Salí de casa para
comer y, como no quería andar mucho por el calor reinante, entré en un pequeño
restaurante a la vuelta de la esquina. Había escasa clientela y me llamó la
atención un hombre que estaba también solo. Instintivamente ocupé una mesa que
estaba un poco más atrás y que me permitía tener una visión de él en diagonal.
Mi buena impresión inicial se confirmó al observarlo con más detenimiento. De
unos cincuenta años y grueso, llevaba un modo de trabajo con peto sobre una
camiseta. Un cinturón de cuero gastado, con algunos aditamentos para
herramientas, resaltaban su aspecto profesional. No le quitaba ojo al perfil de
su firme cabeza, medio calva y de barba rasurada, que me resultaba muy
atractiva. Asimismo, su buena barriga y el movimiento de su recio brazo
desnudo, de un vello suave, al manejar el cubierto me tenían absorto. Se giró
un momento para avisar a la camarera y nuestras miradas se cruzaron. La mía
debió resultarle ya muy trasparente, a juzgar por su comportamiento posterior.
Desde luego, mi imaginación, como si tuviera rayos X, ya había funcionado.
El hombre acabó antes
que yo y se levantó para marcharse. Verlo de pie, con toda su robustez, me
sedujo aún más. Aunque ahora me miró más abiertamente y me dirigió un cordial
“¡buen provecho!”, pensé con pesar que ahí iba a quedar todo. Sin embargo,
cuando salí unos minutos después, me sorprendió verlo en la acera fumando un
cigarrillo. Hubo nuevo cruce de miradas, con sonrisas incluidas, y yo me
encaminé a casa. Pero resultó que él se puso a andar a pocos pasos de mí. Al
llegar al portal e introducir la llave, se paró a mi lado. “¿También viene
aquí?”, no pude menos que preguntar. “Si es posible…”, fue su ambigua
respuesta. Así que entramos juntos y nos dirigimos al ascensor. “¿A qué piso?”,
volví a inquirir. Ya me dejó estupefacto: “Al que tú digas”. Me temblaba la mano
cuando pulsé mi botón, con una mezcla de deseo y azoramiento por lo inesperado
de la situación. Dejé que él siguiera dominándola y mantuve baja la mirada en
el trayecto de varias plantas. Pero la vista se me clavó en la parte baja del
mono que, al no tener bragueta, resaltaba el paquete. “No llevo calzoncillos”,
musitó, y me cogió una mano que acercó al bulto, que palpé ya más desinhibido.
“Supuse que te gustaría, por la forma como me mirabas mientras comía”. Me
relajé bromeando: “¿Es que tienes ojos en el cogote?”. “Será un sexto sentido”,
y me apretó más la mano.
Ya no tenía que
preguntar más a dónde iba cuando abrí la puerta del piso. Pero enseguida avisó:
“Será mejor que me dejes duchar. He trabajado desde temprano y sudado mucho”.
Con desparpajo se soltó los tirantes del mono, que cayó para abajo. Efectivamente
no llevaba calzoncillos, aunque el sexo quedaba ahora ofuscado por la solidez
de sus muslos. Dejó que le ayudara s sacar la camiseta por la cabeza y así
presentó todo su cuerpo, tan apetitoso como había imaginado. Barrigudo y
tetudo, su piel era blanca y el abundante vello, claro. De momento no quiso
mayor aproximación. Se sentó en una silla y se quitó las botas, para sacarse
del todo el mono. “¡Ahora al agua!... Me puedes mirar ¡eh! Y de paso te
desnudas”. Le indiqué el baño y preferí ir yo detrás, pues me apetecía verlo de
espaldas y admirar su rumboso culo. Se notaba que le gustaba ser contemplado y
ese punto exhibicionista me excitaba muchísimo. Lo demostró cuando entró en la
ducha. No corrió la mampara y no me importó que el agua salpicara por fuera; el
espectáculo lo merecía.
Mientras esperaba que
el agua alcanzara la temperatura, soltó una potente y larga meada. El perfil
que presentó me permitió observar que su polla, que al principio no había
destacado en su voluptuosa anatomía, iba adquiriendo un grosor contundente. “¿Te
gusta?”, dijo socarrón y la hizo oscilar esparciendo el chorro. “Pero acaba de
desnudarte, que quiero ver el efecto que te hago”. Y es que yo, ya sin la
camisa, había quedado paralizado con el pantalón a medio quitar.
Entró ya bajo el
chorro y se encaró hacia mí. Ahora su verga, tersa y descapullada, se erguía
desafiante. Aún separó algo las piernas para resaltar los huevos que se abrían
paso entre los recios muslos. Al caerle el agua, el vello de todo su cuerpo
parecía oscurecerse en contraste con la piel que adquiría un tono más rosado.
Me miraba con agudeza y mostró una ladina sonrisa ante la erección que, por fin
desnudo, le estaba presentado. “Es lo que esperaba”, dijo ufano. Tuve entonces
el impulso de ir a coger el gel, pero me lo impidió de nuevo. “Me apaño solito…
Tú ve tocándote, que yo te vea”. Así que cerró el grifo, se echó abundante gel
en las manos e inició un enjabonado integral que constituía toda una antología
de exhibicionismo provocador. Yo, en mi forzada contención, alcanzaba una
excitación casi dolorosa. En la necesidad de ocupar mis manos, me pellizcaba
los pezones hasta hacerme daño, me apretaba los huevos y extendía por el
capullo el juguillo que expelía. Trataba de moderar las frotaciones de la polla
e impedir así una incontrolada y
prematura corrida. Él no me quitaba ojo y se crecía en su descarada lascivia.
“¡Cómo te pongo, eh! Ya te gustaría meterte aquí, pero así tiene más morbo”.
¡Joder con el tío! La verdad es que tenía razón, pero yo estaba que me salía.
Entretanto se extendía la espuma por las tetas con un calmoso refriegue. “¡Qué
duras se me han puesto las puntas!”, y las estiraba relamiéndose los labios. La
prominente y velluda panza no se escapó a sus sobeos jabonosos, alardeando de
su solidez. Cuando creí que llegaba el turno de su bajo vientre y se me
aceleraba el pulso esperando el crescendo
de su provocación, prefirió sin embargo hacer una finta y dedicar su atención a
piernas y pies, que iba apoyando en el borde de la bañera. Al inclinarse hacia
delante, su socarrona mirada se centró en la proximidad de mi polla enhiesta y
cárdena. De buena gana me habría abalanzado para metérsela en la boca y
llenársela ya con toda mi leche. Pareció leer mi pensamiento. “¡Cómo te
gustaría una mamada, eh! Pero tengo que acabar mi toilette…”, riendo burlón.
Ahora sí que me
ofreció el espectáculo del lavado de su sexo. La endurecida verga se habría
paso entre la espuma y se la masajeaba haciendo correr la piel. Con otra mano
se toqueteaba los huevos. Todo ello acompañado de suspiros y resoplidos. “¡Uf, qué caliente estoy! Me voy
a tener que enjuagar con agua fría…”. Yo, por un mimetismo mecánico, me la
meneaba. “¡Cuidado! A ver si vamos a hacer un cruce de leches… Sería un
desperdicio ¿no?”. Sus dotes de calienta-pollas me tenía fuera de mí y la
retención de cualquier contacto físico, que solo me dejaba entrever como una
dudosa promesa, me mantenía en una excitación extrema. Entonces se fue girando
y me presentó su trasero. …Si al menos me hubiera permitido enjabonarle la
espalda. Pero él se afanó en manipular lúbricamente su culo como nuevo elemento
de provocación. Si ya me había embelesado cuando lo seguía hacia el baño, el
lucimiento ahora era tremendo. Marcado por el vello mojado, se lo palpaba y
estrujaba deslizando el jabón. Se abría la raja y los dedos se iban hundiendo
en ella, provocándole fingidos respingos. No se abstuvo de retarme. “¡Huy, qué
dilatado lo tengo,…y ardiendo!”. Como ahora no me miraba, me sujetaba la polla
reprimiendo el insoportable deseo de vaciarme. Casi me alegré de que volviera a
abrir el grifo y se pusiera a enjuagarse.
No me podía creer que,
tras cortar el agua y sin salir de la bañera, se plantara y me incitara con su
verga. “¡Ven y come, que ya va siendo hora!”. Caí de rodillas por fuera del
baño y, aliviando el ardor de mi polla contra el frío del mosaico, dirigí
directa mi boca a tan anhelado trofeo. Engullí, lamí y chupé con vehemencia. “¡Ojo,
ya me gusta, pero quisiera que me quedara la polla entera!”. Frené algo y él
entonces se acomodó llevando con sus manos el ritmo de mi cabeza. “¡Así, así,
boca mamona!”. Apenas si lo oía, concentrado con estaba en sacarle todo el jugo
después de tan mortificante espera. Los latidos que sentí contra mi lengua y el
leve temblor de los muslos a los que me asía anunciaban el éxito. “¡Me viene,
me viene! ¡No te apartes ahora!”. Dicho y hecho, borbotones calientes y ácidos
inundaron mi cavidad bucal y pugnaban por escurrirse por las comisuras de mis
labios. Él resoplaba y aún se mantenía dentro para el goteo final. Pero la
quietud duró poco porque inesperadamente me apartó para salir de la bañera al
tiempo que cogía una toalla. “Bueno, ¿satisfecho? Lávate un poco, que yo voy a
por mi ropa”.
Quedé medio aturdido
por la frustración y la incredulidad ante un comportamiento tan egoísta,
después de haber jugado con mi excitación. A punto estuve de desahogarme
haciéndome la paja que tanto había demorado. Pero un punto de indignación me
disipó momentáneamente las ganas. Y fue un retardo acertado porque, al
dirigirme a la sala, me aguardaba otra sorpresa provocadora. Nada de vestirse,
sino que lo encontré recostado boca abajo en el sofá con el culo bien
preparado. Para disipar dudas, dijo al sentirme llegar: “Sí que has tardado…
¿Es que no tienes ganas?”. Se removía con toda su habilidad lujuriosa.
Inmediatamente me
subió la moral y, con ella, la erección recuperada. Me arrimé a él y apunté la
polla al deseado agujero. Me fui dejando caer y le entré poco a poco. “¡Oh, qué
pollón! ¡Menos mal que me he dilatado en la ducha!”. Su exagerada exclamación
me enervó aún más. Obsequioso ahora, me incitaba a la follada. “¡Zúmbame con
fuerza, que estoy hirviendo!”. Cada embestida por mi parte la celebraba con apasionamiento.
Su enrojecida piel y el tenue vello erizado atraían mis palmadas cada vez más
fuertes. “¡Así, fuego por fuera y fuego por dentro! ¡Qué gozada!”. Era tal su
alardeo de lascivia que me hacía usar todo mi cuerpo. Me volcaba sobre su
espalda y le manoseaba las tetas colgantes con apretones y pellizcos, sin
abandonar los enérgicos golpes de cadera. Cambiábamos de posición y se me
sentaba encima, clavándose de nuevo mi polla y saltando sobre ella. El
parsimonioso exhibicionismo en la ducha había dado paso a la entrega a una
enculada increíble. “¡Que me corro!”, medio grité fuera de mí. “¡Venga, venga
esa leche!”, y noté que apretaba el ojete para retenerme la polla. Me sacudían
los espasmos y él reía como su hubiera alcanzado un triunfo.
Aún entrelazados, caímos
los dos del sofá al suelo. Se revolvió y buscó con la boca mi polla goteante. “¡Dame
un poquito…!”. Chupó los restos de leche con tan ansia que me estremecían los
escalofríos. Cuando se hubo calmado, me dijo socarrón: “¿No ha sido más bonito
que si hubiéramos follado en la ducha a los tres minutos? ¿A que te he puesto
como una moto?”. Tuve que reconocer que, con sus artimañas, había conseguido
que echara un polvo inolvidable.