Para
Jacinto, el comisario, el singular club había supuesto todo un hallazgo para
satisfacer su retorcida sexualidad recién descubierta. Porque cada vez tenía
más claro que su entrega a las prácticas vejatorias e, incluso, brutales de
desconocidos le infundía una vitalidad que, por su edad y aspecto físico, creía
desaparecida. Necesitaba sentirse objeto de una lujuria desatada y ser él quien
la atrajera. Le enardecía que le dieran por el culo cuantos quisieran, hasta
dejarlo abierto, dolorido y goteando sus leches. Y tampoco había tardado en
comprobar que su boca también podía ser usada como instrumento de placer y
receptáculo del agrio semen, que ansiaba saborear. Ni siquiera concebía ya la
masturbación si no era obligado a ella o, aún mejor, estimulada por manos
enérgicas. Sujetado y forzado, ese era el estado en que hallaba la plenitud.
Qué lejos había quedado el Jacinto homófobo hasta la agresividad y al que, por
otra parte, más de una mujer, incluso prostituta, había rechazado por sus
maneras autoritarias y abusivas.
Jacinto
había guardado en un bolsillo de la gabardina el formulario de inscripción como
socio en el club. Pocos días después de su última experiencia en él, tuvo que
pasar cerca ya de noche y tanteó el papel ya arrugado. Aunque había de volver a
la comisaria porque le tocaba guardia, decidió entrar. Llamó a la puerta y
quien le abrió fue el dueño. “¡Hombre, qué pronto te han entrado ganas de
volver!”, lo saludó. Jacinto replicó muy serio sacando la hoja: “Hoy no puedo
quedarme, pero quería saber cómo hago esto”. “Por lo pronto te doy otro
formulario”, contestó el dueño al ver el estado del que enseñaba, “Solo tienes
que poner dónde te cobraremos las cuotas mensuales y ya serás miembro de pleno
derecho”. Jacinto aún preguntó: “¿Y cómo funcionará esto entonces?”. El dueño
le explicó con detalle: “La mayor parte de los días solo pueden acceder los
socios. Pero dos sábados al mes la entrada es abierta… Tú precisamente viniste
una de esos días libres y por eso pudiste pasártelo tan bien, al parecer. Son
en los que se encuentra más gente de todo tipo…”. Jacinto lo interrumpió con un
golpe de sinceridad. “Eso es lo que me va mejor a mí ¿no?”. “Bueno… Entre los
socios suele haberlos de aficiones, digamos, más sofisticadas. Además tienen
acceso a una sala VIP que puede resultar muy interesante”, le vendió el
producto el dueño. “¿Qué pasa en esa sala?”, inquirió de nuevo Jacinto. “Solo
lo conocerás cuando vengas como socio”, lo intrigó el dueño sonriente. Jacinto
acabó de convencerse. “¡Vale! ¿Pongo los datos y ya está?”. “Así de fácil… por
tratarse se ti”, lo aduló el otro. Jacinto cumplimentó el formulario y recibió
una tarjeta bastante discreta. “Con esto ya tienes acceso libre… y hasta barra
libre”, concluyó el dueño. “Ahora tengo prisa… Ya vendré en cuanto pueda”, se
despidió Jacinto.
Esa noche en
la guardia, por suerte bastante tranquila, Jacinto estuvo dándole vueltas al
asunto. A la vista de las explicaciones del dueño del club, dudaba si realmente
merecía la pena haberse hecho socio ¿No sería mejor para él limitarse a ir los
días de entrada libre? Le vez en que estuvo le habían dado un buen tute, que
era lo que buscaba. Y le parecía que encajaba mejor en esa mayor variedad de
hombres ¿Le iría a él eso de los socios más sofisticados y lo de la sala VIP? A
saber de qué se trataría. Pero lo hecho estaba hecho y ya lo probaría… Siempre
se podía dar de baja. Por el momento prefirió dejar aparcadas las novedades y
esperar al próximo sábado de entrada libre… y comprobar si le iba como la
primera vez. El único inconveniente de su opción era el de haber de amoldarse a
esos días tasados y eso pudo llevarle a dejarse arrastrar por situaciones
imprevistas…
Jacinto
había tenido un día muy pesado y, ya anochecido, volvía de la comisaría por una
calle del barrio antiguo. Aunque estaba cansado, se le ocurrió entrar en el
primer bar que vio para tomarse una copa. Era un local destartalado y con pocos
parroquianos. Jacinto se colocó en la parte más despejada de la barra y el
camarero, que estaba de charla con dos tipos, se le acercó lo justo para
servirle y volver enseguida con los otros. Con su copa en la mano, Jacinto, por
puro prurito observador, se giró para echar una ojeada al resto del establecimiento.
En una mesa estaba sentado un individuo maduro y fornido que lo miraba. Su
aspecto tosco y la expresión burlona que a Jacinto le pareció percibir,
hicieron que le sostuviera la mirada. No era consciente de que estaba enviando
un mensaje que el otro, más ducho en esas lides, captó. Por ello le sorprendió
que se levantara de la mesa y se pusiera a su lado. Pero lo que en otros
tiempos le habría causado incomodidad, ahora le estaba produciendo una
inquietud distinta. Muy seguro en cambio pareció ir el hombre cuando le
preguntó: “¿Te va el rollo?”. Jacinto, en lugar del exabrupto que le habría
soltado en otras circunstancias, se oyó preguntar a su vez: “¿De qué clase?”.
“Que te trabaje una buena polla”, contestó el otro sin morderse la lengua. “¿Y
por qué yo?”, quiso asegurarse Jacinto. “Por ese culo gordo que tienes”.
Jacinto aún miró al descarado individuo de arriba abajo y, provocadoramente, se
le ocurrió comentar: “Igual no tengo bastante contigo”. “Si tanta hambre de
pollas tienes, mi vecino se apuntará encantado… Pero te aviso de que es todavía
más bruto que yo”, replicó el hombre. “Eso me vale”, afirmó decidido Jacinto. “Mi
casa está aquí al lado… ¡Vamos!”, resolvió ya el otro. Jacinto lo siguió con el
corazón bombeándole.
Llegaron a un edificio muy antiguo y subieron varios pisos por una
escalera mal iluminada. Se oían voces y el sonido de televisores. El hombre abrió
una puerta e hizo pasar a Jacinto. Más que un piso era una habitación única,
grande y destartalada. El tipo se quitó el chaquetón que llevaba y lo colgó de
una percha junto a la puerta. Jacinto se sacó la gabardina y quedó indeciso. El
hombre se le fue acercando mientras se desabrochaba algunos botones de la
camisa y se sobaba ostentosamente el paquete. Ahora se le veía más grueso y
rudo, rebosando por el escote un vello espeso. Le dijo burlón: “¿Te piensas
quedar con chaqueta y corbata?”. Jacinto empezó a quitárselas y el otro
aprovechó para meterle mano en el culo. “Aquí hay chicha”. Se dispuso a salir.
“Enseguida vuelvo”, y añadió: “Mejor te quedas en pelotas y así nos das la
sorpresa a mi vecino y a mí”. Jacinto reconoció que le excitaba el tono mandón
que usaba el hombre y, con manos temblonas, no dudó en desnudarse por completo.
Había perdido la vergüenza de mostrarse tal cual era. Quedó en espera y no
tardó en oír voces por el pasillo. “¿Dices que es un gordo ya mayor?”. “Pero
tiene toda la pinta de que le va la marcha”.
Se abrió la puerta y Jacinto pudo ver también al acompañante. Iba en
pijama y, algo mayor que el otro, era aún más grandote y de aspecto bravío. Al
encontrarse ya desnudo a Jacinto, cuyo cuerpo, para nada refinado, contrastaba
no obstante con la rudeza del de los otros dos, se fue directo a palparlo. “Así
que tú eres el que no se conforma con una sola polla… A ver si cuando acabemos contigo
sigues diciendo lo mismo”, iba largando mientras manoseaba a Jacinto por
delante y por detrás, “Buen culo sí que tienes”. El primer hombre se rio. “Si
estás haciendo que se empalme…”. Porque a Jacinto los groseros sobeos
se la empezaban a poner dura. Como se dejaba hacer pasivamente sin emitir
ningún sonido, el del pijama le cogió con brusquedad la cara y la acercó a la
suya. “No serás mudo ¿verdad?”. Antes de que Jacinto llegara a reaccionar, le
apretó los labios y empujó con la lengua para metérsela en la boca. Jacinto se
sorprendió, algo asqueado porque era la primera vez que un hombre como aquél lo
besaba así, pero se sintió impelido a dar cabida a la punzante lengua y
envolverla con la suya. El tío lo soltó. “¡Di algo coño! ¿Te ha gustado el morreo?”.
“Sí… Todo lo que me hagáis me gustará”. Jacinto era consciente de que así
incitaba a aquellos dos brutos a descargar su lujuria sobre él.
Mientras el recién llegado le daba el tanteo previo a Jacinto, el otro
se había ido quedando en cueros. La primera impresión de él que había tenido
Jacinto se reafirmó ante su virilidad
exuberante, subrayada por un sexo de gran envergadura que se balanceaba entre
los muslos. Ahora fue éste quien echo mano de Jacinto apartando a su colega.
“¡Trae y no lo acapares!”. Lo agarró por el cogote para forzarle la cabeza y
que le mirara la entrepierna. “¿Qué? ¿Te parece poca cosa?”. “¡No! Me gusta
mucho”, respondió Jacinto. “Pues ya verás cuando me la pongas dura”. El otro le
arrebató a Jacinto sin contemplaciones. “¡Venga, culo gordo! ¡Búscame la mía!”.
Le tiró de un brazo para acercarlo a la bragueta del pijama. Jacinto palpó unos
buenos volúmenes. “Quieres verlos ¿eh? Pues quítame el pijama”. Jacinto, cada
vez más excitado por la prepotencia
del trato de los hombres, se puso a desabrochar la chaqueta. Para deslizarla
por los hombros tuvo casi que abrazar el abultado torso, que olía a sudor. El
tipo le cogió la cabeza y le encajó la cara en el peludo canalillo entre las
tetas. “¡Chúpamelas! A ver si sabes ¡so putón!”. Jacinto no vaciló en sacar la
lengua y lamer uno de los picudos pezones. El hombre no tuvo bastante y le
apretó la cabeza. “¡Amórrate y mama!”. Jacinto sorbió y notó en la boca los
ásperos pelos que cubrían la teta. “¡Sí, venga, la otra!”. Le cambió la
posición y Jacinto repitió la operación. El hombre se dirigió a su compañero.
“Tiene vicio la putilla… Me ha puesto burro”. Pero enseguida instó a Jacinto:
“¡Quítame ya lo de abajo y podrás mamar a gusto, zorra!”. Jacinto sintió una
sacudida de humillación al oír cómo lo feminizaban, pero… ¿acaso no se lo
merecía al ofrecerse de aquella forma a semejantes hombres?
Sumiso, Jacinto
soltó el botón que sujetaba el pantalón
del pijama, que cayó al suelo. Una verga enorme y ya de impresionante
dureza se levantaba sobre los huevos medio cubiertos de pelos. Jacinto solo
tuvo tiempo de intentar no perder el equilibrio, porque el hombre le estaba
presionando con fuerza por los hombros para hacerle caer de rodillas. “¿No te
dije que ya me habías puesto burro? A
ver cómo me la comes”. Antes de que Jacinto se animara a meterse en la boca
aquella enormidad, el colega, que ya se había empalmado y esgrimía una tranca
solo ligeramente menos grande, se le puso también delante. “Aquí tienes las
dos, si no te basta con una”. Sentado incómodo sobre los talones, Jacinto llevó
primero una mano a cada polla. Ya sabía lo que le tocaba hacer, pero dos a la
vez se lo ponía más difícil. Las frotó para ganar tiempo y, al descapullar la
del que la tenía más grande, le alarmó una sucia película blanquecina que
desprendía un fuerte olor. Optó por empezar chupando la otra, mientras con la
mano trataba de quitar algo de aquella porquería. Mamó lo mejor que pudo y,
cuando el chupado le sujetó la cabeza para entrarle a fondo, el otro tiró de
Jacinto. “¡No lo acapares!”. Se resignó pues a meterse en la boca aquella verga
enorme y sucia que le sabía a rayos. Pero se lo había buscado… Este último
además tomó el dominio de la situación y le soltó al compañero: “Tú luego te lo
follas… Que yo voy muy quemado y quiero echarle
ya la primera descarga”. Controlaba la cabeza de Jacinto, al tiempo que le avisaba: “No creas que así te libras
de que te dé por el culo… Si a ti, mala puta, no te basta con una polla, yo puedo
correrme más de una vez”. Enseguida Jacinto recibió en la boca borbotones de
leche espesa y agria, que le rebosaba los labios y se le escurría por la
barbilla. El hombre lo rechazó ya, con una violencia que hizo tambalear a
Jacinto. “¡Uaj! ¡Qué a gusto me he quedao”.
Pero el
inquilino del piso, que se había quedado a medias en la mamada de Jacinto,
tenía ya prisa. Extendió una mugrienta colchoneta en el suelo e instó a
Jacinto: “¡Venga, culo gordo, a cuatro patas!”. Jacinto, que solo tuvo tiempo
de pasarse la mano por la barbilla para que no se le quedara pegada la leche,
se colocó dócilmente en el centro de la colchoneta como se le pedía. Enseguida
sintió que un dedo despiadado del hombre que se había arrodillado detrás le
entró por el ojete retorciéndose. Jacinto contuvo su queja para no provocar y
deseó que ya fuera la polla lo que le metiera. Pero la clavada que siguió le
hizo ver las estrellas, no solo por el tamaño de la verga sino también por la
brusquedad empleada. Que se mantuvo en las violentas arremetidas que siguieron
y que obligaban a Jacinto a apretar los codos en la colchoneta. “¡Cómo traga la
maricona!”, le hirió los oídos, “Me está poniendo negro”.
El otro
hombre tampoco se estaba quieto. Se arrodilló también, pero delante de Jacinto,
y se puso a golpearle la cabeza con la polla ahora morcillona. Enseguida dijo:
“¡Trae esa boca! Que me la vas a alegrar otra vez”. Jacinto tuvo que hacer un
esfuerzo para levantar la cabeza y entonces recibió los pollazos en la cara.
Para evitarlos abrió la boca y chupó como pudo, mientras le daban las últimas
embestidas por detrás. Que por fin concluyeron en una corrida con fuertes
estertores. “¡La hostia, qué polvazo!”. Jacinto quedó con el culo vacío y cayó
desplomado soltando la polla que había empezado a endurecerse en su boca. Le
entraron escalofríos cuando oyó: “Te lo he dejado bien abierto… Se la vas a
poder meter hasta doblada”. La amenaza del que había tragado ya tanta leche se
iba a cumplir.
El que
estaba de nuevo empalmado tomo posición arrodillado junto a Jacinto. Pero ahora
hizo que se pusiera bocarriba. Manejándolo como a un pelele le subió las
piernas y encajó los talones sobre sus hombros. Jacinto quedó con medio cuerpo
elevado y la barriga cortándole la respiración. La enorme verga del hombretón
bailaba entre los muslos de Jacinto y chocaba con su polla encogida. “¿Qué te
dije, cacho puta? Doble ración”. Pegó un estirón de Jacinto y se dejó caer
sobre su culo levantado. Jacinto creyó que lo abrían en canal. La dilatación
que había sufrido antes le sirvió de poco. El ahogo le impedía gritar y todo él
se zarandeaba con los meneos de la brutal follada. Y el tipo aún se permitió
alardear. Porque, cuando ya estaba a punto, sacó la verga y volvió a ponerla
sobre Jacinto. Chorros de leche inundaron su barriga con una risotada. “Creías
que no podría correrme otra vez tan seguido ¿eh?”. Las piernas de Jacinto se
desplomaron y quedó tendido agotado y con la mente en blanco.
Poco a poco
Jacinto fue tomando conciencia de su cuerpo dolorido y ardiendo por dentro.
Levantó la vista y dio con los hombres que, ya desfogados, lo miraban
sonrientes desde arriba. Uno le dio con el pie. “¡Joder! Parecías traspuesto”.
Jacinto respondió con voz débil: “Descansaba”. El otro rio. “Demasiado hombres
para ti ¿eh?”. Pero Jacinto, incomprensiblemente para él mismo, se sintió
fuerte. “¡No! Es lo que quería”, soltó. El más bruto se burló. “¡Ja! Aún
querrás darnos por culo a los dos”. Pero el otro fue más comedido y le tendió
una mano: “¡Anda, levántate!”. Jacinto se la cogió y fue poniéndose en pie
trabajosamente. El brutote no cejaba sin embargo en sus bromas y dio unos
toques con la mano a la polla de Jacinto. “¿Se te ha muerto la minga?”. A
Jacinto le salió del alma: “¡No! Y me gustaría correrme”. “Por nosotros no te
prives”, dijo divertido el del piso. “Igual pretende que le hagamos la paja”,
rio el otro. “Lo haré yo… ¿Puedo?”, pidió Jacinto anhelante. “¡Venga! Que te
veamos”, lo animó uno. Jacinto, para no flaquear, apoyó la espalda en la pared
y se puso a manosearse la polla. “A lo mejor no sabes… ¡Mira! Se hace así”,
siguió su mofa el otro, que se puso a menear ostentosamente su gran verga. Todo
ello sin embargo excitaba aún más a Jacinto y, para su propia sorpresa, consiguió
ponérsela dura. Ya se frotó ansiosamente y, con lastimeros suspiros, empezó a
soltar varios chorros de semen. “¡Eso! Echando lo que te hemos metido antes”,
se mofó el que no había parado de sobarse obscenamente. Jacinto se limpió la
mano en su barriga, donde ya tenía otra leche secándose entre el vello,
mientras recobraba el resuello.
Los dos
hombres habían sacado unas cervezas y ofrecieron a Jacinto. Pero éste solo
quería salir ya de allí y lo rechazó. “Ya me visto y me voy”. Sin importarle la
mugre pegajosa que llevaba encima, empezó a ponerse la ropa de cualquier
manera. La gabardina lo taparía todo.
“¡Qué prisas, tío! ¿Es que no te lo has pasado bien?”, se extrañó el del
piso. Y se dirigió al otro: “Nosotros sí ¿verdad?”. “¡De puta madre!”. “Yo
también”, dijo escuetamente Jacinto. Pero cuando iba a coger la puerta para
salir, el más bruto lo retuvo. “¿No nos vas a dar algo por las molestias?”.
Jacinto quedó sorprendido. No obstante preguntó: “¿Cómo qué?”. “Con lo que
lleves nos conformamos”. Jacinto buscó su cartera y, al abrirla, le saltó a la
vista su placa profesional. La miró unos segundos, ocultándola a los otros, con
una mezcla de nostalgia e ironía y sacó los billetes que tenía. Los tendió sin
decir nada al hombre, que los recogió con brusquedad y soltó: “¡Hala, a tomar
el fresco!”. Jacinto salió ya sin mirarlo. Bajó la escalera con las piernas
flaqueándole y, al llegar a la calle, no se sentía con fuerzas para seguir
andado y pensó en parar un taxi. Pero recordó que se había quedado sin dinero.
Hubo pues de continuar su camino renqueando.
Al entrar en
su casa Jacinto se derrumbó en el primer sillón que encontró a mano. Su ropa
desencajada y la suciedad que notaba adherida a su cuerpo, unida al dolor y la
irritación que aún le ardía, eran testimonio de la realidad que había vivido.
Por su mente desfilaron la zafiedad de los dos hombres a los que se había
entregado y la agresividad de sus
desahogos sobre él. Todo lo había soportado sin que se planteara siquiera
resistirse ni enfrentarse. El interrogante que le surgió fue tremendo: ¿Era
porque en realidad lo había disfrutado? ¿Ya no le iban a bastar los lances,
después de todo más controlados, del club?