato, no tan cachondo como otros, pero también tiene su miga
ResponderEliminarGracias y sigue con ese ánimo tan tuyo
un gran abrazo
El Tema «acampada» da para mucho. Deberías haberlo probado antes.
ResponderEliminarQué delicia lo que se viene.
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