Junto al apartamento
en que viví una temporada había alquilado una plaza en un parking público. Pero
era de los que cerraban por la noche y, entonces, solo los abonados podíamos
acceder avisando al vigilante. Con cierta frecuencia yo llegaba a una hora en
que me tenía que abrir y se mostraba siempre amable. La verdad es que tenía muy
buena pinta. Gordote de mediana edad, su porte algo rudo irradiaba sin embargo
simpatía. Muy activo, aprovechaba las noches limpiando algunos de los coches,
con lo que se sacaba sus propinas.
Cuando se percató de
que no siempre volvía a casa solo, noté en él un cierto cambio de actitud. No
es que dejara de ser amable conmigo, pero denotaba algo que me pareció distanciamiento.
Incluso llegué a pensar que podía tratarse de un ramalazo de homofobia. Pero
ese sería su problema, no mío.
Una noche en que volví
tarde y solo, me recibió con el ritual de costumbre. Cuando llevaba un rato en
casa, me di cuenta de que había olvidado el teléfono móvil en el coche. Ya me
había desnudado y me dio pereza vestirme de nuevo. Así que me puse un albornoz y
bajé. Total, a esa hora no me iba a encontrar con nadie y supuse que el
vigilante estaría en su cabina del piso superior. Pero, al dirigirme hacia mi
plaza, empecé a oír un sonido muy tenue, como de jadeos. Un reflejo parpadeante
hizo que me fijara en uno de los coches. Entonces vi que estaba encendido uno
de esos reproductores de DVD que se colocan en la parte posterior de los
asientos delanteros, para tener distraídos a los niños durante el viaje. Me
acerqué con mucho sigilo y pude captar que, en lugar de unos dibujos animados,
lo que se estaba proyectando era nada menos que una aparatosa jodienda entre
dos tíos. Agucé más la vista y, medio tumbado en el asiento trasero, el
vigilante, con la camisa abierta y los pantalones bajados, se la meneaba con
fruición. Debí hacer alguna sombra, porque se detuvo sobresaltado. Traté de
disimular que lo hubiera sorprendido y rodeé el coche para dirigirme al mío.
Pero el hombre ya había abierto la
puerta que estaba solo encajada y apareció sentado hacia fuera, todavía con el
instrumento en la mano.
Creo que casi le
alivió ver que era yo el intruso, tal vez por confiar en una mayor indulgencia
hacia su actitud. El caso es que los dos quedamos de momento paralizados frente
a frente. Me decidí a desdramatizar la situación. “Por mí siga tranquilo… Solo
he bajado a coger una cosa de mi coche”. Aunque pareció que el intranquilo
fuese yo, por la mirada que no podía apartar de visión tan excitante. Si ya
vestido lo había encontrado atractivo, mostrando lo que mostraba ahora estaba espléndido.
“¡Vaya momento en que me ha pillado!”, soltó sin acertar a subirse los
pantalones enredados. No supe si se refería a las circunstancias en general o a
que estaba a punto de correrse. “Ya supondrás que no me voy a asustar por una
cosa así”, dije pasando al tuteo, que podía interpretarse como que, por el
contrario, me encantaba. Sonrió avergonzado y yo, bajo el albornoz, ya notaba
los efectos. Era la ocasión y quise aprovecharla. “Lo que siento es haberte
estropeado la película…”. Él ahora se limitaba a taparse con una mano, aunque
más bien se tocaba. Di un paso más. “Podíamos verla juntos ¿te parece?”.
Titubeó desconcertado. “¡Anda, hazme sitio!”, insistí. Casi lo empujo para que
volviera al interior del coche y, sin más dilación, me senté a su lado. Cerré
la puerta para mayor intimidad sin darme cuenta –o sí que me daba– de que el
albornoz se me había abierto con el ajetreo. Lo que estuviera pasando en la
pequeña pantalla perdió interés para el vigilante cuando se percató de la
erección que le mostraba sin tapujos. “¡Vaya!”, exclamó aún confuso. “Ya ves…
Con la presentación que me has hecho…”, bromeé para darle confianza. Él volvía
a tocarse sin apartar la vista de mi oferta. Colaboré a su excitación echando
mano a sus orondas y peludas tetas que desbordaban la camisa abierta. Los
pezones se le endurecieron entre mis dedos a la par que la polla, que ya se le
erguía contundente. “¡Esto es mejor que el cine!”, se atrevió a comentar. No
pudo dejar sin embargo de observar que, en el visor, un fornido varón estaba
engullendo una maciza verga y, tal vez llevado por el mimetismo, no pudo
resistirse a volcarse sobre mí para
hacer otro tanto. Lo ayudé dejándole espacio, y chupaba con tal ahínco que se
me puso la piel de gallina. Cuando el gusto me iba llegando al punto de
ebullición, quise compartir el placer y lo aparté para intercambiar posiciones.
Generoso, se echó hacia atrás para que su barriga no obstaculizara mi propósito
y así ofrecerme la polla tersa y húmeda. Su sabor y calor inundaron mi boca,
excitándome a más no poder. Con mi lengua, extendía las lamidas a los huevos y,
forzando sus muslos hacia arriba, trataba de alcanzar el ojete. Él, en su paroxismo,
ya me había arrancado el albornoz y, por el suelo del coche, yacía toda su
ropa.
Las estrecheces del
cubículo no permitían mayores audacias, así que, confiados en la quietud del
lugar y la hora, salimos del coche. El vigilante no desperdició la ocasión para
amorrarse de nuevo a mi polla. La quería bien dura y yo sabía para qué… Lo
impulsé para que quedara apoyado sobre el capó del coche y, en el momento en
que empezaba a tomar las medidas de su orondo culo, sonó el timbre de la
entrada. Se rompió el encanto y el hombre, todo nervioso, se precipitó a buscar
su ropa dispersa. A duras penas encajaba la tiesa polla dentro del pantalón.
Atolondrado subió a abrir y yo me refugié discretamente en el coche. Pero dio
la casualidad de que el recién llegado ocupaba una plaza casi enfrente de donde
yo me encontraba. Así que hube de agazaparme para no ser visto en tan azarosa
situación. Me chocó, no obstante, que el conductor, en lugar de salir y
abandonar el coche, permanecía dentro como a la espera de algo. No tardó en
reaparecer el vigilante, inquieto por la proximidad que se habría producido.
Percibida mi ocultación, o desaparición, no pareció sin embargo extrañarse de
la permanencia del otro en su coche, quien efectivamente lo estaba esperando
pues, en cuanto lo vio, salió y se dirigió a él. “Ya ves qué tarde llego hoy…”.
Lo que acompañó de un manoseo muy confianzudo. “Me vendría de coña una mamadita
de esas que tú bordas, antes de subirme con la parienta… Con lo que te gusta mi
polla ¿verdad?”. Era un tipo fornido, de mediana edad y bien trajeado. La
verdad es que, por lo que veía desde mi refugio, también yo le habría hecho un
favor. El vigilante se mostró algo indeciso, probablemente porque intuía mi
presencia. Pero el solicitante ya se estaba echando abajo pantalones y
calzoncillos, dejando al aire una buena polla morcillona entre sus recios
muslos. Se apoyó de espaldas en el coche, recogiéndose con una mano los bordes
de la chaqueta y la camisa. “Bien cargada la traigo… y todo para ti”. No se me
escapó la mirada libidinosa que dirigió a la oferta el vigilante, quien
exclamó: “¡Cómo me conoce…!”. Como movido por un resorte, cayó de rodillas, se
agarró a los muslos y dio las primeras lamidas. Y vaya si el aparato respondió.
En el perfil que yo captaba, se hinchó como un globo salchicha. Cuando el
vigilante lo engulló, el otro se tensó suspirando. “¡Así, así! ¡Qué boca
tienes!”. Yo me estaba poniendo negro al espiar los buenos efectos de la
maestría del vigilante. Me tocaba para canalizar mis ardores, encogido en mi
escondite. De pronto, el mamado, con un “¡Ahhh!” sordo, agarró la cabeza contra
su vientre. “¡Traga, traga!”. Casi se podía oír el glup glup de la ingestión. El
otro dejó al fin caer los brazos y el vigilante se separó irguiéndose. “¡Joder,
qué a gusto me he quedado!”. “Estaba muy rica”, replicó el vigilante con una
relamida. Mientras se recomponía la ropa, comentó el otro: “A ver si mi mujer
no se despierta… Voy a dormir como un lirón”.
“Pues ya sabe que puede contar conmigo”, fue la servicial despedida del
vigilante mientras se guardaba en un bolsillo lo que el otro le había
entregado.
Cuando se quedó solo
oteó indeciso el coche de nuestro encuentro, y ahí me descubrió con la polla
aún endurecida. “Vaya, vaya”, le dije. “Así que no paras”. “Qué quieres,
replicó. “Mejor que lavar los coches sí que es…”. Me reí de su sinceridad. “Lo
que no sabía es lo de las propinas también por esto”. “Bueno, de estos tíos que
solo buscan que los alivie”. Y añadió enseguida: “Contigo es distinto.
Disfrutamos los dos”. “Pues entonces por mí seguimos donde lo dejamos…”, repuse
inundado de deseo. Se puso picarón mientras se desnudaba. “Ya me pareció
adivinar tus intenciones… Y ahora seguro que ya no viene nadie”. Como para
demostrarme que yo no iba a ser menos que el que se acababa de marchar, también
se arrodilló ante mí y se puso a mamármela. Pero, además del gusto que me daba,
tenerlo desnudo y meneándosela a su vez, llevó mi excitación a tope. Él mismo
se percató y cambió de tercio. “Mejor si
me follas ¿no? Con tanta calentura lo estoy deseando”. Que era precisamente lo
que me disponía a hacer cuando fuimos interrumpidos, aunque ahora con mucha más
urgencia. Otra vez se echó sobre el capó y tuve a mi disposición su generoso
culo. Me habría gustado lamerlo y morderlo, pero ya no estaba para
prolegómenos. Debía tenerlo muy bregado porque me entró como una seda, aunque
las contracciones que hábilmente le daba a su esfínter y el ardor de la
frotación me hacían sentir oleadas de placer. Él me animaba en cada embestida.
“¡Dala, dale, que te sienta bien dentro!”. Hasta que me vacié con temblores de
todo mi cuerpo. “¡Sigue ahí, sigue ahí… y pajéame!”, pidió. Volqué mi pecho
sobre su espalda y, mientras con una mano le estrujaba una teta, tanteé con la
otra para alcanzar la polla dura y mojada. Pocos pases hube de dar para que la
viscosidad de su leche llenara mi mano, con el acompañamiento de sus
resoplidos. Me ofreció su velluda barriga para que me limpiara y pude ver su
sonrisa bribona. “¡Qué buen polvo! ¿No te parece?”, exclamó con satisfacción.
“Y que lo digas… ¡Vaya nochecita!”, no pude menos que responder. “Yo que me
pensaba que, cuando viste que venía con hombres, te caí gordo por ser gay”. “Pues
ya ves… Solo supuse que no necesitarías acudir a mí para que te aliviara”. No pude
menos que regocijarme por su sentido práctico. En todo caso, este diálogo lo
manteníamos medio abrazados en nuestra desnudez. Me proporcionaba un relajado
placer el tacto de su cuerpo y el calor que desprendía. Las caricias de sus manos,
a su vez, me electrizaban.
Me dirigí ya a mi
coche para recuperar por fin el teléfono móvil. Me acompañó y aprovechó para
decir: “A ver si repetimos…”. Jugué a hacerme de rogar. “Con los imprevistos
que pueden aparecer… Además, tampoco quiero estropearte el negocio”. Algo
avergonzado replicó: “No hay tanto negocio… Y tu follada me ha dejado nuevo”.
“Desde luego, reconozco que lo de hoy ha tenido su morbo”, afirmé. Yo seguía
tan alterado por dentro que tuvo que recordarme: “No te vayas a dejar el
albornoz”.