La sugerencia que me
ha hecho un comentarista de uno de mis relatos me ha llevado a recordar una
historia relacionada con el mundo de la panadería. Más en concreto la que se
encontraba en la planta baja de la finca en que yo vivía y cuyo obrador se
situaba en el semisótano. Eran tiempos de elaboración artesanal y nocturna, con
un agradable olor del pan horneándose que se propagaba por el patio interior
del edificio. Además se daba el caso de que el mencionado obrador tenía en su
parte superior unos alargados ventanales que daban a ese patio. Mi piso estaba
en la primera planta en el lado opuesto, por lo que desde la ventana del baño se captaba una vista
bastante completa del local.
No le habría prestado
especial atención de no ser porque el panadero, un hombre mayor, muy gordo y de
aspecto rudo, en las noches de verano solía sentarse a tomar la fresca delante
de la tienda antes de ponerse manos a la obra. Con unos calzones cortos y las
piernas separadas, sobre las que descasaba su prominente barriga, por la
camiseta imperio de amplio escote le rebosaban unas tetas peludas, aunque a
veces ni siquiera llevaba esa prenda. Cuando yo volvía tarde a casa siempre pasaba
por delante y me daba las buenas noches con una voz campanuda.
Por el morbo que tales
encuentros propiciaban decidí ponerme a fisgar por la ventana de mi baño con la
luz apagada. Me picaba la curiosidad de observar cómo se manejaba el hombre en
la intimidad de su trabajo. Y su ritual cotidiano llegó a estar lleno de
interés.
Se encendían las luces
y el panadero entraba con una cachaza que hacía desplazar su volumen como un
metrónomo. A partir de ahí empezaban las libidinosas sorpresas. Porque lo
primero que hacía era abrir la puerta de un retrete, que se ubicaba al fondo en
un extremo, aflojarse el calzón que le caía debajo de las rodillas y soltar una
larga meada. Lo veía de espaldas con el culazo gordo y peludo, que agitaba
rítmicamente para impulsar el chorro. “¡Vaya, qué distracción más buena!”,
pensé la primera vez. “¿Cómo no se me habría ocurrido antes?”. La vista que
tenía era bastante satisfactoria, pero aun así cogía unos prismáticos para no
perder detalle. Porque la cosa se ponía de lo más interesante.
Y es que, una vez
aliviado, se deshacía de los calzones sacando los pies de ellos y se dirigía a
una pileta que había al lado haciendo ángulo. Ahora lo veía de perfil, y lo
primero que hacía era arrimarse y, levantándose el barrigón, ponerse a lavar la
polla. Ésta sí que me quedaba oculta por la masa corporal que la cercaba, pero
la manipulación era evidente. A continuación se quitaba la camiseta, si la
llevaba, y se afanaba en un minucioso fregado de cintura para arriba. El jabón
espumeaba sobre las gordas tetas peludas y lo frotaba también por los sobacos y
los brazos jamoneros. Después se baldeaba con abundante agua y se secaba
minuciosamente. Podía vislumbrar el oscuro triángulo aprisionado por la barriga
y los muslos, y donde destacaba la más clara punta del cipote. Terminaba
colocándose un mandil de un blanco impoluto, cuyo peto desbordaba el ubérrimo
pecho y que ataba detrás con un lazo. Así que, cada vez que me daba la espalda,
le quedaba al descubierto, velluda y rematada por el gran culo. Desde luego la
higiene de la labor del pan parecía asegurada con todo este ceremonial inicial,
que coronaba encajando en la cabeza un pañuelo con cuatro nudos.
Me quedaba un rato
espiando sus movimientos en el rutinario trabajo. Amasaba levantando nubes de
harina, aplanaba con el rodillo, cortaba, daba forma a las piezas y llenaba las
bateas que iba metiendo en el horno. Todo ello con sus pesados movimientos y el
regalo de su culata cuando me daba la espalda. A ratos se sentaba en una
banqueta y, con las piernas bien separadas, levantaba la falda y la agitaba
como un abanico para darse aire en la cara, moteando de blanco su pelambre.
Según la posición en que estuviera podía distinguir el sexo carnoso que se
abría paso entre los recios muslos.
Pese a que el
ceremonial variaba poco de un día a otro, no dejaba de pasarme un rato en la
ventana siempre que podía. Era mejor que mirar un programa absurdo en la
televisión. Mi perseverancia obtuvo una primera recompensa la vez en que, al
llegar a la secuencia de aventarse con el delantal, tuvo lugar una rijosa
variante. Con la tela levantada se la remetió por el peto para dejarla sujeta.
Libres las manos, se las llevó a la entrepierna y empezó a toquetearse. Su
rostro se puso soñador y se pasaba la lengua por los labios. Prismáticos al
canto, veía cómo una mano sobaba los ennegrecidos huevos y otra la verga. Ésta
se le iba engordando más que alargando y de los sobes pasó a un meneo más
enérgico. Todo él vibraba como una olla en ebullición y no tardó en disparar discontinuas efusiones
de esperma que le desbordaron la mano y cayeron en el suelo. Después de un
minuto de inflarse y desinflarse con la cabeza hacia atrás, se incorporó
lentamente, buscó un trapo, se agachó con dificultad culo en pompa y limpió el
suelo. Por último se encaminó a la pileta y se hizo un lavado a fondo. Yo había ocupado una
mano con el visionado pero con la otra se puede suponer lo que hacía…
Aunque era una
panadería clásica –solo pan, de diversas clases–, los domingos ofrecía también
algo de pastelería, lo que duplicaba la actividad del obrador. Por eso, el
sábado por la noche, se introducía la variante de un refuerzo. Como yo no había
prestado especial atención a esos usos comerciales, me pilló totalmente por
sorpresa y tuve una auténtica fiebre de sábado noche.
El titular estaba ya,
como de costumbre, en la fase de amasado cuando levantó la vista y saludó con una
mano blanquecina. En mi visual surgió un macizo varón, bastante más joven que
el panadero y algo más esbelto, pero que por su catadura hubiera dicho que era
su hijo… a no ser por los hechos que a continuación se desarrollaron. Eso sí,
venía vestido de calle y parecía estar acostumbrado a la procaz indumentaria
del patrón, ya que no mostró la menor extrañeza. Se le acercó y besó fugazmente
en la mejilla, apartándose para no mancharse de harina. Llevaba una bolsa que
dejó en el rincón de la pileta. Se quitó la camisa y emergió un torso bien
cargado en carnes y velludo. Cuando pasó a sacarse los pantalones pensé: “¡Qué
bien, qué bien!”. Y cumplió mis expectativas al quedar con un eslip justito. ¡Qué
cuerpazo! El panadero era excesivo, pero a éste se le haría inmediatamente un
favor. Lo mismo debía pensar aquél, que no le quitó un ojo de encima mientras
detenía el amasado y se limpiaba las manos. Sibilinamente se le fue acercando y
lo embistió con la barriga. El recién llegado lo rechazó con cierta firmeza,
pero insistió y trató de bajarle el eslip por detrás metiendo un dedo. Casi lo
consigue, pero ahora la oposición fue mayor y el panadero, al que estaba
diciendo algo, volvió a su tarea. Ya tranquilo el recién llegado, concentré mi
atención en ver qué haría. Una pequeña decepción fue que se limitara a sacar de
la bolsa un delantal similar al del panadero y ceñírselo al cuerpo. Bueno, al
menos mostraba los pezones rosados entre el pelambre del pecho.
Trabajaron un rato
cada uno en lo suyo, al parecer en silencio. Y aunque era bastante tarde me
empeñé en aguantar por si volvía a producirse algún incidente escabroso. ¡Y
vaya si lo hubo! Porque cuando el panadero hubo metido todas las bateas en el
horno, se sacudió bien la harina y se sentó en la banqueta muy cerca del
pastelero. Sin dejar éste su ocupación, hablaban y al parecer con bastante
cordialidad, pues ambos sonreían. Un nuevo intento de bajarle por detrás el
eslip tuvo éxito esta vez. El pastelero, riendo, hasta ayudó levantando los
pies para que la prenda saliera. ¡Por fin le veía el bonito culo!
El panadero le dijo
algo y entonces el pastelero mojó un dedo en la crema que estaba removiendo y
se lo presentó. El panadero se lo chupó con fruición y esto le desató la
lujuria. Porque tiró del otro, le subió el delantal y metió la cabeza por
debajo. Debió hacerle una buena mamada – ¡Lástima que eso ni con prismáticos se
veía! –, ya que el pastelero se sobaba las tetas con deleite. El panadero, sin
interrumpirse, lo rodeó con los brazos y soltó el lazo de detrás. El pastelero
se lo sacó por arriba y el delantal cayó sobre el panadero. Éste manoteó para
apartarlo de sí y siguió con lo que hacía. ¡Ahora sí que tenía la visión completa
del pastelero en pelotas, y además con la polla tiesa que entraba y salía de la
boca del panadero! ¡Joder, el tío estaba cachas de vicio, con sus buenas curvas
peludas… y vaya numerito tenían montado! Como para habérmelo perdido… Aquello
era la Bella y la Bestia en plan oso-porno.
Al pastelero se le
notaba ya más caliente que un gorila. Le había arrancado el delantal al
panadero y, junto con el suyo, los extendió por el suelo y se echó encima. Al
panadero, despatarrado, le colgaba el conjunto de huevos y polla por fuera de
la banqueta. El pastelero subió la cabeza y se puso a chupetearlo. Le debió
parecer poco aprovechable postura tan incómoda, porque se puso de pie y a su
vez tiró del panadero para hacerlo levantar. Cuando lo hubo conseguido, fue
haciéndolo recular hasta que las posaderas toparon con la mesa del obrador.
Empujándolo consiguió que se desequilibrara y cayera de espaldas agitando
torpemente sus pernazas. Ahí sí que le hizo una buena mamada, con lamida de
huevos y ojete incluida.
Pero esto iba a ser
solo un precalentamiento, porque enseguida blandió su propia verga y se la
clavó repetidas veces. Sin embargo el panadero dio muestras de ahogarse con el
barrigón que le empujaba las tetas y hacía que éstas casi le taparan la cara; así que pataleó para desengancharse.
El pastelero, con el pollón bien tieso, no se resignaba a dejar a medias la
enculada. Ayudó a bajar al panadero, que tenía la retaguardia enharinada, pero
lo obligó a echarse de bruces sobre la mesa. En esta nueva postura retomó la
jodienda con más ímpetu si cabe. El panadero, menos incómodo en la nueva
postura, también la disfrutaba, pues se removía y daba palmadas sobre la mesa,
levantando nubecillas de harina. A estas alturas yo estaba que tiraba cohetes y
la polla me dolía de apretarla contra la pared bajo la ventana. Porque además
el pastelero tenía un aguante de admirar, y eso que no se tomaba ni un respiro.
Pero todo llega y, para mayor espectacularidad –eso que no sabía que tenía
público–, en un brusco envite, sacó la verga al exterior y en varios chorreos
regó el lomo del panadero. La copiosa leche se mezcló con la harina que todavía
le quedaba.
Entonces fue cuando
tuvo lugar una escena casi enternecedora. El pastelero se desprendió del
delantal, volviendo a lucir todos sus encantos, y con ánimo reconciliador se
dirigió hacia el panadero. Esta vez no se tendió debajo pero, con humilde
entrega, se acuclilló ante él. Le acariciaba polla y huevos, y también les dio
algunas chupadas. El panadero, enardecido, se puso de pie y sujetándose la
barriga le facilitó el trabajo. La mamada se hizo más continua, asegurada por
las manos que sujetaban la cabeza. El panadero empezó a temblar como un flan y
no se relajó hasta que –supuse– el pastelero se hubo tragado todo lo tragable.
No sé ellos, pero yo
acabé completamente extenuado. Me desperté cuando ya era de día, sentado en la
tapa del wáter y con la mochila de la cisterna clavada en los riñones. La
entrepierna la tenía pringosa. Me venían ráfagas de las ensoñaciones que había
tenido en el lapso de inconsciencia. El panadero, desnudo, me cogía como si
fuera una masa cruda y me echaba bocarriba sobre la mesa. Me espolvoreaba con
harina y me la iba extendiendo por el cuerpo. Me amasaba, pero era más bien un
magreo en regla con apretones y pellizcos. Al llegar a mis partes más sensibles
me rebozaba los huevos como si fueran rosquillas, para luego hacer una
degustación de mi polla en toda regla. Estando sujeto a tan placenteros usos,
aparecía el pastelero despelotado, quien se arramblaba a mi cabeza que colgaba
hacia atrás y por las buenas me metía la verga en la boca. Sus meneos llevaban
la misma cadencia que la mamada experta del panadero y yo me amorraba al ariete
como el sediento al pitorro de un botijo. Al fin en una explosión simultánea lo
que me salía por abajo me entraba por arriba…
Todo ello consecuencia de haber sido testigo de un revolcón épico y muy
real. Me asomé por si acaso, pero el semisótano estaba ya sin luz. Y lo que sí
tenía claro era que ese domingo no iba a comprar ni pan ni bizcochitos… Pero
¿con qué ojos miraría al panadero cuando me lo volviera a encontrar tomando el
fresco por la noche?