Mi vida sexual había
dado un vuelco impensable desde que el Obispo me abrió los ojos. Aun así, la
morbosidad que tuvo esa mi primera seducción había dejado un poso en mí que iba
más allá de sus connotaciones religiosas. Las cuales, por otra parte, cada vez
me eran más ajenas. La curiosidad por averiguar si volvería a ser aceptado,
además del recuerdo del placer obtenido con su magnífico cuerpo, me impulsó a
ponerme de nuevo en contacto con él. Ya sin intermediarios, telefoneé para
solicitar una entrevista y no tardé en recibir una confirmación para unos días
después. La excitación que ello me produjo fue tremenda, pues me cabían pocas
dudas acerca de lo que podría suceder.
Fui recibido por el
anciano clérigo ya conocido, cuya expresión socarrona resultó esta vez
evidente. Me condujo ante la puerta del despacho y, antes de desaparecer, me
instó a entrar: “Tú mismo… Te esperan”. Este plural no dejó de chocarme y, en
efecto, al entrar sentí un rumor de voces provenientes del dormitorio anexo. El
ruido que hice al cerrar la puerta fue suficiente para que se captara mi
presencia y oyera la voz del Obispo: “¡Chico,
puedes pasar!”. Al traspasar el umbral, vi que junto a él había otro
eclesiástico. Portaban ambos sus galas, variando tan solo las ornamentaciones.
El para mí desconocido era de un aspecto muy parecido, algo más bajo y
rechoncho, con un rostro sonrosado. A los dos hube de besar el anillo, mientras
el Obispo me explicaba: “Te presento a un Canónigo muy amigo mío… Le he hablado
maravillas de ti y ha querido conocerte”. Un significativo cruce de miradas de
entendimiento entre los dos fue seguido de unos apretones de mis brazos algo
más que cordiales. Desde luego, esta duplicidad me había cogido por sorpresa.
“¡Bueno, comodidad ante todo!”, dijo
el Obispo. Y empezaron a quitarse los ornamentos superiores, que yo iba
recogiendo y dejando sobre una mesa. “Vas a tener ración doble de botones”,
comentó aquél. “Empieza por el invitado”. Me agaché ante el Canónigo para
empezar por abajo, pero de repente mi cabeza fue impelida a pasar por dentro de
las faldas y, en la penumbra, tropecé con algo flácido y húmedo. No dudé de que
se tratara del pene ya salido por la bragueta del pantalón. La voz del Obispo
me instruyó: “Mi colega es muy juguetón… ¡Dale gusto!”. Tuve claro a qué se
refería, así que lo alcancé con la boca y lo chupé con entrega. Hube de ingerir
el jugo ácido que destilaba. Pero lo que me sorprendió fue el considerable grosor
que iba adquiriendo. “¡Sí que es bueno, sí!”, comentaba el Canónigo. Y apretaba
mi cabeza hasta que llegué a atragantarme. “¡Para, que ya te he probado y no
hay que precipitarse!”. Medio congestionado resurgí de debajo de las faldas y
el Obispo sonreía con un sátiro. “¡Anda, ven aquí!”. Me acogió entre sus
brazos, pero el Canónigo entonces aprovechó para bajarme los pantalones. “¡Buen
culete! ¡Vaya bicoca te guardabas!”. El Obispo me conminó: “¡Desnúdate del todo
para que te vea nuestro invitado!”. Me quité lo que me quedaba de ropa y mi
desnudez era más patente frente a las sotanas que ellos aún conservaban. Con el
ajetreo, mi excitación dejaba bastante que desear. “Está rico el mocito. Espero
que esa picha encogida dé buen juego”, comentó el Canónigo. “¡Huy, si hubieras visto
las enculadas que me llegó a pegar…!”. “Tú siempre tomando. Yo prefiero dar, ya
lo sabes”. Me sobrecogió un lenguaje tan desenfadado en tales Eminencias, a la
vez que me sentía como un juguete en sus manos.
Como se habían quitado los fajines,
las sotanas caían libres. Fácilmente se bajaron los pantalones, que hube de
sacarles por los pies. El Obispo se levanto los faldones y exhibió su sexo tan
bien conocido ya por mí. Me hizo un guiño. “También yo tengo derecho ¿no?”. Me
lacé a acariciarlo y a metérmelo en la boca. De reojo veía el gordo miembro de
Canónigo, que se tocaba mirándonos. Cuando el pene del Obispo estuvo endurecido
en mi boca, lo sacó e hizo que pusiera el trasero levantado. Me echó su faldón
tapándome la cabeza y me sujetó con fuerza. “¡Te van a hacer lo que me hiciste
tú a mí!”. Al notar que el Canónigo me manoseaba la raja tuve claro lo que me
aguardaba. En efecto, escupió varias veces en ella y hurgó con mayor energía. La
introducción de los dedos, con los que frotó para extender la saliva,
preludiaba el ataque definitivo. “¡Espero que me hayas traído un culito virgen!”,
interpeló al anfitrión. No pude menos que eludir un desmentido, y a la mente me
vinieron las veces en que, con mayor o menor virulencia, había sido ya
penetrado. Sin embargo pensé que la gordura
del miembro que poco antes había tenido en mi boca necesitaría abrirse camino
como si fuera de estreno. De todos modos hice un gesto de soltarme para dar más
realismo, pero el Obispo me asió con mayor firmeza. “No dudaste cuando me lo
hiciste a mí… ¡Ahora compórtate!”.
El contundente glande
del Canónigo resbaló por mi raja y, al topar con el ano, hizo presión. Tuvo que
dar varios envites para comenzar a entrar, haciendo fuerza asido a mis muslos y
con ostentosos resoplidos. Yo trataba de relajar los músculos para darle cabida
y la quemazón era insoportable. Con medio cuerpo cubierto por la sotana del
Obispo, que me seguía sujetando, y la cara clavada en su barriga, casi me
ahogaba. Al fin la verga del canónigo quedó bien encajada. “¡Jo, cómo le ha
entrado! Te gusta ¿eh?”. Solo pude emitir un sonido gutural. “¡Aguántamelo
bien, que no se me escape!”, demandó al Obispo. Con fuertes barrigazos bombeaba
procurando no salirse. “¡Qué bueno es un culo bien apretado! ¡Así, así! ¡Qué calladito
está; seguro que le gusta!”. Mis quejidos quedaban sofocados por las risotadas del Obispo. “¡Huy, que me
viene! ¡Te voy a dar leche de Canónigo!”. Se
agitó como si le dieran calambres, con un bufido que casi parecía un relincho.
Quedé momentáneamente emparedado entre la presión del Canónigo y la sujeción
del Obispo. Poco a poco me fui escurriendo y caí al suelo. Cuando levanté la
vista, me cercaban el miembro en retracción y goteante del primero y el erecto
del Obispo. Ambos con las sotanas enrolladas a la cintura.
El Obispo, sin darme tregua, dijo
entonces: “El espectáculo me ha calentado… ¡Hazme una mamada como tú sabes!”.
Arrastrándome escocido, alcancé su pene. Recordé lo que había gozado con él hacía
algún tiempo y me fue invadiendo el deseo. Frotar y succionar me sosegaba, y
puse todo mi empeño en darle placer. El Obispo decía al Canónigo: “Tú has
preferido el culo, pero mama como un lechón”. “Ya habrá ocasión, ya”. El
primero, finalmente, me agarró la cabeza y se vació. “¡Ahora traga leche de Obispo!”.
Desmadejado, quedé hecho un ovillo en
el suelo mientras ellos se acababan de desnudar. “Ha tenido su morbo, pero
estoy empapado de sudor”, comentó el Obispo. “Y yo me estoy meando”, apostilló
el Canónigo. “Pues vamos al baño entonces”. Ofuscado por la grosera camaradería
de la que estaban haciendo gala, los seguí. Pude ahora contemplar sus cuerpos:
el magnífico del Obispo, con sus generosas y peludas formas, que tan gozosamente
tuve ya ocasión de conocer, y el del Canónigo, no menos orondo y sensual. Pero
de éste me llamó poderosamente la atención que el tono rojizo, que ya había
percibido en su bajo vientre, caracterizaba también el abundante vello que
poblaba su anatomía. Se pusieron a toquetearse sin el menor recato, ignorando
mi presencia. “¡Hay que ver lo que hemos cambiado! ¡Con lo bien que nos lo
pasábamos en el seminario…!”. “Pues a tu pupilo parece que le gustamos”. La
verdad era que sí; más que gustar, me subyugaban.
Su actitud hacia mí tuvo otro lúbrico
episodio. El Obispo dijo al Canónigo: “¿Tú no querías mear? ¿Por qué no…?”. Y
me miró con sorna. “¡Buena idea!”, replicó el otro. “¡Anda chico, ponte de
rodillas en la bañera!”. Obedecí confundido y entonces el Canónigo apoyó las rodillas
en el borde, sujetó su pene y proyectó la micción sobre mí. El líquido caliente
caía en mi pecho y se escurría por mi cuerpo. El Obispo no tardó en decir:
“¡También me han entrado ganas!”. Se juntó y el doble chorro me empapaba.
Bromeando infantilmente sobre las respectivas potencias, llegaban a apuntar
hacia mi cara. Yo cerraba los ojos y apretaba los labios. “¡Pobrecito, cómo lo
hemos dejado!”, dijo el Obispo cuando caían las últimas gotas. “Tendremos que
lavarlo…”. Abrió el grifo de la ducha y el agua fue diluyendo los orines y su
fuerte olor. “¡Ponte de pie!”. Y supe que iba a seguir siendo objeto de sus
juegos. El Canónigo tomó una pastilla de jabón y se untó las manos. Con ellas
recorría mi cuerpo, pero más que por higiene para palparme a su gusto. Me
restregó los pechos y pellizcó mis pezones hasta retorcérmelos. “¡Ricas tetitas
para comérselas!”. Se fijó en mi trasero y lo amasó con energía. Me metió dedos
y, con el jabón, me resultó más agradable. “Voy a ponértela dura”, dijo
entonces el Obispo. Con suavidad ahora me sobó los testículos y el pene,
mientras el Canónigo seguía con su enjabonado particular. Fuera de mi control,
los tocamientos me estimularon e hicieron crecer mi erección. “¡Mira cómo se le
pone!”. “Ya te estarán entrando ganas de metértela por el culo”. “Todo a su
tiempo… Ahora nos toca ducharnos nosotros ¿Empiezas tú?”. “¿Y por qué no juntos, como en los viejos tiempos?”. “¿Me
puedo fiar de ti?”. Y dirigiéndose a mí: “Sal, que necesitamos espacio… Pero no
te alejes”.
Los dos maduros y orondos cuerpos
jugueteando lascivamente bajo la ducha, con risotadas y bromas soeces, daban un
espectáculo insólito. “¡Lástima que estés tan gordo y viejo!”. “¡Mira quién
habla…!”. “Menos mal que tenemos carne fresca”. Sentí unos irrefrenables deseos
de masturbarme, pero pronto fui reclamado. “Pásanos el jabón por los bajos”.
Así, mientras ellos seguían con sus sobos y pellizcos, yo les enjabonaba sus
contundentes sexos. Una vez enjuagados, me instaron a que los mamara, aunque
aún no se habían recuperado de sus recientes vaciados.
Los tres nos secamos y nos dirigimos
ahora hacia el dormitorio. Ellos se echaron sobre la amplia cama y me invitaron
a colocarme en medio. Quedé emparedado por los gruesos y refrescados cuerpos. Enseguida
el Canónigo posó una mano en mi muslo, que acarició hasta alcanzar el sexo y sus
juegos con él tensaron mi erección. Luego se volcó sobre mí y me mordisqueó las
tetillas. A continuación fue bajando y acabó tomando mi pene con la boca. Entre
chupada y chupada, le dijo al Obispo: “Te lo estoy poniendo a punto. Me
encantará ver cómo te folla”. El Obispo soltó unas risas nada cohibido y se
giró para quedar boca abajo. El propio Canónigo me impulsó sobre él. “Aquí lo
tienes… Todo tuyo”. El ofrecimiento del sensual trasero del Obispo enardeció mi
deseo. Primero hundí mi cara en la profunda raja bordeada de vello. Lamí y
ensalivé provocando murmullos de complacencia. Se removió para incitarme a
proceder. Entonces, con la experiencia adquirida, hice una certera entrada. El
miembro me quedó aprisionado y me moví para darle juego. El Canónigo,
entretanto, se había levantado de la cama y, colocado, a nuestro lado, se
tocaba el sexo que le iba engordando. Esto me excitó aún más, hasta el punto de
que temí vaciarme demasiado deprisa y dejar insatisfecho al Obispo. Me
concentré pues en mis arremetidas y me satisfizo oírle exclamar: “¡Chico, cómo
has aprendido!”. Llegué a tener un gesto de prepotencia: “Cuando me diga me
corro…”. “¡Míralo, qué chulo…! ¡Pues venga, que tengo el culo al rojo vivo!”.
El Canónigo rió con nuestro diálogo y me acercó más el miembro hinchado. En un
último envite, descargué todo el semen
que buscaba salida. El conducto del Obispo se contrajo entonces y me fue
expulsando. Cegado aún de lujuria, levanté la cara y busqué la verga del
Canónigo dispuesto a engullirla. Pero me contuvo: “¡Espera, espera!”.
Hizo que me apartara y empujó al
Obispo para que se diera la vuelta. Luego se tendió a su lado y quedaron muy
juntos boca arriba. Cuatro recios y velludos muslos, coronados por seductores
sexos, me parecieron un ensueño. Me lancé sobre ellos y, mientras por fin introducía
en mi boca la verga del Canónigo, estimulaba con la mano al Obispo. Mamaba con
ansia al primero y, a veces, cambiaba, para chupar al otro. Pero el Canónigo me
reclamó: “¡No me sueltes ahora, que estoy a punto!”. Sorbí todo el miembro y lo
envolví con la lengua. Tembló todo su cuerpo y me llenó la boca. Todavía sin
haber acabado de tragar, me pasé al miembro del Obispo, ya completamente erecto
y mojado. Me afané con succiones intensas y él me sujetaba la cabeza. Sus
bufidos preludiaron la descarga, que se mezcló con los restos que quedaban de
su predecesor. Tras unos instantes de quietud y de respiraciones serenándose,
el Obispo me miró como si reparara en mí por primera vez. “Por cierto ¿para qué
habías pedido la entrevista?”.