miércoles, 1 de junio de 2011

No solo suben las persianas

Me llevé un susto cuando, al ir a bajar la persiana de la sala, cuyo ventanal es bastante grande, se desplomó con gran estrépito, dejándome sumido de repente en la oscuridad. Rápidamente hice indagaciones para contactar con un profesional que pudiera reparar el entuerto y, tras una llamada telefónica, cité para el día siguiente al que me habían recomendado.

A la hora convenida llegaron persianista y ayudante. Este último, joven y agraciado, sin duda habría hecho las delicias para los que gustan de este tipo de varón. Pero yo quedé impactado por el jefe, que colmaba con creces mis fantasías acerca del desconocido que cruza el umbral de mi puerta. Próximo a la cincuentena, no muy alto y robusto, con el rostro rasurado y cabello muy corto. Los tejanos y la camiseta realzaban su silueta, dejando descubiertos unos brazos fuertes con vello suave. La cordialidad con que se me dirigía, propia de un buen comercial, y el ser ese tipo de persona que se acerca mucho para hablarte, creando una cierta intimidad, contribuían a incrementar la atracción que ejercía sobre mí, con la barriga casi rozándome y la puntita de los pezones bien marcadas. Y sólo atribuí a mi imaginación calenturienta la idea de que él no pareciera insensible a mi interés.


Mientras su subalterno bregaba con la persiana, él lucía de moderno tomándome los datos con su iPad. Además aprovechó la ocasión para sugerirme que, si bien la persiana quedaría ahora arreglada, me convendría una renovación  para más adelante de todas las del piso. Su capacidad de seducción hizo que no me llegara a parecer mal la idea y, quedamos en que, en breve, me enviaría por correo electrónico un presupuesto aproximado. Una vez acabada y pagada la reparación hubo de acabar la visita, que me había resultado tan excitante.

Ya al día siguiente recibí el correo anunciado pero, junto a unos cálculos provisionales,  añadía que, si seguía interesado, le convendría volver a pasar por mi casa para tomar medidas y comprobar con más detalle el montante de las persianas. Así que me llamaría para concertar una nueva cita. Esta propuesta me pareció de lo más atractiva, pues además suponía que, en este caso,  no necesitaría traerse al ayudante. No es que pensara ni por asomo que iba a caer rendido en mis brazos, pero el mero hecho de volverlo a ver, y en solitario, me apetecía muchísimo.

Frenado por mi timidez, me negué a mí mismo la posibilidad de un recibimiento que pudiera insinuar algo más que una mera transacción comercial. Como hacía poco que había vuelto de la calle, ni siquiera me permití cambiarme con ropa más casera. Así que, cuando llamó a la puerta, traté de dejar a un lado cualquier emoción, y fue mucha la fuerza de voluntad que necesité cuando volví a tenerlo ante mí. Su aspecto era similar al del otro día, sólo que, en lugar de la camiseta llevaba una camisa de verano. Si bien no se marcaban tanto las prominencias delanteras, la generosa abertura dejaba entrever el vello de su pecho. Se mostró con igual cordialidad aunque, probablemente por el hecho de venir solo, percibí un tono más confidencial y risueño, pasando incluso al tuteo, al que me adherí con gusto. Pero de ahí a pensar que pudiera tener segundas intenciones era algo que me resultaba artificioso.
 
Después de revisar la persiana que había sido reparada, pasé a enseñarle las de las otras habitaciones. Me tomé la licencia de coger su codo para conducirlo por el pasillo, sin percibir el menor signo de extrañeza (De lo contrario, la vergüenza que habría sentido me hubiera dejado inoperante para los restos). Al entrar en el despacho mostró su admiración por la cantidad de libros que cubrían las paredes, tomó medidas de la ventana y me pidió una escalera para acceder a la caja de la persiana. Al volver, me llamó la atención (y me dio un subidón de adrenalina) que entretanto se había sacado la camisa por fuera del pantalón, y tampoco me escapó que habían quedado desabrochados los últimos botones (No seas iluso, me decía, será sólo para tener más soltura si ha de levantar los brazos). Y en efecto la tenía, pero al encaramarse y empezar a manipular la tapa hizo una exhibición de barriga de lo más seductora. No pude menos que arrimarme lo más posible en un amago de ayuda, que no parecía muy necesaria. La sonrisa que lució cuando, al mirar hacia abajo, sorprendió mi vista fija en su pilosa esfera, hizo que me ardieran las mejillas, por no decir lo que me corría por dentro del cuerpo. Mi imaginación hacía el resto…
 
Todo quedó ahí y, salvada la situación, lo dirigí hacia el dormitorio (Esta vez ni me atreví a rozarlo). Pero hete aquí que, al pasar frente al baño, con la excusa de que llevaba varias horas yendo de un lado para otro, me pidió permiso para usarlo. No se molestó en cerrar la puerta, así que, discretamente desde fuera, oía su larga meada e, incluso, lo veía de espaldas reflejado en el espejo, con enérgica sacudida final incluida.
 
Cuando se puso a lavarse las manos, me habló para comentar lo que le gustaba la nueva ducha que sustituía la clásica bañera. Aproveché ya para entrar y de paso darle una toalla limpia, pero para ello tenía que salvar su culo salido. Y él no hizo el menor gesto de retraerse para facilitarme el paso. Esos segundos de restregar mi bragueta empezaron a agrietar mi forzado escepticismo. Al recibir la toalla, no se limitó a secarse las manos sino que, con lo que se me antojó voluptuosidad, se la fue pasando por el cuello y la parte descubierta del pecho, con el “accidente” de que se soltaran nuevos botones. Sin abandonar la contemplación de la ducha, soltó la frase, no por manida menos insinuante: “Aquí caben más de uno y más de dos…”. Tal vez cortado por su propia osadía (si es que aún tenía dudas acerca de mi receptividad), cambió de tercio y, tras soltar la toalla, entró en el dormitorio con renovado ánimo laborioso.
 
Pero yo no estaba ya dispuesto a echar en saco roto aquello que me parecía rondaba por su cabeza tanto como por la mía. De manera que, mientras él volvía a encaramarse en la escalera y lucía todavía más su apetitosa delantera, dije, como el que no quiere la cosa, que me iba a poner cómodo. Como si estuviera solo, y sin mirar a las alturas, me fui quitando con parsimonia zapatos, pantalón y camisa. Notaba que sus manejos se ralentizaban y me excitaba sentirme observado. Abrí el armario y saqué unos shorts y una camiseta que dejé sobre la cama. Yendo a por todas me desprendí del slip, aunque girándome levemente para disimular lo que resultaba evidente. No me había dado tiempo a coger los shorts, cuando de forma sorpresiva un ruido metálico me obligo a dar la cara –y todo lo demás-. La escalera se estaba tambaleando y hube de acudir en auxilio del que perdía el equilibrio. Sujetándolo por las piernas –con gran placer por mi parte, todo hay que decirlo–, lo ayudé a estabilizarse e irse bajando. Pero el destino aún tenía dispuesto un nuevo percance, pues una presilla de su pantalón se había enganchado en el lateral de la escalera y, al alcanzar el suelo, le produjo un descosido en la parte trasera. Trabado con la camisa, ésta salió afuera y así nos encontramos, yo en cueros y con la polla medio tiesa, y él casi en mis brazos tratando de comprobar la magnitud de la tragedia en su pantalón.
 
Si bien había quedado claro que el hombre tenía ganas de marcha, el incidente un tanto humillante lo había descolocado por el momento. Pero yo no quise desaprovechar la situación creada por el azar y, so pretexto de ver la forma de reparar el desgarro, le sobaba el culo por encima del slip. Le insté a quitarse el pantalón para hacer un arreglo provisional con algunos alfileres imperdibles. Me senté en la cama y miré cómo, dócilmente, se quedaba sólo con el slip. Fue entonces cuando retomó la conciencia de mi desnudez, al clavar la mirada en lo que volvía a crecer entre mis muslos. Por mi parte, con su sobresaliente paquete a un palmo de mis ojos, no pude reprimir el impulso de ir bajándole el slip, mientras su polla iba asomando y tomando la horizontal.
 
Se sacudió la prenda por los pies –para evitar una nueva trabazón inoportuna– y se sentó junto a mí en la cama. Nuestros muslos se rozaban y las manos de los dos se entrecruzaron para acariciar la pierna del otro. De ahí subimos a abrazarnos e ir cayendo poco a poco hacia atrás. Ya relajados, nos besábamos saboreando nuestras salivas. Él restregaba su mejilla contra mi barba disfrutando del cosquilleo. Quise recrearme con el cuerpo que tanto había deseado y le sujeté los brazos para ir repasándolo con mis labios y mi lengua. Degustaba los picudos pezones, ya no velados por la camiseta como el primer día, y resbalaba hacia su vientre velludo. Su polla, centrada sobre unos rotundos huevos, vibraba de excitación. La lamí con ternura y, a medida que la engullía, provocaba murmullos de placer. De repente hizo un gesto para detenerme y se fue girando hasta presentarme el culo. Empecé a acariciar su suave pelusa, pero él me pidió que subiera y me colocara frente a su cabeza. Pasé las piernas sobre sus hombros y ahora fue él quien se afanó con mi polla, sobándola y chupándola para darle la mayor consistencia. El muy pillo ya le había echado el ojo al condón y al tubo de crema colocado discretamente en la mesilla. Alargó un brazo, cogió ambos, abrió el tubo y puso en un dedo un buen pegote. Se lo llevó hacia atrás y se untó con destreza la raja. Acto seguido me calzó el condón.
 
No necesité nada más para volver a mi posición inicial. Le abría la raja bien lubricada y deslizaba por ella mi polla. Él se removía incitador. Enfilé por fin el agujero y con golpes de pelvis fui abriendo camino. Gemía pero al tiempo se alzaba sobre las rodillas para facilitar una penetración más intensa. Hasta que casi me suplicó que parara. Salí y él se giró, meneándosela frenéticamente. Me arranqué el condón y su leche y la mía se esparcieron sobre su barriga. Me desplomé sobre él y nos fundimos en un abrazo. Comentó con sarcasmo que habría preferido llegar a lo mismo sin tantas peripecias. Nos reímos al evocar su pantalón recompuesto con alfileres. Al fin y al cabo se había tratado de un accidente laboral. Entre tanto, nos íbamos recuperando sin dejar los sobos y las caricias.
 
Puesto que antes le había llamado la atención, le propuse que tomáramos juntos una ducha. Y bien que la disfrutó –la disfrutamos–, jugando con los distintos chorros y enjabonándonos mutuamente. Me encantaba que él, ya desinhibido del todo, adoptara poses provocativas e incitadoras. Acumulaba espuma en los bajos e iba asomando la polla bien tiesa de nuevo. Entonces yo se la enjuagaba y le hacía una mamada hasta que le temblaban las piernas. Cambiamos de turno y se afanó en ponerme en forma con sus manoseos jabonosos y chupadas. No desperdició la ocasión de echar mano a un condón y dejarme equipado, ofreciéndome el culo a continuación apoyándose en la pared. Entré con toda facilidad y, abrazado a él, lo masturbé enérgicamente. Al mezclarse en mi mano su leche con la espuma, con una contracción expulsó mi polla. Pero me compensó quitándome el condón y meneándomela mientras se restregaba contra mi cuerpo. Lo besaba con pasión, bajo los chorros de agua, hasta que, vaciado, me derrengué en sus brazos.
 
Una vez secados mano a mano, recuperó su seriedad profesional y tomó rápidamente los datos que le habían faltado por la pintoresca interrupción. El pantalón, incluso con los arreglos, había quedado bastante impresentable, y los míos que hubiera podido dejarle no le iban a cerrar por la cintura. Pero él tenía que hacer aún algunas visitas y se le ocurrió una solución de emergencia. Bajó a su coche y volvió con un mono de trabajo. Le quedaba muy sexy, y me di el gustazo de cerrarle la cremallera, con cuidado de no pellizcarlo.
 
¿Acabaría aceptando el presupuesto que recibí a los pocos días?

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