Después de haber caído
el uno en los brazos del otro, con todas sus consecuencias, Rafael y yo, en esa
vorágine de libertad absoluta en que nos encontrábamos, estábamos dispuestos a
disfrutar de la vida tal como nos fuera viniendo ¡Y vaya si lo aprovechamos a
tope…!
Cuando volvimos a ir
la playa, ya no había disimulos entre nosotros. Nos daba morbo que nos miraran
y, a su vez, hacíamos comentarios sobre los tipos que nos llamaban la atención.
No diferíamos demasiado en los gustos, que se orientaban a tíos maduros y
robustos. Cerca de nuestro emplazamiento se colocó una pareja de cincuentones.
Uno era de aspecto oso, corpulento y bien armado; el otro, un gordito de formas
más suaves. Se les veía muy amartelados, pero no tardaron en darse cuenta de
que los observábamos. Hablaron entre ellos como si deliberaran y, a
continuación, el oso se levantó y se dirigió a nosotros. Como estábamos
reclinados, no pudo menos que impresionarnos el pollón que le colgaba. Cosas
del nudismo… Nos saludó muy cordial y explicó que habían llegado hacía poco e
iban todavía algo despistados. Les habíamos parecido muy interesantes –dicho
con segundas– y habían pensado proponernos que comiéramos juntos para así
conocernos. ¿Por qué no?, nos dijimos y fuimos los cuatro, en pelota picada, a
compartir una mesa del chiringuito. Llevaban juntos bastantes años y declararon
sin ambages que les gustaba el sexo con otras parejas. No dejó de asombrarme la
desenfadada salida de Rafael. “Pues nosotros hemos echado el primer polvo hace
poco…”. Pensé si sería capaz de lanzarse por las buenas a tal aventura, aunque
recordando la fama de crápula que se le atribuía –lo que no descartaba haber
lidiado con varias féminas a la vez –, no era tanto de extrañar que, en su
nueva perspectiva vital, estuviera dispuesto a esta otra experiencia. Porque la
proposición de los recién conocidos no le desagradó ni mucho menos, aunque
pidió mi parecer. “¡Estamos de vacaciones…!”, expresé con una implícita
conformidad. Porque la verdad era que la perspectiva del cuarteto me pareció
también sugestiva. Se hospedaban en un hotel cercano al nuestro, aunque más
modesto. Así que no dudamos en citarlos en nuestra amplia habitación.
Los recibimos ya
desnudos, tal como nos habíamos conocido, y ellos no tardaron en imitarnos.
Resultó que el gordito, riquísimo con su suave pilosidad, era de tendencia
sumisa – “Sumiso menos conmigo, que es él quien manda”, bromeó el oso–. Así que
se arrodilló ante nosotros tres, a los que, enlazados al modo de las Tres
Gracias, hizo una ronda de expertas mamadas. No estaba mal como comienzo…
Porque pronto estábamos todos sobre las camas con sesentainueves cruzados.
Rafael ya le había echado el ojo al culo del gordito, me hizo un guiño como si
me pidiera permiso y se le montó sobre la grupa, que el otro le ofreció
encantado. Pánico me daba que el oso quisiera tomarse la revancha conmigo, con
ese pedazo de polla que, para la boca era una gozada, pero que podía hacer
estragos en mi culo. Milagrosamente, no fue esa su intención, sino que se
colocó en paralelo al gordito y me invitó a ser yo quien se lo zumbara –Luego
supe que, como el gordito era preferentemente pasivo, el oso aprovechaba las
ocasiones de que le dieran gusto por el culo–. ¡Y vaya culazo hermoso que me brindó!
Macizo y peludo, sobre unos muslos como columnas. Así cabalgamos juntos Rafael
y yo, mirándonos con lasciva complicidad. Nos pidieron que hiciéramos un
intercambio, de modo que yo me pasé al gordito y Rafael al oso. Ninguno de los
dos, sin embargo, llegamos hasta el final, para no quedar inermes ante nuevos
juegos. Solo el gordito, entre tanto trasiego, tuvo una corrida espontánea.
Como castigo el oso, a quien las folladas le habían aflojado algo la verga, le
ordenó que se la mamara para ponerlo en forma. Lo que me costó trabajo asimilar
fue que Rafael, al ver cómo aquella pieza recobraba todo su vigor, y
excitadísimo por la novedad de aquella orgía viril, quisiera sustituir la boca
del gordito por su propio culo. En realidad fue un gesto de chulería, sin
intención de consumarlo, porque lo que hizo fue acuclillarse y arrimar el ojete
a la tiesa verga como para sentarse sobre ella. Pero el oso no estaba dispuesto
a andarse con chiquitas, alargó las manos sobre los hombros de Rafael y le dio
un fuerte impulso para hacerlo bajar.
Fue un verdadero
empalamiento al que Rafael respondió con un aullido. Acudí en su ayuda, pero no
se atrevía ni a moverse, con aquello clavado hasta los huevos. Ironicé sobre su
osadía. “La tienes dentro entera, así que disfruta”. A su vez el oso le daba
palmadas para que se activara. Arrodillado frente a él, me tomó como apoyo y se
atrevió a iniciar un sube y baja con precaución. Poco a poco le debió ir
cogiendo el gusto y su expresión de dolor se dulcificó. “¡Cómo traga el tío!”,
exclamó el oso, enardecido por el frote recibido. Ya Rafael se soltó de
mí y daba saltitos de rana agarrado a sus muslos. Me excitó tanto la lujuriosa
fornicación que me levanté y puse mi polla a la altura de la cara de Rafael.
Hice que se la metiera en la boca y acompasara la mamada a su enculada. Cuando
el oso gritó “¡Que me corro!”, me descargué yo también rebosando los labios de
Rafael. Este casi me derriba en su desplome, pues cayó hacia delante todavía
sobre las rodillas y la cara aterrizando sobre la cama. Circunstancia que
aprovechó el gordito para lamerle el ojete y libar los restos de su hombre. La
verga de éste se iba retrayendo poco a poco y su rostro irradiaba satisfacción.
“¡Qué culo más bien parido, coño”, y dirigiéndose a mí: “Te debes poner morado
con él”. Si supiera que estaba casi de estreno…
Nada más marcharse los
invitados, el jacuzzi nos ofreció una merecida relajación. “¡Uf, estoy
escocido!”, reconoció Rafael. “Tú te lo has buscado… Es que provocas al más
pintado”, afirmé con ironía. “Con ese atracón de tíos me he puesto como una
moto”. “Has tardado, pero has entrado a saco…”. “Algo habrás tenido que ver tú
¿no?”. “Yo solo he despertado al genio dormido”. “¡Oye, que con las tías
siempre he sido muy golfo…, pero me faltaba esto otro!”. “Así que te tendré que
compartir…”. “Y yo a ti, que tampoco eres un angelito”. Sentadas estas
premisas, dimos por concluida la agitada jornada y pronto estuvimos en la cama,
ahora para nosotros solos. Parecía que habíamos quedado ahítos de sexo pero,
tras un rato de silencio, Rafael dejó caer: “Os habéis corrido todos menos
yo…”. “Tal como te han puesto el culo no te quedaría energía”. “Pero mira cómo
estoy ahora”. Me cogió una mano y la llevó a su polla. Estaba bien dura.
“Así que vuelves a pedir guerra…”, dije viéndolo venir. “No querrás que me
apañe solo ¿verdad?”. Su tono mimoso me activó el deseo. “Claro que no”,
respondí dándole unos frotes manuales. Pero él quería otra cosa. “Me gustó
mucho cuando te follé en el jacuzzi…”. “¡Ah, conque esas tenemos!”, dije
dispuesto a complacerlo y poniéndome bocabajo. “Pero al menos ponme saliva… No
seas tan brusco como el oso”. Me sobó el culo con delectación. “¡Cómo éste,
ninguno!”, exclamó zalamero. A continuación me abrió la raja y, con decisión,
le dio varias lamidas húmedas. “¡Umm, eso es nuevo!”. “Todo lo tuyo me gusta”,
y ya tenía un dedo frotándome dentro. “¡Uy, qué aperitivo!”, comenté incitador.
“¡Qué negro me estás poniendo, golfo! ¡Allá voy!”. Me entró con mucha más
precisión que la primera vez… tenía ya más práctica. “¡Qué bueno, qué bueno!”,
murmuraba al bombear. “¡Qué folla-culos estás hecho, golfo¡”, replicaba yo.
“¡No tenía yo acumulada calentura…!”, se enardecía. Se descargó dando
resoplidos. “¡Gracias, cariño! ¡Soy un hombre nuevo!”. Me besó y no tardó en
quedarse frito.
Nuestras efusiones en
la habitación no nos agotaban las energías como para desaprovechar una nueva
conquista, menos aparatosa que la de los playeros, pero con el morbo de lo
inesperado.
En el mismo pasillo
que nosotros se hospedaba un matrimonio con el que nos cruzábamos a veces.
Ella, con expresión permanente de cabreo, siempre colgaba del brazo de un
hombre que rondaría los sesenta años, robusto y apetitoso. Él nos miraba de
reojo, sobre todo cuando nos veía equipados de playa, con nuestros minúsculos
bañadores que apenas cubrían las camisetas. Llegué a bromear con Rafael.
“Podrías distraer a la esposa, mientras yo me trajino al esposo”. “Esa no es de
mi tipo. Y ya ves que no lo suelta ni a sol ni a sombra”. Hasta me extrañó que
no se le ocurriera ninguna estratagema para que nos hiciéramos con el suculento
varón. Pero fue éste, contra todo pronóstico, el que nos abordó.
Habíamos vuelto de
comer en la playa y estábamos tomando un café en la terraza del hotel, con
nuestra desinhibida indumentaria habitual. Nos sorprendió verlo solo, y más que
se dirigiera a nosotros. “¡Buenas tardes, vecinos! ¿Podría acompañaros?”.
Faltaría más. Y enseguida se explicó algo ruborizado: “Mi mujer está durmiendo
la siesta y me ha apetecido saludaros”. Había que cazarlo al vuelo y Rafael no
se fue por las ramas. “¿Y si subimos a nuestra habitación? Estaremos más
cómodos…”. Al hombre se le iluminó la mirada. “Dispongo de poco tiempo, pero
estaré encantado”. Aunque en el ascensor no subimos solos, no nos abstuvimos de
arrimarnos a él y los roces lo hacían estremecer. Si venía con el tiempo
tasado, había que quemar etapas. Así que, nada más entrar en la habitación, fui
yo quien dijo: “Aquí solemos ir desnudos… ¿No te molestará, verdad?”. “¡Por supuesto
que no!”. No había acabado de hablar y ya estábamos Rafael y yo en pelotas. Se
le salían los ojos y reaccionó rápido. “Lo hago yo también ¿no?”. Su ligera
ropa veraniega desapareció rápido y se nos mostró en todo su esplendor. Unas
tetas velludas reposaban sobre la oronda barriga y ya mostraba una descarada
erección. Azorado por la exhibición, rezongó: “¡Joder, ya veis cómo me habéis
puesto!”. “Ganas sí que se te notaban…”, bromeó Rafael para darle confianza.
Juntamos nuestros
cuerpos al suyo y, mientras lo achuchábamos, nos agarró a dos manos las pollas,
que enseguida agradecieron las caricias. “Me gustaría chupároslas”, casi
suplicó. “Pues date el gusto, que será el nuestro”, dijo Rafael. Nos echamos
bocarriba en una de las camas y le dejamos un hueco en medio. A cuatro patas,
no daba abasto chupando a uno y a otro. “¡Qué gozada! Lo que he soñado con esto
cuando os veía con esos bañadores”. Le dejábamos hacer y aprovechábamos para
sobarle el culo o meter la mano bajo su barriga y cazarle la polla. “Si me
tocáis así me correré”, advirtió. Pero yo, que me atraía mucho su tipo
–al fin y al cabo era parecido a Rafael–, maniobré pare meterme debajo y
alcanzársela con la boca. El hombre, enfebrecido, sin dejar de chupársela a
Rafael, aún alargaba una mano para meneármela. Se cumplió su aviso y no tardó
en echarme su leche. Ello no fue óbice para que, si cabe con mayor ahínco,
siguiera enganchado a la polla de Rafael, y no paró hasta que éste se hubo
corrido. Sin darse tregua pasó mi polla de su mano a su boca y, como ya estaba
yo bastante cargado, no tardó en engullir mi leche también. Medio atragantado
explicó: “Perdonad las prisas, pero es que me tengo que ir”. Se vistió en un
santiamén y dijo al despedirse: “No podéis ni imaginar lo bien que lo he
pasado”. Cuando se marchó, Rafael comentó irónico: “¿Te imaginas que ahora le
dé un beso con lengua a su mujer?”.
La víspera de nuestra
partida bajamos a desayunar sin un plan definido. Debía tratarse de un cambio
de turno, porque no habíamos visto anteriormente al camarero que servía. “¿Te
has fijado en las miradas que te echa?”, me dijo Rafael guasón. “Yo diría que
te mira a ti”. “Bueno, a los dos… No está nada mal ¿eh?”. “Sí que te ha cogido
fuerte lo de los tíos”. La verdad es que el hombre encajaba bastante en
nuestros gustos. Cincuentón y tripudo, el culo le hacía respingar la
chaquetilla blanca. “Seguro que le vamos. Nos lo podríamos cepillar”, afirmó
Rafael muy convencido. Me mostré escéptico. “Tienes mucha imaginación”. “¡Tú
déjame a mí…! Ya me imagino cómo debe ser ese culo”. El camarero se nos acercó
obsequioso a atendernos con una amplia sonrisa. Rafael empezó su labor de
seducción. “Mire, a esta hora tenemos muy poco apetito. Nos bastará con un
café”. Mentía como un bellaco. “Pero a media mañana nos vendrá bien comer algo.
Estaremos en la habitación ¿Podrá usted encargarse de ello?”. La respuesta del
camarero hizo que Rafael me rozara con la rodilla. “Por supuesto. En cuanto
acabe mi turno, yo mismo se lo llevaré ¿Desean alguna cosa en especial?”. “Muy
amable. Seguro que sabrá sorprendernos”, fue el broche de Rafael. Cuando volvió
a servirnos, la cafetera le temblaba y, al llenar la taza de Rafael, éste posó
una mano sobre la suya. “Es suficiente, gracias”. Al abandonar la
terraza, pasamos por su lado y nos hizo casi una reverencia. Rafael remachó:
“No se olvide. Le esperamos”. Ya fuera de su alcance, me comentó jubiloso: “Se
ha puesto como un flan… La sorpresa se la vamos a dar nosotros”.
Me divertía mucho el
despliegue de seducción al que se entregaba entusiasmado Rafael y aceptaba
gustoso sus inventivas. “Tú dirás qué táctica se te ocurre”. “Hay que dejarlo
noqueado nada más entrar”, dijo en tono reflexivo. “Tú por lo pronto le abres
la puerta en traje de baño… Mejor te dejo el más pequeño de los míos. Cuando
aún no haya asimilado tu visión, yo saldré del baño como si no hubiera oído que
entraba… Verás cómo se arma”. Desde el balcón observamos que abandonaban la
terraza de los desayunos los clientes más rezagados. Dejamos pasar un tiempo
prudencial y Rafael entró en el baño. “Aprovecharé para afeitarme”. Me pareció
un poco inoportuno, aunque debía tener su tramoya. Me puse a mi vez el bañador
prestado, que no podía ser más sucinto. Hasta me dejaba fuera parte de los
huevos.
Cuando el camarero llamó
a la puerta, acudí raudo a abrirle y con toda naturalidad lo hice pasar. Desde
luego el impacto que tuvo fue evidente, pero muy digno introdujo el carrito y
no descuidó cerrar la puerta. En ese momento surgió del baño Rafael, en pelota
picada y con el mentón cubierto de crema de afeitar, cuya mancha blanca hacía
resaltar más el resto del cuerpo. “¡Ah, disculpe! No le he oído entrar”. El
camarero mantuvo la sangre fría y declaró: “No hay problema. En el servicio de
habitaciones ve uno todo tipo de cosas… Unas mejores y otras no tanto”. “Espero
que ésta no sea de las segundas…”, dejó caer Rafael. “Yo diría que no”, replicó
el camarero con una leve sonrisa.
Nos pusimos a
curiosear el contenido del carrito, en un descarado cerco al hombre que
permanecía impertérrito en espera de instrucciones. “Creo que dejaré el
afeitado para luego”, dijo Rafael, quien se puso a limpiarse la cara con una
toallita que, como al descuido, hizo que se le cayera. Con rapidez se adelantó
al gesto que el camarero, servicial, hizo para recogerla, de manera que,
agachado a su vez, casi le planta el gordo culo en plena cara. “¡Uy,
perdone”!”, dijo Rafael fingiendo confusión. Pero el camarero parecía dispuesto
a seguir el juego porque, impertérrito, miró la cara de Rafael y comentó: “Le
han quedado algunos restos de jabón ¿Me permite que se los limpie?”. Con el
paño que llevaba plegado en el brazo se puso a retirar lo pegado en el rostro
de Rafael, quien a duras penas lograba mantener la dignidad. Yo a mi vez
trataba de reprimir la risa ante el contraste entre la barriga peluda de Rafael
y la del camarero tensando la chaquetilla blanca, que se iban rozando en la
limpieza. Y parecía que éste aún no captaba que, con la proximidad, la polla de
Rafael iba adquiriendo volumen. Lo cual, por otra parte, me producía un efecto
de contagio y hacía que el pequeño triángulo de la tela cada vez contuviera con
más dificultad mi paquete.
“¡Listo, señor!”, dijo
el camarero retirando el paño. “¡Muchísimas gracias!”. Pero no había acabado
Rafael de pronunciarlo que la mano libre del camarero bajó a lo tonto y fue a
dar con su polla. “¡Oh, perdón!”, dijo, sin llegar a agarrarla pero tampoco
eludiendo el contacto. Ya Rafael abrió paso a las confianzas. “También le irán
bien tus cuidados…”. Ahora se la empuñó con más firmeza. “¡Uf!”, musitó con
expresión encantada. Yo también me puse a su alcance y no le costó nada, con la
otra mano, sacarme fuera la polla. Mientras nos las sobaba, exclamó. “¡Cómo
estáis los dos! Ya me he fijado esta mañana, pero el recibimiento ha sido
demasiado”. Sin embargo, era un hombre de principios y, aunque sin soltarnos,
dijo: “Así vestido me da corte… ¿Podría pasar al baño y aligerarme de ropa?”.
Nos sorprendió su pudor, en vista de cómo estábamos nosotros, pero también
tenía su morbo aguardar el cambio de apariencia.
Aprovechamos para
picar algo del carrito, ya que nos habíamos quedado sin desayunar. A los pocos
minutos la reaparición del camarero fue espectacular. Desnudo superaba con
creces la buena impresión que ya nos había dado. Tronco robusto, tetudo y
barrigudo, con brazos y piernas recios, y todo ello muy velludo, lo que le daba
aspecto de osezno. El espeso pelambre del pubis hacía más recatado el sexo, aún
retraído. Se acercó a nosotros con pasos arrastrados, y algo azorado. “Pues
aquí me tenéis”, y como vio que masticábamos, añadió más animado: “¡Seguid,
seguid! Que por mi culpa os habéis quedado sin desayuno… ¡Yo también comeré”.
Se arrodilló entre nosotros y nos fue mamando alternativamente. Con una
naranjada en una mano y un croissant en otra nos dejábamos querer por abajo.
Por si no lo estábamos ya bastante, esto nos calentó todavía más. Porque las
relamidas y succiones del agachado ponían la piel de gallina. Cuando al fin
hicimos que se levantara, su polla regordeta y húmeda ya estaba en forma.
Pareció algo azorado
con la comparación de pollas, pero entre Rafael y yo hicimos que se distrajera.
Me dediqué a manosearle la delantera tan peluda hasta llegar a la polla y los
huevos. Rafael, por su parte, lo abordó por detrás, deseoso de calibrar su culo
sobándolo a gusto. “¡Qué buen culo, sí señor! ¡A punto de caramelo!”. El
camarero entonces manifestó su deseo. “Me gustaría que me follarais los dos… Lo
llevo deseando desde que os vi esta mañana”. “Ya me parecía a mí que tienes un
culo tragón…“, apostilló Rafael. “Me vuelve loco… Y esas pollas vuestras me dan
escalofríos”, afirmó el camarero. Nos provocaba mostrándonos el gordo culo
peludo y abriéndose la raja con las dos manos. “¡Zumbadme fuerte y hacedme
gritar!”, soltaba vehemente. Rafael, quien ya afilaba el instrumento, comentó:
“De acuerdo con zumbarte, pero cuidado con los gritos, no sea que acaba
saliendo en la prensa: ‘Camarero salvajemente violado en un servicio de
habitaciones por dos clientes desaprensivos’”. Pero el camarero insistía.
“¡Ojalá pudierais hacerlo los dos a la vez!”. “¡Bueno, bueno, trae ese
felpudo!”, zanjó Rafael. Lo empujó por la espalda cogido de los hombros y lo
echó sobre la cama. El camarero todavía avisó: “¡Entra a saco! Ya me he untado aceite
en el baño” (¡Ah! Por eso querría el muy vicioso desnudarse allí…). Así que
Rafael le cayó de golpe. “¡Jodeeer, vaya pozo negro!”, exclamó clavado a tope.
El camarero se removía con lascivia. “¡Esto es un hombre! ¡Arrea, arrea!”. El
espectáculo de los dos arengándose mutuamente me estaba excitando hasta el
punto de que tuve que parar mi mano para no correrme antes de tiempo. Rafael
bramaba y el otro lo incitaba. “¡Quiero toda tu leche!”. Y vaya si la tuvo,
porque Rafael, tras tensionar todo el cuerpo, se descargó en varios espasmos.
“¡Qué follada! A ver qué haces tú ahora”, me dijo cediéndome el testigo. Pero
el camarero, sin solución de continuidad, dio una voltereta sobre la cama y
quedó panza arriba. Pataleó para que le levantara las piernas. “¡Házmelo así!”,
me pidió. De modo que subí a la cama y, de rodillas, llevé las peludas
pantorrillas sobre mis hombros. El negro ojete, mojado con la leche de Rafael,
se me ofrecía irresistible. Le entré fiero y bombeé mientras él crispaba sus
manos por la pelambre de su torso. “¡Otra polla dentro! ¡Qué maravilla!”.
Cuando mis resoplidos se aceleraron, se agarró la polla que golpeaba sobre su
vientre y se la meneaba acompasando su ritmo la mío. Al echarle todo lo que
llevaba dentro, dio un acelerón al pajeo y su leche le regó el pecho. Rafael,
sentado a nuestro lado, no había perdido ripio y sentenció: “¡Este tío es la
ostia!”. Pero el camarero rebosaba de satisfacción. “¡No habré soñado yo con
esto…!”. Aunque la realidad se impuso y levantándose dijo: “Me limpio un poco y
me visto, que pronto empiezo el turno de tarde”. Tras unos minutos en el baño,
salió en perfecta vestimenta, recogió el carrito y nos piropeó al salir. “Sois
unos clientes fabulosos… Siempre a vuestro servicio”.
En el vuelo de vuelta
íbamos un poco nostálgicos. Al menos yo, que no tenía muy claro lo que nos
depararía el futuro. Porque Rafael no tardó en encontrar distracción. En la
otra fila de asientos había una mujer madura y pechugona que empezó a lanzarle
miradas coquetas. Noté que Rafael no era ni mucho menos indiferente a las
mismas, sino que las correspondía en un fluido de seducción. Al cabo de un
rato, la mujer se levantó y caminó pasillo arriba con cimbreo de caderas. Poco
después Rafael, que se mostraba inquieto en el asiento, me dijo poniéndose de
pie: “¡Ahora vuelvo!”. Se perdió en la misma dirección que la mujer y me dejó
algo mosqueado. Pasó algún tiempo y Rafael regresó. Tenía la respiración un
poco agitada y, al principio, pretendió disimular. Pero no pudo eludir mi
mirada interrogante y al fin confesó. “¡Uf! Me estaba esperando en el servicio
y me ha hecho una mamada que te cagas”. Le pregunté un tanto despechado: “¿Es
que te has cambiado ya el chip?”. Y me replicó con mucha firmeza: “¡Oye! Que
haya descubierto lo de los tíos, y que conste que me encanta, no me ha anulado
el gusto por una buena hembra”. Tras esta declaración de principios, quiso
tranquilizarme. “Tú y yo vamos a seguir follando ¡eh!... Si te sigue
apeteciendo, claro. Pero en nuestro pueblo tendremos que ser discretos. Aunque,
ya buscaremos alguna ocasión de dar una escapadita para encontrar marcha… Se
nos da bien ¿verdad?”. Su sonrisa golfa, unido al guiño que intercambió con la
mujer que volvía a su asiento, me dejó desarmado ¡Vaya con el jefe…!