Hay hombres a los que
les cuesta reconocer que les gustan otros hombres. Por eso, al verse envueltos
en situaciones que a veces ellos mismos provocan, hacen ver –e incluso se
autoconvencen de ello– que han sido inducidos a hacer cosas que nunca hubieran
imaginado, aunque de hecho las disfruten a tope.
Algo de esto ocurrió
cuando pasaba unos días de asueto estival en un pueblo de montaña y un día cogí
el coche para visitar un lago cuyo pintoresquismo me habían alabado. Aparqué y
fui bordeando la orilla. De pronto vislumbré a un hombre que parecía buscar
algo afanosamente con el agua hasta media pantorrilla. Me acerqué y, no solo
por solidaridad, me interesé por su problema. Porque el tipo estaba buenísimo
y, además, con una indumentaria excitante. Maduro y gordote, con la camisa
medio abierta y un torso velludo, curiosamente solo llevaba calzoncillos, que
además se iba remangando para eludir salpicaduras, exhibiendo así unos muslos
magníficos. Sin abandonar su pesquisa, me informó de que había sacado las
alfombrillas del coche para lavarlas en la orilla y, sin darse cuenta, le
habían caído las llaves del bolsillo de la camisa. Los pantalones, que se había
quitado para no mojarlos, se habían quedado encerrados en el coche. “Si se han
enterrado en el fango, estoy apañado”, comentó desesperanzado. Yo entonces me
puse agachado en el borde para ir mirando mientras el removía con los pies.
Pero me costó trabajo concentrarme en la observación porque, siendo los
calzoncillos bastante holgados, a medida que se los iba subiendo se le asomaba
la polla, que para colmo era bastante grande. Él, al parecer, o no se daba
cuenta, o no le importaba, con su ofuscación. Se me ocurrió preguntarle si
había otras llaves. “Sí, en casa. Pero sin coche ni pantalones… Hasta el móvil
tengo dentro”. Me estaba poniendo tan a tono el tío que exacerbé mi
generosidad. Me ofrecí a llevarlo con mi coche a recoger las llaves y traerlo
de vuelta para que recuperara el suyo. Me lo agradeció casi emocionado.
“¡Menuda suerte he tenido de que aparecieras! No sé cómo lo habría resuelto…
Pero vaya molestias que te estoy causando”. No me molestaba en absoluto poder
seguir con él. “Para eso estamos, para echarnos una mano”, me hice valer.
Me encantó llevarlo
sentado a mi lado en el coche, con el muslamen bien a la vista y que rozaba a
veces en los cambios de marcha. Indagué sobre su currículo. “¿Estarán
preocupados en tu casa? ¿Necesitas llamar?”. “No. Mi mujer ha ido unos días a
visitar a su madre. Mejor no decirle nada… Aún me llevaría una bronca”. La idea
de ir a su casa los dos solos me resultó de lo más estimulante y, en un acto
reflejo, miré de reojo su entrepierna. No le escapó el gesto, porque comentó:
“¡Vaya pasajero más impresentable!”. Aproveché para recordarle: “Pues abróchate
el cinturón, no sea que encima nos paren”. Maniobró con las cintas y al forzar
la postura buscando el enganche, la laxa bragueta del calzoncillo dejó ver
parte de la polla. Una vez más, al igual que en sus chapoteos en el lago, me
asaltó la duda de si se habría dado cuenta. El caso es que, al recuperar la
posición, no hizo el menor gesto de corregir la abertura, lo cual incrementó mi
agitación interna. Me decidí a bromear sobre lo sucedido. “¿Sabes? Cuando te vi
de lejos remangándote los calzoncillos, pensé que eras un exhibicionista”. Me
devolvió la pelota. “Pues acudiste muy rápido…”. Lo dijo con sorna, como si le
hiciera gracia seguir el juego equívoco. Pero enseguida corrigió la deriva:
“Para eso estaba yo… ¿Pero qué hacías tú paseando tan solitario?”. “Ya ves…, a
veces se encuentra algo”, respondí con ambigüedad. “¡Desde luego de lo más
oportuno!”, concluyó sin más averiguaciones. Ya se dedicó a indicarme el
camino, sin alterar el estado de su bragueta medio abierta, y yo poniéndome
cada vez más nervioso cada vez que le echaba una mirada.
“Esa es. Ya hemos
llegado”. Me señaló una casa algo apartada del pueblo. Al parar delante
pregunté: “¿Te espero?”. “¡Entra conmigo, faltaría más!”. Pero de pronto cayó
en que había surgido un nuevo problema. “¡Coño! Si la llave se ha quedado
también dentro del coche”, exclamó alterado. “¡Pues sí que la hemos hecho
buena! Como no volvamos y rompas un cristal del coche…”. “¡Espera, se me ocurre
algo!”, dijo más calmado. “Por detrás hay un ventanuco en alto que no cierra
bien. Es un poco justo, pero si me ayudas, creo que podré pasar”. Dimos la
vuelta a la casa y hubimos de apilar unos troncos para que pudiera subirse y
acceder a la ventana. Era de guillotina y metiendo un hierro no tuvo dificultad
en levantarla. “El problema será que entres por ahí”, comenté algo escéptico.
“Verás como sí”. Dio un impulso para meter a duras penas medio cuerpo. “Ahora
empújame poco a poco. Yo iré sujetándome a una estantería para no caer de
cabeza”. Ahí tenía pues el orondo culo coronando sus piernas colgantes. Con mis
manos en él iba impulsándolo pendiente de sus instrucciones. Pero cuando quedó
en equilibrio inestable, la parte inferior del cuerpo se elevaba haciendo de
contrapeso. La consecuencia fue que las anchuras del calzoncillo dejaban
entrever de nuevo la colgante polla. Y esta vez a escasos centímetros de mi
cara. Debió notar el titubeo de mis manos, porque avisó desde el otro lado:
“¡Eh, agárrame bien!”. Un último empujón hizo que todo él se deslizara más
rápidamente hacia interior. El desasosiego por una precipitación desafortunada
causó que mis manos crispadas se quedaran con los calzoncillos vacíos. Se
oyeron unos ruidos y golpes que me hicieron temer lo peor. Pero enseguida su
voz me tranquilizó. “Estoy vivo… pero me has dejado con el culo al aire. Ahora
te abro”.
Fui a la parte
delantera de la casa y ya estaba en la puerta abierta, con la camisa algo
desgarrada y cuyos faldones dejaban entrever el sexo. Pero él estaba sofocado y
parecía importarle muy poco su aspecto. Yo me debatía entre interesarme por su
estado y contemplar esa polla que, aun en recesión, se asomaba soberbia. “¡Entra,
entra! ¡Uf, por poco me la pego!”. A todo esto, yo llevaba en la mano sus
calzoncillos. “Esto creo que es tuyo”, dije con cierto recochineo. Los cogió
tomando conciencia de su apariencia, pero sin ademán de ponérselos; incluso rio
algo distendido. “¡Vaya pinta la mía! Si hasta he perdido la vergüenza… Aquí
enseñándolo todo”. “A ver si iba a tener yo razón de que eres un
exhibicionista…”, comenté de forma desenfadada. Acogió la broma riendo. “Si has
sido tú el que me ha dejado así…”.
La desinhibición con
que me guiaba por la casa, con los calzoncillos en la mano y el culo al aire, tenía
algo de chocante, a la vez que excitante. Él mismo se explicó a su modo: “Menos
mal que estamos solos ¿verdad? Ahora estoy ya más relajado y espero que no te
moleste verme así después de tantos accidentes”. “¡Qué va! Si me está gustando
mucho conocerte…”, repliqué para aumentar la confianza. “¿Ah, sí? Pues si no
tienes prisa, me gustaría darme una ducha. Entre el barro y el polvo que me ha
caído encima estoy hecho un asco”. Avanzó decidido por la vivienda,
despojándose entretanto de la camisa. “¡Joder, ha quedado hecha girones…”. Yo
fui detrás, encandilado con la visión completa de sus apetitosas partes
traseras.
Cuando entró en el
baño, me detuve discretamente en la puerta. Pero enseguida me reclamó. “¡Pasa,
hombre, pasa! Tú también necesitarás asearte un poco…”. Así que, mientras se
metía en la bañera, yo me aposté en el lavabo, tembloroso ante su desnudez y
procurando no perderlo de vista. Pero los incidentes del día no habían acabado
porque, al dar el agua de la ducha, ésta se desprendió del soporte superior, proyectándome
al caer un buen chorro de agua todavía fría. “¡Madre mía! Si ya me decía mi
mujer que tenía que ajustarlo… ¡Mira cómo te has puesto!”. Y es que mi ligera
ropa de verano había quedado empapada, y yo trataba de salir de la impresión. “Vas
a tener que quítate todo eso, que habrá que secarlo”, dijo con cierto regocijo.
Y la verdad es que pensé que no hay mal que por bien no venga, por lo morbosa
que me resultaba la idea de los dos despelotados. No dudé pues en quitármelo
todo, hasta los calzoncillos, que no se habían llegado a mojar. “Ni que lo
hubieras hecho a propósito…”, comenté en plan desafiante. “No más que tú
dejándome sin calzoncillos”, replicó aguantando la risa. “Pues ya los dos en
pelotas… ¿Ahora qué más?”, contraataqué. Su respuesta me pilló por sorpresa.
“¿Sabes que me está divirtiendo esta situación? Los dos solos y así…”. “Yo ya
estoy dispuesto a lo que sea… Hasta te puedo sujetar la ducha mientras te
remojas”, dije ahondando en la ambigüedad. “¿Harías eso?…Pues no te digo que no
¡Entra, que cabemos los dos!”.
Ya dentro de la
bañera, puso en mi mano la ducha. “A ver si apuntas bien y no seguimos
inundando”. Volvió a abrir el grifo y, con cachaza, me presentó su cuerpo. El
pulso me temblaba al irlo rociando de arriba abajo. Cuando apunté a la
entrepierna comentó retozón: “¡Uy, si hasta me está dando gusto!”. Ya me
importaron tres pitos la erección que se me había disparado. “¡Vaya, eso sí que
no me lo esperaba!”, dijo, aunque para nada escandalizado. “A estas alturas, lo
dudo”, repliqué deteniéndome, alterado ante su desfachatez. “Nunca había estado
con un hombre así ¿sabes?”. “Pues parecías buscarlo desde que me enseñabas la
polla en el lago…”. Eludió la cuestión de que fuera intencionado o fortuito.
“El caso es que aquí estamos y no me disgusta… ¿Quieres probar enjabonarme,…a
ver lo que pasa?”.
Yo estaba tan caliente
que no dudé en seguirle el juego. De modo que dejé la ducha y me eché gel en
las manos. Él se me entregó con los ojos cerrados. Me parecía increíble tener
vía libre para meterle mano a fondo, por mucho jabón que hubiera por medio. Empecé
por el pecho, enredando los dedos en el abundante pelo. Moldeaba con las manos
las tetas copudas, cuyos pezones me resbalaban entre los dedos. Su rostro se
mantenía inexpresivo, dejándome hacer. Al repasar la barriga prominente y dura
hurgué en el ombligo, lo que le produjo un breve estremecimiento. Para
traspasar este punto, renové la provisión de gel. Mi mano espumeó el poblado
pubis y fue a dar sobre la verga. Me
limité de momento a un frote suave para no darle demasiadas facilidades, aunque
su engorde empezaba a ser evidente. Enjaboné los huevos y, al pasar la mano por
debajo, le pedí: “¿Te das la vuelta?”. “A ver qué haces…”, advirtió al girarse.
Me entusiasmaba tener a mi disposición un culo tan magnífico que resaltaba los
vellos mojados. Nueva recarga de gel y sobeo con mis manos deslizantes. No pude
evitar el ahondar en la raja y, aunque lanzó “¡Eh, no te pases!”, no hizo el
menor gesto de retraerse. Tenía curiosidad por comprobar el efecto de mis
toques en su delantera. “Si te vuelves de
frente, completaré el aseo”. Su verga estaba ahora dura y elevada. Comenté: “Ya
somos dos…”. “Qué quieres…, no soy de piedra”, y seguía con los ojos cerrados. Ahora
sí que la manoseé y friccioné a conciencia, estirando la piel para cubrir y
descubrir el capullo. “¡Espera! ¿Por qué no me dejas que te enjabone yo a ti?”.
Ya me miraba echando mano al frasco de gel. Que diera este paso me cogió por
sorpresa, a pesar de su continuado comportamiento provocador. Con la mano
enjabonada fue directamente a frotarme la polla. “¡Qué dura la tienes! Te has
puesto cachondo conmigo ¿eh?”. “¿Y tú no?”, contrataqué con ironía ante su
erección no menos palmaria. “Bueno, yo solo estoy probando. Las cosas han ido viniendo
rodadas y hemos acabado así…”. “Si te gusta hacerte el ingenuo, por mí puedes
seguir probando”, dije mientras él no paraba de sobármela impertérrito.
Cuando ya estaba
llegando yo al séptimo cielo, tuvo una idea. “Será mejor que nos enjuaguemos ¿no
te parece?”. Intercambiamos chorreos con la ducha y quedamos bien escurridos.
Eso sí, con las pollas bien tiesas. Como no sabía por dónde iba a derivar él,
me anticipé. “¿Salimos o te la chupo aquí?”. Quedó un poco perplejo, pero no se movió. De modo que me agaché y me metí
su verga en la boca. “¡Uy, qué abuso!”, se le ocurrió exclamar. Pero me amorré
aún más y le agarré de los muslos. Entonces él llevó las manos a mi cabeza, y
no precisamente para apartarme, sino para dirigir la mamada. No obstante siguió
soltando: “¡Qué barbaridad!... ¡Esto es muy fuerte!... ¡No puedo resistirlo!”.
Yo desde luego no estaba dispuesto a replicarle
interrumpiendo la faena. “¡Cómo eres…, vas a conseguir que me corra!”. No había
acabado de decirlo y la boca se me llenó de su leche espesa, que me rebosaba
antes de poder tragarla. “¡Uff, lo que has hecho! Me has dejado vacío”.
Se recostó contra la
pared con las piernas flojas. Apenas pude usar la boca lo reté. “No dirás que
no te ha gustado”. Como repuesta tuvo uno de sus salidas. “Lo que me temo es
que ahora querrás violarme”. No me anduve con contemplaciones. “Tú eliges: o me
la chupas o te doy por el culo”. Su opción fue darse la vuelta e irse
inclinando hasta provocarme con su trasero. No faltó su consabida apostilla, que
ya no me venía de nuevo. “¡Estás haciendo conmigo lo que quieres!”. Si no tenía
ya suficiente calentura encima, ante aquella oferta gorda y velluda me puse a
cien por hora. Me afirmé con las manos en sus caderas y apunté mi polla a la
frondosa raja. Con un impulso certero le fui entrando, sin que me costara
demasiado, porque tenía buenas tragaderas. Aunque él se quejaba, “¡Ay, qué
destrozo!”, en contradicción con los meneos que se daba para encajarme a fondo.
Enardecido le pegaba unas buenas arremetidas. “¡Joder, qué culo!”. “¡Eres un
salvaje! Estoy ardiendo”. “Será de gusto…”, replicaba yo. Él seguía haciéndose
el sufridor. “¡Qué abuso! ¡Te estás cebando conmigo!”. Pero la contracciones
que le daba a su ojete eran de puro disfrute y llevaban al máximo mi
excitación. “¡Estoy a punto de acabar contigo!”, avisé. “¿Ya? ¡Vale!”, dijo
casi contrariado. Y vaya si acabé, con una descarga que me dejó el cuerpo bien aliviado.
“Estarás contento…”, soltó cuando me hube salido, “¡Cómo te has aprovechado de
mí!”. No pude menos que darle una palmada en el culo tan golosamente trabajado.
“Nos enjuagamos un
poco y vamos a por tu coche ¿te parece?”. Y es que, una vez desfogado, su
actitud de virgen deshonrada me exasperaba. Con lo que no contaba era que ahora
se hiciera el remolón. “¿Después de lo que has conseguido te entran las
prisas?”.” ”No me digas que estás pensando en repetir”, respondí gratamente
sorprendido. “Es que estoy algo cansado ¿tú no?”. Ya nos estábamos secando y
propuso: “Podíamos tomar algo y relajarnos un rato…”. “Por mí, encantado”, y
añadí: “Seguimos así ¿no?”. “¿Desnudos? ¡Cómo eres…!”. Pero le pareció de
perlas.
“Seguramente tendrás
hambre. Hay un jamón muy bueno. Saca unas cervezas mientras lo corto”. Verlo con
el cuchillo jamonero en ristre, concentrado en su tarea como si tal cosa, pero en
impúdica exhibición, era todo un acicate para que se me reavivara la lujuria.
Para colmo, puestos el plato de jamón y las cervezas sobre la barra que
delimitaba la cocina, nos sentamos enfrentados en sendos taburetes altos y abiertos
de piernas, subidos los pies sobre los travesaños. Lucía el sexo sin el menor
recato y dejaba que le rozara la rodilla con la mía. Desnudez aparte, parecía
que para él no hubiera pasado nada entre nosotros. Atacaba con deleite el jamón
y me instaba a hacer lo mismo. Desde luego yo no le hacía ascos al rico manjar,
pero el hecho de tenerlo delante tan obscenamente impúdico me estaba volviendo
a abrir otra clase de apetito.
Mi entrepierna empezó
a dar claras muestras de ello, cosa que no le pasó por alto. “¿Otra vez estás
así? ¡Cómo eres…!”. Lo dijo como si no fuera mi polla a lo que se refería. Aunque
yo había aprendido ya que su asexuada indiferencia era pura fachada. Por eso expliqué:
“Es que me estás haciendo recordar lo que disfruté chupándotela y saboreando tu
leche…”. “¡Vaya!”, fue su único comentario. Pero el hecho de que acabara de zamparse
el último pedazo de jamón y se enjuagara la boca con un trago de cerveza me
pareció la señal de que iba a entrar en mi terreno de juego. Al dejar la
cerveza dio con el codo “casualmente” a un tenedor, que cayó justo entre los
dos taburetes. Raudo bajó del suyo para recogerlo y, al levantarse, su cara
quedó a pocos centímetros de mi polla. Lo cacé al vuelo. “Deberías probar”.
“¿Tú crees?”. Y sin esperar respuesta ya estaba pasando la lengua por el capullo
para, a continuación, meterse la polla entera en la boca. Se puso a mamar con
una precisión que me ponía la piel de gallina. Apoyé la espalda en la barra y
crucé las piernas sobre sus hombros, quedándole la cabeza atrapada en mi
regazo. Él iba haciendo volantines con la lengua y succionaba con tal
vehemencia que dejaba clara su disposición a llegar hasta el final. Mi corrida
fue tan electrizante como la que había descargado en su culo, pero ahora sentía
cómo su garganta la iba engullendo. Solo cuando liberé su cabeza dejando caer
las piernas me soltó la polla. Cuando pudo hablar, soltó una de las suyas. “Has
hecho que me lo trague todo”. “¡Anda que no te ha gustado!”. “Si tú lo dices…”.
Pero lo que
definitivamente me dio la razón fue que, al levantarse, su verga apareció bien
tiesa. “¡A ver qué hago yo ahora con esto!”, dijo como si hubiera surgido un
contratiempo. “No lo podemos dejar así ¿verdad?”, lo provoqué para sonsacarle
lo que seguro que ya tendría en mente. “Igual querrías que te la metiera…”,
planteó de forma que fuera yo quien se lo pidiera. “No te digo que no… Me
pondré a tiro”. Aparté un taburete y eché el torso sobre él, separando bien las
piernas para afirmarme. Así lo dejé a su aire. “Voy a suavizarte un poco”. A
dos manos me abrió la raja y sentí que acoplaba la cara. Su lengua húmeda la
recorría y ahondaba en el ojete. Me daba escalofríos de gusto y lo animé. “Me
estás dejando a punto”. “¿Tú crees?”. Ya se levantó y noté que su verga me
tanteaba. “La meto ¿vale?”. Fue una embestida que casi me tira del taburete.
“Bien ¿no?”, comentó impasible. “¡Menéate y calla!”, lo interpelé con el culo
ardiendo. Bombeó durante un rato y empezó a resoplar. “Creo que me voy a
correr”. “Por mí cuando quieras”, repliqué con el clímax alcanzado. Se agitó
todo él mientras me llenaba. “¡Uff, ya está!”, fue su lacónico comentario. Él
estaba agotado y yo escocido. Aún puso su colofón. “¡Todo esto por unas
llaves…!”.
Tocaba ya vestirse y
emprender el rescate del coche. Pero sucedió que, con el ajetreo del baño, se
nos había olvidado poner a secar mi ropa, que había quedado olvidada en un
rincón. “¡Vaya! Tendré que dejarte algo”. Aproveché para tantearlo. “Habremos
de vernos otro día para devolvértelo”. “Bueno, podemos encontrarnos también en
el lago”. Y añadió lo que sonó muy prometedor. “Igual voy con la furgoneta, que
tiene más espacio,…por si quieres que hagamos algo dentro”.
Un par de días después
volví al lago, intrigado por si acudiría como habíamos quedado. Al acercarme
vislumbré, cerca del recodo donde nos habíamos conocido, una furgoneta bastante
grande. No se veía a nadie en ella, así que aparqué a su lado
e inspeccioné los alrededores. No me costó encontrarlo discretamente
protegido por el arbolado y ya a medio desvestir. “¡Hola! Esta vez no he dejado
cerrada la furgoneta…”.