Hace bastantes años,
antes de la caída del muro de Berlín, formé parte de un equipo de investigación
geológica que iba a estudiar una montañosa zona remota en un país eslavo. Por
problemas burocráticos quedé rezagado del grueso de la expedición y tuve que
incorporarme por mi cuenta. Ello me supuso calurosos viajes en anticuados
trenes. El último que cogí iba a morir en un valle al pie de las montañas en
las que iba a trabajar. Bajé con los
otros pocos pasajeros en lo que apenas podía llamarse estación, cargado
con mi algo pesado equipaje. Sabía que de allí partía un autobús, de incierto
horario, que me subiría a la última población de montaña, donde contactaría con
mi equipo.
Frente a mí se
desplegaba una mezcla de mercadillo de comestibles y almoneda de trastos viejos.
Hacia un lado, me llamó la atención un rudimentario carromato al que se
enganchaba un tristón caballo de raza pequeña. Pero lo que verdaderamente
atrajo mi mirada fue la figura en escorzo de quien estaba apoyado en él. Un
hombre grandote que, entre la gorra y unos pantalones bastante caídos, llevaba
el cuerpo desnudo. Resaltaba el contraste entre la piel más clara que había
estado protegida por una camiseta imperio y el resto enrojecido por el sol.
Echado hacia delante, la raja del culo le asomaba en buena parte y la barriga
se le desbordaba generosa por encima de cinturón. Como tengo la costumbre de
fotografiar escenas pintorescas que voy encontrando, no dudé en disparar la
cámara que llevaba colgada del cuello aprovechando que no me miraba. Es una
foto que todavía conservo.
Por suerte, sabía
defenderme bastante decentemente en el idioma local. Así que me dirigí al
hombre para preguntarle dónde podría tomar el autobús. Me miró sonriendo con
simpatía. “¡Uy! Hace un rato que salió… Ya no hay otro hasta mañana”. Tras ese
contratiempo, volví a preguntarle si me podía indicar un hotel para pasar la noche.
Se rio abiertamente. “¿Hoteles aquí? Ni fonda hay”. Ante mi manifiesto
desconcierto, me ofreció: “Si quiere, en el granero de mi casa mi mujer y yo
hemos puesto una habitación de huéspedes. A más de uno al que le ha pasado lo
que a usted le ha hecho el apaño”. No tenía otra opción salvo pasar la noche al
raso y el hombre, aparte de su provocativo aspecto, parecía buena persona. Así
que acepté agradecido. “¡Ande! Suba los trastos y usted también, que hay para
un rato”. Solo había un estrecho asiento en el que apenas cabían dos personas.
Me senté dejando el mayor espacio posible, ya que el hombre también lo habría
de hacer para llevar las riendas del caballo. Tras ajustarle las cinchas, saltó
con fuertes crujidas del carromato y se acomodó junto a mí, dejándome comprimido.
No podía tener más pegado su cuerpo desnudo.
Empezamos a salir del
pueblo para tomar un camino cada vez más pedregoso y sinuoso. Los zamarreones
que daba el carro eran nefastos para mi precaria estabilidad y me aferraba con
fuerza al borde del asiento por el lado sin protección para no precipitarme por
él. Al notar mis equilibrios, el hombre me dijo con toda naturalidad: “Páseme
el brazo por detrás y así se sujetará mejor”. Seguridad ante todo. De modo que
me agarré a sus chichas en un abrazo que me puso la piel de gallina. Acoplados
de esa forma, el hombre se puso a perorar con una intencionalidad que de
momento se me escapó. “En estos sitios abandonados por el Estado hay que
apañarse como se pueda. No somos como ustedes los capitalistas… Ya ve el
invento de la habitación para sacarnos unos cuartos de vez en cuando. Pocos,
eh, no se asuste”. Se acomodó mi brazo a su cuerpo diciendo: “Así vamos mejor ¿verdad?”. No me podía esperar lo
que vino a continuación.
En un tono persuasivo
soltó: “Yo le gusto ¿a que sí?”. Contesté ingenuamente: “Está siendo muy amable
conmigo”. “No lo decía por eso… Si ya me he fijado en cómo me miraba el culo”.
Mientras enmudecido pedía que me tragara la tierra, continuó: “¡Tranquilo
hombre! Si me he alegrado… Ya le dije que aquí uno se apaña como puede y yo
tengo un culo que puedo aprovechar”. “No lo sigo”. “¡Sí hombre! Que si a alguno
le apetece me la puede meter”. “¿Pagando?”, pregunté perplejo. “¡Pues claro! No
lo hago por vicio… Pero pido poco, no crea”. Estaba tan alucinado que me dio
por indagar más. “¿Es lo que ofrece a los huéspedes que lleva su casa?”. “No a
todos, que tengo buen ojo clínico… Pero éstos son muy pocos y no saco casi
nada”. “¿Tiene más clientes?”. “En el pueblo ya me conocen todos… En las
afueras hay unas tapias y allí vienen a follarme. Hasta algunos de más lejos.
Dicen que disfrutan más que con la mujer… Ahora eso sí, siempre con condón, que
no quiero coger una porquería”. ¿Su mujer lo sabe?”. “¡Naturalmente! Es un
negocio, como la habitación… Mejor que ella haga de puta ¿no? Que además aquí
estaría muy mal visto. Y bastante tiene con el huerto y los hijos”. Esta
conversación, abrazado a él, no podía ser más comprometedora y, cuando
estábamos llegando a la casa, el hombre concluyó: “Así que ya sabe…”. La verdad
es que estaba en sus manos y no sabía lo que depararía mi estancia ¡Qué
surrealista podía ser el mundo!
La mujer, una matrona
tan oronda como el marido, pareció muy contenta de tener un huésped. Sin hablar
apenas nos sirvió una cena modesta pero sustanciosa. Al terminar, el marido le
dijo a la mujer: “Tú acuéstate, que yo me encargo de todo”. En ese todo pensé
que incluía ‘todo’.
La habitación, que se veía
que habían delimitado dentro del cobertizo, constaba tan solo de una cama baja
y una lamparita en el suelo, pero las sábanas parecían limpias. “Bueno, lo
dejo”, dijo el hombre, “Luego me asomaré por si se anima”. Balbucí una torpe
excusa. “Estaré muy cansado…”. “¡Venga, hombre!”, insistió, “Si ese suplemento
al alquiler de la habitación nos vendrá muy bien a mi familia y a mí”. “Ya le
añadiría algo de todos modos”, concedí. “¡Eso no!”, me atajó, “No queremos
caridad… Se paga lo que se hace”. No supe qué añadir ante su peculiar
coherencia y ya me dejó solo. Me puse a quitarme la ropa, sin poder sacarme de
la cabeza el ofrecimiento del hombre. Como tardaba, pensé que tal vez habría
desistido. Pero cuando estaba ya tendido en la cama en calzoncillos, tras unos
breves golpecitos en la puerta, la abrió.
Venía completamente
desnudo. “He estado dándome un buen lavado”, explicó, “Y he traído esto”.
Llevaba en la mano el envoltorio de un condón. Verlo así ante mí, empezó a
echar por tierra mis prejuicios. Las tetas abundosas de marcados pezones y la
prominente barriga se completaban con unos compactos huevos sobre los que
reposaba la polla ancha y corta. El contraste del enrojecimiento de brazos y
escote con la casi blancura del resto del cuerpo, que apenas matizaba un vello
dorado, le daba un realce de lo más lascivo. Para colmo se dio la vuelta y me
mostró el culo separando con las dos manos las gruesas nalgas. “¡Mírelo! Más
limpio imposible y hasta untado con mantequilla”, me hizo observar orgulloso.
Yo había sacado las piernas de la cama dudando si levantarme y él se fijó en
mis calzoncillos. “¡Pero quítese eso! Si estamos entre hombres… O si lo
prefiere se los quito yo. Los suplementos del servicio solo le costarán un
poquito más”. De su pormenorizado cálculo mercantil deduje que el precio base era el de darle por
el culo. Todo lo que se añadiera, o más bien precediera, iría sumando. No por
tacañería sino por bochorno, opté por hacerlo yo mismo y quedar también en
cueros.
Aunque mi excitación
estaba desatada, lo peculiar de la situación impedía que se reflejara en mi
entrepierna. Desde luego no le pasó desapercibido. “Igual va a necesitar que lo
ponga a tono. Tengo buena mano para eso… O boca, que no le hago ascos”. Así iba
exponiendo sus extras. Como paso intermedio, se me ocurrió preguntar: “¿Puedo
tocar?”. “¡Faltaría más! Menos darme de hostias, a su gusto”, dijo poniéndose a
mi disposición. Lo primero que me apeteció fue echarle mano a las tetas. Aún
frescas por el lavado, redondas y firmes, daba gusto palparlas. Cómo no, hubo
la glosa correspondiente. “Gordas ¿eh? Mi mujer dice que más que las suyas”.
Para concentrarme mejor en lo que tenía entre
manos habría preferido que hablara menos, pero era una vana pretensión. Bajé
una mano al paquete y manoseé huevos y polla. Dejándose tocar advirtió: “¡Uy!
Eso de ahí va a su aire… No se esfuerce, que se animará cuando quiera”. En
efecto, el sobeo que le daba a la fibrosa polla la dejaba tal cual. Cosa
lógica, me dije, tratándose de una transacción comercial.
Por mi parte, ya había
empezado a empalmarme, pero no lo suficiente para el fin propuesto. “Ahora me
encargo yo de usted ¿Cómo lo prefiere?”. Me dejé caer bocarriba en la cama.
“¡Haz lo que se te ocurra”. Se sentó en el borde de la cama y se giró hacia mí.
Me agarró la polla y la sopesó expertamente. “Bien hermosa que la tiene”. A dos
manos me la frotaba, corriendo la piel y pasando un dedo por el capullo. Lo
veía hacer con sus carnes rebosantes y su semblante concentrado. Desde luego me
la había puesto dura, pero ofreció tentador: “¿Lo animo un poquito más?”. Sabía
a lo que se refería y acepté. Bajó la cabeza y me sorbió directamente la polla.
Sus chupadas y revoloteos de lengua eran tan eficaces que, de buena gana, ya me
habría dejado ir dentro de su boca. Pero me frenaba el temor a decepcionarlo si
le privaba de lo que para él debía ser su prestación estrella y justificante de
todo lo demás. Él mismo supo cuándo había de parar. “A punto ya ¿no?”. No
olvidó coger el condón. “Yo se lo pongo”. Me lo encajó con precisión mientras
calculaba la operación. “Si me subo encima, lo voy a aplastar con lo gordo que
estoy. Así que me pondré debajo”.
Con agilidad se tumbó
en la cama desplazándome del centro y con el culo realzado. “¡Hala! Aquí lo
tiene”. Parecía increíble que, de aquella media raja que había llamado mi
atención nada más salir de la estación, hubiera pasado de forma rocambolesca a
tenerla ahora entera a mi disposición. Me arrodillé entre sus robustas piernas
y, enervado, le di contenidas palmadas a las dos nalgas. “Si eso lo entona, no
se prive”, oí, “Que las tengo duras”. Repetí con más energía, pero enseguida
tiré de las caderas para poner el culo más elevado. Él cooperó plegándose sobre
las rodillas. “Así mejor ¿no?”. Sin dudarlo ya, apunté y me clavé. La fluidez
de la mantequilla y la elasticidad de conducto me la engulleron al completo.
“¿Ve qué bien?”, dijo sin inmutarse, “¡Arree sin miedo!”. Lo hice con todas las
ganas y con breves interrupciones para no precipitarme. Al compás de mis
embestidas, creía percibir leves sonidos guturales que no llegaban a gemidos y
quise convencerme de que algo debería sentir. Me concentré en lo mío y no tardé
en notar que la corrida electrizaba todo mi cuerpo. Me quedé parado y preguntó
“¿Ya?”. Como respuesta me derrumbé a su lado. El condón doblaba su extremo
lleno de leche. Enseguida se puso de rodillas para quitármelo sin derramar ni
una gota.
Me sorprendió ver que,
entre sus muslos, la polla estaba bastante más crecida. Captó mi mirada y dijo:
“Si es lo que me pasa… Me zumban por detrás y ésta se me llena”. Se la agarró
con una mano y la zarandeó. “Si ya está a punto… Ahora va a ver”. ¿Habría otro
suplemento? Preventivamente cogió la toalla que había a los pies de la cama y
se la puso bajo las piernas. “Luego se la cambio”. Me pareció una verdadera
proeza que, sin manos y solo apretando como si fuera a hacer otra cosa, la
polla empezara a soltar sucesivos chorros de leche abundante y espesa. Al
acabar resopló con fuerza, envolvió la toalla y se limpió los restos de la
polla. Ante mi cara de sorpresa, se ufanó: “Cuestión de práctica… No se ríen ni
nada los colegas cuando lo hago después de que me hayan follado”. La anécdota
no hizo más que aumentar mi asombro.
Bajó de la cama con la
toalla arrugada en la mano. “Ahora le traigo otra”. “¡No, no!”, me apresuré a
rechazar porque ya necesitaba un poco de tranquilidad, “Ya me la dará mañana”.
“Descuide… Lo despertaré temprano para que no pierda otra vez el autobús”, dijo
sin salir todavía. “Muchas gracias y buenas noches”, quise cortar ya. “Las
gracias a usted… Y ya ajustaremos cuentas”. Al fin me quedé solo y, tal como
estaba, me fui adormilando con el insólito polvo dándome vueltas en la cabeza.
El hombre vino a
despertarme puntual. Traía la toalla y una jofaina con agua. Al dejarlas no
hizo alusión a la desnudez en que me había dormido. Él llevaba el pantalón del
día anterior, pero se había puesto la camiseta imperio, tan corta que le dejaba
al aire el ombligo. “El desayuno ya está servido”, informó, “Afánese para que
vayamos con tiempo”. Ya no vi más a la mujer y desayuné solo, pues el hombre se
sentó a mi lado con una hoja de papel en la que había escrito una larga lista. Además
del alojamiento y la alimentación, me sorprendió que había pormenorizado con
una precisión extrema todos y cada uno de los actos que fueron complementando
la follada. Me preguntó: “¿Se lo calculo al detalle o hacemos números
redondos?”. Preferí lo segundo para evitar el recordatorio y la verdad es que
no salí demasiado mal parado. Me marqué el farol de ofrecerle: “¿En moneda
local o en dólares?”. Se le iluminó la cara y contestó en seguida: “Mejor
dólares, si puede ser”. Pensar que me había tildado de capitalista…
El viaje de vuelta fue
tan ajetreado como el de ida. Ya no tuve el menor reparo en agarrarme
cómodamente al cochero. Al fin y al cabo bien que le había pagado. No hablamos
mucho, sin aludir para nada a lo sucedido en la habitación. Solo al llegar al
pueblo, donde estaba haciendo tiempo el autobús, mientras me estrechaba
cordialmente la mano, me hizo un guiño. “Si ha de volver por aquí, ya sabe. Casa
y lo otro, si le apetece”. Cuando me encontré por fin con mis colegas, les di
una versión, por supuesto censurada, de la amabilidad con que había sido
tratado. Al acabar los trabajos, ya fue una marcha organizada y no tuve ocasión
de volver a ver al hombre con el carromato. ¿Qué sería de él con los cambios
políticos y sociales que al poco tiempo se produjeron en su país? Era una
pregunta que me hacía con frecuencia.