sábado, 12 de enero de 2019

Solo una buena amistad

Tengo un compañero de trabajo que está buenísimo. Pedro, con cerca de sesenta años, luce su madura robustez con gran extroversión y simpatía. Conoce desde hace tiempo mis inclinaciones y, aunque nunca lo he explicitado, quiero suponer que intuye que me gusta. Lo cual no afecta lo más mínimo a la amistad que nos profesamos, firme él en su heterosexualidad. Su familia por lo demás está dominada por el elemento femenino. Vive en una gran casa en la que se juntan, además de su mujer, su madre, una hija separada con una niña de pocos años y otra hija más joven. Además pasan largas temporadas su suegra, una tía y una prima, coincidiendo todas ellas a veces. Pedro lleva con muy buen talante ser el gallo del gallinero y cuando me invita a comer con ellos un sábado o un domingo, siempre hace la broma de que así hago un poco de equilibrio.

A Pedro, buen gourmet, le encanta además la cocina y, en esos días festivos, quiere siempre lucirse con sus platos. Es divertido ver cómo se disputa el dominio del terreno y trata de evitar, no siempre con total éxito, la interferencia femenina. En verano las comidas tienen lugar en una carpa que montan junto a la piscina, y es cuando más me gusta ir de invitado. Después de verlo habitualmente vestido al completo, me causa una emoción tremenda poder disfrutar de su visión en traje de baño, que ya luce desde el primer momento, incluso cuando se está afanando en la cocina. Aprovecha para darse algún que otro chapuzón para compensar los calores que desprenden los guisos en marcha. No solo me solazo contemplando su corpachón barrigudo, tetudo y velludo, que mueve con desenfado, sino también por el eslip pequeño para su envergadura que utiliza. Siempre igual, aunque lo tiene de varios colores. Le marca un buen paquetón, sobre todo cuando está mojado y, por detrás, le siluetea las gruesas nalgas dejando asomar a veces el origen de la raja del culo. En alguna ocasión me ha comentado que su mujer le insta para que use unos bermudas, y hasta le compra algunos. “Dice que voy muy provocativo”, explica Pedro riendo, “¿Pero a quién voy a provocar yo? Además me molestan los trapos mojados… Y porque no puedo ir sin nada”. Evito confesar que desde luego a mí sí que me provoca.

Pero aparte de esa, poco insistente por lo demás, objeción conyugal, la desinhibición de Pedro al moverse con su escueto eslip como macho alfa entre sus mujeres es asumido con naturalidad e incluso indiferencia. Por el contrario, a mí me causa un morbo especial ver pulular entre aquellas mujeres vestidas a un hombre como aquél con su sucinto taparrabos. Porque, mientras los demás ya estamos sentados en torno a la mesa atacando los entremeses, Pedro, que acaba de darse el último chapuzón de la mañana, acude a la cocina para dar los últimos toques al plato fuerte de su responsabilidad. Pero antes de dejarlo en reposo y poder sentarse también a la mesa, de paso que se seca, va y viene para picotear de pie de todo lo que abarca haciéndose hueco entre las sillas ya ocupadas, pidiendo cómicas disculpas y soltando bromas. Arrima así su espléndido corpachón y yo me muero de ganas para que escoja algo que tenga que alcanzar rozándome. Así hace más de una vez y me pone la piel de gallina el contacto de sus muslos con mis brazos.

Por fin, más que nada para no mojar el cojín, Pedro se aparta ligeramente, se ciñe una toalla a la cintura y se saca el eslip por los pies. Como yo soy el invitado, se sienta a mi lado para continuar con los entremeses. Me encanta tener junto a mí su torso desnudo. Luego ya va a traer de la cocina su obra maestra, sea una paella, una caldereta o un asado. Ha sustituido la toalla por un pantalón de chándal corto y avanza con festiva comicidad. Va sirviendo los platos, que nos vamos pasando hasta el último suyo. Con falsa modestia acoge las alabanzas a su labor.

Después de los postres y el café, las mujeres siguen en la mesa de animada conversación. Pedro me invita a apartarnos a un velador pequeño para tomar una bebida y poder encender él un buen puro sin molestar. Saboreando copa y puro, Pedro se relaja y, sentados frente a frente, vamos charlando, mientras yo, con disimulo, no dejo de observar los movimientos que va dando a sus piernas. Las perneras del corto pantalón se le encaraman a los gruesos muslos y, al doblar las rodillas hacia atrás, hace que el paquete le quede bien marcado. Cuando inclina el busto hacia delante, resalta asimismo sus pronunciadas tetas. A veces se estira todo él echándose hacia atrás con una mano tras la nuca y la otra sujetando el puro que succiona con delectación. No faltan cruces de piernas con un tobillo sobre la rodilla. El desajuste de las perneras permite en alguna ocasión que le asome parte de un huevo o incluso la punta de la polla. Todos estos cambios de postura los hace de forma impensada por simple relajación. Estoy seguro de que no hay el más mínimo ánimo de provocación hacia mí y que ni siquiera imagina la excitación que me pueda estar haciendo sentir. Típica actitud, por lo demás, del heterosexual íntegro que, siendo además mayor y grueso, piensa que poco atractivo puede resultar ya para nadie. Así que, aun conociendo mis inclinaciones, ni se le ocurre que éstas pudieran proyectarse sobre él ¡Qué equivocado estaba!

De pronto noto que algo cambia. Se ha cortado la cháchara de las mujeres y miro alrededor. No hay nadie más que Pedro y yo. En la mirada que me dirige percibo un brillo especial. Entonces Pedro deja el puro a medio consumir en el cenicero y da el último sorbo a su copa. Se estira en su butaca separando las piernas, con la vista fija en mí y una sonrisa cargada de una intencionalidad lejos ya de la espontaneidad mostrada hasta entonces. Por si su gesto no fuera suficientemente claro, lleva una mano a la entrepierna y se la acaricia con voluptuosidad. Me parece captar que el bulto está más hinchado. Pedro levanta la mano y se pone a abrir y cerrar las piernas con un ritmo lúbrico. Ello provoca que, por una pernera aflojada, empiece a asomar el capullo hinchado. Por fin Pedro dice con voz suave: “De sobra sé lo que te gusta… ¿Te apetece tocarme?”. No dudo en echarme hacia delante y alargar una mano. Tanteo con los dedos lo que asoma brillante y húmedo. Pedro se estremece como si sintiera cosquillas y dice: “Espera”. Se pone de pie y hace caer el pantalón. Exhibe una magnífica erección, pero yo digo con una voz que no reconozco: “No es solo tu polla lo que me gusta”. Pedro ríe. “Me tienes entero para ti”. Ahora sí que lo contemplo en completa desnudez y exclamo: “¡Cuánto he deseado esto!”. “¿Crees que yo no?”, replica Pedro, “Todo tiene su momento”. Me levanto ante él y precipitadamente me quito toda la ropa. “¡Uy, qué furia!”, bromea Pedro. Pero me abraza y me da un morreo de labios y lenguas que me deja traspuesto. Sin soltarme todavía me larga como si propusiera un juego: “Si me la chupas un poco, luego te dejará que me des por el culo”. Por supuesto me apunto, con el calentón que me ha entrado. Pedro vuelve a sentarse en la butaca y, con las piernas separadas, me ofrece lo que tanto deseo. Caigo de rodillas y me pongo como loco a lamer y chupar aquella magnífica polla, que solo suelto para repasar con la lengua los huevos bien prietos. Noto el disfrute de Pedro, que me deja hacer entre suspiros. Hasta que me hace parar y tira de mí para que me levante. “¿A ver cómo estás tú?”, dice acercando la cara a mi entrepierna. Me acaricia la polla, que ya está dura y palpitante, y se la mete en la boca. Mama de forma tan deliciosa que, de no ser por la oferta que me había hecho, me habría dejado ir muy a gusto. Él mismo decide que ya estoy a punto. Sube de rodillas a la butaca y, apoyándose en el respaldo, me presenta el culo en pompa. “¡Hala! ¡Todo tuyo!”. Ante aquellas nalgas gruesas y velludas, mi primer impulso es el de hundir la cara en la tentadora raja y lamerla a fondo. Pedro resopla, hasta que pide: “¡Fóllame ya!”.

Oigo un chasquido de dedos muy cerca que me sobresalta. Abro los ojos y encuentro muy cerca el sonriente rostro de Pedro. “¡Que te has quedado traspuesto!”. “¿Mucho rato?”, pregunto con la cabeza llena de lo que acabo de vivir. “No. Has dado una cabezada… Te debo estar aburriendo”, bromea Pedro. “He bebido mucho y con la copa final…”, me excuso tontamente. No puedo concebir que, en un microsueño de segundos, haya cabido toda aquella aventura. Pero el día aún me reserva una sorpresa. Pedro dice: “Luego cuando ellas se vayan a pasar la tarde a casa de un familiar, nos damos un bañito y nos despejamos”. Supongo que esperar a quedarnos solos se debe a que, antes del baño, habrá que aguardar a las despedidas. Efectivamente, la mujer de Pedro no tarda en avisar: “Ya os dejamos tranquilos… Nos vamos a casa de la tía que es su santo”. Pedro responde: “Ya me disculparéis con ella”. La mujer se dirige a mí irónica: “¡Qué bien le sirves de escusa!”. Tras unas cariñosas despedidas, ya que me habré marchado cuando vuelvan, solo quedamos Pedro y yo.

“¡Lo dicho! A quitarnos la modorra en el agua”, dice Pedro levantándose. Pero lo inesperado para mí es que se echa abajo el pantalón y se queda en cueros. “Como estamos solos…”, explica tan tranquilo. Y añade al notar mi desconcierto: “¡Venga, tú también!”. Dominando mi turbación, y sin atreverme a mirarlo de frente, me quito mi escasa ropa de verano y me quedo tan desnudo como Pedro. No puedo evitar el pensar que ahora ya no se trata de un sueño, sino que Pedro está ahí con todo su deseado cuerpo a mi vista. Él no le da la menor importancia a la situación, confirmándome en mi idea de que, por mucho que sepa que me atraen los hombres, está convencido de que eso no le alcanza a él. Se lanza desde el borde de la piscina y yo, más cauto, prefiero entrar por la escalinata. “No me digas que estar así no es una gozada”, me dice cuando ya estoy dentro del agua. Con brazadas más o menos expertas y zambullidas disfrutamos un rato del frescor del agua. Me viene muy bien por lo demás para calmar los ardores que me había provocado la desnudez de Pedro. Éste sale primero y, sin recurrir a una toalla, se queda de pie al borde de la piscina escurriendo el agua frente al ya declinante sol. Prefiero seguir en remojo un poco más, ya que me sirve para disimular mi alelada contemplación de lo que Pedro muestra con toda naturalidad. Lo bien amueblado de su entrepierna y la solidez de sus nalgas completan un cuerpo que me subyuga. Sé que ya no estoy en un sueño y que no voy a poder pasar a la acción, si bien interrumpida, como ocurría en aquél. Pero también siento gratitud por el regalo que hoy me hace, sin cuestionárselo, mi amigo Pedro. Subo ya por los escalones y voy en busca de mi toalla. Pedro también se seca ahora, sin prisa para cubrirse. “Ha estado bien ¿verdad?”, dice satisfecho. “¡Genial!”, es lo único que se me ocurre contestar. Me visto al completo allí mismo y Pedro se pone su pantalón de chándal.

Llega el momento en que he de dar mi visita por concluida y Pedro me acompaña a la verja desde donde accedo a mi coche aparcado cerca. Nos despedimos con el par de besos que ya se han hecho habituales entre nosotros y, en mi vuelta a casa, se van entremezclando en mi cabeza las imágenes de lo soñado y lo vivido. Cuando volvemos a encontrarnos en el trabajo, Pedro y yo nos seguimos comportando con la afabilidad de siempre. La confianza con la que se me había mostrado en su piscina no parece haber dejado la menor huella en él. Sin embargo yo sigo saboreando el regalo de su cuerpo desnudo, aunque sé que es lo máximo que puedo tener de Pedro… Salvo lo que me deparen los sueños.

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