La entrevista con el
Obispo, por llamarla de alguna manera, todo y la conmoción que me produjo, me
abrió una luz en lo que tanta desazón me producía. No solo mi atracción por el
tipo de hombre del que el Obispo era una perfecta encarnación había hallado
respuesta, sino que también había sido correspondido en un sabio aprendizaje. Sus
implicaciones religiosas, sin embargo, iban quedando relegadas por la corriente
de deseo que me anegaba. Ya no tenía tan claro el acierto de la opción
sacerdotal y me resultaba más acuciante vivir mi sexualidad recién estrenada.
Pedí a mis padres un
período de reflexión, que quise aprovechar para tratar de dar continuidad a mis
anhelos. Pero precisamente por las circunstancias tan especiales que habían
rodeado la pérdida de mi virginidad, me encontraba desconcertado en la
detección de señales que me permitieran dar un nuevo paso. ¿Cómo podría saber
si alguno de los hombres que me atraían sentiría también deseo hacia mí?
Pues resultó que la
siguiente experiencia, aun bastante distinta, la iba a tener en mi propia casa.
Yo pasaba ahora mucho
tiempo solo en ella, mientras mis padres estaban en sus ocupaciones. Un día mi
madre, antes de marchar, me avisó de que vendría un fontanero para desmontar
unos viejos depósitos de la azotea que causaban humedades en el desván. Como
todo su trabajo sería allá arriba, solo tendría que recibirlo y él ya sabía lo
que había de hacer. La verdad es que ni se me ocurrió pensar que pudiera pasar
algo de lo que por entonces me interesaba tanto. Sin embargo, grande fue mi
sorpresa cuando, al abrirle la puerta, vi la catadura del individuo. Maduro y
regordete, vestía un mono de trabajo con las mangas remangadas, que dejaban al
aire unos recios y velludos brazos. Similar vello aparecía por el escote abierto,
tamizado por una camiseta blanca. Su aspecto era muy jovial, además de
atractivo, y enseguida me hizo sentir la punzada del deseo. Lamenté perderlo de
vista mientras subía la escalera.
Al cabo de un rato,
sin dejar de darle vueltas a la imagen de él que me había quedado, se me
ocurrió una excusa para, al menos, volver a verlo. Como era un día de mucho
calor y los depósitos estaban en plena solana, pensé en subirle una botella de
agua fría, como un detalle de lo más inocente. Así que, con ese pretexto, pero con
el pecho palpitando, subí las escaleras. Casi se me cae la botella cuando, al salir
del desván, me lo encontré encaramado entre los depósitos en un atuendo
inesperado. Despojado del mono, solo llevaba la camiseta imperio y unos
calzoncillos cortos. Él también se sobresaltó y, enseguida, se explicó: “¡Huy!
Como estaba solo y con este calor no aguantaba en mono…”. Le repliqué: “No pasa
nada… Se me ha ocurrido traerle un poco de agua”. “Pues muchas gracias. Me
viene muy bien y haré un descanso”. No le quité ojo mientras bajaba. La
camiseta, ceñida y mojada, marcaba las formas redondeadas del pecho y la
barriga, aplastando el abundante pelambre. No menos peludas se mostraban sus
robustas piernas, que rebosaban de los
sueltos calzoncillos.
“¡Uf!”, resopló
cogiéndome la botella que le tendí. “Mejor dentro, en sombra”. Y pasó al
desván, seguido por mí. “¡Qué oportuno has sido! …Eres un encanto”. Esta última
expresión no dejó de resultarme chocante en él. “Antes de entrar dejen salir”,
dijo risueño, “¿No hay aquí un sitio para mear?”. “En esa puerta hay un
retrete”, le indiqué. Entró allí y, sin cerrar la puerta, se enfrentó a la
taza. Oí el chorro y vi las sacudidas subsiguientes mientras le daba a la
cisterna… ¿Modales rudos o algo más?, no pude menos que preguntarme, y mi
imaginación voló.
Volvió con expresión
satisfecha y una manchita húmeda en la blanca tela. “Es que cuando me da me da.
Debe ser la próstata… ¡Venga esa agua!”. Bebió con ansia y a continuación se
sentó sobre el poyo del viejo lavadero con las piernas colgando. Por la
posición en que quedó, con los muslos separados, la abertura de los
calzoncillos dejó ver la penumbra de parte del pubis. Mi mirada debió
traicionarme, porque me soltó: “¡Mucho te fijas tú…!”. Y, ante mi sonrojó,
añadió: “¿Te gustaría chupármela?”. Quedé paralizado, pero él ya sabía lo que
se hacía. Con un breve tirón liberó su pene, de un tamaño considerable. “¿Qué
te parece? Nada más pensarlo se me está poniendo gorda”. Efectivamente, el
miembro asomado iba adquiriendo consistencia.
Ante mi actitud
dubitativa, afinó su táctica: “Si no quieres lo dejamos y aquí no ha pasado
nada…”. “¡No!”, exclamé al fin, impulsado por el temor a dejar pasar la
ocasión, y caí de rodillas ante él. Me ofreció rumboso su verga y la tomé con
mi boca. No me importó el sabor agrio y succioné con vehemencia. “¡Tenía hambre
el mocito…! ¡Calma, calma!”. Pero yo no cejaba. “¡Espera! Que también me
lamerás los huevos”. Me apartó y se bajó los calzoncillos. Aproveché para
subirle la camiseta y restregar la cara por su barriga peluda. Esto le gustó y
dejó que alcanzara los pezones, que coronaban los generosos pechos. Los chupé
con tal ansia que llegó a bromear: “¡Oye, que la leche me sale más abajo! …Pero
mama un poquito las tetas, que me pone”. No me privé y hasta lamía los pelos
que circundaban el pezón. “¡Huy, si muerde y todo, el muy golfo!”. Cambió de
tercio e hizo que bajara de nuevo la cabeza hacia su sexo en erección. Se lo
levanté con una mano y dirigí mi boca a los gruesos testículos. Mi lengua los
envolvía y los engullía de uno en uno. “¡Hey, que te los vas a tragar!”, y reía
complacido. Recuperé entonces el pene y lo chupé anhelando ya que me regalara
su jugo.
Pero el hombre tuvo
una inesperada reacción. “¡Me has puesto tan burro que te tengo que follar!”.
Me paralicé y liberé mi boca. “No, es que yo…”. Pero él saltó al suelo y me
sujetó con fuerza entre sus brazos. De un tirón a mi ropa me dejó desnudo de
cintura para abajo. “¡Pues yo te lo voy hacer! Hay que probarlo todo…”. La
verdad es que me sentía incapaz de resistirme. Así que me giró. “¡Ponte de
codos sobre el poyo!”. Sentir que me manoseaba
la raja me produjo sudores fríos, por lo que preludiaba. En efecto, escupió
varias veces y hurgó con mayor energía. Una extraña y dolorosa sensación me
invadió al introducir un dedo, con el que frotó para extender la saliva.
“¡Culito virgen! ¡Pronto dejará de serlo!”. A la mente me vino el tamaño del
miembro que acababa de tener en mi boca. Instintivamente hice el gesto de
soltarme, pero me asió con mayor firmeza. “¡De esta no te libras… y verás como
te alegras!”. Una punta roma buscaba mi ano y, al centrarse en él, trató de
entrar. Recibí una fuerte palmada. “¡No te cierres que será peor!”. Pero yo no
hacía nada, inmovilizado por el pánico. Una presión más fuerte hizo que la
penetración comenzara. Parecía que mi interior se desgarrara y ardiera. Casi
sentí alivio cuando el vientre del hombre topó con mis glúteos. “¡Toda adentro!
¡Y ahora viene lo bueno!”, proclamó. Empezó a moverse en vaivén y la dolorosa
quemazón se iba desplazando. Me apoyaba con todas mis fuerzas sobre los codos.
Para mi asombro, todo y el dolor que experimentaba, algo dentro de mí adquiría
un tono extrañamente placentero. Como si mi cuerpo sintetizara ambas
sensaciones. Debí relajarme y el hombre lo percibió, porque exclamó: “¡Ya te va
gustando, so vicioso! ¡Pues anda que a mí!”. Su timbre era entrecortado por el
esfuerzo y la excitación. “¡Te voy a dar leche en cantidad!”. Su agitación fue
aumentando y se trasmitía a mi cuerpo. Dio un fuerte bufido y algo viscoso se
expandió por los recovecos de mi interior. Quedé como traspuesto y poco a poco
me fui escurriendo hasta caer al suelo. Cuando levanté la vista, me encontré
con su miembro goteante y en retracción. “¡Lame los restos, goloso!”. Como un
autómata recogí con la lengua el sobrante.
“¿Qué? ¿Ya te pasó el miedo?”, dijo
como orgulloso de su actuación. “No sé…”, respondí con la mente embotada.
Entonces se arrodilló a mi lado e hizo que me extendiera en el suelo. “Te voy a
hacer una paja que te va a dejar la mar de entonado”. Manoseó mi pene. “¡Con lo
buena minga que tienes…! ¡Esto hay que animarlo!”. Se escupió en la palma de la
mano y empezó a frotar. Una placentera sensación hizo que me relajara. El
miembro se me iba endureciendo y él desplazaba la piel con sus dedos, mientras
el glande se tersaba. Volvió a escupir, esta vez directamente sobre la punta, y
aceleró la frotación. “¿Ves qué bien…?”. Lo miraba concentrado en su tarea.
“¡Venga esa lechecita!”. Como si lo obedeciera, noté una sacudida en todo el
cuerpo y la fuente de placer se desbordó. “¡Buena corrida, chico!”. Se limpió
la mano en mi barriga.
Se bajó la camiseta, que había
mantenido enrollada hasta las axilas, y se puso los calzoncillos. Me miró aún
tendido en el suelo. “Tú haz lo que quieras, pero yo tengo que volver con los
depósitos”. Risueño me tendió una mano para ayudarme a levantarme. “¿A que ha
estado bien? …En adelante serás tú el que pida que te den por el culo”.
si señor asi me gusta, cada vez que leo tus relatos me tengo qe hacer una paja, me pone to cachondo.saludos
ResponderEliminarGracias. Menos mal que alguien dice algo de vez en cuando...
Eliminarde nada tio, un placer, es lo minimo qe se puede hacer,por lo menos dar las gracias
EliminarMuy buenos los relatos gracias x ponermela dura!!
ResponderEliminarTendré que probar......uffffff
ResponderEliminarTendré que probar......uffffff
ResponderEliminarIncreibles relatos, no me queda otra que pajearme en el baño de la oficina, gracias!!
ResponderEliminarCada relato me hace temblar de calentura como quisiera conocerte y me los contaras al oido y luego follar como locos. (el venezolano)
ResponderEliminarExelente
ResponderEliminarVVanupp me encantan tus relatos sos un genio ...... Ademas que me calientan un monton soy un oso grande y es verda que algunos pendejos se derriten con mi porte...Te mando un Abrazo de Argentina
Celebro que te sientas identificado. Los osos grandes sois lo mejor... Un abrazo
EliminarVuelvo siempre a releerlos (y por supuesto a pajearme con cada uno)Sos el uno (pochoccho@gmail.com)
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