Necesitaba cambiar el lavabo agrietado de un pequeño aseo al
fondo del pasillo. Escogí el que me
pareció adecuado en unos almacenes de bricolaje y me lo trajeron a los pocos
días. Como estoy pez en materia de fontanería, pedí que también me enviaran un
instalador, que tardó algo más en venir. Por fin acudió arrastrando una gran
caja de herramientas con ruedas. Su aspecto me causó una más que buena
impresión. Gordote y fortachón, tenía un rostro agradable y muy viril, que
realzaba un cabello oscuro y espeso bastante corto. Llevaba unos tejanos viejos
con manchas de pintura cortados a la altura de las recias pantorrillas y una camisa de manga
corta con varios botones desabrochados. Por los brazos y la abierta camisa se
le veía bastante peludo. Lo conduje al aseo y, al verlo, rezongó: “¡Uf, qué
pequeño es esto! Y con el calor que hace hoy”. Aunque enseguida sonrió
simpático. “Pero en sitios peores me he metido… Usted tranquilo”. Lo que sí me
removió fue que, como primera medida, se quitara la camisa, que dejó sobre la
cisterna del wáter. Una buena barriga y unas tetas que reposaban sobre ella, se
adornaban de un vello que de dispersaba por hombros y espalda. No pude menos
que pensar que estaba salvajemente apetitoso. Lo cual me llevaría a asomarme
con frecuencia para verlo trabajar.
No tuvo problemas en desmontar el lavabo viejo, y me presté
a ayudarle para sacarlo al pasillo. Los roces con sus brazos velludos me ponían
la piel de gallina. El hombre volvió al aseo a despejar el terreno para la instalación
del nuevo lavabo y no tuve excusa para seguir allí mirando. Así que me fui a mi
despacho para trabajar con el ordenador, aunque la mente se me iba de continuo
al pedazo de tío que estaba a pocos metros. Me sirvió de pretexto para volver a
verlo una ruidosa vibración que empezó a oírse. Acudí a ver de qué se trataba y
allí me lo encontré, de rodillas y medio encogido en el estrecho espacio.
Manejaba una gran perforadora, que detuvo al verme. Se sacó un arrugado pañuelo
del bolsillo y se secó el sudor de la frente, que también hacía brillar su
torso peludo. “Resulta que hay que cambiar de sitio el desagüe y tengo que levantar
varias losetas”, me explicó, “Voy con cuidado para no romperlas”. Me alegré de
poderle decir: “Por eso no se preocupe demasiado. Como son iguales a las del
baño, guardo algunas de repuesto”.
Lo dejé solo de nuevo y seguí oyendo intermitentemente el
ruido de la máquina. Sin embargo esta matraca fue sustituida de forma repentina
por el sonido de agua a presión, al que se sobrepuso la voz bronca del
fontanero: “¡Me cago en la leche!”. Corrí sobresaltado y el espectáculo era
impresionante. Un fino y potente chorro
del agua salía del suelo e iba a dar contra la barriga del lampista que, con
sus propias manos trataba de taponar el escape. Mi reacción fue ir lo más
rápido que pude a cerrar la entrada general de agua y me tranquilizó que cesara
el ruido. Al volver al aseo el hombre estaba sentado de culo y empapado, con la
respiración agitada. “Si estaba cortada el agua del aseo…”, comenté extrañado.
Explicó algo compungido: “Como había dos tubos muy juntos, al cortar uno he
debido perforar el otro, que será otra conducción”. Y añadió para justificarse:
“Es que, como quedan tapados, los mezclan de cualquier manera… Ahora que ya lo
sé, lo podré tapar bien”. Para que no se mojara el pasillo, le dije: “Espere un
momento, que traeré trapos y toallas. También podrá secarse”.
Tarde un poco en encontrar lo necesario y, cuando volví,
quedé aún más sobrecogido que por el escape. El tipo estaba de pie
completamente en cueros y exprimía los tejanos en el wáter. No debía llevar calzoncillos,
o al menos no los vi por allí. Hasta las zapatillas se había quitado para
ponerlas a salvo. Con un culazo impresionante y una polla que no se la saltaba
un galgo, que le penduleaba con los esfuerzos al estrujar los pantalones. Mi
presencia no lo inmutó lo más mínimo y se giró hacia mí para lamentar: “¡Joder!
Me he empapado entero”. Desde luego a la vista estaba. Me entraron ganas de
lanzarme con una toalla para secarlo yo mismo. Pero aparte de no quitarle la
vista de encima, lo que hice desde la puerta fue ir echando al suelo varias
sábanas viejas que había podido encontrar para que fueran empapando el agua. El
hombre las iba extendiendo con los pies y agachándose, con lo que le daba unos
meneos al cuerpo que me ponían negro. También le alcancé una toalla grande para
que se secara él y, en su caso, que la usara de taparrabos. Sin embargo, una
vez que se enjugó someramente con ella, la echó al suelo como una empapadera
más. No parecía tener la menor preocupación por tapar sus vergüenzas… para mi
suerte. Lo cual por lo demás hacía que el accidente doméstico me afectara mucho
menos.
De todos modos, y como yo parecía estar más afectado que él
por su ostentosa desnudez, me sentí casi obligado a decirle: “Si quiere le
puedo buscar algo para ponerse, aunque creo que no le va a ir nada mío”. “Sí
que estoy más gordo, sí”, contestó riendo, “Por mí no se preocupe”. Y como si
por primera vez tomara conciencia de su estado de completa desnudez añadió: “A
usted no le importará que me haya quedado así ¿verdad?”. “¡Qué va, hombre! No
lo decía por mí”, replique tragando saliva. Entonces colgó extendidos sus
pantalones en la barra de la ducha. “Ya se irán secando con este calor”. Porque
además aclaró: “Con esta complicación del escape voy a necesitar más tiempo del
que creía… Lo siento por usted”. “¡Qué se le va a hacer!”, dije con cierto
cinismo, “Ya contaba con que estas cosas se pueden alargar”.
Yendo ya a asuntos más prácticos, el lampista me pidió:
“¿Tiene una fregona y un cubo? Así despejaré esto para poder trabajar”. Me
apresuré para traérselos y, al volver al aseo, me topé con una escena de lo más
turbadora. El hombre, de perfil, con una mano en la cintura y sujetada la
contundente polla con la otra, soltaba un potente chorro en el wáter. No se
cortó lo más mínimo y, mirándome, comentó: “Con tanto lío ya no me aguantaba.
Usted perdone”. “¡Haga, haga! Que cuando las ganas aprietan…”, dije con forzado
desenfado mientras soltaba los recipientes. Quedé sin acabar la frase sin
embargo cuando, al disminuir el chorro, el tío no solo se sacudió
ostentosamente la polla varias veces sino que, al hacerlo, le corría la piel
descubriendo y retrayendo el gordo capullo. “¡Qué a gusto se queda uno!”,
exclamó al soltarse la polla. Y sin solución de continuidad dijo como si
hiciera una concesión: “Ya me encargo yo de fregotear y dejar esto más seco, y
así podré seguir con la faena… Usted vaya a lo suyo, que bastante lo he
enredado ya”. Aunque en realidad lo mío en aquel momento habría consistido con
mucho gusto en no perder de vista sus provocativos meneos mientras manejaba la
fregona, sin forzar la situación no podía sino retirarme hasta la próxima
ocasión que se me presentara. De todos modos, en el último segundo, se me
ocurrió comentar: “De paso me pondré más fresco, que con tanto trajín también
he sudado lo mío”. Su reacción me resultó gratificante. “¡Claro, hombre! Que
está usted en su casa… ¿No me ve a mí?”.
En el despacho, lo primero que hice fue quitarme la camiseta
que llevaba y los tejanos, clásicos y no acortados como los del fontanero. Por
un prurito de pudor me dejé el eslip. Si más adelante procedía, ya me desharía
de ellos. En la espera, con el oído agudizado, estaba pendiente de los sonidos
que me llegaban del aseo. Con la mirada perdida en el salvapantalla del
ordenador, reproducía mentalmente las sacudidas de la polla con que me había
obsequiado y elucubraba acerca de cómo sería cuando estuviera en plena forma. Poco
después de percibir los vaciados de los cubos en el wáter, me llamó la atención
un silbido penetrante. Me dije que ya me tocaba hacer otra visita al aseo y que
así el hombre viera que había decidido imitarle, aunque no fuera de forma
integral. Arrodillado y con unas gafas protectoras, manejaba un soplete sobre
la tubería averiada. No pareció captar mi presencia hasta que apagó el soplete
y se quitó las gafas. Entonces sí que me miró, sin denotar ninguna reacción a
mi cambio de apariencia, para explicarme: “El agujero era pequeño y he podido
taponarlo. Quedará bien, aunque habrá que esperar a que se enfríe y se
solidifique antes de seguir trabajando”. Aproveché enseguida para proponerle:
“Igual nos podíamos tomar una cerveza mientras tanto ¿Le apetece?”. “¡Muy buena
idea! Me vendrá de perilla”, contestó sonriente.
Por fin el fontanero salía de su forzado confinamiento en el
aseo y verlo andar por mi casa luciendo con toda naturalidad su exuberante
desnudez me ponía la piel de gallina. Nos dirigimos a la cocina y, nada más
entrar, se dejó caer en una silla con las piernas abiertas. Con un fuerte
resoplido manifestó: “¡Uf, qué ganas de estirarme! Con lo encogido que he
estado ahí dentro”. Saqué de la nevera un par de botellines de cerveza, los
abrí y le alargué una. Con la mía me senté deliberadamente en otra silla frente
a él. Ahora lo contemplaba en otra perspectiva mucho más directa y lo que
presentaba sin el menor pudor entre los gruesos muslos separados era de
vértigo. Con la barriga que se le descargaba por encima del pelambre del
vientre, sobresaliendo del borde de la silla reposaban unos huevos de muy buen
tamaño, que mantenían alzada sobre ellos la espectacular polla. En la postura
en que estaba, se veía bien gorda y achatada, con la piel algo retraída que
dejaba asomar, en un círculo perfecto, la punta del capullo. Me sacó de mi
ensimismamiento, que tal vez había captado, alzando su botellín y brindando: “Bueno,
pues a su salud… Yo me llamo José”. Correspondí con un gesto similar y dije:
“Porque todo acabe bien… Yo soy Daniel”. “Ya lo sabía”, sonrió José, “Por las señas
que tenía”.
En este ambiente de camaradería que se había creado, tras
dar cada uno un buen trago, me animé a comentar: “Resulta chocante que, tal
como hemos acabado estando los dos, sigamos hablándonos de usted”. “La
costumbre”, dijo él. Pero adoptando enseguida el cambio de tratamiento, añadió
socarrón: “Aunque tú no estás igual que yo”. Me avergoncé de mi eslip y solo se
me ocurrió reconocer: “Temía la comparación”. Soltó una risotada para admitir:
“La tengo gorda ¿verdad?”. Y con la naturalidad que había mostrado desde que se
quedó en pelotas, se levantó la polla con dos dedos para enseñármela aún más.
“Pero no creas”, precisó, “También tiene sus inconvenientes. Puede llegar a
asustar”. “Depende de para qué”, me atreví a comentar. José parecía a gusto con
el tema porque siguió con desenvoltura: “Es que tendrías que verla cuando se me
pone farruca”. “No podría imaginármelo””, repliqué en este dialogo cada vez más
surrealista. “Pues se me pone así enseguida… Solo con que me la toque un poco”,
insistió. “Es lo que haces ahora ¿no?”, advertí, ya que no paraba de
manoseársela. Pasó por alto mi indirecta y preguntó: “¿Quieres verlo?”. “Tú
mismo”, contesté aparentando indiferencia. Le debió picar lo que entendería
como desinterés por mi parte, porque se soltó la polla y dijo: “Pensé que te
gustaría… Me la has estado mirando desde que me quedé desnudo”. “¡Claro que me
gustaría, hombre!”, rectifiqué, no fuera a desanimarlo, “Tengo mucha
curiosidad”. “Entonces lo vas a ver”, dijo recuperando su afán exhibicionista.
Lo cual me hizo ya dudar de que solo fuera eso.
José se acomodó más relajado en la silla y, separando más las piernas,
estiró una de ellas. El sobeo de la polla fue algo más que unas caricias y José
demostró que tenía razón porque le costó poco hacerla endurecerse y crecer.
Tampoco había exagerado en las dimensiones alcanzadas, sobre todo en gordura, y
entendí que pudiera llegar a asustar. Lo que se elevaba sobre los huevos hacía
que éstos, siendo magníficos, quedaran empequeñecidos. Cuando consideró que la
polla había alcanzado la turgencia deseada, José la soltó y, con un curioso dominio,
se puso a moverla a voluntad arriba y abajo, a un lado y otro. “¿Qué te
parece?”, preguntó sonriendo ufano. “¡Impresionante!”, fue lo único que se me
ocurrió. “Pero guapa ¿no?”, insistió. “Según para quién… A mí sí que me lo parece”, contesté con cierta
ambigüedad. Y añadí enseguida para engatusarlo: “Debe estar dura como una
piedra”. Dio resultado porque rápidamente se levantó y se me acercó. “¿Quieres
tocarla?”, ofreció. Aunque lo estaba deseando, no quise enseñar todavía todas
mis cartas. Así que dije: “¡Hombre! No sé yo…”. “Si a mí no me importa… Y ya
que estamos”, insistió José. Como si hiciera una concesión, agarré la polla,
que casi no me cabía en el puño. “Sí que está dura, sí”, confirmé, “Y pesa
bastante”. “¿A que sí?”, replicó satisfecho. Ya la manejé con más soltura
haciendo correr la piel hasta sacar el capullo entero. “¡Qué gordo es!”,
comenté, “Ya me fijé cuando estabas meando”. “¡Sí!”, se rio, “No me podía
aguantar”. Le pasé un dedo por la punta y extendí el juguillo que le salía.
“Ahora también está mojada”, le hice notar. “Es porque tienes las manos muy
calientes”, dijo casi susurrando. Ya me
descaré: “El que me parece que está caliente eres tú”. Me sorprendió que me
devolviera la pelota. “Pues anda que tú”, soltó señalando mi entrepierna.
Resultaba que, con la excitación que me producía estar sobando aquel pedazo de
polla, ni me había dado cuenta de que la mía también se había disparado y
causaba un inequívoco estiramiento del eslip, hasta con una manchita de
humedad. “Ya ves que no soy de piedra”, reconocí al fin. “¡Coño! Pues deja de
una vez que te la vea”, pidió José con vehemencia. Me pareció que no era
cuestión de seguir con los tapujos, así que le solté la polla, me puse de pie y
me quité el eslip. La verdad es que la tenía bastante presentable,
comparaciones aparte. “¡Qué tiesa se te ha puesto!”, dijo José complacido.
“Puedes tocarla, si quieres”, ofrecí. “¡Pues claro!”, exclamó y me la agarró
con su duro puño, “Bien dura que está”. “Al lado de la tuya no es para
presumir”, reconocí. “¡Venga ya! Ésta es más manejable”, me animó.
Allí estábamos los dos de pie, sobándonos la polla uno a
otro, cuando con su desinhibición ya largamente demostrada, José hizo una
proposición: “Si me la chupas, luego te lo haré yo a ti”. Desde luego yo
llevaba ya rato salivando por el morbo que tendría meterme aquel pollón en la
boca, pero ahora que se me presentaba la ocasión, valía la pena hacerlo en
condiciones. “Buen trato”, dije. Y me permití bromear: “Si me la quisieras
meter por otro sitio, me lo tendría que pensar”. “¡Tranquilo!”, contestó, “Si
ya sé que esta cosa tan grande solo la admitiría un culo muy bregado… Es el
inconveniente que tiene”. Suavicé mi broma anterior: “Siento no poder darte
gusto de esa forma”. “Ya casi prefiero una buena mamada. Una boca experta puede
dar mucho juego”, admitió. “Pues las ganas de chupar esa polla tan magnífica no
me faltan”, reconocí. Entonces, con todo aclarado, propuse: “¿Pero por qué no
lo hacemos más cómodos y no aquí en la cocina?”. Le gustó la idea y bromeó a su
vez: “¿Estás invitando a este liante fontanero a tu cama?”. “¡Calla!, reí
cogiéndolo del brazo, “Que estás más bueno que el pan”.
Una vez en la habitación José evidenció las ganas que tenía
ya de que entráramos en faena y, como según el acuerdo, a él le tocaba primero
que se la chupara, sin encomendarse a dios ni al diablo, se despatarró sobre la
cama. Visto desde los pies, sobresaliendo de su peludo barrigón, se alzaba la
polla tiesa que, por su peso, iba oscilando a un lado y a otro, como si tuviera
vida propia. ¡Con qué ganas la sujeté para detenerla! Primero fui pasando la
lengua por el gordo capullo, que emergía enrojecido y húmedo, y lamí el
juguillo ácido que destilaba. Abrí la boca al máximo para engullirlo y cuando
conseguí tenerlo entero dentro, el lampista emitió un suspiro de satisfacción.
Hice un esfuerzo para meterme más en la boca, pero apenas me cupo menos de la
mitad de aquel pollón para no quedar atragantado. Pero compensé con lamidas por
el tronco, que abarcaban también los compactos huevos, y fuertes succiones al
capullo. Debía dar resultado porque oí que exclamaba: “¡Oh, qué bien lo haces!
¡Cómo me gusta!”. Me debatía entre el deseo de llevarlo al límite y el temor de
precipitarme demasiado pronto. Pero él mismo resolvió mi dilema cuando dijo: “Me has puesto a cien… pero no
quiero correrme todavía”. Hizo que me apartara y, fiel al acuerdo previo, me
instó: “¡Anda, sube a la cama! Ahora me toca a mí”.
Me ofrecí muy a gusto e inmediatamente se lanzó a comerme la
polla con una afición que, desde el primer chupetón, se me puso la piel de
gallina. Me excité tanto que, como él estaba de costado inclinado sobre mí a
cuatro patas, no me resistía a darle palmadas en el orondo y peludo culo que
tanto me fascinaba. Estaba dispuesto a dejarme ir cuando, para mi sorpresa, ya
que de eso no había hablado antes, interrumpió la mamada y me ofreció, o más
bien me pidió: “¿Me querrás follar?”. No podía desear otra cosa en ese momento y
exclamé: “¡Desde luego!”. No tuvo que cambiar de postura, porque con rapidez me
pasé a colocarme de rodillas detrás de él. Me recreé contemplando el magnífico
trasero mientras me afirmaba sobre la cama y él me urgió: “¡Venga, venga!”. Y
vaya si fui directo a meter la polla entre las apetitosas nalgas, donde
enseguida topé con el ojete en el que la hundí con fuerza. Él no se inmutó e
incluso me preguntó: “¿Estás a gusto?”. “¡Cómo te diría!”, farfullé. “¡Pues a
arrear!”, me incitó con un meneo para encajársela bien. Empecé a moverme con
una apretada fluidez que me llenaba de calor. “¡Qué gusto de culo!”, exclamé.
“¡Y qué gusto de polla!”, coreó él, que apretaba los codos en la cama y, de vez
en cuando, soltaba fuertes resoplidos o me jaleaba: “¡Qué bueno!”, “¡Dame,
dame!”.
Entre la mamada previa y la arrebatada follada, mi deseo de
prolongarla se veía superado por mi capacidad de resistencia. Ante lo ya
inevitable, me apreté con fuerza a aquel culo tan acogedor y me descargué entre
estertores con el corazón a tope. Pese a lo obtusa que tenía la mente, no dejó
de sorprenderme sin embargo lo rápido que, en cuanto saqué la polla, se giró
para ponerse bocarriba, mientras exclamaba: “¡Joder, qué gusto me has dado!”.
Pero era porque, de su pollón bien tieso, y sin llegar a tocárselo, estaban
saliendo tales chorros de leche que parecían reproducir el escape de la
tubería. La admiración hizo que me quedara quieto todavía de rodillas y con la
polla en retracción, mientras el fontanero iba resoplando. Una vez cesó el
chorreo era digno de ver cómo, al ritmo de su barriga subiendo y bajando por la
respiración agitada, la enorme polla iba inclinándose hasta reposar sobre los
huevos. Cuando recuperó el resuello, dijo divertido de mi asombro: “¿A que no
te esperabas esto?”. “De ti se puede esperar cualquier cosa”, repliqué relajado
ya.
El fontanero permaneció tumbado recobrando el aliento. Y yo,
que también necesitaba rehacerme, me tumbé a su lado. Lo agarré afectuosamente
de un brazo y le dije irónico: “Para llegar a esto me has estado provocando
desde el principio ¿eh?”. Replicó socarrón: “Y qué duro de pelar has sido… Pero
que conste que lo del escape no fue intencionado”. “Ya habrías inventado alguna
otra cosa ¿no?”, pregunté. “Eso desde luego. No me pensaba ir de vacío”,
contestó decidido. Pero de pronto sintió la llamada del deber. “¡Oye! Que yo
todavía no me he ganado el jornal y los tubos deben estar ya más secos que mi
polla”. Con agilidad movió su pesado cuerpo, saltó de la cama y se fue ligero
hacia el aseo. Me levanté con más calma y allí me lo vi todavía en pelotas
haciendo por recuperar el tiempo perdido. Ni siquiera se fijó en mí y, aunque
de buena gana me habría quedado contemplándolo, me pareció que debía dejarlo
trabajar en paz. No hubo más percances y al cabo de un buen rato, que aproveché
para tranquilizarme después del torbellino de acontecimientos, me llamó. El
nuevo lavabo estaba instalado y las losetas de repuesto perfectamente
encajadas. “Si no era tan complicado”, comentó, “Pero a veces pasa lo que
pasa”. “¡Y tanto que ha pasado!”, dije riendo.
Me hizo gracia la seriedad profesional con que me dijo:
“Espero que todo haya quedado a tu gusto”. Porque habló allí plantado en su
desvergonzada desnudez y sabiendo que seguía fijándome más en eso que en el
lavabo renovado. “Lo veo todo perfecto”, dije en un doble sentido. Sonrió
captándolo y pidió: “Si no te importa que lo estrene, me gustaría lavotearme un
poco”. “¡Faltaría más!”, contesté, “Ahora te traigo una toalla”. Las que había
antes quedaron empapadas. Fui rápido a por ella y, a volver, la visión de su
culo en pompa mientras se echaba agua a la cara pudo conmigo. Aunque antes me
había puesto de nuevo el eslip, me lancé a restregarme contra él. Se limitó a
levantar la vista y mirarme por el espejo. “¡Uy, uy, uy! Mira que me conozco”,
advirtió. Aún me apreté más y pasé las manos hacia delante para agarrarle las
tetas. De pronto se revolvió y me arrinconó contra la pared. “Tú lo has
querido”. Pude ver que estaba empalmado. Se puso en cuclillas y me bajó el
eslip. Me cogió la polla, que estaba también crecida y avisó: “Ahora sí que voy
a por todas”. Se la metió en la boca e inició una mamada que me producía un
subidón de excitación. Entretanto él se la iba meneando por abajo. No me soltó
ni un momento y supe que no iba a parar hasta hacerme correr otra vez, y ahora
en su boca. No pude imaginar que el nuevo orgasmo me llegara tan rápido y con
tanta fuerza. Pero la situación estaba tan cargada de tensión erótica que así
fue. Me vacié temblándome todo el cuerpo y, mientras él iba tragando impasible,
noté salpicaduras en los pies hasta los tobillos. Y no eran precisamente de mi
leche…
El fontanero se fue levantando, no sin cierta dificultad, apoyándose en la tapa del váter. Cuando estuvo de pie la polla aún le goteaba y dijo socarrón: “¡Vaya! Voy a tener que pasar la fregona”. Yo me había quedado incapaz de cualquier reacción, mientras traía la fregona y limpiaba diligente el suelo. Después de todo el arrebato había sido mío y el aprovechó para hacer lo que le apeteció en aquel momento. Así se le veía tan fresco y desahogado. Tras lo cual dijo: “Bueno, que tal vez me den todavía otro encargo para hoy”. Se embutió en sus tejanos recortados, cuidando de no pillarse la polla con la cremallera, y se puso la camisa. Luego, mientras guardaba todo en su caja de herramientas, añadió: “La instalación que he hecho te la facturará la empresa”. Pero a continuación rebuscó para sacar una tarjeta y me la dio con una sonrisa no exenta de picardía: “Si te hace falta que te hagan alguna otra chapuza, me puedes llamar”. “No lo dudes”, contesté todavía medio aturdido. No cerré la puerta hasta que lo vi entrar en el ascensor arrastrando el carro.