Pedro y Javier eran
dos hombres de negocios cincuentones que, aunque todavía no se conocían, tenían
más cosas en común de lo pudieran imaginar. Ambos eran robustos y pasados de
peso, y se habían casado con mujeres bastante más jóvenes que ellos. Sus matrimonios
transcurrían dentro de la rutina convencional de una convivencia acomodaticia,
en que ellas les daban empaque social a ellos a la vez que disfrutaban de un
elevado nivel de vida. En cuanto al sexo, había ido pasando a un plano
secundario a lo largo del tiempo, con relaciones cada vez más esporádicas y
carentes de pasión.
Rita, la esposa de
Pedro, era una mujer de armas tomar. En el ámbito conyugal mantenía las formas
con exquisitez, aunque no dejara de constituir un alivio para ella el declive
de los ardores amatorios de su marido. La intensa dedicación de este a sus
negocios, que conllevaba frecuentes viajes, le permitía una discreta, pero
intensa, relación con amantes de su propio sexo. Tenía una habilidad especial
para seducir a otras esposas insatisfechas, a las que descubría placeres más
atrevidos que los que les proporcionaban sus aburridos maridos. Fue en este
contexto en que trabó amistad con Sara, la mujer de Javier, quien, de carácter
más maleable, había sido presa fácil de sus conquistas.
Al ser las dos de un
mismo status social, les vino muy bien que los dos matrimonios empezaran a
relacionarse. Salían juntos a cenar o a algún espectáculo y se visitaban en sus
respectivos domicilios. La perspicaz Rita no tardó en captar que los maridos,
en una irreprimible tendencia a apreciar más lo ajeno que lo propio, prestaban
una atención especial, aunque contenida, a la mujer del otro. No dudó en hacérselo
notar a Sara. “¿No te has dado cuenta de las miradas que Pedro le echa a tu
escote?”. “¿Tú crees? ¿Te molesta eso?”, contestaba la menos aguda Sara. “¡Para
nada! Si a Javier también le brillan los ojitos conmigo”, rio Rita. “¡Vaya con
los carrozones! Pues no sé yo si ganaríamos mucho con el cambio”, se sinceró
Sara. “Tampoco me seduciría mucho el intercambio de parejas. Pero…”, dejó en el
aire Rita. Sara quedó pendiente de la inventiva de su amiga. “Se merecen que
nos divirtamos a su costa… Un intercambio distinto al que ellos esperarían”,
propuso Rita. “¿Nosotras por un lado y ellos por otro? La armarían”, se
espantó Sara. “Si aceptan entrar en el juego, tendrán que aguantarse… A ver
cómo se apañan cuando nos vean”, replicó Rita convencida. “No sé yo…”, dudó
Sara. “Déjame que prepare el terreno”, decidió Rita.
En un hogareño momento
de sobremesa, Rita comentó a Pedro: “Esta mañana, en la peluquería, dos
clientas contaban con todo descaro que habían hecho un intercambio de parejas”.
Pedro puso atención. “¿Ah, sí?”. “Decían que tenían mucha confianza los dos
matrimonios y que se lo pasaron muy bien”, completó su relato Rita, y añadió:
“¡Qué cosas! ¿No?”. Pedro se mostró comprensivo. “Ahora la gente se comporta
con más libertad”. “¿Es como si lo hiciéramos nosotros con Javier y Sara?”,
preguntó cándidamente Rita. “También hay mucha confianza entre nosotros ¿No
crees?”, picó el anzuelo Pedro. “¿A ti te gustaría algo así?”, insistió Rita.
“Tendría que gustarnos a todos”, contestó Pedro ambiguo.
Ahí quedó la cosa
pero, en una cena conjunta, mientras degustaban las copas y el café, Pedro sacó
el tema. “El otro día comentábamos lo de las parejas que hacen intercambio”. Rita
observó divertida que Javier la miraba de refilón y ponía la antena. Pero se
las dio de enterado. “Sí, hay clubs que se dedican a eso”. Pedro precisó:
“También hay parejas que se conocen y deciden probarlo entre ellas”. “Hay que
ser muy atrevidos ¿no?”, terció Sara que intuía los manejos de Rita. “Imagina
que lo hiciéramos nosotros…”, dejó caer ésta con un tono de fingida
incredulidad”. Los hombres guardaron un silencio tenso, hasta que Pedro se
atrevió. “Hay confianza entre nosotros ¿No os parece?”. “Podría ser…”, lo apoyó
Javier, y añadió: “¿Vosotras qué decís?”. “Si es como un juego, todos juntos…”,
puntualizó Rita. “¡Eso! Que no tire cada pareja por su lado”, redondeó Sara.
Ellos se miraron algo extrañados por la forma de intercambio tan poco íntima
que se les había ocurrido a las mujeres, al imaginarse follando a la mujer del
otro mientras veía cómo éste se follaba a la suya. Al fin Javier admitió:
“Puede tener su morbo”. Pedro tampoco objetó ya. “Pues lo hacemos así… ¿Vamos a
nuestra casa?”.
Una vez en casa de
Pedro y Rita, los hombres se mostraron un poco cortados por cómo abordar el
asunto. Rita aprovechó para hacer su propuesta. “Ponernos a desnudarnos en el
salón va a resultar incómodo… Lo mejor será que los hombres vayáis a una
habitación y nosotras, a otra. Nos quitamos la ropa y nos juntamos los cuatro
aquí… Pero desnudos del todo ¿eh? No vale hacer trampas”. Por supuesto, las
mujeres no tenían el menor problema para eso. Más vergonzosos ellos por mostrar
sus robustas figuras, los animaba la idea de cepillarse sin tapujos a la mujer
ajena. Mientras procedían a despelotarse, se miraban de reojo y por sus mentes
circulaban pensamientos similares. “Está más gordo él que yo”. “¡Qué peludo es
también el tío!”. “¿Cómo le sentará verme follando a su mujer?”. “¿Se lo hará
mejor que yo a la mía?”. Una vez en cueros y nerviosos, Pedro preguntó: “¿Vamos?”.
“Vayamos”, contestó Javier.
Al llegar al salón
empezaron las sorpresas. Había dos sofás enfrentados y las mujeres ya habían
ocupado uno. Los recibieron sonrientes y en una actitud descaradamente
cariñosa. Aunque de momento los hombres se habían fijado sobre todo en la
hembra que deseaban cepillarse, cuando Pedro le dijo a Rita “¡Venga! Deja que
me ponga yo ahí”, se llevaron el primer chasco. “¡Ni hablar!”, replicó Rita,
“El intercambio ya está hecho. Como no habíamos hablado de cómo sería, nosotras
hemos escogido”. Para corroborarlo le dio un intenso morreo a Sara, que lo
acogió gozosa. Pedro y Javier cayeron literalmente de culo en el otro sofá.
Incrédulos todavía, Pedro buscó una explicación. “Así que se os ha ocurrido
montar un numerito lésbico para excitarnos ¿eh?”. Rita fue implacable. “Si os
excita, mejor para todos. Pero os tendréis que apañar entre vosotros”. Y aún se
permitió darles ideas. “Si no se os ocurre nada, podéis imitar lo que hagamos
nosotras”.
De momento, uno
sentado junto a otro, Pedro y Javier miraban con ojos como platos las
desinhibidas metidas de mano a las que se entregaban sus cónyuges. Se
acariciaban y chupaban mutuamente las tetas, y los dedos hurgaban en las
entrepiernas. Cuando Rita se deslizó para comerle el coño a Sara y ésta se puso
a lanzar gemidos de placer, los hombres, pese a su estupefacción, no dejaron de
empezar a sentir unos excitantes efectos. “¡Joder con las tías! ¡Qué morbo
tienen!”, exclamó Pedro. “¡Cómo se te está levantado!”, comentó Javier mirándole
la polla. “¡Pues anda que a ti…”, replicó Pedro. Y es que los dos se estaban
empalmando con inevitable evidencia. Rita se interrumpió brevemente para
observarlos y soltar, con la boca y la barbilla chorreantes de los jugos de
Sara: “Mira cómo se van animando los chicos”. Porque ellos, mecánicamente, se
habían llevado la mano a la polla; cada uno a la suya, por supuesto. Entretanto
se consolaban con una cómplice camaradería. “¡Qué cachondo me estoy poniendo!”,
reconoció Pedro. Javier le preguntó: “¿Tú le haces eso a Rita?”. “¡No, nunca!”,
declaró Pedro como si se tratara de algo impropio de él. Javier confesó: “Yo a
Sara cuando éramos jóvenes”. “Pues parece que le gusta cantidad”, comentó
Pedro, al que ya le estaban entrando ganas de bajar de su pedestal y hacérselo
él. Para mayor recochineo, Rita se desplazó de forma que ahora su coño también
estaba al alcance de la boca de Sara. Las dos mujeres, así enlazadas, se
retorcían y emitían murmullos voluptuosos. Javier expresó un deseo, aunque con
poca convicción. “Igual luego dejan que nos las follemos”. Pedro, que conocía
la cabezonería de Rita, lo desilusionó. “Me temo que la partida la tenemos
perdida”.
Ante el sin parar de
las féminas, Pedro y Javier estaban cada vez más excitados. Al fin el segundo
dijo algo que ni él mismo habría imaginado nunca que diría. “¿Te importa si te
la toco un poco?”. La respuesta de Pedro no fue menos asombrosa. “¡Vale! Y yo
te lo haré también. Que no se crean ésas que nos vamos a quedar con un palmo de
narices”. Mientras con manos temblorosas asían la polla del otro, se enzarzaban
en un susurrante diálogo que iba dando pie a gestos cada vez más osados,
arrullados y estimulados por los rumores y las posturas lascivas que captaban
del sofá de enfrente. “¡Qué dura se te ha puesto!”. “Tienes la mano muy
caliente”. “Se te moja el capullo”. “Los huevos los tienes gordos ¿eh?”. “Deja
que palpe los tuyos”. “Separa un poco más los muslos”. “Espera, que me echaré
un poco hacia atrás”. “Eso, que no estorbe el barrigón”. “¡Mira quién habla!”.
“Me gusta cómo me tocas ¿sabes?”. “Tampoco lo haces mal”. “Cuando te inclinas
hacia delante parece que tengas las tetas más gordas que Sara”. “Ella no tiene
pelos”. “Unos pezones grandes ¿eh?”. “Tócalos si quieres”. “¡Uy! Se te ponen
duros”. “A ver los tuyos”. “¡Vaya lametón!”. “¿Te ha molestado?”. “¡No, no!
Puedes seguir”… Se habían casi abstraído de las maniobras de las mujeres que,
ya con los ardores algo más calmados, observaban ahora divertidas, pero sin
querer interferirlos, los avances de sus maridos.
“¿Y si hacemos como
ellas?”. “¿Te refieres a chuparnos por abajo?”. “Yo nunca he hecho eso”. “Yo
tampoco ¿Qué te crees? Pero ahora tengo muchas ganas”. “¡Venga! Ponte de pie
aquí delante”. “¿Estoy bien así?”. “¡Uf, qué pollón! No sé si podré”. “Ahora no
te eches atrás ¡Chupa ya!”… “¡Osti, qué gusto me estás dando!”. “No te vayas a
correr ¡eh!, que me lo tienes que hacer también”. “Ya aguanto, sigue un poco
más”… “¡Va! Vamos a cambiar”. “¿Sabes que tienes un buen culo?”. “¡Eso ni se te
ocurra!”. “¡No, hombre, no! Solo es un comentario”. “¡Vale! Te la voy a
chupar”… “¡Qué bien le das con la lengua!”… “Ya estoy casi a punto”. “Pues
venga, échate a mi lado, que yo tampoco resisto ya”. Juntos y despatarrados en
el sofá, cada uno se meneó la suya frenéticamente. Cuando se corrieron de forma
casi simultánea, les sobresaltaron los aplausos que les dedicaban las mujeres.
“¡Uf, quién lo iba a
decir!”, farfulló Pedro resoplando. “¡Qué pasada! ¿No?”, agregó Javier. Ya
intervino Rita. “¡Vaya con los hombrecitos salidos! Qué bien os habéis apañado
solos”. Pedro protestó. “Pero lo nuestro ha sido por necesidad, no por vicio
como vosotras”. “Llámalo como quieras, pero os habéis dado el lote también”,
replicó Rita, que añadió con cinismo: “Nos habríamos compadecido y dejado que
vinierais a acabar la faena con nosotras, pero os hemos visto tan compenetrados
que no hemos querido interrumpir”. “Pues no nos habéis hecho falta ¿Verdad,
Javier?”, le devolvió la pelota Pedro, completándolo con un afectuoso achuchón
a su compañero. Javier asintió todavía confuso.
Como no dejaban de ser
gente de orden, dieron la experiencia por terminada. Javier y Sara se marcharon
a su casa, mientras Pedro y Rita volvían a su rutina conyugal. Tanto a una
pareja como a la otra les resultaba algo violento comentar lo ocurrido. Los
hombres, por una parte, sentían su orgullo herido por la constatación de que sus
mujeres se apañaran entre ellas con tanto desparpajo y menospreciando su
colaboración. Pero por otra, les inquietaba la duda de si la excitación que
habían experimentado se debía tan solo al numerito lésbico que les habían
ofrecido. En cuanto a las esposas, sin bien habían sido las provocadoras
conscientes de lo sucedido, les quedaba el resquemor de lo fácilmente que sus
maridos se habían arreglado sin insistir en su deseo por la mujer ajena.
Pedro, que no le iba a
la zaga a su esposa Rita en cuanto a decisión, le hizo una propuesta. “Ya que al
parecer Sara y tú no nos necesitáis a Javier y a mí para pasároslo bien, no
tengo inconveniente en que te la traigas a casa para hacer vuestras cosas. Yo
os dejaré tranquilas y aprovecharé para ir a la de ellos. Así veré a Javier y
podremos aclarar entre nosotros lo que nos sucedió el otro día”. A Rita le
faltó tiempo para llamar a Sara y comunicárselo. A ésta le pareció muy bien la
idea y se encargaría de transmitírsela a Javier, quien sin duda no tendría
inconveniente. Así pues convinieron en la tarde de un sábado para este nuevo
intercambio.
Pedro salió de su casa
antes de que llegara Sara e hizo algo de tiempo para asegurarse de que Javier
se había quedado solo. Cuando éste le abrió la puerta resultó evidente que no
tenía ni idea de lo que se cocía. “¿No te ha dicho Sara que ella iría a mi casa
y que yo vendría a la tuya?”, preguntó Pedro. “Lo primero sí que me lo ha
dicho, pero lo segundo no… ¿Estarán tramando otro lío?”, dijo Javier haciéndolo
pasar. Pedro explicó: “Ha sido a mí a quien se le ha ocurrido este encuentro
por separado. Quería que habláramos tranquilamente de lo nuestro”. “¿Qué es lo nuestro?”,
preguntó Javier aún perplejo. “Cómo nos comportamos los dos el otro día ¿No te
pareció algo raro?”, aclaró Pedro. “Bueno, sí… Vino así la cosa”, admitió
Javier algo azorado. “Pues a mí me gustaría entender por qué nos pusimos tan
cachondos”, se sinceró Pedro. “Estaban allí ellas haciendo todo aquello…”,
arguyó Javier. Pedro puso el dedo en la llaga: “¿Fue solo eso?”. Javier guardó
silencio sin saber que responder. Pedro entonces lanzó su propuesta: “Nuestras
mujeres estarán ahora dándose el lote en mi casa y se me ha ocurrido que
nosotros hagamos una comprobación”. “¿Comprobar qué?”, preguntó todavía Javier.
“Que nos pongamos en la misma situación que el otro día, ahora sin ellas
delante… Y a ver qué pasa”. “¿Quieres decir que nos desnudemos?”, se extrañó
Javier. “A mí no me importaría ¿y a ti?”, replicó Pedro. “Bueno… ya lo hicimos
esa vez”, admitió Javier.
Más decidido Pedro y
más cortado Javier, los dos se quedaron en cueros. Se miraron sin saber muy
bien qué hacer a continuación. Pedro sugirió: “Vamos a sentarnos en el sofá
como el otro día”. Como Javier lo hizo a una cierta distancia, Pedro lo animó:
“¡Arrímate más, hombre! Que nos rocemos”. Quedaron pues con las piernas en
contacto y entonces Javier preguntó: “¿Te acuerdas de lo que hicimos?”. “¡No me
voy a acordar! Nos las chupamos”. “¿A ti te gustó?”. “No estuvo mal, la
verdad”. “No…”. Hubo un silencio en el que la mano de uno se posó en el muslo
del otro. “Estás caliente”, comentó Javier. “Hace calor aquí… ¿Te puedo pasar
un brazo por los hombros?”, pidió Pedro. “¡Claro! Ya que estamos…”. “¿Qué tal
así?”. “Bien”. “Hoy no tenemos a nadie enfrente…”. “¿Tú notas algo?”. “Un
poquito”. “¿Verdad que sí?”. Abrazados, parecían aguardar algo. “Te dije que me
gustaban tus tetas ¿te acuerdas?”. “Sí, hasta me las lamiste ¿Lo harías ahora?”.
“Sí quieres…”. Pedro se puso a palpar los abultados pectorales de Javier y a
pasar un dedo por los picudos pezones. Luego acercó la boca y los chupó. “Lo
haces bien”, dijo Javier, “¿Dejas que te lo haga yo?”. Cambiaron de posiciones y
Javier pasó los dedos y la lengua por las tetas de Pedro, no menos crecidas.
“Tienes más pelo”. “¿Te molesta eso?”. “No… Me hace cosquillas”. “Me estás
dando mucho gusto… Fíjate cómo estoy”. Javier miró hacia abajo y vio la
erección de Pedro. “Yo estoy igual”. Todavía quisieron buscar una explicación.
“¿Pensabas en mi mujer?”. “Ni en la tuya ni en la mía”. “Yo tampoco”. “Entonces
nos bastamos solos”. “Eso parece”. “¿Seguimos?”. “¿Por qué no?”.
Pedro se despatarró
para lucir su poderosa polla. “¿Cómo la ves?”. “Ya te dije que muy grande”.
“Tampoco está nada mal la tuya… y mira qué tiesa la tienes”. “¡Vaya paja nos
hicimos el otro día!”, evocó Javier. “Pero cada uno la suya”, puntualizó Pedro,
“Hoy podríamos hacerlo distinto ¿no?”. “Tendremos que probarlo”. “Antes nos las
chuparemos… Aquello estuvo muy bien ¿verdad?”. “Casi me atraganto con la tuya”.
Mientras mantenían este diálogo, las manos se les habían ido a la entrepierna
del otro. No solo manoseaban las pollas, porque Pedro dijo con sentido del
humor: “Me estás tocando los huevos”. “¿Te molesta?”. “Son unas cosquillas
agradables”. De pronto Pedro pidió: “Deja que te toque el culo”. “¡Ya estás con
eso!”, protestó Javier. “No te voy a hacer nada… Solo verlo y tocarlo un poco”.
Javier se levantó y le dio la espalda. Pedro enseguida se puso a acariciarlo.
“Lo encuentro muy sexy… Y con esta pelusilla tan suave”. Cuando le abrió más de
la cuenta la raja, Javier la apretó. “¡Cuidado con lo que haces!”. “¡Confía en
mí, hombre!”, lo calmó Pedro. Pero tiró de él. “Siéntate aquí encima un poco…
Solo para rozarte”. Javier transigió dejando que Pedro le restregara la polla.
“¡Qué dura la tienes!”. “Me estoy poniendo muy caliente”, reconoció Pedro.
Javier sorteó el peligro y se apartó. “¡Deja eso ya! Mejor nos las chupamos”. “¿Viste
cómo lo hacía ellas?”, preguntó Pedro. “¿Las dos a la vez?”. “Sí ¿No te
gustaría?”. “Nosotros estamos más gordos”. “¡Venga! Yo me tumbo en el sofá y tú
te subes encima”, propuso Pedro. “¿Al revés?”. “¡Claro!”.
Pedro quedó estirado
mientras Javier hincaba las rodillas un poco por arriba de su cabeza y echaba
el cuerpo hacia delante. “¿Así llegas?”. “Sí… ¡Qué tiesa la tienes!”. “Has
puesto los huevos encima de mi cara”. “¿Llegas a la polla?”. “¡Sí, sí… Empecemos!”.
Javier lamió el capullo y fue sorbiendo la polla de Pedro. Éste, dio unos
chupetones a los huevos y tanteó con la lengua para poder atrapar la polla de
Javier. Durante un rato, con las bocas ocupadas, mamaron al unísono. No podían
expresar sus sensaciones más que con sonidos guturales y el temblor de los
cuerpos que se transmitían mutuamente por las barrigas pegadas. En esa
situación, a medida que el placer se iba intensificando en cada uno de ellos,
les surgían unas dudas que no dejaban de tener su morbo. ¿Cómo saber que el
otro iba ya a correrse? ¿Se les llenaría por sorpresa la boca de leche? Sin
embargo ninguno paraba para no cortar también el gusto que se estaban dando.
Las reacciones fueron distintas según la posición ocupada. Javier, al notar el
efluvio lácteo, abrió la boca y la leche fue resbalando por la polla de Pedro
para caer sobre los huevos y el peludo pubis. Pedro no tuvo más remedio que ir
tragando para no ahogarse. Cuando deshicieron el enredo de sus cuerpos, Pedro
protestó: “¡Cabrón! Me he tenido que tragar toda tu leche y tú me has soltado
en el último momento”. Javier se disculpó. “Perdona. Ha sido un impulso por la
cantidad que largabas… ¿Pero te ha gustado cómo te la he mamado?”. “Eso sí”,
admitió Pedro. Javier añadió condescendiente: “En otra ocasión lo haremos al
revés”. “¡Ah! ¿Pero habrá más ocasiones?”, replicó Pedro complacido con la
idea. “Yo diría que sí… Nos estamos apañando la mar de bien ¿no?”. “Y de paso
sabrán aquellas dos que se lo han buscado”. Pedro todavía se atrevió a expresar
un deseo que le seguía rondando. “Igual hasta me dejas jugar con tu culo”. “Eso
ya lo veremos”, se zafó Javier.
Sin dar más cuentas de
sus andanzas, los dos matrimonios siguieron muy compenetrados. Acudían juntos a
actos sociales y coordinaban a la perfección los intercambios de domicilios, e
incluso de habitaciones de hotel por las noches cuando hacían algún viaje
conjunto. ¡Ah! En cuanto a Pedro y Javier, perfeccionaron las mamadas y el
primero logró con paciencia y persuasión que el segundo le acabara cediendo el
culo. Cosa que Javier acabó disfrutando sin prejuicios.