Seis años más tarde de los hechos que había contemplado
furtivamente en casa de mi tío, su mujer, mi tía, me invitó de nuevo a pasar
unos días de mis vacaciones de verano con una propuesta muy concreta. Yo estaba
a punto de acabar una serie de cursos de hostelería y tenía buenas perspectivas
de ser contratado para la cocina de un buen hotel. Por eso mi tía me dijo
cuando me llamó: “Tengo pensado viajar para estar un tiempo con mi madre que,
como sabes está muy delicada. Como tu tío se queda solo, había pensado que tú,
que tienes tan buena mano para la cocina, podías ocuparte de que coma como dios
manda. Él es un trasto para eso y acabaría apañándose con porquerías que no le
sientan nada bien”. No había vuelto a ver a mi tío desde entonces y la idea de
estar solo con él me provocó una gran conmoción. Por mi parte en ese tiempo
había engordado bastante y hasta el vello del cuerpo se me había espesado. Eso
me daba un aspecto más maduro, pero pensaba que, de ninguna manera, podía
compararme a los tiarrones con los que, como pude ver, se desfogaba mi tío. No
sabía si ello me tranquilizaba o me desesperanzaba.
MI tía me recibió encantada y enseguida, antes de marcharse, me
puso al día sobre las cosas de su cocina y las comidas que no le convenían a mi
tío. En cuanto a éste, me pareció que le causé una buena impresión. “¡Vaya, qué
cambiazo!”, dijo al saludarme, “Dónde ha quedado el muchachito tímido de la
otra vez que viniste”. Él estaba como lo recordaba. Tal vez algo más grueso y
con algunas canas de más. Mi dio un vuelco el corazón al verlo de nuevo y
darnos un par de besos. Porque, como entonces, vestía un ancho pantalón corto y
una camisa de verano medio desabrochada. Se mostró muy divertido con mi
aportación culinaria. “A ver si me vas a matar de hambre a base de nouvelle cuisine”. “Seguro que te
chuparás los dedos”, repliqué. Mi tía se rio: “Quien parece que va a estar de
más soy yo”. Ya se despidió de nosotros. “Que os cuidéis el uno al otro”.
Esa noche preparé una cena muy correcta con lo que había dejado mi
tía. Los otros días debería hacer mis compras. Pero ya tuve un primer motivo de
sofoco a cuenta de mi tío. Curioso de verme maniobrar en la cocina, sacó una
cerveza del frigorífico y se dispuso a observarme. Había una isla con taburetes
y se sentó en uno de ellos subiendo los talones al reposapiés. Eso hacía que las piernas
le quedaran abiertas y ¡cómo no! por una pernera se le podía ver el capullo
sobre un huevo. No podía evitar que la mirada se me fuera ahí cada vez que me
acercaba para poner cosas sobre la isla. Como ya me inquietaba en aquel tiempo,
o no se daba cuenta o no le importaba.
Cuando tuve todo preparado, me señaló el taburete que estaba al
lado del suyo. “¡Ven, siéntate aquí!”. Lo cual provocó que continuamente me
rozara con su pierna desnuda. Para colmo preguntó: “¿Te molesta que me quite la
camisa? Esta cocina es un horno”. Me salió contestar: “Quítate lo que quieras”.
Se rio. “¡Qué espabilado te has vuelto!”. Allí al lado lo tenía con sus tetas
velludas reposándole sobre la oronda barriga. No pude evitar decirle: “Me
parece que voy a ponerte la dieta”. “Mira quien habla”, replicó dándome unas
palmaditas en mi barriga, que tampoco era modélica. Enseguida me arrepentí de
no haberle hecho otro tanto.
Por decir algo le pregunté: “¿Qué tal la tía?”. Me miró como si
quisiera captar la intención de la pregunta. “Bueno, ya se te puede hablar de
ciertas cosas… Nos llevamos bien, pero es lo que pasa con los matrimonios que
duran mucho. A veces uno cambia de aficiones”. Se cortó ahí y dio un giro. “¿Y
tú qué? ¿Cómo andas de novias?”. “No me he planteado eso”, contesté. Se creó un
vacío que él llenó sonriendo: “Pues me alegro de tenerte de cocinero”. Me
ofreció tomar una copa en la sala, pero antes me reprendió: “¿Cómo puedes estar
todavía con la ropa que traías del viaje? ¡Anda! Mientras sirvo ve a ponerte
algo más cómodo. Pronto nos iremos a la cama”. Fui a mi habitación y, por lo
que había dicho, decidí ponerme ya un pijama corto. Al volver, me miró
sonriente. “Veo que aún usas eso… Yo duermo desnudo”. Pero ahora, arrellenado
en su butacón, con un tobillo subido sobre la rodilla, era como si ya lo
estuviera. Desde el sofá donde me había sentado se le veía todo. Degustamos un
excelente coñac sin hablar demasiado, pero su vista no se apartaba de mí, como
si leyera mis pensamientos. De pronto comentó: “Creo que vamos a estar bien los
dos solos”. Cuando terminamos, nos dirigimos ya a nuestras habitaciones. Como
despedida me dijo: “Te aconsejo que no cierres la puerta. Es una noche muy
calurosa”.
Apenas pude pegar ojo. No por el calor, sino por la inquietud que
me embargaba. ¿Había cambiado su percepción de mí y me enviaba mensajes? Oía su
fuerte respiración, que a veces llegaba al ronquido, y me enervaba imaginarlo
desnudo sobre la cama. Yo desde luego me había quitado el pijama.
Al final llegué a dormirme, pero me desperté muy temprano. No
aguantaba más en la cama y decidí darme una ducha. Sigilosamente pasé ante su
puerta, desde la que no veía su cama. Pero no me atreví a asomarme. Tras la
ducha me puse a afeitarme desnudo. Inesperadamente apareció mi tío. Iba en
cueros y con cara de sueño. “Sí que has madrugado”, dijo. “Perdona, no quería
despertarte”, me disculpé a punto de hacerme un corte. “¡Tranquilo! Tú sigue,
que me ducharé”. Veía por el espejo su espléndido corpachón recibiendo el agua
con agrado y después enjabonándose. El corazón me latía con fuerza. Ni siquiera
me di cuenta de que estaba teniendo una erección. Pero él si que la vio al ir a
secarse. “¡Qué bien se te pone de buena mañana, eh!”, comentó jocoso”, “Lo que
hace ser joven”. Traté de salir del paso. “Enseguida preparo el desayuno”. Lo
que dijo me desazonó más todavía. “Pero no te molestes en vestirte… Total, ya
nos hemos visto bastante. Aprovechemos que estamos solos”.
Dudé si hacerle caso, no tanto por pudor como por la indefensión
que me producía su ambiguo comportamiento. Seguro que no me libraba de alguna
puya si me encontraba con algo de ropa. Así que me fui en cueros a trajinar en
la cocina. Mi tío apareció tal cual lo había dejado en el baño. Como me notó
nervioso, me dijo: “Oye, no sé si pensarás que me estoy tomando demasiadas
confianzas…”. Lo interrumpí: “¡No, no! Solo es falta de costumbre. Pero te lo
agradezco de verdad”. Mientras desayunábamos, uno junto a otro en los
taburetes, mi tío no dejaba de mirarme
socarrón. Para aliviar la tensión dije: “Ahora voy a salir a comprar ¿Qué te
apetecerá para hoy?”. Su respuesta aún me turbó más. “Sorpréndeme, como estás
haciendo desde que llegaste”. “¿Yo?”, pregunté
como tonto. “Con el cambiazo que has dado… Si estás hecho un hombretón”,
contestó. “Tú sí que sigues estupendo”, me salió casi sin pensar. Se rio y ya
fui a vestirme para salir.
Al regresar, mi tío estaba en el pequeño jardín delantero y
acababa de regar. Al menos se había puesto su característico pantalón corto. Me
cambié de ropa y también me puse como él para no desentonar. Me lo encontré en
la sala llevando una escalera. Habían cambiado la antigua lámpara por otra más
moderna, de esas que llevan acoplado un ventilador de aspas. “¡Venga, que me
vas a ayudar! Hay un cable que se ha soltado y roza con las aspas”. Se me
ocurrió decirle: “¿Te acuerdas de que también te ayudé a cambiar bombillas y me
cargué una caja entera?”. “¡Vaya si me acuerdo!”, contestó enseguida, “Estabas
muy apijotado entonces”. Abrió la escalera debajo de la lámpara y empezó a
subirse. Yo ya daba por supuesto lo que le iba a ver desde abajo. Pero en el
segundo peldaño se le enganchó el pantalón. Bruscamente lo soltó, bajó y se lo
quitó. “¡Fuera estorbos, que aún me caeré!”. Volvió a subir y alargó los brazos
para acceder al ventilador. Yo sujetaba la escalera con su polla delante de mi
cara. Me alegré de tener puesto el pantalón, porque me empalmé
irrefrenablemente. El arreglo era sencillo; bastaba con sujetar mejor el cable.
MI tío entonces miró hacia abajo y sin duda pudo leer en mi cara el sofoco que
me embargaba. “¿Te gusta?”, preguntó. “¿El qué?”, le devolví la pregunta
pretendiendo disimular. “¡Qué va a ser! Lo que tienes delante”, replicó algo
brusco. Aparté la vista de la polla y entonces añadió más suave: “¡Tranquilo,
hombre! Si a mí me gusta que te guste”. La polla de mi tío, si bien no había
alcanzado la dureza oculta de la mía, había empezado a adquirir volumen y, allí
subido ante mí, me pareció más de lo que podría resistir. Pero el recuerdo de
su revolcón con aquellos amigos tan semejantes a él me paralizó. No había
llegado a tener experiencias con hombres así y temí que mi tío estuviera
jugando conmigo. Opté por la fuga. “Será mejor que vaya a preparar la comida”,
dije con un hilo de voz. Y apartándome, me refugié en la cocina.
Mi tío no tardó en aparecer. Se había puesto los pantalones y, muy
serio, me dijo: “Preferiría que dejaras ahora eso… Luego nos podremos apañar
con cualquier cosa”. Me detuve avergonzado de mi anterior reacción. Pero él,
poniéndole un poco de humor, añadió: “Este es tu terreno. Mejor que vayamos a
otro más neutral y hablemos”. Lo seguí a la sala y, esta vez, se sentó a mi
lado en el sofá. Me dijo cariñoso: “Soy un brutote ¿verdad?”. “Es que me siento
confundido”, reconocí. “Y lo entiendo”, admitió, “Voy por ahí provocándote todo
el tiempo pensando que así te lo ponía más fácil…”. Volví a adentrarme en el
pasado. “Ya lo hacías en cierta forma la otra vez que estuve aquí”. Sonrió.
“Entonces se debía a mi forma de ser, tan poco pudorosa, pero sin otra
intención… Eras demasiado joven para otra cosa”. Pensó unos segundos y
continuó: “Aunque algo sospeché cuando lo relacioné con que te mataras a
pajas”. “¿Cómo lo sabías?”, pregunté sorprendido. Rio. “Más visitas de lo normal
al baño, echar a veces la llave de la habitación… Soy perro viejo”. Para
enlazar con la actualidad dije: “Ahora también soy joven…”. “Comparado conmigo,
desde luego”, replicó, “Pero ya te dije que te veía muy distinto… La madurez no
se mide solo en años”. Me quemaba mi secreto que, en gran medida, podía
explicar mis indecisiones presentes. Me armé de valor. “Una vez te vi”. “¿A qué
te refieres?”, preguntó intrigado. “En tu taller, desde la despensa”. Reaccionó
divertido. “¡Mira que eras pillo ya, eh!… ¿Qué es lo que viste?”. Me costó,
pero lo solté: “Tú con un hombre… Y luego se os unió otro”. “¿Lo viste todo?”,
volvió a preguntar mi tío. “De principio a fin”, contesté. “¡Vaya experiencia
tuviste!... ¿Qué te pareció?”, seguía su interrogatorio, más curioso que
incómodo. “Nunca me había excitado tanto… Desde entonces he tenido claro que
los hombres como vosotros son los que me atraen”, me sinceré. “¿Y has tenido
suerte con eso?”. “Más bien no… Además me parecen inaccesibles”. Mi tío se puso ya más serio. “¡Vaya complejo
el tuyo! ¿Crees que todo es compartimentos estancos?... Si en este mundo hay
para todos los gustos… A nosotros nos viste tan semejantes porque hace tiempo
que nos conocemos, tenemos situaciones parecidas y nos apañamos de ese modo”. Me
quedé callado, avergonzado de mi papanatismo. Mi tío se mostró ya más relajado
y hasta divertido. “Así que, ahora que nos hemos quedado solos, veo que te has
puesto la mar de apetitoso y, con las sospechas que me habían quedado de tu
anterior visita, me dedico a provocarte descaradamente, y tú sigues encerrado
en tus prejuicios”. Me decidí a ponerle tímidamente una mano en el muslo, como
disculpándome. Aunque su gesto pareció de rechazo, lo que en realidad hizo fue
moverse para quitarse el pantalón al tiempo que decía: “¡Venga, saquémonos
esto! Te deseo tanto como tú a mí… Y ya viste que soy muy ardiente”. No pude
menos que quedarme desnudo también.
Me abrió los brazos acogedor y reposé a cabeza en su pecho velludo
y cálido. Me susurró: “¿Sabes que hace tiempo que no hago nada?”. Contesté en
el mismo tono: “Pues anda que yo…”. Fui resbalando una mano desde el pecho
hacia la barriga y la dejé en reposo sobre la entrepierna. Noté cómo la polla
de mi tío se iba endureciendo y la cerqué con los dedos. Él entonces movió un
brazo para buscar mi polla, que encontró ya tiesa. “¡Déjame hacer!”, pidió.
Giró su voluminoso cuerpo sobre el sofá hasta alcanzármela con la boca. Unos
dulces escalofríos me invadieron cuando me sentí dentro de ella. Chupaba
mientras me palpaba y cosquilleaba los huevos, y el placer que me embargaba era
tan intenso que no quise precipitarme. “¿Puedo hacértelo yo?”, pregunté. Se
apartó de mí. “¡Pues claro!”. Se sentó separando los muslos y me ofreció su
gruesa polla también erecta. Me deslicé del sofá y quedé arrodillado ante él.
Primero acaricié la polla asentada sobre unos sólidos y peludos huevos, como
para convencerme de que aquello estaba allí para mí. El capullo estaba ya fuera
y acerqué mi boca. Lo lamí y fui cercándolo con los labios. Temí no hacerlo con
la pericia que él había demostrado, pero chupé con ansia y noté su
estremecimiento. MI tío quiso moderarme y llevó las manos a mi cabeza. Con
suavidad me apartaba a veces y la llevaba más abajo. Entonces lamía los huevos para,
enseguida, volver a sorber la polla. MI tío tampoco iba a correrse todavía,
pero lo que hizo a continuación me resultó de lo más excitante. Se tendió a lo
largo del sofá y me indicó que me subiera del revés sobre él. Fácilmente
nuestras pollas quedaron al alcance de la boca del otro y nos pusimos a mamar
al unísono. El placer se me duplicó y supe que no iba a poder resistir mucho.
Atrapado por sus labios noté cómo me vaciaba explosivamente. Pero ello no hizo
que dejara de chupar la polla de mi tío, que me recompensó llenándome la boca
de su leche. Quedamos quietos unos segundos, hasta que lo libré de mi presión.
Ya sentados los dos, mi tío me miró sonriente. “Bien ¿no?”. “Mucho mejor que
verlo de lejos”, me permití bromear lleno de satisfacción.
A partir de ese momento nuestra vida en común se normalizó. Yo me
esmeraba en la cocina, para lo que había de salir a comprar, y a ratos
completaba mis estudios con libros de gastronomía. Mi tío salía poco y pasaba
bastante tiempo con su bricolaje en el taller. A veces me gustaba sentarme allí
para observarlo. Los dos disfrutábamos mutuamente de nuestros desnudos y, por
supuesto, volvíamos a meternos mano, con deliciosas felaciones mutuas. Yo
recordaba lo que mi tío le había hecho a sus amigos, pero él nunca me lo pidió.
Mi tío no dejó de interesarse por mi asimilación de la nueva
situación, después de las inseguridades con que yo había llegado a ella. Por eso
no tuvo reparos en hablarme con toda sinceridad. “Entre nosotros se ha
producido una atracción sexual que estamos pudiendo satisfacer en esta
situación excepcional en que nos encontramos. Yo ya tengo mi vida hecha y a
ella estoy adaptado, con los eventuales desahogos que tan pillamente
observaste. Y tú tienes toda una vida por delante, en la que estoy seguro que
encontrarás relaciones que colmen tus gustos, aunque hasta ahora te hubieran
parecido inaccesibles. Todo es más fluido de lo que crees y no te vayas a
enganchar a lo que estás disfrutando hoy”. Me quedó muy claro que mi tío me
prevenía de estar imaginando una relación de pareja o similar con él.
Abundando en su idea mi tío me sorprendió con una propuesta.
Primero preparó el terreno. “¿Te acuerdas de los dos amigos con los que me
viste en el taller?”. “¡Cómo no me voy a acordar, con el impacto que me produjisteis!”,
contesté ingenuo. “Pues se me ha ocurrido, ya que tienes tan buena mano con la
cocina, que podíamos invitarlos a una comida”, dejó caer. Me quedé estupefacto.
“¿Vosotros tres… y yo?”. “Se van a llevar una sorpresa cuando vean cómo estás
ahora”. “¿Pero en qué plan sería?”, pregunté temeroso. “¿Tú que crees? ¿No te
gustó tanto lo que hacíamos?”. “Si me ha costado tanto destaparme contigo,
imagina lo que sería con dos más”, objeté. “Lo más difícil ya lo has hecho y
ellos te van a tratar tan bien como yo”, insistió mi tío. Decidido ya el
encuentro, quise distraerme del morboso pavor a lo que se me venía encima
pensando en lo que ofrecería para la comida, dispuesto a que, al menos en este
aspecto, mi pabellón quedara bien alto. Cuidé todos los detalles y, para tener
libertad de movimientos en la cocina, dispuse una elegante mesa en la sala.
De momento me tranquilizó que mi tío se hubiera puesto una camisa
sobre el pantalón, corto eso sí. Yo lo imité, aunque en la cocina me movía con
un gran delantal para dar los últimos toques. Llegaron juntos los dos amigos, a
los que recibió mi tío, que enseguida me llamó para presentarme. Me deshice del
delantal y acudí a la sala con temblor en las piernas. Enseguida los reconocí
aunque, al igual que mi tío, los dos habían ganado algo de peso. Eran el más
rubio que apareció primero en el taller y el recio que vino después. El primero
iba también con pantalón corto y el segundo llevaba tejanos. “Este es mi
sobrinito del que ya os he hablado, que es un genio para la cocina”, dijo mi
tío. El rubio me estampó un par de besos y, como al parecer recordaba haberme
visto en mi anterior visita, comentó: “¡Vaya con el sobrinito! ¡Qué hermoso te
has puesto!”. El otro también me besó y dijo: “Espero que no solo disfrutemos
de tu comida ¿eh, majo?”. Estaba pues claro que sabían a lo que venían y,
aunque no dejó de halagarme que me miraran con tan buenos ojos, no por ello
dejé de estar menos inquieto. Me excusé para volver a la cocina a dar los
últimos toques y los dejé departiendo amigablemente mientras mi tío abría una
botella de vino.
No tardé en volver con mi especialidad y dejar sobre la mesa la
bandeja que llevaba. Me senté al lado de mi tío, con los otros dos enfrente.
Fui sirviendo en plan profesional y uno comentó: “Esto huele que alimenta”. Mi
tío no se privó de glosar: “Este chico es una joya”. La comida transcurrió con
buena gana y frecuentes alabanzas a mi arte culinario, aunque me daba cuenta de
que, en la atención a mi persona, había un punto de morbo que por el momento se
mantenía latente.
Ya en los postres, con la animación a la que contribuyó la
abundante libación de vino, mi tío me echó cariñosamente un brazo sobre los
hombros y sacó el ‘tema’, para mi sonrojo. “¿Sabéis que aquí donde lo veis nos
conocía mejor de lo que pensábamos?”. Los invitados mostraron su curiosidad y
mi tío siguió. “Nos estuvo espiando desde la despensa que hay detrás del taller
y no pilló con las manos en la masa”. “¿A nosotros tres?”, preguntó el de los
tejanos. “Al completo”, se divertía mi tío, “Y no se perdió ni un detalle”. El
rubio se dirigió a mí: “¿Qué te pareció?”. “Impresionante”, declaré, “Tres tíos
tan buenos haciendo todo aquello…”. “Gracias por lo de buenos”, dijo el rubio,
que le preguntó a mi tío: “¿Cómo lo hiciste confesar después de tanto tiempo?”.
“Le tiré los tejos y vaya si cantó ¿verdad?”, mi tío me achuchó con cariño.
“¡Bueno, ya está bien!”, solté sonriendo, “Fue un pecado de juventud”. “Pues no
se te ve muy arrepentido”, bromeó el rubio. “Eso no”, aclaré.
Habíamos tomado el café y llegó el momento de las copas. Para ello
abandonamos la mesa y mi tío no tardó en aprovechar para proponer a sus amigos:
“¿Qué os parece si repetimos para mi sobrino lo que tanto le gustó hace años”.
El rubio contestó enseguida: “¡Hombre, ya era hora! Pensaba que todo iba a
quedar de boquilla”. Y el de los tejanos preguntó: “¿Pero él se va a quedar
mirando?”. Mi tío rio mirándome. “Puede ser como lo de los tres mosqueteros,
que en realidad fueron cuatro ¿verdad?”. Con esto mi tío parecía darme una
simbólica entrada al club. Entonces, al quedarse los tres en pelotas, al
complejo comparativo que no me había sacudido del todo lo fue solapando la
lascivia que destilaban aquellos tres magníficos ejemplares con desvergonzada
naturalidad. Además el sentirme como uno más inmerso en un deseo colectivo fue
despejando todos mis miedos y, aunque de momento parecieron prescindir de mí,
no dudé en seguir su ejemplo y desnudarme también.
Los dos amigos habían empezado a meterle mano con ganas a mi tío. Uno
le echaba un brazo por los hombros y lo morreaba mientras le acariciaba las
tetas. El otro le sobaba la polla para endurecérsela. Entonces mi tío se apartó
levemente y me tendió una mano invitándome a incorporarme. Varios brazos se
alzaron en refuerzo de mi tío y me dejé alcanzar. Quedé rodeado por aquellos
tres robustos cuerpos que desprendían un sugestivo calor. Cerré los ojos y me
dejé sobar por sus manos expertas que recorrían mi pecho y espalda, bajaban
hasta palparme el culo y asirme la polla que se me había endurecido. Ya más
activo, busqué con mi boca las suyas que se me iban uniendo y hurgaban con las
lenguas. También mis manos iban tocando todo lo que alcanzaban y, cuando di con
las erectas pollas, me fui escurriendo hacia abajo hasta quedar de rodillas. Chupaba
alternándome mientras ellos por arriba se besaban y se trabajaban las tetas,
Las palabras habían quedado sustituidas por murmullos de placer. Pero de pronto
el rubio soltó: “¡Vamos a por él!”. Casi en volandas me llevaron a la mesa, que
yo había dejado despejada después de la comida, y me tendieron en ella.
Mientras una boca se apoderaba de mi polla, los otros acariciaban el vello de
mi pecho y mi. Luego se pusieron a chuparme las tetas, con mordisquillos que
acentuaban los escalofríos que me recorrían. Hubo cambios de posiciones, sin
que yo distinguiera ya quién era cada cual.
No pretendían agotarme ni mucho menos y tampoco dejar de lado sus
prácticas habituales. Así, el rubio acaparó a mi tío y se agachó para
chupársela. Yo me había sentado en la mesa con las piernas colgando para recuperar
el aliento. El rubio dejó de chupar y volcó el torso a mi lado ofreciéndole el
culo a mi tío. Éste no dudó en clavarle la polla y ponerse a zumbar
enérgicamente. Me dirigió una mirada cargada de picardía.
Pero el tercero aprovechó para buscarme la polla entre los muslos,
comprobó que estaba bien tiesa y me hizo bajar de la mesa. Se colocó al lado
del rubio en la misma posición y me pidió: “¡Fóllame también!”. Nunca había
dado por el culo antes, pero el ejemplo de mi tío y la atracción de aquellas jugosas
nalgas que me invitaban a entrar me decidieron a hacerlo. Me sorprendió la
facilidad con que mi polla se clavó a tope y la cálida presión que sentía me
embriagó. Me moví con soltura, estimulado por la pasión que mi tío, a mi lado,
le ponía a su tarea. Traté de adaptarme a su ritmo, mientras los follados
intercambiaban exclamaciones. “¡Oh, qué gusto!”, “¡Qué buena polla!”. Noté que
no podría aguantar tanto como mi tío y me dejé ir con una corrida
sobrecogedora. Pero aún no había acabado de sacudirme y mi tío resopló con
fuerza agitando el cuerpo. Nos salimos casi a la vez y cruzamos unas miradas
complacidas. Los otros dos levantaron los cuerpos de la mesa. “¡Uf, vaya
follada!”, soltó el rubio. “Pues el sobrino la ha bordado”, comentó el mío. Me
callé que era mi primera vez.
Nos dejamos caer los cuatro muy juntos en el sofá, todos necesitados
de descanso, aunque éste iba a durar poco. Yo tenía a mi lado al rubio y el
roce caliente de su vello dorado me avivó el deseo. Él, tras la enculada de mi
tío, se manoseaba la polla para avivarla de nuevo. Me arrimé aún más y sustituí
su mano por la mía al tiempo que llevé los labios a una de sus tetas. Se le
endurecían el pezón con mi chupada y la polla con mis caricias. Me había rodeado
con su brazo inmovilizándome para que siguiera así. Le mordisqueaba el pezón y
él gemía, estirando las piernas para facilitar mi frotación de la polla. Cuando
el cuerpo se le puso tenso, subió mi cara e introdujo la lengua en mi boca. La
removía al ritmo de su creciente excitación, hasta que la leche fue desbordando
mi mano. Deshicimos el abrazo y me dijo sonriente: “¡Me has dado el remate!”.
Solo entonces me di cuenta que mi tío se la estaba chupando al que yo me había
follado y que estaba sentado en el respaldo del sofá. Al levantarse el rubio
para limpiarse la entrepierna y de paso darme una servilleta de papel para mi
mano, mi tío me reclamó con un gesto. Nos pusimos a repartirnos la polla entre
él y yo, con friegas y chupadas. El otro resoplaba y gemía con los cambios,
hasta que me escogió a mí para sujetarme la cabeza con la polla en mi boca y
vaciarse en ella. Pensé que aquella tarde había hecho un cursillo acelerado de
lujuria.
Loa amigos se marcharon la mar de satisfechos, y seguro que no había
sido solo por la comida. Mi tío estaba no menos encantado y me dijo: “¡Anda que
te has puesto las botas, eh!”. Le repliqué: “He tenido un buen maestro… que por
cierto tampoco ha estado quieto”. Él insistió en su pedagogía particular: “Ya
has visto que aquello que hace años te pareció tan inaccesible lo has tenido
ahora con toda naturalidad”. “MI tío mediante”, bromeé. “¡Déjate de puñetas!”,
se exaltó, “Como los que te hemos metido a mano aquí, que por lo visto somos tu
referencia en gustos, vas a encontrarlos a cientos ¡Espabila”. Se fue al baño y
me dejó deseando que tuviera razón.
Ya no hubo ocasión de repetir el encuentro con los amigos de mi
tío, porque su mujer regresó del viaje. Me agradeció que le hubiera hecho el
favor de cuidar de su marido y, para que viera lo bien que había ido todo, me
esmeré para ofrecerle una buena comida de bienvenida. MI tío volvió ser el que
era de costumbre y yo me marché con el recuerdo de lo vivido con él. Mi estado
de ánimo era mucho más sereno y optimista que al final de mi visita anterior.