viernes, 1 de febrero de 2019

El comisario cambia de plató

Para los que siguen interesados en las peripecias del comisario Jacinto, ahí van unos apuntes sobre sus enredos a cuenta de los vídeos:

Durante un tiempo no volvieron a tener noticias de los vídeos. Al menos Jacinto, que quería seguir sin saber a lo que se dedicaba Eusebio en sus ausencias. Aquél era escéptico sobre el interés que podrían tener los socios americanos de Walter, si es que existían realmente, en unos vídeos que, pensándolo bien, eran bastante chapuceros. Cierto era que él, al verlos, se había puesto cachondo cada vez. Pero que fueran a pagar por ellos era otro cantar. Probablemente Walter solo estaba jugando con ellos para tenerlos controlados.

Así las cosas, un día vino Eusebio con un portátil bajo el brazo. “Me he agenciado este chisme para que podamos ver internet”. “Si aquí no tenemos eso”, objetó Jacinto. “Ya me han enseñado a piratear el de algún vecino”. Eusebio encendió el aparato y manipuló un rato. “¿Ves? Ya estamos… Y es una conexión bastante buena. Lo indica aquí”. Jacinto no entendía y preguntó: “¿Qué es lo que tenemos que ver?”. Eusebio sacó un papel del bolsillo. “Aquí tengo lo que hay que buscar… Me lo ha apuntado Walter. También está la contraseña para poder entrar, porque nosotros no tenemos que pagar”. Jacinto ya imaginó de qué se trataba. Eusebio se reveló como un consumado internauta y en pocos minutos ya tenía en pantalla una página con un nombre del que Jacinto soló captó que acababa en ‘…Live Sex’. “¡La leche! ¡Qué cantidad de tíos en pelotas!...Pero iré a donde pone ‘Chubby Daddies’”. Más tíos en cueros, pero estos todos gordos. “Vamos aquí”. Era la sección ‘Amateur Videos’. Se mostraban muchas pantallitas que reproducían imágenes fijas de los vídeos. “A ver si salimos”, dijo Eusebio emocionado.

Tanto si el orden era cronológico como por relevancia, enseguida localizaron tres de ellos que les resultaron conocidos, porque captaban a Jacinto desnudo en distintas posturas. “¡Vaya, aquí estoy!”, comentó Jacinto incómodo. “¡Vamos a verlos!”, decidió entusiasmando Eusebio. Hizo clic en el primero y enseguida surgió una petición de contraseña. Eusebio la introdujo y el vídeo empezó a reproducirse a pantalla completa. Se trataba del de Jacinto con Walter. Habían hecho un montaje que eliminaba las partes superfluas, pero ni una humillación o actividad sexual faltaba. Daba igual que se perdiera el contexto y que los sonidos se hubieran sustituido por una musiquilla ratonera. Pero allí estaba Jacinto en toda su esencia con el dominante Walter. La follada final se había añadido sin que apenas se notaran las diferencias temporales. “¡Estás sensacional!”, exclamó Eusebio, “Me he puesto la mar de cachondo”. Jacinto obvió esta observación, aunque en su fuero interno reconocía que a él también le había pasado algo así.

Pasaron al segundo vídeo que era el de los secuaces de Walter. Jacinto llegó a sentir vergüenza, incluso de índole profesional, al ver cómo había caído en aquella patraña de hacerle desnudarse y someterse a la humillante inspección, por más que Eusebio comentara: “Parece una peli policiaca de verdad”. Más entonado se sintió Jacinto cuando visualizaba la doble mamada.

El tercero y último vídeo era esperado con interés por Eusebio. “Ahora me tocará a mí”. Aunque tenía cierto resquemor de que no fuera más que uno, cuando él había actuado dos veces. Pero en realidad no habían escamoteado nada, porque, en un hábil montaje, las dos folladas en ocasiones diferentes, una aplastando a Jacinto y otra subiéndole las piernas por delante, quedaban como si hubieran tenido lugar una detrás de otra. Lo cual mostraba a Eusebio como un  auténtico superdotado. Cosa que él asumió orgulloso. “¡Qué dos polvos seguidos más buenos!”.

Al acabarse el vídeo y volver a la pestaña de las pantallitas, se dieron cuenta de un detalle. Debajo de cada una de ellas ponía ‘Visits’ seguido de una cifra. Las de Jacinto y compañía superaban con creces las 15.000. “¡Joder! ¿Ves lo mismo que yo?”, exclamó Eusebio. “¿Qué significa eso?”, preguntó Jacinto. “Son los que nos han visto… y todos pagando. Si nuestros vídeos no llevarán puestos más de tres días…”. Jacinto se mostró escéptico. “¿Eso es bueno?”. “Un salto meteórico a la fama”, se exaltó Eusebio, “Seguro que nos pedirán más vídeos… Esto no ha hecho más que empezar”. “¡Lo que me faltaba!”, sentenció Jacinto.

No tardó Walter en convocarlos a su despacho. Besó desinhibidamente tanto a Eusebio como a Jacinto, con una sonrisa que le iba de oreja a oreja. “¿Tenía yo razón o no? Les hemos dado justo lo que les gusta: Tíos fuertotes y gordos que hacen de todo sin límites, y que además se nota que disfrutan con ello”. Jacinto no dejó de pensar que lo de disfrutar, por lo que a el le afectaba, sería solo a ratos. “Me han asegurado que, en cuanto les mandemos algunos vídeos más, abrirán una sección solo para nosotros”. Lo primero que le vino a la cabeza a Jacinto fue: “¡Yo no vuelvo a ese sitio!... Ni a la fuerza”. Remarcó esta última precisión al recordar cómo, con su rechazo de la otra vez, les había puesto en bandeja idear una falsa detención. Aunque también, objetando solo el lugar, implícitamente estaba aceptando seguir adelante con los vídeos. Walter lo tranquilizó. “Eso está ya superado… Podemos tener platós mejores”. Sin entrar en más detalles de localización, añadió: “Incluso se me ha ocurrido volver a fichar a los dos tíos que ya participaron con Jacinto e hicieron un buen papel… Entre los cinco podríamos montar números la mar de fuertes”. “Mientras no sea solo cuatro contra uno…”, pensó Jacinto resignado.

Eusebio, siempre práctico, introdujo un nuevo tema. “¿Y lo de cobrar cuándo?”. Pareció que a Walter tampoco le interesaba aclarar demasiado. “¡Hombre! Eso lleva su tiempo… Hay que hacer muchos cálculos y ver además la forma de que el dinero pueda llegar aquí… Ahora no hay que pensar en eso, sino en hacerlo todo lo mejor posible y pasárnoslo bien”. Eusebio no se atrevió más que a fruncir el ceño ante tantas evasivas. Jacinto también calló, aunque se dijo: “¿Qué otra cosa podría esperarse de este tipo?”. Pese a ello, sabía de sobra que las cartas estaban ya echadas y que, con la ayuda inestimable del buenazo de Eusebio, Walter seguiría haciendo con ellos lo que le viniera en gana. ¿Para qué sulfurarse más? Así que a la orden y a poner el culo, que era lo que siempre le acababa tocando.

Manipulaciones de Walter aparte, habían unos datos, objetivos al parecer, como era la cantidad de gente que estaba mirando los vídeos. Y esto, que habría horrorizado a Jacinto tiempo atrás, no dejaba de producirle un cierto gustillo. Imaginar que tal vez muchos de los que lo veían desearan hacerle aquellas cosas, o al menos admiraran el aguante que mostraba, le hacía sentirse extrañamente complacido. Aunque no llegaba a entenderlo, algo tendría él si suscitaba ese interés, tan mayor y gordo. No llegaba desde luego al entusiasmo de Eusebio, que había empezado a tratarlo con una admiración reverencial. Si bien éste también barría para casa y no perdía ocasión de  resaltar sus propias y briosas aportaciones.

Los tejemanejes de Walter a espaldas de Jacinto iban en aumento. Se las apañó para entrar en contacto con el dueño del famoso club, que resultó ser un viejo conocido. Le habló de Jacinto y Eusebio, y el dueño reconoció que eran unos magníficos clientes, que hasta servían de gancho para su negocio. “Ya me imagino cómo harán el golfo aquí”, comentó Walter. Éste, sabiendo que no se podría grabar cuando el club estuviera abierto, se las apañó para convencerlo, prometiendo alguna contraprestación, para que algunas mañanas se lo cediera y pudieran hacer uso de todo lo que había en él.

Satisfecho de haber llegado a este acuerdo, Walter planeaba ya lo que podían dar de sí las grabaciones en ese lugar. Sabía que no se trataba de mostrar a una serie de hombres fornidos practicando sexo más o menos gimnástico, lo cual estaba ya muy trillado. Pero contaba con la baza inestimable de Jacinto. Un hombre en apariencia anodino que, sin embargo, por su forma de reaccionar ante situaciones inesperadas, acababa dotándolas de un morbo especial. No les cabía duda de que el estoico desvalimiento con  que Jacinto convertía su cuerpo en parachoques de cualquier desmán era el original toque de calidad de los vídeos que tanta aceptación recibían. Por lo tanto no había que abandonar el factor sorpresa para seguir haciéndole dar todo de sí. Con algo de imaginación iba a ser fácil logarlo una vez más… Así que hasta el famoso club, que para Jacinto había supuesto una especie de asidero, e incluso de refugio, para su verdadera identidad, con todo lo que aprendió de la mano del dueño en aquellas mañanas en que empezó a pasar por allí, también estaba ahora bajo el control de Walter. Y Jacinto aún no lo sabía…

Llevar a Jacinto al club era sencillo. Bastaría con que Eusebio le sugiriera que ya era hora de que volvieran por allí. Pero si se trataba de que fuera por la mañana, esto le resultaría más extraño y le haría sospechar que había gato encerrado. Por ello tendría que ser más sibilina la mediación de Eusebio quien, una vez más, no iba a sentir el menor escrúpulo en hacer de Judas con su amado compañero, siempre que ello redundara en su consolidación como estrella cinematográfica. A tal fin quedó encargado de decirle a Jacinto: “Me he encontrado por la calle al dueño del club y me ha preguntado por ti”. “Ya nos vemos por allí de vez en cuando ¿no?”, replicó Jacinto. “Pero es que está interesado en hablar contigo y no en el ajetreo del club”, siguió Eusebio, “Creo que es para asesorarle en un asunto que tú conocerás por tu profesión… No me ha dado más detalles”. A Jacinto le picó la curiosidad. “¿Aunque ya no ejerza?”. “Está seguro de que sabrás de eso y, para que estéis más tranquilos prefiere que te pases por allí una mañana… Como el club estará cerrado, habrás de ir por la entrada que hay en la calle de atrás. Dice que ya la conoces”. Y tanto que la conocía Jacinto… El recuerdo de sus inicios en aquel lugar no dejó de turbarle. “¡Vale! Pues ya iré”. Pero a Eusebio le convenía concretar más. “Parece que le corre cierta prisa. Deberías ir mañana”. “De acuerdo entonces… Veré de qué se trata”, aceptó Jacinto intrigado.

Cuando se levantó al día siguiente, Eusebio ya no estaba en la casa. Jacinto tuvo presente su compromiso y, aunque con cierta desazón por los recuerdos que le venían a la mente, se dispuso a cumplirlo. No había vuelto a pasar por el callejón donde estaba la entrada a la trastienda del club y, cuando se encontró ante la puerta negra de hierro, le temblaba la mano al empujarla. Mientras bajaba las escaleras y recorría el extraño pasillo, que tan bien conocía, repitió varias veces el “¿Hola?” de su primera visita. Al llegar al espacio más amplio, con los artilugios que le traían recuerdos agridulces, seguía sin encontrar a nadie y esperó confiado. Oyó unos ruidos y pensó  que ya venía el dueño del club. Pero no fue precisamente éste quien los hacía.

Jacinto ni siquiera llegó a saber su procedencia y todo lo que se produjo fue con una gran rapidez. Por detrás le encajaron en la cabeza una banda elástica que le tapaba los ojos. A continuación, lo embutieron en una especie de saca que le llegaba hasta los pies y la ataron con unas cuerdas, de forma que cuello, brazos y tobillos le quedaron inmovilizados. En esa fracción de tiempo Jacinto no pudo menos que pensar: “¡Ya estamos!”. Pero a la vez no podía entender, no ya la enésima traición de Eusebio, sino que aquello estuviera pasando en el mismísimo club y, para colmo, sin duda con la complicidad del dueño. Si él ya había cedido a que Walter siguiera haciendo vídeos con la sola condición de no volver al antro del secuestro…. ¿A qué venían estos métodos otra vez? Sin embargo, lo que para Jacinto resultaba inexplicable y ofensivo lo tenían muy claro los conspiradores. Cuanto más confundido e irritado estuviera mayor partido se llegaría a sacar de él.

La privación de la vista y de la movilidad parecía que también afectaba a la capacidad de Jacinto para exteriorizar las imprecaciones que le venían en cascada a la mente. Toda su energía se concentraba en los meneos a los que su cuerpo estaba siendo sometido. Porque no sabía calcular cuántas manos, en un silencio que no dejaba de resultar alarmante, se ocupaban de echarlo hacia atrás y mantenerlo agarrado de pies y hombros. Así lo trasladaban y la inclinación que percibió de pronto denotaba que lo subían por una escalera. Una vez en horizontal de nuevo, fue dejado caer sobre una superficie lisa y dura, que rebasaba la cabeza y los pies. “¿A qué parte del club lo habrían llevado?”, se preguntaba Jacinto, “¿Estarían grabando ya todo esto?”. Él desde luego no le veía la gracia.

Sintió escalofríos al notar que un objeto cortante iba rasgando de abajo arriba la saca que lo envolvía y que caía hacia los lados. De poco le sirvió la liberación de brazos y piernas porque, en cuanto empezó a agitarlos se los sujetaron con unas argollas. Tampoco tuvo ocasión de protestar, ya que en cuanto abrió la boca para tomar aire se la taparon con una mordaza. Los atropellos sin embargo no habían hecho más que empezar. Perdió zapatos y calcetines, y como al estar sujeto de aquella manera no se le podía sacar la ropa de forma normal, se procedió de nuevo a cortársela sin contemplaciones. En su impotencia Jacinto percibía con espanto cómo tijeras o cúters iban despedazando todas sus prendas de vestir, que caían a los lados, incluso estirando de los trozos que le quedaban debajo. Al menos habría de agradecer que no le rozaran la piel, aunque aquel destrozo del traje que se había puesto precisamente para estar presentable le resultaba inconcebible ¿Y qué iba a ponerse cuando pudiera salir de allí? ¿Habría previsto Eusebio una muda de recambio? De este modo lo dejaron completamente en cueros sobre aquella superficie que ahora notaba metálica. Y cómo no, la primera voz que oyó Jacinto fue la de Eusebio que, rompiendo ya el probable pacto de silencio, comentó entre divertido y orgulloso: “¡Mirad! Si se está empalmando”. Jacinto hubo de reconocer muy a su pesar que estar allí tendido en pelotas con gente alrededor, sin siquiera saber si estaba vestida o desnuda, lo había excitado.

Pero tal ignorancia le duró poco porque alguien le quitó ya la banda de los ojos. En cuanto hizo la vista a la intensa luz, Jacinto trató de situarse en lo que podía abarcar con la mirada. Estaba claro que se hallaba en la zona pública del club, aunque lo que más llamó su atención fue que, en torno a él, pululaban varios tipos enfundados en chándales iguales con capuchas que les ocultaban parte de las caras. “¡Sí que tenían preparado el numerito!”, se dijo Jacinto. Aquéllos susurraban e intercambiaban algunas risas, sin duda perfilando el siguiente paso. Como Jacinto, con la mordaza todavía en la boca, no podía desahogarse con los improperios que hubiese querido lanzarles, optó por la vía gestual. “Ya que están montando el espectáculo a mi costa, se lo voy a dar”. Así que empezó a menearse en vanos intentos de liberarse de las sujeciones, con lo que su cuerpo se agitaba y la oscilación de la polla evidenciaba que su dureza se mantenía. Era consciente de que les estaba regalando la exhibición que pretendían, pero al menos así se entonaba.

Alguien dijo detrás de Jacinto: “¡Cómo le ponen cachondo estas cosas! Si lo sabré yo”. Era la voz inconfundible del dueño del club. “¿Se habrá apuntado éste también al circo?”, se preguntó Jacinto al que, callado a la fuerza, ya solo le quedaba verlas venir. Un grado más subió su cabreo sin embargo cuando alcanzó a descubrir que era precisamente el dueño, con el atuendo habitual que usaba en el club, quien, cámara en mano, estaba captando sus desesperadas agitaciones. “Ya le vale que tenga la boca tapada”, se dijo Jacinto. Pero no era solo el dueño el que lo grababa, porque ¡cómo no! también andaba por allí el dichoso Walter. Éste se debía haber excluido de participar activamente en el rodaje ya que, vestido normal, se dedicaba a manejar otra cámara. Y bien que lo enfocaba continuamente, allí amarrado y con todo al aire. Seguro que más por recochineo que otra cosa. Ya habían superado por tanto lo de una cámara fija, sino que, con mayor movilidad  y desde diversos ángulos, lo debían haber estado siguiendo desde que lo subieron metido en el saco. Lo más inesperado y que más dolía a Jacinto  era sin embargo la complicidad activa del dueño del club ¡Así le pagaba su antiguo mentor la confianza que  desde el principio había depositado en él! ¡Cómo se estaba regodeando ahora con su indefensión el muy…! A Jacinto se la agotaban los calificativos, seguro como estaba de que Walter lo habría untado a base de bien.

Pronto volvieron a poner en movimiento a Jacinto. Vinieron dos de los que iban con chándal ahora sin capucha. Pudo reconocer a los falsos policías que Walter había fichado para su secuestro en el cuartucho de infausto recuerdo, y a los que había acabado haciendo sendas mamadas. Soltaron las argollas que lo mantenían sujeto a la camilla y lo levantaron. Al adquirir la vertical, Jacinto percibió mejor en qué zona del club se hallaba. Identificó el cubo de tubos metálicos del que colgaba el sling en que tantas enculadas había recibido. Pero éste ahora había sido descolgado y el cubo quedaba vacío. Firmemente asido por los brazos, lo llevaron allí dentro y engancharon sus muñecas a unas cadenas deslizables por las barras laterales. Abierto en cruz y con los pies apenas apoyados en el suelo, Jacinto tuvo una cierta sensación de déjà vu. ¿Acaso le iba a tocar rememorar la forma en que el dueño y su colega lo iniciaron en sus juegos? Lo cual desató su indignada humillación por el hecho de que pretendieran usar aquello, que para él había constituido una indagación, temida y deseada a la vez, de sus más ocultas inclinaciones y que consideraba tan íntimo, para aprovecharlo en los dichosos vídeos. Maldijo de nuevo la deslealtad del dueño del club y, como era el único recurso que le quedaba para desahogarse, aunque consciente de que con ello no conseguiría más que darles carnaza, empezó a agitarse de nuevo tirando de las ataduras de sus muñecas y, como le ocurría cuando se entregaba a tales meneos, empalmándose sin poderlo evitar, aumentando así su bochorno.

Sin embargo las predicciones de Jacinto no se iban a corresponder exactamente con la realidad. Al volver los esbirros, ahora al que llevaban arrastrado a la fuerza, sin duda simulada, era nada menos que Eusebio. Ya no venía uniformado con el chándal, sino que vestía su ropa de calle: la gastada cazadora sobre una camiseta y unos viejos tejanos. Mostraba una expresión afligida, en parte por exigencias del guión y, en parte también, al verse encarado a su querido Jacinto. Al igual que éste, llevaba una mordaza, posiblemente por ser demasiado bocazas. Como primera medida, los portadores procedieron a subirle los brazos y ligárselos asimismo a las barras laterales del cubo frente a Jacinto. Fueron menos expeditivos en la tarea de dejarlo en cueros, ya que le quitaron la cazadora antes de atarle las muñecas. Lo que sí le desgarraron fue la camiseta, dejando al aire el robusto y velludo torso. Las zapatillas volaron y, a estirones, acabaron sacándole los pantalones. Como Eusebio no solía usar calzoncillos, pronto quedó tan desnudo como Jacinto. Éste pensó quejoso: “Han tratado con más cuidado su ropa tan gastada que mi traje de vestir”. De todos modos, al ver que Eusebio corría su misma suerte, quiso desechar tajantemente cualquier sentimiento de camaradería. “Él se lo ha buscado”.

Los esbirros de Walter se pusieron cómodos para trabajar más a gusto. Despojándose de los chándales quedaron tan solo con unos sucintos eslips negros que les daban aspecto de púgiles de peso pesado. Cada uno de ellos se encargó de Jacinto y Eusebio. Provistos de mazos de cuerdas de distintos grosores y longitudes, iban enredando con ellas los cuerpos de arriba abajo y en redondo. Las pasaban por las ingles y luego por cuello y axilas. Todo ello con nudos y lazos que dejaban los extremos colgando. Con cordeles más finos se afanaron en los huevos y las pollas, que frotaban desconsideradamente para que adquirieran cuerpo. Bien enrollados los bajos, subían el cordel por delante y por detrás varias veces para atarlo finalmente tras la nuca. Terminada esta primera fase del embalaje, los esbirros empujaron a ambos por detrás haciendo correr por las barras las poleas de las cadenas que mantenían levantados sus brazos hasta que llegaron a topar las barrigas. “¿De qué va esto?”, se preguntó Jacinto al encontrarse pegado al corpulento Eusebio. Como si le repeliera contacto tan íntimo con semejante traidor, Jacinto empezó a agitarse en un esfuerzo inútil de apartarse. Así no consiguió sino que aún se restregaran más, lo cual se reflejó en la cara de gusto que ponía Eusebio y en los golpes que la polla empalmada de éste le daba en el bajo vientre. A continuación la tarea  de los esbirros consistió primero en ir enlazando los cabos sueltos de uno y otro en una enrevesada madeja y, luego, en pasarles nuevas cuerdas en torno a los cuerpos. Estas ataduras se completaron con otras en los brazos estirados y, más apretadas, en las muñecas. Otro tanto hicieron con las piernas y los tobillos, aunque dejando cierta distancia para que no perdieran el equilibrio.

Culminados tan retorcidos preparativos, los brazos fueron soltados de las abrazaderas que los mantenían en cruz. Cayeron unidos los de ambos por su propio peso, aunque lastrados por el enredo de cuerdas. Lo único que hicieron además los esbirros fue quitarles las respectivas mordazas para que pudieran coordinar entre ellos las maniobras que habrían de realizar, que no eran otras que las necesarias para llegar a soltarse. Pero Jacinto no tenía ánimos ya para decir nada, con la cara pegada bajo la barbilla de Eusebio. Éste aprovechó para darle un besito de Judas en la frente y susurrarle: “No te preocupes, cariño. Yo te ayudaré”. No es que tampoco tuviera muy claro cómo hacerlo, pero su espíritu era siempre más positivo en estos lances. Por supuesto Jacinto no tenía ni idea de cómo se podía salir de aquella maraña, a la que ni siquiera le veía la más mínima gracia. Eusebio, voluntarioso, empezó a forcejear con la idea de poder liberar al menos una mano, pero las muñecas estaban tan firmemente atadas que necesitaría llegar a juntar los cuatro brazos para lograr maniobrar con los dedos. Pero las otras ataduras que les trababan los cuerpos se lo impedían. Entonces se le ocurrió tratar de aflojar algo por abajo y para ello habría de tirar de Jacinto para que los dos fueran agachándose de consuno y aterrizaran sobre la moqueta que cubría el suelo del cubo. Operación compleja, ya que los tirones continuos de las cuerdas les hacían desequilibrarse cada dos por tres con riesgo de caer rodando uno sobre otro. “¡Me vas a descoyuntar, coño!”, renegaba Jacinto. Además, en sus retorcimientos, las lazadas complementarias que les unían huevos y pollas daban unos estirones que les hacían encogerse de dolor. “¡Acabaremos capados!”. Solo porque Eusebio persistía en sus tentativas de llegar a desatar las primeras cuerdas, se avenía Jacinto a una necesaria colaboración en la tarea. De lo contrario, se habría quedado quieto y ya lo acabarían desatando, aunque estropeara el efectismo del vídeo que seguían grabando.

La persistencia de Eusebio hizo que consiguiera liberar, a base  de dientes, una mano, y con ella otra de Jacinto. Pero las dos se movieron en la misma dirección. El primer impulso de ambos fue tratar de aflojar los cordeles que les enlazaban pollas y huevos, martirizándolos cada vez que se movían. Se encontraban tan enredados, sin embargo, que los toqueteos que tenían que irse haciendo resultaban obscenos involuntariamente. Al menos para Jacinto, porque  a Eusebio lo ponían bastante burro. Para colmo tenían encima las cámaras tomando con recochineo primeros planos. Después de innumerables retorcimientos y revolcones, una vez liberadas las manos, fue quedando más deshecha la madeja. Sentados frente a frente con las piernas abiertas entre un amasijo de cuerdas, solo les faltó ya soltarse los pies. Tarea de la que se ocupó Eusebio, mientras Jacinto se apoyaba derrengado con las manos hacia atrás. A continuación Eusebio, muy solícito, se levantó y fue detrás de Jacinto para masajearle los hombros. Pero Jacinto lo rechazó. “¡Quita ya y ayúdame a subir!”. Eusebio contrito, aunque compensado por el protagonismo que estaba alcanzando en este vídeo, tiró de Jacinto, al que apenas le aguantaban las piernas.

Walter, presumiendo de cineasta, anunció: “¡Corten! Ha estado de puta madre”. Le resbaló la mirada de rencor que, al no salirle un improperio suficientemente contundente, le lanzó Jacinto, derrengado en una silla con ayuda de Eusebio. Éste sin embargo mostró su disconformidad. “Pero si no hemos llegado a follar…”. La mirada de resentimiento de Jacinto se volcó ahora en su compañero. De todos modos pensó que habría preferido que éste, o quienes fueran, le hubieran dado por el culo, a lo que al fin y al cabo ya se había acostumbrado, que el numerito circense que acababan de imponerle. Walter quiso calmar a Eusebio. “Todo se andará, hombre… Además, con lo bien que has estado hoy, te estás convirtiendo en el coprotagonista preferente”. “Así que aquí soy yo el pito del sereno ¿Qué tendrán planeado todavía para que todos se vayan luciendo a mi costa?”, se dijo Jacinto desesperanzado.

Por su parte el dueño del club se mostró generoso y trajo una botella de cava para celebrar el evento. Walter aprovechó para dar coba a Jacinto y propuso un brindis. “Vamos a agradecer a nuestro amigo su inestimable entrega a esta empresa en la que nos hemos embarcado y que sin él habría sido imposible”. Jacinto, al que Eusebio le había puesto una copa en la mano, miró escéptico a los que alzaban las suyas y preguntó con resignada ironía: “¿Ya tenéis pensado cómo cabrearme la próxima vez?”.

2 comentarios:

  1. Linda continuacion, aunque me quede con ganas de que continuaran con la filmacion.

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    1. Había que dejar que el pobre Jacinto se recuperara...

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