Entusiasmado con las
oportunidades tan diversas que se me presentaban para dar suelta a mis apetencias
sexuales, me volvía cada vez más atrevido. Hasta el punto de que, confiado en
exceso, me entregué a experiencias que, si bien elevaban a unos niveles
increíbles mi excitación, también daban lugar a que me embargaran unos
sentimientos confusos de estar traspasando los límites de una elemental
prudencia.
El caso es que, ya
anochecido, iba por una calle del barrio antiguo de vuelta de un concierto.
Ante un escaparate iluminado, cuyo contenido ni siquiera recuerdo, había un
hombre que me llamó la atención. Maduro y fornido, pese a su aspecto tosco y
descuidado, tenía un algo de atrayente. Irreflexivamente me detuve también y su
mirada no tardó en repasarme. “¿Qué buscas?”, preguntó con voz campanuda. Y
comprendí que no se refería a los objetos expuestos. Respondió a mi enmudecido
sonrojo: “Yo lo sé”. “Si tú lo dices…”, me atreví a replicar. “Se te nota que
vas buscando pollas”. Lenguaje tan explícito y en aquel lugar podía haber hecho
que me largara asustado, pero me quedé petrificado, mientras él continuaba su
particular seducción. “Yo la tengo gorda y con mucha leche”. Me sentía como
contagiado de su procacidad y le seguí la corriente. “Eso habría que verlo…”.
De pronto se puso serio. “¿Tú eres de los que cobran? Porque si es así no tengo
cuartos…”. El que me pudieran tomar por un prostituto me excitó tremendamente. “También
lo hago gratis si me gusta”. “Chapero rarillo eres tú… ¿y yo te gusto?”. “No
estás mal. Y si tienes lo que dices…”. Fue resolutivo. “Mi casa está aquí al
lado… ¡Vamos!”. Con las piernas casi temblándome y el corazón acelerado, lo
seguí.
Llegamos a un edificio
muy antiguo y subimos varios pisos por una escalera mal iluminada. Se oían
voces y el sonido de televisores. Abrió una puerta y me hizo pasar. Más que un
piso era una habitación única, grande y destartalada. Se quitó el chaleco que
llevaba y lo colgó de una percha junto a la puerta. Yo me quité la cazadora y
quedé indeciso. Se fue acercando a mí mientras se desabrochaba algunos botones
de la camisa y se sobaba ostentosamente el paquete. Me pareció la encarnación
de la lujuria. Ahora se le veía más grueso y rudo, rebosando por el escote un vello
entreverado de canas. Me cogió por sorpresa y, agarrándome la cara, restregó
sus labios con los míos y apretó para meterme la lengua. Hurgaba con vehemencia
y me rascaba su barba mal afeitada. Remedando su brusquedad eché mano a la
entrepierna. Me asombró el volumen y la dureza que encontré. Me detuvo de
pronto, sin embargo, y se apartó un poco. “¡Huy, para! Que, como no esperaba
visita, no estoy demasiado limpio que digamos y tú eres muy señorito… Mejor que
me lavotee un poco”. La idea me resultó muy morbosa. “Te puedo ayudar…”. “No es
precisamente un baño de película lo que tengo ahí…”, y me señaló una puerta.
“Pero ya que estás… Vamos a desnudarnos y de paso vemos mejor la mercancía”. Me
fui quitando la ropa con torpeza, ya que toda mi atención la tenía puesta en el
cuerpo que se me iba desvelando. Al sacarse la camisa, un torso de una
virilidad exuberante me subyugó. Sobre una barriga oronda y peluda, se volcaban
unos pechos generosos. Entre el vello destacaban las dos rosetas oscuras y puntiagudas.
Cuando se desabrochó el cinturón y cayeron los pantalones, quedé atónito ante
lo que surgió. Una verga tiesa de un grosor y un largo como nunca podía haber
imaginado. “¿Qué te dije? No habrás visto muchas como ésta. …Y unos buenos
cojones de contrapeso”. Efectivamente, de entre los peludos muslos se abrían
paso dos bolas que parecían castañear. También se había fijado en mí. “¡Estás
muy bueno, tío! Cuando me hayas puesto bien cachondo, te voy a dar por el
culo”. Me entraron sudores fríos al pensar en los destrozos que aquello de lo
que presumía podía hacer.
El baño, pequeño y
anticuado, se componía de un retrete, un lavabo y un sumidero con un caño de
ducha en un rincón. Se empeñaba en mantenerme a distancia y la verdad era que
no olía demasiado bien. No obstante, mientras esperaba que saliera caliente el
agua, viendo su rotundo y peludo trasero, no pude resistirme a acariciarlo. “¡Quieto
que voy a mear!”, me contuvo. Empezó a apuntar un potente chorro al sumidero.
“Todo va a parar al mismo sitio”, se justificó. Yo cada vez estaba más excitado
y me asombraba que él, pese a su persistente erección, se lo tomara con tanta
calma. Se puso bajo el caño y se remojó completamente. “¿Me pasas el jabón?”,
dijo señalándome una pastilla que había en el lavabo. Se restregó a fondo con
ella por todo el cuerpo, hasta que al fin dijo socarrón: “¿No querías ayudar?”.
No deseaba otra cosa y, primero, extendí la espuma por el pecho. Mis dedos se
enredaban en el vello y tropezaban con los duros pezones. Su actitud de
complacencia me enervaba y ni me daba cuenta del agua que me mojaba. Me atrajo
hacia él y llevó la mano enjabonada a mi pene erecto. Al fin pude hacer otro
tanto con el suyo y su tacto firme me subyugó. Mi mano resbalaba haciendo
correr la piel y descubriendo el romo glande enrojecido. Con la otra mano
sopesaba las bolas bien pegadas a la entrepierna, que se me escurrían entre los
dedos. “El culo ya me lo lavo yo, que a saber lo que me ibas a meter”. Pero me
dejó mirar la lascivia con que se enjabonaba la raja y repasarle luego los
glúteos.
Soltó el jabón y, bajo
el chorro, el agua fue llevándose la espuma de su cuerpo. No pude resistir más
y caí arrodillado ante él. Así el contundente miembro que lucía perlado de
gotas. Tiré hacia atrás la piel para destapar el capullo, que surgió enrojecido
y brillante. Nada más lamerlo excretó un flujo transparente cuyo agrio sabor me
irritó la garganta. Lo suavicé con mi saliva y estiré los labios para engullir
tamaña pieza. Cuando la punta chocó con el fondo del paladar aún quedaba parte
fuera. Succionaba y la sacaba para poder respirar, alternando con lamidas al
escroto. Me enardeció que expresara: “¡Vaya mamonazo estás hecho! …Pero ven
pa’cá que te voy a comer vivo”.
Cerró el grifo y me
tomó casi en volandas hasta hacerme sentar sobre el lavabo. Me sobó y estrujó
con sus ásperas manos hasta causarme rojeces en la piel. Luego se volcó sobre
mí y me chupeteó como si me aplicara ventosas. Temí que se rompiera el
envejecido espejo presionado por mi espalda. Me separó los muslos con
brusquedad y hundió la cara en la entrepierna. Su boca no paraba de lamer y
sorber. Parecía fuera de sí; lo cual me excitaba pero también me asustaba. Se
puso a mamar con tal vehemencia que parecía que fuera a tragarse mi pene. Su
incesante succión llegó a hacer efecto y me vacié con un intenso espasmo.
Todavía con la boca
rebosante, me dobló como a un muñeco y pasó mis piernas sobre sus hombros. Tuve
que hacer equilibrios en mi forzada posición sobre el lavabo. Escupió la
untuosa mezcla de semen y saliva en una mano y me la estampó en el ano elevado.
Me invadió el pánico ante lo que se avecinaba. Efectivamente, se agarró el
endurecido miembro y lo dirigió al punto exacto. Dejó caer todo el peso de su
cuerpo y sentí como si una barra de hierro al rojo vivo me traspasara. A tal
sensación se añadía el temor a caerme del lavabo e, incluso, a que éste acabara
rompiéndose. Veía la cara del hombre congestionada por el furor de sus
embestidas. En situaciones anteriores había llegado a experimentar el placer de
la penetración, pero ahora el tamaño de lo que rabiosamente se movía por mi
interior parecía que me fuera a desgarrar. Las manos se le crispaban lacerando
mis muslos y sus gruñidos iban en aumento. De repente noté un efecto de vacío y
la verga erecta golpeó mis testículos. Varios espasmos expandieron la lefa por
mi vientre y llegaron a salpicarme la cara.
Se irguió y, como
olvidado de mí, se apartó dando tumbos y retrocediendo hasta la cama, en la que
se derrumbó. Yo, con todo el cuerpo dolorido, me deslicé hacia el suelo y fui
recuperando el equilibrio. Me llamó: “¡Ven aquí! ¡Aún me queda para una
mamada!”. La procacidad de la gruesa verga volcada sobre los hinchados
testículos y todavía excretando jugo me sedujo morbosamente. Me lancé sobre
ella y la chupé con ansia, degustando su acre sabor. “Una buena follada ¿eh? Déjame
dormir un rato y luego repetimos”. Pero, en cuanto oí sus primeros ronquidos,
me vestí y sigilosamente me marché. Como experiencia ya había tenido bastante.