Hace unos años, conocí
en el trabajo a un chico que me tomó mucho afecto. Bastante joven, agradable y
muy tímido, estaba totalmente en el armario. Esto lo supe porque llegó a
confesármelo por la confianza que me tenía. Nunca tuvimos relaciones sexuales, porque
por su bisoñez no lo encontraba atractivo, aunque él había reconocido que le iban
los hombres maduros. De vez en cuando hablábamos, casi siempre por teléfono, y
me contaba las dificultades que, lastrado por su timidez, tenía para hacer
amistades. Últimamente se dedicaba a la informática, en la que era un experto.
Me venía muy bien para que me asesorara en los frecuentes problemas que tengo
al respecto, debidos a mi ignorancia en el tema. Desde el tiempo en que había
empezado a tratarlo había madurado físicamente. No es que hubiera engordado,
pero sí que se habían redondeado algo sus formas. De todos modos no se alteró
nuestro trato amistoso.
Mi amigo y amante de
años, del que tantas veces he escrito, no lo conocía en persona y siempre me
gastaba bromas sobre los hipotéticos revolcones que nos daríamos con la excusa
del asesoramiento informático. Cuando le dije que iba a venir a mi casa para
hacerme unas conexiones, se le ocurrió que
aprovecharía para traer un portátil que
le estaba dando problemas. No se me escapó que también le picaba la curiosidad
por comprobar la descripción que le había hecho del chico. Esto último no dejó
de ponerme con la mosca detrás de la oreja, dada la afición de mi amigo a
provocar situaciones comprometidas. Y saber que se trataba de un tímido, al que
además le gustaban los maduros, era todo un reto para él, que cincuentón, alto,
gordote y peludo se pirra por las conquistas.
Preferí poner en
conocimiento del informático que vendría también mi amigo. “Así lo conocerás
por fin, después de todo lo que te he hablado de él”. “¡Uy, qué corte! Con lo lanzado que debe ser…”. “No te preocupes.
Seguro que te gusta”. De que le gustaría estaba yo seguro y de que sería una
dura prueba para su timidez, casi seguro.
Llegó primero el chico
y pareció aliviado de no encontrar de sopetón a mi amigo. Se puso a manipular
ordenador, cables y clavijas, con prolijas explicaciones que apenas entendía.
Al cabo de un rato, oímos que abrían la puerta de entrada. “Ya está ahí”, dije.
Lo precedió un risueño “¡Hola!” y se asomó al despacho. Hice las presentaciones
y mi amigo, ni corto ni perezoso le plantó dos besos. “Caray, sí que estáis
liados aquí”. Abarcó con su mirada el maremágnum que había formado, pero
también al informático. “Como veo que va para rato, voy a beber algo y ponerme
cómodo, que vengo sofocado”. Lo de ponerse cómodo no sonó extraño, puesto que
venía de traje y corbata. Pero no dejé de preguntarme cómo de cómodo. Al poco
me llamó desde la cocina y, al acudir, me espetó: “¡Oye, el tío ese está muy
bueno! Bastante joven, para variar, y guapetón”. “¡Uy qué miedo me das! No te
vayas a pasar, que ya te he dicho que es terriblemente tímido y le puede dar
algo”. “Ya será menos… Venga, vosotros a lo vuestro”. Y me fui escamado.
No mucho después,
empezó a dar la nota. Apareció en la puerta, bebiendo agua de un vaso, ya sin
la camisa y con los pantalones medio desbrochados, bastante debajo del ombligo.
“¡Oye!”, se dirigió a mí una vez acabó de beber con parsimonia, “¿Dónde están
la camiseta y el pantalón que me pongo aquí? No los encuentro”. Tuve que
adaptarme a su patraña. “Si hay varios en el armario… A ver los que coges”. Se
eclipsó, pero al informático casi se le cae la placa que tenía en la mano. Dije
para arreglarlo: “Es muy campechano”. “Ya veo, ya”, y trató de concentrarse en
lo suyo.
Reapareció mi amigo,
quien había escogido su atuendo con toda malicia: una camiseta de un largo
escaso y un pantalón corto, muy corto, de chándal, pero con amplias perneras y
con el que ya había hecho más de un estrago. Si se sentaba en el sofá bajo la
ventana, estaba liada. Pero de momento se mostró muy interesado en las
actividades del informático. Lo sometió a una observación sistemática y le
hacía preguntas frecuentes y aparentemente intrascendentes. Pero con ellas
lograba mantener su atención y que lo tuviera que estar mirando. Porque además
se movía en torno a él y se le acercaba continuamente, con lucimiento de sus
orondas formas. Se estiraba hacia arriba para coger algo de la estantería y la
camiseta dejaba al descubierto parte de su velluda barriga. El pobre chico casi
bizqueaba, con un ojo puesto en lo que estaba haciendo y otro en las
evoluciones de mi amigo. Éste no se privó de algún que otro roce, llegando
incluso a acercar el paquete al codo del incauto apoyado en el brazo del
sillón, provocándole unos calambres a duras penas disimulados. Pero mi amigo
cambió de estrategia. Ya había comprobado que no era ni mucho menos indiferente
al informático, y se propuso avanzar en sus provocaciones con un descaro mayor.
“Chicos, ya me lío con tanta técnica. Id haciendo y aquí me espero… Estoy
reventado”. Como yo preveía, se sentó en el sofá con las piernas sobre un puf.
Con el pantaloncito que le había subido casi hasta las ingles, algo tenía que
pasar. El chico, dándole a las teclas y a las conexiones, trataba de
concentrarse y evitaba mirarlo demasiado. Apurada la copa, mi amigo se puso a
ojear un periódico que, al poco, soltó y cerró los ojos. Que su sueño era
fingido lo constaté cuando, en un momento en que el otro estaba de espaldas,
dio un tironcito a una de las perneras, de forma que, al volver a verlo, se
encontrara con una visión bastante completa de polla y huevos. Esta procacidad
contrastaba con la visión beatífica de su rostro de dormido. El informático no
pudo evitar de mirarme con una elocuente mímica de “uff”. Adopté una actitud
desenfadada y me dirigí a mi amigo, que sin duda me oiría a la primera: “¡Eh,
tú, a ver si te tapas!”. Abrió los ojos como si no supiera de qué le estaba
hablando. Luego miró hacia abajo y dio un estirón del pantalón, logrando una
precaria ocultación. “¡Uy, vaya!”, fue su única reacción, sin darle mayor
importancia. Pero ya había montado su numerito.
…Que tenía
continuación. “Me he quedado frito… Y me ha vuelto a entrar sed. Voy a por agua
¿Queréis algo?” Declinamos y se levantó, ajustándose con desenfado el pantalón.
Fue a la cocina y, para relajar al informático, bromeé: “¡Ya le has visto el
pajarito, no te quejarás!”. “¡Vaya con tu amigo, uf!”. Éste no tardó en volver provisto
de un vaso de agua con abundantes cubitos de hielo. Había recobrado la
vivacidad y volvía a curiosear en torno al afanoso técnico. De repente intuí
sus malévolas intenciones. La mirada pícara que me dirigió lo decía todo. Situado
a su espalda, simuló que tropezaba con un cable, con la consecuencia de que
buena parte del contenido del vaso se derramó sobre la camisa del ingenuo
chico. El salto que éste dio por la fría humedad que le caía encima fue fulminante,
lanzando el sillón hacia atrás. Hipócritamente avergonzado y deshaciéndose en
excusas, mi amigo se apresuró a paliar los efectos. Yo corrí a traer una
fregona y una toalla. Ya mi amigo estaba diciendo: “Quítate la camisa que está
empapada”. Desde luego no había más remedio, dado el remojón, pero la cara del
hombre se fue poniendo cárdena del sofoco y me miraba buscando amparo. “La
pondré a secar y, con el calor que hace, estará bien cuando te vayas”.
Tembloroso se la fue desabrochando y mi amigo, solícito, se la recogió. Pero lo
tenía todo tan estudiado que se la echó al hombro y me arrebató la toalla. Como
si estuviera ofuscado por su torpeza, él mismo se puso a secar el torso
desnudo, lo que aumentó el sonrojo del mojado. De pronto hizo ver que se percataba
de que la humedad de la camisa se había trasladado a su propia camiseta. “¡Jo,
no hago más que liarla!”, exclamó. “Bueno, me la habré de quitar también”. Ni corto ni perezoso se
quedó con el sucinto pantalón. Con tan artera maniobra estaba matando dos
pájaros de un tiro: captar más en detalle el aspecto físico del interfecto y
progresar en su exhibicionista estrategia de seducción.
En plan de distender
la situación, le comentó: “Pues así se te ve más llenito…”. El otro replicó
como si hubiera de excusarse: “He engordado algo últimamente”. “Si estás muy
bien. Fíjate yo, con la de kilos que me cuelgan… y tanto pelo”. Se sintió
obligado a devolverle la lisonja: “Bueno, yo te veo bien…”. Se ruborizó al
decirlo y mi amigo le correspondió con una socarrona sonrisa. Me tronchaba en
mi interior ante este diálogo tan comedido, pero cargado de intención por parte
de mi amigo. De pronto cambió de tercio y se dirigió a mí: “Aquí estoy
estorbando demasiado… ¿No tenía que ajustarte unos rieles de la cortina de la
sala, que están a punto de caerse? Pues cojo una escalera y aprovecho”. Cuando
salió, el informático se atrevió a desahogarse: “Es peligroso ¿eh?”. Aunque
añadió, como si le supiera mal que nos hubiera dejado: “Me habrá debido
considerar poca cosa…”. “Me parece que te equivocas…”, repliqué enigmático.
Oíamos a mi amigo
maniobrando en la sala, pero no pasó mucho tiempo y voceó: “¡Echadme una mano,
que se me está cayendo todo!”. Acudimos y el espectáculo estaba servido.
Encaramado en la escalera sostenía el largo riel en equilibrio inestable. Lo
más chocante, sin embargo, era que el breve pantalón se le había resbalado
hasta los tobillos (¿casualidad?, no lo creí), con lo que presentaba al
descubierto toda su parte trasera. Di preferencia para que acudiera en su ayuda
a mi acompañante, sobrecogido por el impacto visual, pero presto al socorro.
Era para ver su expresión elevando las manos para que le alargara el riel, lo
que hacía que su cara estuviera a pocos centímetros del orondo culo. Mi amigo,
sin inmutarse ni llegar a volverse, le dijo: “¡Uy, gracias! Ya que estamos,
aprieto los tornillos de los topes y quedará más firme el riel”. Éste permaneció
en manos del informático, que parecía un funámbulo, con la mirada vidriosa. Mi
amigo, en un gesto de falso pudor, se inclinó para subirse el pantalón, dando
lugar a una postura que dejaba ver los huevos colgantes en la entrepierna. Terminó
su tarea sin mayor percance y, para bajarse, se apoyó en los hombros del
improvisado ayudante. Bromeó: “¡Vaya striptease a trozos que estoy haciendo
hoy!”. Percibí que se iba abriendo una brecha en la coraza de timidez.
“Inesperado, pero…”. “¿Así que te ha gustado?”, lo ayudó mi amigo. Entonces le
acarició con suavidad las tetillas y, sin solución de continuidad, le tomó una
mano y la llevó a su paquete. “Mira cómo estoy ya”. El otro tocó y me dirigió
una expresiva mirada. Acompañada de un fruncimiento de los labios en un ¡oh! mudo,
parecía buscar mi aprobación de tan escabrosa escalada. Le hice un gesto de
¡adelante!
Ahora era mi amigo el
que sobaba la entrepierna del informático. “Esto tampoco está mal ¿eh? …Ya
verás cómo se anima”. Le soltó el cinturón y arrastró hacia abajo pantalón y
eslip. Se le disparó una polla bien tiesa. “¡Vaya, vaya, lo que tenías aquí
escondido!”, comentó mi amigo. Yo también pensé en lo que me había perdido en
todos estos años, pues era la primera vez que lo veía así, y empecé a ponerme
cachondo. Mi amigo se inclinó, le cogió la verga, la miró de cerca y se la metió
en la boca. El joven se apoyaba en sus hombros con la mirada perdida en lo
alto. Puesto que ya estaban quitadas todas las máscaras, no quise permanecer al
margen. Me puse detrás de mi amigo y le eché para abajo los pantalones. Mientras
él seguía mamando, le acaricié el culo. Al mirar el chico, le dije: “¿Te gusta,
verdad?”. Cada vez más liberado de su timidez contestó: “¡Cómo no!...Y tú
también”. Esto me alagó, dada la reserva mantenida hasta el momento, aunque
siempre lo había intuido. “Así que vas a matar dos pájaros de un tiro… Quién lo
diría”. Sonrió medio avergonzado. Aproveché entonces para desnudarme y quedar
al mismo nivel que ellos. Para que la mamada no fuera demasiado lejos, dado lo
excitado que estaba, el informático pidió a mi amigo que parara. Éste se
incorporó y el joven cayó de rodillas y tomó el relevo. Era evidente su
entusiasmo en el disfrute de la polla gorda y dura de mi amigo, al que ahora
tenía disponible de cuerpo entero. Mientras chupaba ansioso, lo recorría con
las manos por delante y por detrás. Al verme ya desnudo y empalmado, me hizo un
gesto para que me acercara. Me uní a ellos y él se puso a alternar las mamadas.
Mi amigo, cariñoso, me echó un brazo por los hombros. “Me lo podré follar
¿verdad?”. “Y a ti te vamos a follar los dos”, repliqué. “¡Umm!”, fue su
respuesta glotona. Pero al oír cómo nos repartíamos el pastel, el chico
desocupó la boca y advirtió: “¡Uy, yo de eso poca práctica tengo!”. “Ya te
enseñaremos, ya”, replicó mi amigo.
Lo teníamos a nuestra
disposición y bien que lo aprovechamos. Él también disfrutaba manoseando
nuestros cuerpos. Mi amigo y yo nos repartimos las tetas. Se las chupábamos y
mordisqueábamos, a la vez que le sobábamos el culo. Gemía y nos agarraba las
pollas con cada mano; la suya oscilaba tensa. “¡Uf, qué fuerte es esto!”, llegó
a decir.
Mi amigo estaba
encantado con la nueva conquista y su naturaleza tímida e inexperta, que era un
acicate para sus juegos provocadores. Estaba dispuesto a excitarlo al máximo,
si es que ya no lo estaba, para así tenerlo más dócil a sus pretensiones. Lo cogió por su cuenta y
se puso a incitarlo. “Así que te he gustado ¿eh?”. Empujándolo barriga contra barriga
lo iba haciendo retroceder por el pasillo hacia el dormitorio. “¡Tócame la
polla y mira cómo me la pones!”. El chico palpaba, pero se volvía a poner
nervioso. “¿No te gustaría tenerla en ese culito tan rico que tienes?”. “Bueno…
Es que yo… No sé… Es muy gorda…”. “Verás como te gusta… Nuestro amigo nos
ayudará”. Yo, que los seguía, recibí su mirada apurada, que me limité a
responder con una sonrisa de asentimiento.
Al llegar junto a la
cama, mi amigo lo hizo caer bocarriba. “Te la voy a chupar un poquito ¿eh? La
tienes muy guapa”. Me subí a la cama y me puse a horcajadas sobre su cara. Tomó
con ansia mi polla con su boca. “Así tan caliente, estás a punto”, le dijo mi
amigo. “¡Anda, date la vuelta!”. Dejó que lo hiciera girar y mi amigo alcanzó
un frasco de aceite. “Te voy a poner suave”. Vertió un poco sobre la espalda y
los glúteos, y fue extendiéndolo con un incisivo masaje. “¡Un culo precioso!”.
Yo, entretanto, me había sentado a la cabecera con las piernas a los lados de
cuerpo del informático, quien se aferraba a mi polla como faro de salvación. Mi
amigo ahora descargó sobre él todo su volumen y se restregaba arriba y abajo.
Cuando se alzaba, veía su endurecida polla rondar por la raja. Luego la roció
con aceite y empezó a hurgar con un dedo. Cada vez que le entraba, el chico
respingaba y refugiaba su cara entre mis muslos. “¡Así, así, bien abierto!”,
susurraba mi amigo. Al fin, se cogió la verga y la dirigió al centro. Empujó
despacio. “Poquito a poco, sin miedo”. Notaba sus temblores en mis piernas e
iba soltando un “uy” prolongado que, cuando el vientre de mi amigo quedó
completamente pegado al culo, se convirtió en un “ay” aún más intenso. Menos
mal que optó por apretar la cara contra mi sexo, pues mi polla en su boca
habría corrido riesgo de mordida. Mi amigo seguía a la suya. “Ya está toda
dentro ¿has visto? Relájate, que vamos a disfrutar los dos”. Empezó a moverse
con un bombeo cada vez más decidido. El enculado gemía a cada embate, pero noté
que poco a poco su tensión disminuía y más bien se iba tornando en excitación.
Prueba de ello fue que buscó con la boca
mi polla y la mamaba acompasadamente. Mi amigo cada vez mostraba más animación
y sofoco, con todo el cuerpo agitado. Me
lanzaba expresivas miradas para hacerme partícipe de su disfrute. “Me voy a
correr ¿Quieres?”. “¡Vale!”, balbució con
mi polla en la boca. Parecía que le supiera mal que se acabara.
Saciado, mi amigo se
dejó caer bocabajo a lo largo de la cama. Yo sabía que no tardaría en reclamar
que nos ocupáramos de su culo, y más con la perspectiva de doble ración. El
informático aún se reponía de la emoción. “Bien ¿no?”, le pregunté. “¡Uy! Mejor
de lo que creía”. Encontré excesivo por esta vez tratar de follármelo yo
también. Además, haber visto en acción a mi amigo y que ofreciera ahora su
orondo y atractivo culo me tenía suficientemente deseoso de tirármelo. Así que
le dije al joven: “Mientras te recuperas del susto, voy a metérsela, que ya no me aguanto. Seguro que
te pones cachondo viéndonos y querrás follarlo también. Es lo que él espera”. “¡Oy,
sí! Nunca lo he visto hacer en vivo”. Mi amigo ya se impacientaba y se removía
libidinosamente. Le unté un poco de aceite y me eché unas gotas en la polla. Me
metí entre sus muslos y me clavé de golpe. “¡Bruto, no des mal ejemplo!”, se
quejó. Pero en cuanto empecé a bombear, vibraba de entusiasmo. “¡Dale, dale!
¡No pares!”. El informático, a nuestro lado, miraba con ojos como platos y se
pasaba las manos por todo el cuerpo. Casi lo empuja mi amigo cuando, en su
arrebato, se levantó sobre las rodillas y se metió la almohada bajo la barriga.
Así le entraba más a fondo y mi calentamiento se aceleró. Para dejarlo en buen
uso, en el último momento, me salí y derramé la leche sobre su rabadilla.
Mi amigo se puso
bocarriba y empezó a sobarse la polla. Esto desconcertó al informático, que ya
estaba dispuesto a sustituirme. Lo saqué de dudas sin embargo: “Un cambio de
postura que te gustará”. Mi amigo ya había doblado las rodillas y yo le agarré
de las piernas para mantenérselas en vertical. El culo volvió a quedar
disponible y el chico captó la jugada. “¡Así qué bien, podré verlo de frente!”.
Se bajó de la cama, se sujetó la polla y tanteó con cierta indecisión. Pero
cuando enfiló el ojete, se le tragó la polla entera. “¡Oh, qué caliente!”,
exclamó. Con la lección bien aprendida, hizo las delicias de mi amigo, cuya
barriga chocaba con las tetas en las arremetidas, mientras los huevos y la
polla iban saltando. “¡Folla, folla!”, decía entre gruñidos. Y el otro ponía
todas sus energías con la cara arrebolada. “¡Me corro, me corro!”, “¡Sí, sí!”,
fue el diálogo final.
Solté las piernas de
mi amigo y caí tumbado a su lado. El informático, todavía fuera de la cama, nos
miraba como si no creyera los que estaba pasando. Llegó a susurrar: “¡Quién me
lo iba a decir!”. Pero enseguida tomó conciencia y preguntó a mi amigo: “¿Lo he
hecho bien?”. “¡De coña! Me habéis dejado el culo la mar de contento”. Y tan
contento estaba que la polla se le volvía a endurecer. “¡Sube!”, le dije al
otro, y se colocó al otro lado. Me imitó cuando me puse a chuparle un pezón a
mi amigo, quien rezongando de gusto se la meneaba. “¡Jo, qué tío!”, comentó el
informático. La leche fluyó sin que hiciera grandes aspavientos y mi amigo ya
sí que quedó KO.
Recostados o tumbados
formábamos un panorama después de la batalla. Al informático, de repente, le
volvió el prurito profesional. “¡Anda, si lo del ordenador se ha quedado a
medias!”. Mi amigo le replicó con recochineo. “¡Chico! Siento haberos
interrumpido con mis frivolidades”. “¡De eso nada! ¡Si ha sido una maravilla!
…Además faltaba poco”. “Bueno”, concluyó mi amigo, “Me doy una ducha y os dejo
tranquilos. …Que sois un peligro”. “¡Mira quien habla, el exhibicionista!”,
dije, y el informático asintió. Confirmó ese calificativo el hecho de que,
mientras nosotros dos aún nos relajábamos en la cama, mi amigo, tras la ducha,
vino a secarse y vestirse en nuestra presencia, sin escatimar gestos
provocadores. “¡Ya sé que os gusta, viciosos!”.
Se despidió con sendos
besos con lengua, que dejaron traspuesto al informático, no acostumbrado. “El
portátil lo vuelvo a traer otro día ¿Vale?”. E hizo un giño. Nosotros reanudamos
las tareas técnicas. El informático, con el pulso aún temblón, se desahogó.
“¡Vaya encerrona!”. “No me digas que no has disfrutado. Parece que te has
liberado bastante de tus complejos”. “Con lo asustado que estaba al principio…
Es que tu amigo se las sabe todas”. “Ya le gusta provocar, ya”. “Y tú en la
retaguardia… ¡Vaya pareja hacéis!”. Terminó lo que le faltaba por hacer y
comprobó que todo quedaba bien. Me sorprendió sin embargo al decir: “¿Antes de
que me vaya, me querrás follar un poquito?”. El caso es que yo estaba pensando
en lo mismo.