jueves, 19 de diciembre de 2019

Manuel enreda a Juan

(Después de ‘Regalo de cumpleaños’)

Ya tenemos a Manuel instalado a todos los efectos en casa de Juan. Éste lo asumió con cierto temor. Llevaba muchos años viviendo solo y la irrupción de un joven tan vitalista, a cuyos caprichos además no se sabía resistir, sin duda le iba a complicar la existencia. Si bien Manuel le había abierto a una sexualidad que nunca habría imaginado, ahora se trataba de forjar una convivencia, para la que no dejaba de sentirse inseguro. Pero ya que las cosas estaban así, habría de adaptarse y confiar en que Manuel pusiera también de su parte. No le importó demasiado seguir haciéndolo todo en la casa, ya que Manuel, que había empezado a ir a la universidad, alegaba que con los cursos y el estudio bastante trabajo tenía ya.

Sin embargo, la incorporación de Manuel a una vida más adulta y despreocupada iba a despertarle nuevas inquietudes y curiosidades que acabarían introduciendo elementos inesperados en su relación con Juan. Veremos cómo éste fue encajando las nuevas situaciones en que se vio implicado…

Así Manuel le comentó un día a Juan: “He hecho mucha amistad con un compañero de clase y hemos hablado muy claro de nuestras inclinaciones… Resulta que le atrae el mismo tipo de hombres que a mí, es decir, como tú”. “Otro rarillo”, ironizó Juan sin calibrar todavía el alcance de esta declaración. Pero el semblante se le mudó en sobresalto cuando Manuel continuó: “Como tenemos muchas confianza, no me ha importado hablarle de mi relación contigo”.  Juan lo interrumpió alterado: “¡Eso! Tú ve contándolo por ahí. Verás en qué lío nos puedes meter”. Manuel intentó calmarlo: “¡No seas cenizo, hombre! Si mi amigo es muy discreto. Además me dijo que me envidiaba y que ya le gustaría algo así para él”.

No se habló más del tema hasta que, días después, Manuel anunció: “Mi amigo Enrique va a venir a estudiar conmigo”. Juan trató de escabullirse. “Entonces será mejor que os deje solos… Creo que iré al cine a ver unas de esas películas que a ti no te gustan”. “¿Le vas a hacer ese feo a Enrique?”, protestó Manuel, “Si está deseando conocerte”. “Con todo lo que le habrás contado de mí, mejor que siga imaginándome”, replicó Juan. Manuel cambió de táctica. “Si te empeñas en no estar, prefiero decirle que no venga… Se llevará una desilusión o hasta creerá que me lo he inventado todo”. Así Juan se encontraba de pronto con que su actitud iba a dejar en mal lugar a Manuel. De ahí a transigir solo hubo un paso. “Si acaso lo espero para saludarlo y luego ya me marcho para que estudiéis tranquilos”. Manuel correspondió con un sonoro beso, haciendo ver que se conformaba con eso.

Como Juan estaba con su ropa cómoda de andar por casa, le preguntó a Manuel: “¿A qué hora vendrá tu amigo?”. “Hemos quedado a las cinco… Y es muy puntual”, contestó Manuel”. Ya que pasaban de las cuatro, Juan dijo: “Entonces voy a cambiarme de ropa para salir luego”. “Y para estar guapo cuando te vea mi amigo ¿no?”, bromeó Manuel. “Será por eso… Con mi facha”, ironizó Juan, que se fue diligente al dormitorio. Se quitó el chándal casero, que se había acostumbrado a llevar sin nada debajo, y se puso a sacar lo que iba a ponerse. Como sería ropa limpia, decidió lavotearse antes un poco y entró en el baño sin cerrar la puerta. Iba sin prisa; si llegaba el amigo de Manuel, ya saldría cuando estuviera listo.

Entretanto, el marrullero de Manuel tenía sus propios designios. En realidad había citado a Enrique a las cuatro y media, de modo que poco antes se colocó junto a la puerta del piso atento a la parada del ascensor, a la vez que oteaba por la mirilla. Excitado por la trampa en que pensaba hacer caer a Juan, en cuanto vio la figura de Enrique, abrió antes de que llamara. Le hizo un gesto de silencio y lo condujo sigiloso por el piso. Al llegar al dormitorio mostró a Enrique lo que se veía a través de la puerta del baño. En ese momento Juan, inclinado sobre el lavabo se echaba agua a la cara, mostrando así su espléndido culo. Solo cuando se enderezó para alcanzar una toalla pudo ver en el espejo lo que tenía a su espalda. Enmarcados por la puerta estaban Manuel, sonriendo con picardía, y un chico más delgado y rubito, que lo miraba con ojos como platos. Justo entonces Manuel soltó con toda naturalidad: “Ya está aquí Enrique”. La reacción impensada de Juan fue girarse, como si ante todo quisiera comprobar que era real lo que había visto en el espejo, y quedarse allí plantado mostrando su opulenta anatomía. Apenas atinó a secarse la cara con la toalla y ni siquiera hizo el intento de taparse con ella; total, aún iba a resultar más ridículo. Solo se le ocurrió reprender a Manuel: “Podíais haberme esperado”. Manuel replicó con toda la cara: “No sabía que ibas a estar así”. Y añadió enseguida: “Saluda al menos a mi amigo Enrique”. Juan, como un autómata, le tendió la mano. “Mucho gusto”, dijo Enrique estrechándosela. Lo que adornó con un punto de cinismo: “Perdone la intromisión”. Manuel le echó más sal al asunto: “No te preocupes, si a Juan no le ha importado ¿verdad?”. “Si tú lo dices…”, contestó Juan que ya no sabía ni lo que decía. Solo se veía allí en cueros vivos con la mirada de Enrique recorriéndolo de la cabeza a los pies.

Manuel, con una actitud desenfadada de ‘ya que estamos’, le preguntó orgulloso a Enrique: “Bueno ¿Qué te parece?”. Enrique, quien por lo visto no le iba a la zaga en desparpajo, exclamó: “¡Impresionante! Te habías quedado corto al describírmelo”. Entonces Juan, con la puerta del baño bloqueada por los dos mirones, avanzó para abrirse paso. “Dejad que me vista ¿no?”, pidió débilmente. Se echaron a los lados pero con poco espacio entre ellos, de forma que Juan tuvo que pasar rozando su cuerpo desnudo con los chicos vestidos. Llegó a notar una mano en su culo y pensó: “Si es de Manuel, pase. Pero si es el otro, estoy apañado”. De cualquier modo no iba muy equivocado porque, al ir hacia donde había dejado la ropa para ponerse, Miguel, secundado por Enrique, se interpuso. “No te irás a tapar ahora”, le dijo Manuel como si le resultara algo fuera de lugar. Juan, cada vez más atrapado, intentó aclararse. “A ver qué estaréis tramando”. “¿No te das cuenta de lo que le has gustado a Enrique?”, le hizo notar Manuel. “¡Vale! Pues ya me ha visto ¿no?”, replicó Juan en un intento infructuoso de acceder a su ropa.

En lugar de ello Manuel, dispuesto a someter a Juan a un ‘pressing’ de los suyos,  lo agarró de un brazo e hizo que se sentara en la cama. Lo hizo él también muy arrimado y, ciñéndolo por la cintura, le fue hablando con un tono persuasivo. “¿Te acuerdas lo que me costó conseguir el verte tal como estás ahora?”. “Tampoco te costó tanto”, matizó Juan, que no sabía a dónde pretendía llegar Manuel y que casi había perdido la conciencia de que Enrique, en un segundo plano, no dejaba de observar embelesado las diversas posturas que iba adoptando en su completa desnudez. “Pues fíjate que mi amigo Enrique, que tiene los mismos gustos que yo, ha tenido la suerte de verte tal como deseaba… Y ya has oído lo que ha comentado sobre ti”, siguió Manuel. “Pero no es lo mismo”, protestó Juan, “A él no lo conozco de nada”. “Pero es mi amigo íntimo y me gustaría que le des el mismo trato que a mí”, avanzó Manuel en su envolvente estrategia. “¿No me está viendo ya?”, reiteró Juan, cada vez más liado, “Como sigues sin dejar vestirme, me está mirando todo lo que quiere”. “Solo de refilón… Deberías ser más generoso con él”, insistió Manuel, que se dirigió también al expectante Enrique: “¿Verdad que querrías que Juan te dejara verlo tal como yo puedo hacerlo?”. “¡Pues claro! Me encantaría”, respondió Enrique sin cortarse un pelo, “También es el tipo de hombre de mis sueños”. “¿Ves lo ilusionado que ha venido?”, dijo con énfasis Manuel a Juan, “Le dije que no habría problema contigo… No me vayas a dejar en mal lugar ahora”. “¡Está bien!”, estalló Juan rendido, “Si de todos modos ya me ha pillado en cueros… ¡Hala, chico! Mírame todo lo que quieras”. Se puso de pie y quedó plantado de brazos caídos ante Enrique, mientras pensaba: “Con este Manuel, si se empeña en algo… Y ahora me mete en casa a otro como él, también aficionado a los hombres como yo ¡Vaya gustos! Pero para qué resistirse si le habrá contado ya a aquel niñato todas nuestras intimidades…”.

Mientras Manuel, orgulloso de su conquista, lucía a Juan, Enrique lo repasaba con la vista de arriba abajo e iba exponiendo sus impresiones sin pelos en la lengua. “Desde luego es un pedazo de hombre ¡Cómo me gustaría tener a alguien así!”. “Gordote y fortachón ¿no te parece?”, glosaba Manuel palpando un brazo  a Juan, que movía la cabeza como diciendo: “En lo que me he de ver metido”. “Me mola así bien velludo”, añadía Enrique casi relamiéndose, “Con unas buenas tetas y una barriga que deben dar gusto acariciar”. Manuel llegó al más destacado atributo de Juan. “¿Y qué dices de lo que le cuelga?”. “¡Uf, me tiene alucinado!”, exclamó Enrique, “¡Qué grande! Lo que debe ser cuando se le ponga dura”. Entonces Manuel no tuvo el menor reparo en echar mano a la polla de Juan y sosteniéndola dijo: “Ya lo sabrás, ya”. Semejante aviso hizo que Juan protestara débilmente: “¿Eso también?”. Pero Manuel capeó la cuestión por el momento y le tiró de un brazo para que se diera la vuelta. “¡Hala! Que te vea también por detrás”. Enrique lo celebró: “¡Uy, sí! Es lo primero que le vi al llegar… Es un culo espectacular”. “¿Verdad que sí? Y traga que da gloria”, explicó Manuel. Juan lamentó: “Lo cuentas todo tú ¿eh?”. De poco le sirvió porque Manuel le instó: “¡Venga! Échate un poco hacia delante para que lo vea mejor”. A la vez le presionaba la espalda para que quedara con el culo en pompa. “Mira qué raja”, hizo notar y, a dos manos, separó las nalgas. “¡Oh! Lo que haría yo con eso”, musitó Enrique.

Una vez que Manuel se apartó, Juan supuso que daban por terminada la inspección visual, pero apenas tuvo tiempo para pensar qué hacer porque oyó que Enrique le decía a Manuel: “Me he puesto excitadísimo”, y que éste le proponía: “Podíamos desnudarnos nosotros también”, añadiendo como una gracia: “Así Juan verá lo que le has gustado”. Manuel predicó con el ejemplo y enseguida se quedó en cueros. Tampoco Enrique tuvo el menor reparo en hacerlo también. El ardor juvenil se manifestó en sendas erecciones porque, si Enrique se había calentado a base de bien contemplando la descarnada exhibición de Juan, a Manuel no le había producido un efecto menor manejar a voluntad a Juan para obsequiar a su  actual amigo del alma. Juan, que había perdido ya toda esperanza de ponerse algo encima, se encontró frente a los dos chicos tan desnudos como él. No dejó de apreciar el contraste entre el de sobras conocido cuerpo, más bien regordete, de Manuel, con su polla tan fácilmente dispuesta a activarse, y el delgado y casi lampiño del recién conocido Enrique. Éste a su vez mostraba sin el menor pudor una polla fina y larga que le balanceaba entre las piernas. “¿Y ahora qué más?”, se preguntó Juan, que estaba tan confundido con la nueva situación que casi se avergonzaba de no haberse empalmado todavía.

Por supuesto que las intenciones de Manuel para agasajar a su amigo Enrique iban más allá de lo ofrecido hasta el momento. Así que, para entrar en la siguiente fase, activó de nuevo sus dotes para manipular a Juan. “¿No te parece que llevas demasiado rato ahí de pie?”, le dijo atento, “¿Por qué no te echas un rato en la cama, ya que estamos en tu dormitorio?”. “¿Para qué?”, preguntó Juan, que recordó las mañas que se gastó Manuel para tomar posesión plena de su cama, y de él mismo. “Estarás más relajado… Y nosotros podremos estarlo también”, afirmó Manuel. “¿Vosotros os meteréis también en la cama?”, quiso aclarar Juan, como si no le hubiera quedado claro. “Igual que lo hago yo contigo”, dijo con todo aplomo Manuel, “Y Enrique es como si fuera yo mismo”. Para remacharlo añadió: “Hasta ahora lo has hecho muy bien… ¡Venga, hombre! Que ya ves lo a gusto que está Enrique contigo”. La candidez de Juan no era tanta que no llegara a suponer lo que pasaría con los tres en la cama. Pero lo que sí sabía  era que, si Manuel empezaba a meterle mano, y encima incitaba al otro a imitarlo, acabaría excitándose y ya iban a caer sobre él como moscas… “¡Vale!”, concluyó para sí, “Si no hay más remedio, que jueguen los chicos conmigo”.

La verdad es que para Juan, después de tanta exhibición de pie, sí que supuso un buen descanso dejarse caer cuan largo era sobre la cama. Se relajó estirando brazos y piernas y cerrando los ojos. No tardó en oír la voz emocionada de Enrique: “Tumbado así en la cama está impresionante”. “Pues verás ahora”, dijo Manuel. Juan prefirió seguir con los ojos cerrados. Supuso que eran las manos de Manuel las que empezaron a sobarle la polla e, inevitablemente, notó que se le iba endureciendo. Lo confirmó Enrique: “¡Cómo se le está poniendo!”. Juan seguía sin ver, pero el oído no le fallaba. “Prueba tú ahora”, invitó Manuel soltando la polla. “¿Tú crees?”, titubeó Enrique. “¡Claro, hombre! No ves que se está dejando hacer”, recalcó Manuel. Juan captó el cambio de manos, más torpes pero no menos cálidas. “¡Uf, qué dura y grande se le pone!”, alabó Enrique. El doble manoseo, además de un evidente efecto físico, y pese a sus reticencias a la intervención de Enrique a ese nivel, no dejaba de resultar placentero para Juan, que prefería seguir sin ver quién era quién. Pero tuvo un sobresalto cuando Manuel dijo: “¿Te gustaría chupársela?”. “Si no me va a caber en la boca…”, objetó Enrique. “Tú prueba y veras… Lo que no te quepa lo lames”, insistió Manuel. “¡Pues vale! Cualquiera le quita la ilusión”, ironizó mentalmente Juan. Enseguida notó una lengua que le recorría el capullo y luego unos labios estirados al máximo que lo ceñían. Primero la boca de Enrique se mantuvo a ese nivel, pero poco a poco fue avanzando hasta que la polla topó con el fondo del paladar. Hubo varias subidas y bajadas, pero pronto Enrique desistió. “¡Uf! Casi me atraganto”. “Seguro que le has dado gusto”, lo alentó Manuel sin pedir la opinión de Juan. “¿Le puedo hacer una paja?”, preguntó Enrique, que se fiaba más de su mano que de su boca. “¡Claro! Si ya lo estará deseando”, remachó Manuel, que interpretaba así la pasividad de Juan. Éste, que en efecto ya estaba en plan de admitirlo todo, apretó más los ojos y pensó sarcástico: “A ver cómo se apaña este pipiolo”. Enrique seguro que se había hecho muchas pajas a sí mismo, pero agarrar y frotar el pollón de Juan era más engorroso para él. Entre los nervios, la excitación y la impericia de semejante empresa, no lograba alcanzar el ritmo adecuado para que la paja surtiera efecto. Algo avergonzado se excusó: “¡Uy! Si me duele ya la mano”. Entonces Manuel se mostró comprensivo: “Si es que Juan tiene mucho aguante”. Pero metidos en faena no quiso dejar las cosas a medias: “¡Espera, ya lo haré yo! Verás todo lo que le sale”. Así que tomó el control de la polla de Juan y, con la experiencia adquirida, entre chupetones y pases de mano, encauzó la situación. Juan captó el cambio y su distanciada pasividad empezó a verse alterada por irreprimibles resoplidos y el sube y baja de la barriga que provocaba la aceleración de su respiración. Tras soltar un leve gemido, fue brotando del capullo sucesivos borbotones de leche. “¡Anda, sí que echa, sí!”, se admiró Enrique. Pero Manuel, que seguía aferrado a la polla, dio varias lamidas a lo que aún salía. “A mí me gusta… Prueba tú”, animó a Enrique. Éste, con más precaución, pasó también la lengua por el capullo. “Sabe más fuerte que la mía”, comentó tras la cata.

La paciencia de Juan saltó ya por los aires. Abrió por fin los ojos y levantó el torso apoyándose en los codos. “¿Qué? ¿Os habéis divertido ya bastante?”, soltó con un tono de voz que solo asustó a Enrique, que farfulló intentando librarse de culpa: “Yo es que…”. Pero Manuel lo cortó para neutralizar a Juan: “No más que tú, que vaya corrida has tenido”.  Juan quedó tocado, porque al fin y al cabo él había dejado que llegaran hasta ahí. “Bueno, bueno. Voy a pasar por la ducha, que estoy hecho un asco”. No se dio cuenta de que lanzaba una provocación. “Dejarás que Enrique te mire ¿verdad?”, lo cazó al vuelo Manuel, “Le va a gustar mucho”. “¡Haced lo que queráis!”, contestó Juan despectivo, pero en el fondo cayendo en la cuenta de que, imprudentemente, se lo había puesto en bandeja.

Cazachudo, Juan se levantó de la cama y se dirigió al baño. Por supuesto los otros dos le fueron detrás. Juan fingió ignorarlos y procedió a preparar la ducha. Al inclinarse para abrir los grifos de la bañera para que se mezclara el agua caliente con la fría antes de conmutar el mando de la ducha, oyó la exclamación de Enrique: “¡Oh, qué culo tiene!”. El lenguaraz de Manuel le explicó: “Aquí me lo follé por primera vez”. “¡Vaya suerte!”,  le envidió Enrique. Juan, impasible, entró ya en la bañera y recibió con agrado el agua sobre su cuerpo. Por un mínimo sentido del pudor, dio la espalda a los mirones para lavarse la pringosa entrepierna. Pero con ello siguió mostrando lo que ahora se había convertido en el principal objeto de deseo de Enrique. “Después de lo de la cama, solo me faltaba esto… ¡Qué caliente me he puesto!”. “Sí que estás empalmado, sí”, observó Manuel. Cuando Juan cerró los grifos, chorreando agua se dio cuenta de que no había tenido la precaución de dejar cerca una toalla. Así que tuvo que pedir: “¿Me pasáis una tolla?”. Manuel cogió una, pero se la alargó a Enrique: “¿Por qué no lo secas tú?”. Enrique miró implorante a Juan: “¿Puedo?”. La ingenua, aunque no tanto, devoción que Enrique mostraba hacia él se estaba sobreponiendo a su incomodidad por las argucias con que Manuel se había dedicado a lucirlo ante su amigo. Así que Juan contestó escuetamente: “Si quieres…”. Enrique, entusiasmado, se puso a enjugar con cierta torpeza el cuerpo de Juan, que se dejaba hacer incluso por las partes más sensibles, hasta que hubo de calmarlo sin acritud: “¡Vale, vale!”.

Juan no dejó de fijarse en la fuerte erección que mostraba Enrique, con su polla larga y tiesa que le bailaba mientras lo iba secando. Como intuía que la evocación que había hecho Manuel a su primera follada no era para nada inocente, decidió tomar la iniciativa, cosa rara en él. En parte era una cierta venganza hacia Manuel: “Si tú me has usado para presumir ante Enrique, ahora te voy a tomar la delantera y ofrecerme yo mismo a lo que seguro que estabas dispuesto a conseguir que acabara haciéndome tu amigo”, argumentó para sí. De modo que, para sorpresa del propio Manuel, le soltó por las buenas a Enrique: “¿Te gustaría metérmela ahora ya que estás tan excitado?”. “¡Oh, me encantaría!”, le tembló la voz a Enrique, que reconoció con humildad: “Nunca he hecho algo así”. “Pues ahora Juan te ofrece su culo, ya ves”, intervino Manuel con retintín porque se le hubieran adelantado. Fue el propio Juan quien facilitó las cosas remedando  en parte aquello que casi fue una violación. Al salir de la bañera se apoyó sobre los codos en la encimera del lavabo separando ligeramente las piernas y, con decisión dijo: “Ya estoy listo”. Enrique temblaba de emoción, pero su erección se mantenía firme. Se puso detrás de Juan y, con una mano, buscó centrar bien la polla en la raja. Apenas hubo de hacer esfuerzos para que le fuera entrando. Lo que acompañó con un largo suspiro de placer: “¡Uuuhhh!”. Juan no dejó de apreciar que, aun siendo más fina que la polla de Manuel, la mayor longitud de la que tenía en su interior le causaba nuevas sensaciones. Manuel no quiso quedar al margen y aleccionó a Enrique: “Ahora ve moviéndote… Verás qué gusto”. Enrique, sujetado a las anchas caderas de Juan, se puso ya a bombear cada vez con más entusiasmo. Y fuera por los nervios, fuera por propia voluntad  de alargar el placer, resistía bastante intercalando exclamaciones: “¡Oh, cómo me gusta!”, Es lo mejor que me ha pasado nunca”. A Juan, por su parte, las continuadas arremetidas, le iban haciendo efecto, arrancándole tenues suspiros. “¡Aaahhh, me voy a ir!”, farfulló por fin Enrique tensando el cuerpo. Por sus aspavientos debió soltar una buena descarga, con toda la excitación que había venido acumulando. Quedó inmóvil aún pegado a Juan que, por la voz quejumbrosa con que preguntó: “¿Estás ya?”, vino a indicar que a él también le había pasado algo. En efecto, cuando Enrique se apartó con la polla todavía tiesa y goteante, también la de Juan, al erguirse, se mostraba igual, aparte del charquito de leche que había en el suelo. “¡Mira! Se ha corrido también”, hizo notar Manuel divertido.

Juan se puso ya digno. “Creo que ya ha habido bastante ¿no?”. Sin embargo, inesperadamente, Enrique se dirigió a él para decirle con tono respetuoso y emocionado: “Nunca había podido ver así a un hombre tan estupendo y le agradezco la generosidad con que hasta ha permitido que me estrene con usted”. Juan no sabía a esas alturas si sentirse avergonzado o halagado. Y aún se quedó más perplejo cuando Enrique le pidió: “¿Podría darle un abrazo?”. “Ya no viene de ahí”, se dijo Juan, que abrió los brazos para dejar que Enrique lo ciñera con los suyos. Incluso le dio unos golpecitos en la espalda. “¡Vale, vale! No es para tanto”. Una vez cumplido el sorprendente trámite, Juan expresó ya lo que había pensado antes de esta interrupción. “Ahora dejadme ya para que me limpie un poco con tranquilidad”. Manuel y Enrique esta vez abandonaron el baño, sobre todo por el interés que ambos tenían en comentar entre ellos lo ocurrido. Enrique seguía maravillado: “¡Vaya hombre! ¡Cómo te envidio!”. “Ya ves”, replicó Manuel orgulloso, pero a la vez suspicaz “Hasta ha querido que le dieras por el culo… Con lo que a mí me costó conseguirlo”.

Juan, que había cerrado la puerta del baño, se tomó su tiempo. Se sentó en el wáter para tratar de aclarase tras la vorágine en que se había visto envuelto. No había supuesto para él ninguna novedad dejarse enredar por los caprichos de Manuel. Pero era que esta vez había metido por en medio a un extraño, al que no solo había puesto al día de sus intimidades, sino que lo traía para que las disfrutara en vivo. Y él allí como si fuera un mono de feria haciendo y dejándoles hacer cuanto se les viniera en gana. En realidad ni siquiera había sentido vergüenza, con su actitud de ‘si con eso disfrutan, pues que disfruten’. Además, la entrada en juego del jovencito ingenuo, o que se hacía pasar por tal, tampoco lo había afectado tanto como habría pensado. Más bien lo había llegado a conmover tanto entusiasmo por su persona… Y si ya veía venir que, de una forma u otra, Manuel se las iba a ingeniar para que su amigo acabara dándole por el culo ¿por qué no iba a adelantarse y así al menos no seguir quedando como un pelele? De manera que a lo hecho pecho y más valía no darle más vueltas. Aunque, para ser sincero, hubo de reconocer que, cansado y todo, la follada de Enrique lo había dejado bien a gusto.

Entretanto Manuel y Enrique se habían ya vestido. El primero se ufanó ante su amigo: “No te podrás quejar de todo lo que he conseguido que hiciera contigo”. “Desde luego te estoy muy agradecido… Nunca pensé que podría llegar a tanto con un hombre como él. Ha sido todo tan maravilloso”, contestó Enrique todavía emocionado. Pero Manuel, al que no le hacía demasiada gracia que hubieran nuevas efusiones de despedida entre Juan y Enrique, añadió: “Pero será mejor que ya lo dejemos tranquilo. Después del desgaste que ha tenido querrá descansar”. “¡Claro, claro!”, se mostró comprensivo Enrique, “Si se ha corrido hasta dos veces… con lo mayor que es”. Menos mal que esto ya no lo oyó Juan. Así que Manuel acompañó hasta la puerta a Enrique, que no se contuvo de pedir: “¿Le darás un beso de mi parte?”. “¡Faltaría más!”, afirmó Manuel, “Seguro que ha quedado muy contento contigo”. Aunque lo que sí tuvo claro Manuel fue que, una vez hecho el experimento, ya había tenido bastante con lo de juntar a Juan con Enrique.

Refrescado de nuevo, Juan salió del baño y, al ver que ya no estaban lo chicos ni su ropa en el dormitorio, respiró aliviado. Descartó la ropa que ingenuamente había preparado para  recibir al amigo de Manuel y se puso la más cómoda de andar por casa. Cuando encontró a Manuel ya solo, no hizo la menor alusión a Enrique. Pero enseguida Manuel no se privó de comentarle con ironía: “Parece que después de todo no te lo has pasado nada mal con mi amigo”. Juan se puso a repasar lo sucedido sin alterarse: “¿Qué querías? Te pones a que me mire, que me toque, que me pajee, que me la chupe y me lo metes en la ducha… Pues ya hasta el final ¿No se trataba de eso?”. Y añadió con un golpe de sinceridad: “Además Enrique me ha parecido un chico muy majo”. Manuel ya tuvo suficiente para confirmar que mejor no volver a engolosinar a Juan con Enrique.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Una sorpresa por partida doble

A mi amigo Javier, en particular cuando va a la sauna, más que escoger él, se suele dejar escoger. Sabe que su corpachón de hombre maduro no pasa ni mucho menos desapercibido y acoge indiscriminadamente a todo aquel que muestre interés en hacerlo disfrutar. Sin embargo, tal vez con los años, se le va avivando el interés por dejarse querer por los tipos más jóvenes. Como esos que, sintiéndose atraídos por hombres maduros, van a la sauna en su busca. En tiempos yo mismo fui uno de ellos, pero a diferencia de Javier, mis gustos no han evolucionado. Y ahora que manifiesta más esa afición – “Como un culito terso y sin pelos no hay nada”, suele decir Javier–, me pica la curiosidad por conocer  cómo llega a realizar ese deseo.

Fue una tarde como otra cualquiera en que, tras ducharnos, entramos en la sala de vapor. Aunque estaba vacía, apenas nos dio tiempo para los morreos y sobos  con los que, sobre todo Javier, se precalienta. Y que también sirven de cebo para que otros tíos, que ya estén allí o que entren después, perciban su disponibilidad y se animen a meterle mano. Pero aquella vez nos debió seguir un tipo gordote, ya conocido, al que le encanta hacerle una mamada a Javier. Iba a cosa hecha y enseguida tomo el control de la situación. Javier se dejaba hacer y hasta consintió en sentarse en el banco superior para que el gordo hiciera su trabajo. En cualquier caso era pronto para que Javier aceptara llegar hasta el final. Así que cuando tuvo bastante lo apartó excusándose. “Acabo de llegar y no quiero correrme todavía”. Javier bajó del banco, recogió su paño y se dispuso a salir. Lo seguí y la verdad es que no habíamos llegado a prestar atención al movimiento que entretanto pudo haber en el vapor, con Javier acaparado por el gordo.

Fuimos a remojarnos de nuevo y estaban libres las dos duchas juntas que hay cerca de la puerta que conduce al bar. Javier comentó: “El tío ese la chupa muy bien, pero me agobia”. Bromeé dándole una palmada en el culo: “Como eres tan facilón para el primero que llega”. Replicó con algo que resultó premonitorio: “Pues a ver si me llega material más fino”. Entre la charla, el agua cayéndonos por encima y luego las toallas con que nos secábamos las caras, ninguno se fijó en lo que había un poco más allá. Javier decidió: “Voy a entrar al  vapor un ratito más”. Preferí no repetir y le dije: “Nos vemos cuando salgas”.

Solo en el momento en que iba a abrir la puerta para pasar por el bar me percaté de que, en el banco que hay en el lado opuesto a las duchas, estaban sentados dos chicos que no rebasarían los treinta años, de tipos parecidos, guapitos y espigados. Uno de cabello rubiáceo muy corto y casi lampiño, y el otro más moreno y de rasgos sudamericanos. Como debían haber estado observándonos mientras nos duchábamos, el primero se dirigió sonriente a mí. “¿Te importa que te preguntemos una cosa?”. “No ¿Qué es?”, contesté. Ya añadió: ¿Tú estás con ese pedazo de hombre?”. Me hizo gracia y repliqué: “¿Tan raro os parece?”. “¡No hombre, no! Suerte que tienes”, saltó el moreno, que resultó el más parlanchín. Los dos hablaban algo redichos, pero sin sombra de pluma. “Le hemos echado el ojo en el vestuario y decidimos buscarlo. Pero cuando lo hemos visto en el vapor con la cabeza de aquel tío metida entre las piernas, pensamos que no podríamos competir y hemos salido ¡Qué rabia nos ha dado!”. Quise explicarles: “Es que él es muy complaciente con todos… Y porque no os ha visto, que si no, os habría tirado los tejos”. “¿Tú crees?”. “Os aseguro que, aunque es muy versátil, cada vez le chiflan más tipos como los vuestros”. “Tú que lo conoces ¿qué podemos hacer entonces?”. Hasta me hicieron sitio en el banco para que me sentara con ellos. Antes tuve una curiosidad: “¿Y vosotros dos que sois?”. El moreno no dudó. “Somos amigos, no enrollados, que tenemos los mismos gustos y los compartimos si podemos”. “Pues entonces creo que vais a poder compartir a mi amigo, que se llama Javier… Pero os advierto que es muy teatrero…”. “¡Uy! Nosotros estudiamos también teatro” “Pues si se le presenta el encuentro con un  poco de sorpresa y morbo, se pondrá como una moto”. “¡Jeje! Te las sabes todas”. “Son muchos años de compartir ligues y hasta de buscárselos… Que yo también he tenido lo mío”. “¡Claro! Tú, en otro estilo, tienes también tu gancho”. “¡Venga, va! Qué ahora hablamos de Javier”. “Nos ponemos en tus manos ¿Cómo lo hacemos?”. “¿Conocéis la cabina que hay cerca del vestuario debajo de un televisor que no mira casi nadie?”. “¡Uy! Esa tiene una cama enorme”. “Se usa poco por eso de los agujeros que hay en la puerta para mirar. Pero eso para Javier no es problema”. “Para nosotros tampoco”. “Entonces querría pediros un favor. Me encanta ver disfrutar a Javier y me gustaría entrar también, si no os importa… No estorbaré”. “¡Qué va! Si te gusta mirar hasta le da más morbo. Y si a tu amigo tampoco le importa…”. Me reí. “¡Uf! Nosotros dos estamos curados de espanto”. Quedó pues claro que lo mío iba a ser solo mirar. Ya me venía bien, porque esos chicos no me decían nada en plan sexual, pero juntarlos con Javier podía ser explosivo. “Si vais a esperar en la cabina, no tardaré en llevároslo”. “Hace mucho rato que está en el vapor ¿No nos habrán tomado la delantera?”. “Ya he estado observando los que entran y salen  al vapor y ninguno le puede haber durado mucho”. Se fueron depositando su confianza en mí.

No tardó Javier en aparecer y se fue directo a las duchas. “¿Cómo te ha ido?”, le pregunté. “¡Va! Eran unos plastas”, contestó. “Pues refréscate bien porque te tengo preparada una sorpresa”, le avisé. “¿Me vas a presentar a otro de tus ligues gordos?”, dijo sin demasiado entusiasmo. “Precisamente un ligue mío no. Pero a ti sí que te encantará que lo sea tuyo”, dije para intrigarlo. “¿Qué se te habrá ocurrido ahora?”, le apuntó ya la curiosidad. “Te aseguro que es algo de lo que no me había ocupado hasta ahora. Pero estoy seguro de que vas a flipar”. “¡Venga! ¿Dónde está eso?”, dijo dispuesto a despejar la incógnita. “¡Vamos pues!”. Le extrañó que, en lugar de la ruta habitual por la zona de cabinas, le hiciera atravesar el bar y dejar de lado el vestuario. “¿Estás mareando la perdiz?”, preguntó intrigado. “No ¿Ves esa cabina?”. No es que invitara mucho la zona de semipenumbra en que se hallaba, bajo el televisor que emitía vídeos porno sin sonido y un sofá enfrente en el que dormitaba un par de hombres muy mayores. “Creo que alguna vez estuve en ella”, contestó Javier. “Pues hoy la vas a aprovechar”. “Si tú los dices…”, dijo entre escéptico y curioso. La puerta de la cabina  tiene, por arriba, una ventanilla en la que se puede bajar una cortinita, que ahora estaba levantada. Además, por abajo, hay dos o tres agujeros circulares. La cabina en sí es bastante grande y muy iluminada. Está casi toda ella ocupada por dos grandes camas unidas, más bajas que las de las otras cabinas, con varios cojines y rulos, y la pared del fondo es un espejo. Para no darle tiempo a Javier de curiosear por la ventanilla, me adelanté, di unos golpecitos y abrí la puerta hacia el único espacio que no ocupaba las camas, me desplacé  a un lado y dejé vía libre a Javier.

Los dos chicos estaban tendidos hacia ambos lados, desnudos y relajados. El rubio de costado, con un brazo doblado y la mejilla apoyada en la mano. El moreno, más estirado, lucía impúdico una incipiente erección. Javier quedó paralizado en el dintel y no sé si se le cayó el paño o se lo quitó él, pero ya quedó también en cueros. “¡Pasa, pasa!”, lo invité para cerrar la puerta. Aproveché su desconcierto para explicarle: “Estos chicos tenían mucho interés en conocerte. Pero como te veían muy ocupado hemos quedado en que te esperaran aquí”. “¡Uh!”, empezó a reaccionar Javier, “Sí que es una sorpresa, sí”. Enseguida adoptó más su estilo y, aunque había espacio de sobra, dijo: “¿Por qué no me hacéis un hueco entre vosotros y empezamos a conocernos?”. Entró en una cama sobre las rodillas y, a cuatro patas, trepó hasta alcanzar el nivel de los chicos.  Fue girando el corpachón y  se tendió panza arriba, con la cabeza apoyada en un rulo. Crudamente iluminado y duplicado a la inversa en el espejo, exhibía a conciencia tal exuberante obscenidad que tenía alucinados a los chicos… Y a mí, por más acostumbrado que estuviera.

 “¡Hola, guapos!”, saludó Javier sonriente estirando las manos hacia ellos. “¡Hola, Javier!”, correspondió el rubio mirándolo a los ojos al tiempo que le acariciaba el brazo, “Estás buenísimo”. “¿Eso crees?”, dijo Javier halagado, “¿Pero cómo es que sabes mi nombre?”. “Nos lo ha dicho tu amigo”. “A saber qué más os habrá contado de mí”. “¡Uy, si te adora! Ha organizado este encuentro para que te lo pases bien”. Yo me había sentado en la esquina más apartada de la cama con la espalda apoyada en la pared y el paño solo aflojado para marcar la diferencia de mi presencia. Javier me miró riendo. “¿Y tú qué? Ahí haciendo de celestino ¿eh?”. “Ya les pedí permiso y del tuyo paso, que ya te he visto haciendo de todo”, me reivindiqué. El moreno salió en mi favor: “Ha sido un encanto con nosotros y no nos extraña que le guste verte en acción”. Entonces Javier se dirigió a él: “¿También te gusto yo?”. “¡Cómo te diría! Con ese pedazo de culo que te vi en la ducha”. “¿Ah sí? Pues ya me la meterás luego”, soltó Javier haciendo planes.

El chico rubio se arrimó más y pasó de acariciar el brazo a hacerlo por el muslo. “¡Um!”, murmuró Javier, “Te acercas a zona caliente”. Y es que la polla ya empezaba a apuntar maneras. Bastó que el chico se aventurara a juguetear con los dedos por el entorno para que la inflamación se fuera consolidando. “¡Uf, cómo te va creciendo!”, admiró el rubio. “Lo hace para ti. Es toda tuya”, lo incitó Javier. El chico la empuñó ya para frotarla suavemente. “¡Qué gorda y dura la tienes!”, suspiró. No tardó mucho en cambiar de postura para tomarla con la boca. “¡Uf, qué bien!”, exclamó Javier entregado.

En una sana competencia, el chico moreno se había colocado de rodillas junto al torso de Javier. Mientras su amigo iba mamando por abajo, él se ocupó del pecho. Con caricias repasaba el vello con los dedos, palpaba las tetas y cosquilleaba los pezones. “Eso me mata”, susurró Javier. No para matarlo precisamente, el moreno se inclinó dispuesto a lamer y chupar. “¡Sí! ¡Cómemelas, muérdemelas!”, se exaltó Javier. Cosa  a la que el chico se aplicó diligente. Javier ponía los ojos en blanco y resoplaba. “¡Vaya dos! ¡Cómo me estáis poniendo!”. En un momento en que el chico moreno se irguió para tomar aire, rozó el hombro de Javier con la polla, que se le había puesto tiesa. Javier entonces la alcanzó con una mano. “¿Es tuyo esto?”. “Y  tuyo”, respondió el chico acercándosela a la cara. Javier no dudó en atraparla con la boca. La chupó un poco y paró para exclamar: “¡Larga y rica! ¡Qué bien me va a entrar en el culo!”.

 Todo se precipitó cuando el que se la estaba mamando aprovechó la distracción de Javier y, con envidiable agilidad, se desplazó  de espaldas entre las piernas de éste y se dejó caer encima de la polla. Javier se estremeció y la impresión le hizo soltar la polla del moreno. “¡Uuuhhh! Te la has metido toda dentro”, exclamó con una mezcla de sorpresa y agrado. El empalado, en cuclillas, se puso a dar saltitos con destreza, lo que llevó al paroxismo a Javier. “¡Ay, cariño! ¡Qué caliente y apretada la siento!”. A la vez se sujetaba la barriga hacia arriba para dar más juego… El elevado tono de las exclamaciones de Javier no dejó de atraer a algún que otro curioso, que miraba a través de la ventanilla.

La postura en que estaban follando sin embargo, con la polla atrapada en el culo del chico, que saltaba en un equilibrio inestable, debió resultar insuficiente a Javier, a la par que algo incómodo por su barriga, para sacar todo el gusto que la ocasión ofrecía, una vez pasado el impacto inicial. Así que no dudó en proponer: “Hagamos un cambio”. El chico se apartó para liberar a Javier, que lo manejó rápidamente para que se colocara a cuatro patas, con las rodillas en el borde de la cama. Javier, para una mejor estabilidad, se puso de pie detrás  de él. De este modo pudo clavársele en el culo por propio impulso y reemprender con más ímpetu la follada. Era para ver su rostro congestionado reflejado en el espejo. Porque además parecía mentira que en aquel culo tan pequeño, en comparación con los volúmenes de Javier, y aparentemente frágil, entrara con tanta fluidez su gorda y dura polla. El caso era que el  culazo de Javier se agitaba y contraía por el frenético mete y saca al que se entregó zumbando al  gimoteante chico. No se privó tampoco de volver a sus desahogos orales. “¡Oh, cómo me gusta así!”, “¡Qué culo más rico tienes!”, “¡Qué caliente me estoy poniendo!”. A este alboroto se sumaba que, al arrear con tanta energía, a veces llegaba a golpear la puerta con el culo… Incluso asomó alguna mano por uno de los agujeros para tocárselo.

Javier no mostraba prisas por acabar mientras el chico, con el delgado cuerpo arqueado, no paraba de meneársela con una mano, equilibrándose con la otra sobre un cojín. Fue precisamente el chico quien, en pleno fragor de la jodienda, sucumbió primero. Con un prolongado y lastimero suspiro, resultó evidente que no había podido controlar la corrida. Se produjo entonces un impase en el que se fue descomponiendo el compacto acoplamiento. La polla de Javier salió al exterior y el chico se fue desmadejando sobre la cama. Javier, respirando con fuerza, se sentó junto a él. El chico, avergonzado, le acarició la espalda. “Lo siento… Te he dejado a medias”. Javier replicó comprensivo: “¿A medias dices? Si he disfrutado como loco”. Y en un gesto de generosidad, le propuso un consuelo: “Además, aún tienes una boca ¿no?”. Se echó hacia atrás ofreciéndose con la polla todavía dura. El chico sonrió. “¡Qué majo eres!”. Y con cierta languidez se puso a chupar. Aunque Javier no escatimaba sus “¡Uf!”, era evidente, al menos para mí, que su mente iba ya por otros derroteros. Si bien era muy probable que, de haber resistido el chico un poco más, la excitación que había alcanzado Javier la habría avocado irresistiblemente a vaciarse bien adentro de culo, no haber llegado a correrse ya en la primera andanada le dejaba con todas sus energías para afrontar lo que aún estaba por llegar.

En esta idea debió coincidir el chico moreno, que bastante cachondo estaba ya tras contemplar la follada a su amigo. En tono cariñoso se dirigió a éste hablado desde el otro lado de Javier: “Suéltalo ya y no lo sigas acaparando… ¿No has disfrutado bastante con la enculada que has tenido?”. El chico rubio dejó de chupar y miró sonriendo ya a su amigo. “Tanto que me ha dejado KO de lo maravillosa que ha sido ¡Qué polla más dura y qué bien la mueve!”, se exaltó. “¡Jeje!”, soltó una risita Javier que, en medio de ese diálogo, se puso a sobarse la polla todavía tiesa, “Cualquiera no se ponía a cien con ese culo tan rico”. Pero de pronto se fue girando hasta quedar bocabajo apoyado en los codos en el centro de la cama. Soltó un fuerte suspiro y dijo con énfasis: “¡Cómo me arde también por ahí atrás!”. El chico moreno entendió que había llegado su momento. “Pues creo que tengo algo para eso ¿Te acuerdas?”. “¡Cómo no me voy acordar de eso que tienes tan largo entre las piernas!”, replicó Javier con vehemencia, “¡Hazme todo lo que quieras!”. Se puso ya horizontal por completo, con la cara directamente sobre la cama y los brazos extendidos, en elocuente ofrecimiento.

El chico no dudó en echársele encima. Sin embargo no era para hacer todavía lo que Javier tanto deseaba ya. Querría jugar antes un poco con él, no sólo para llevarlo al límite de excitación, sino seguramente también para revitalizarse él mismo. Por mi cuenta pensé que, en cualquier caso, valía la pena recrearse con culo tan espléndido… El chico empezó a restregar el no demasiado pesado cuerpo por el de Javier, con movimientos hacia los lados y arriba y abajo. Al resbalar la polla por la raja y meterse entre los muslos, Javier suspiraba estremecido. Cuando el moreno tiró de él para que subiera el culo, Javier se levantó rápidamente sobre las rodillas, alcanzó un cojín para metérselo bajo la barriga y se abrazó a un rulo para sujetarse. Como el chico rubio, para dejar espacio, había venido a sentarse a mi lado sobre las piernas cruzadas, tenían toda la cama para ellos. Desde luego Javier, con el torso abatido y el culo en pompa, daba una imagen de lo más lúbrica, que además quedaba duplicada en el espejo.

Si bien el chico moreno se colocó ya arrodillado entre las pantorrillas de Javier, todavía iba a alargar su espera. Porque se entretuvo sobando el apetitoso culo y, en un arrebato, estiró las nalgas para hundir la cara en la raja. Los chupetones y lamidas que le debía estar dando hacían gemir a Javier, hasta que llegó a suplicar con voz desgarrada: “Fóllame ya, por favor”. Ahora sí que el chico se afianzó en su posición y le dio tal clavada que el aullido que largó Javier debió resonar en todo el recinto. “¡Ou! ¡Ah!”. Aunque añadió enseguida un lloroso “¡Cómo me gusta!”… No tardó en verse, por el agujero más grande de la puerta, que asomaba una polla enérgicamente frotada… El chico se iba moviendo con soltura y Javier no dejaba de instigarlo: “¡Qué larga la tienes! La siento muy adentro”, “¡Como la saques te mato!”, “¡Dale, dale!”. Y claro, el chico le arreaba cada vez con más entusiasmo. Javier calmó unos segundos su elocuencia para limitarse a unos rítmicos “¡Uf, uf!”. Pero de pronto tuvo un arrebato y, sujetando un brazo con más firmeza al rulo, llevó una mano hacia atrás y se dio un cachete en la nalga. No era sino una indicación para el chico. “¡Pégame! ¡Haz lo que quieras conmigo!”, le salió su vena dramática. El chico no se privó entonces de ir dando tortazos a derecha e izquierda que seguían el ritmo de su bombeo. La sonoridad de las palmadas estimuló todavía más al chico, que ya empezó a dar señales de estar llegando al límite. Javier debió notar algo de eso, porque soltó: “¿Te vas a correr ya? ¡Dámela toda!”. “¡Lo que quieras!”, murmuró el chico que pasó a emitir seguidos “¡Ah, ah, ah!” y que culminó apretándose al culo de Javier. “¿Ya?”, gimió éste que, al irse derrumbando, como le estorbaba el cojín que seguía bajo su barriga, rodó hasta quedar bocarriba. “¡Qué polvazo!”, exclamó con voz ahogada. “No te digo”, mostró su acuerdo el chico todavía de rodillas recuperándose… Me fijé en que algo de leche había caído en el suelo desde el otro lado de la puerta.

El chico rubio, que había asistido en silencio con los ojos como platos a la jodienda de su amigo, le dijo ahora a Javier con admiración: “Y tú todavía sin correrte”. Javier replicó fardón llevándose una mano a la polla en calma: “Sé tenerla controlada”. Aunque añadió enseguida: “Pero ya no me aguanto…”. Se puso a manosearse la polla con tanta ansia, que los chicos no osaron intervenir. Sé de sobra que, en tales circunstancias, Javier prefiere no arriesgarse con interferencias y darse satisfacción a su aire. Además, en esta ocasión, la atención que ponían los dos chicos que tanto le habían hecho disfrutar era un acicate para hacer un lucimiento de su desfogue. Así, con la mirada ida, caracoleaba los dedos en torno a la polla, que iba endureciéndose a ojos vista. Cuando la erección ya era firme la frotaba cadenciosamente, mientras con la mano libre se acariciaba y estrujaba las tetas. A medida que aceleraba el pajeo, emitía suspiros y se le aceleraba la respiración. Con voz quejumbrosa fue repitiendo: “¡Ya me viene! ¡Ya me viene!”. Y de pronto, por encima del puño cerrado, el capullo fue expulsando en sucesivas ráfagas borbotones de leche. Cuando éstos cesaron, pasó la mano por el pelambre del pubis y le salió del alma: “¡Uf, qué falta me hacía!”… Casi me da vergüenza confesar que, con la atención de los chicos absorbida por la exhibición masturbatoria, me hice también una paja, mucho más discreta desde luego. Uno no es de piedra, aunque aquella no hubiera sido mi guerra. Con Javier hay que estar a todo.

A punto estuvieron los chicos de aplaudir. “¡Qué buen pajón al final!”, exclamó el moreno. “Si me llegas a meter todo eso por el culo…”, comentó el rubio con sentido del humor. Javier pareció no oírlos y solo tanteaba buscando su paño perdido por algún rincón. “¡Cómo necesito un a ducha!”, dijo abriendo la puerta. Pero antes de salir propuso: “Nos vemos luego en el bar ¿vale?”. Me fui con él, interesado en pulsar su apreciación del encuentro. En cuanto estuvimos los dos bajo el agua, quiso confirmar entre asombrado e incrédulo: “¿Todo esto lo has montado tú?”. “Bueno. Sé de qué pie cojeas últimamente y, aunque esos chicos no sean mi tipo, los vi tan interesados por ti que traté de que los aprovecharas”, expliqué riendo. “Pues has acertado de pleno… ¡Qué chicos más ricos! Y qué marcha tienen”, declaró Javier. “Eso también me ha sorprendido”, reconocí.

Tras ponernos paños limpios, que falta nos hacía, Javier y yo pasamos al bar. Pedimos nuestras copas en la barra y, como esperábamos a los chicos, escogimos la mesa apartada en un rincón. Javier se sentó en el banco de la pared y yo ocupé una butaca enfrente. No tardó en aparecer la pareja, también refrescada y sonriente. En cuanto tuvieron sus bebidas, vinieron con nosotros y se sentaron en el banco a ambos lados de Javier. Éste, como solía hacer, se había aflojado el paño, que le quedó enrollado por encima de las ingles. Henchido de satisfacción acogía encantado los achuchones de los chicos, bien arrimados a él. “¡Vaya, vaya! No me esperaba yo la doble ración con la que me habéis sorprendido”, rio Javier. En mi calidad de propiciador de un revolcón como el que habían tenido, me permití comentar: “De Javier no me asombra nada, pero con lo apocados que parecíais cuando me pedisteis ayuda… Si tenéis más tablas que Nacho Vidal”. Ahora rieron ellos. “Bueno”, empezó el más dicharachero moreno, “No nos chupamos el dedo y tenemos nuestro historial”. “Coincidimos en el tipo de hombre que nos vuelve locos”, apostilló el rubio. “Yo tuve un novio, un cincuentón gordito precioso. Pero me dejó por otro chico más joven… Ya veis”, contó el moreno. Se iban alternando y el rubio reconoció: “En realidad no somos mucho de saunas, con demasiados musculitos, hasta que supimos de ésta, con clientela de hombres maduros. Aunque al principio temíamos que cantaríamos y nos tomarían por chaperos. Luego vimos que había más variedad  de la que creíamos y nos decidimos”. El moreno tomó la palabra para decirle a Javier: “Te echamos el ojo cuando te desnudabas en el vestuario y quisimos probar suerte. Pero hijo, parecía que ibas de mano en mano de tíos mayores y gordos, y nos desanimamos… Lo demás ya lo sabéis”. “Apareció el hada madrina”, se burló Javier. “Si lo  debías llevar en bandeja… Hay que ver cómo vela por tus intereses”, replicó el rubio mirándome con simpatía.

De pronto Javier se levantó. “Voy un momento a mirar el móvil”. Casualmente el moreno lo imitó. “¡Mira! Yo lo haré también”. Los dos fueron al vestuario y, entretanto, el rubio no se privó de comentarme: “¡Qué suerte tienes de estar con ese pedazo de hombre! Además de que le sale el sexo por las orejas Javier es la mar de afectuoso y simpático”. “De eso no me quejo, te lo aseguro”, admití, “Y hoy le habéis venido al pelo, porque últimamente iba con hambre de carne más fresca”. Ya volvieron y Javier, sin sentarse dijo: “Me tengo que marchar”. Y añadió: “Esto no quedará aquí ¿verdad?”. Estuve seguro de que ya habrían intercambiado teléfonos. Como yo también acompañé a Javier al vestuario, nos despedimos  de los chicos con profusión de besos cariñosos. Luego solo le comenté: “Me parece que te voy a tener que dejar volar suelto”. Javier me sonrió con afectuosa gratitud.

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No me sorprendió demasiado cuando unos días después Javier me dijo: “Me han llamado los chicos de la sauna del otro día”. “Ya me pareció que le habrías dado tu teléfono”, repliqué. “Bueno, fuimos a mirar los móviles y lo que pasa… Yo te digo mi número, tú me haces una perdida…”, explicó como si se excusara. “¿Y qué te ha dicho?”, pregunté lo era el meollo del asunto. “Que les gustaría que fuera a su casa”. “¿Y?”. “¿Te parece bien que vaya?”. Me reí. “¿Me estás pidiendo permiso a estas alturas?”. “Como tú fuiste el artífice de lo de la sauna…”. “Mira, Javier. Allí me lo pasé muy bien viéndote disfrutar de aquella manera. Pero ahora ya es cosa tuya…” Aunque añadí: “Me conformo con que me tengas informado”. “Sabes que te lo cuento todo muy a gusto cuando hago cosas sin ti”. No siempre ha sido así, pero se lo agradecí.

Cumplió al comunicarme: “Estuve en casa de los chicos”. “Se te ve en la cara que triunfaste una vez más”. “Bueno, saben tratarme”. “Y tú a ellos”. Su entusiasmo se manifestó al cuando quiso ponerme en situación. “Comparten un piso muy actual, tipo loft de un solo espacio. Lo curioso es que hay una sola cama, muy grande eso sí. Aunque entre ellos no haya nada, como ya nos aclararon, dicen que así se hacen compañía…”. Soltó una risita, divertido por la extravagancia. “Todo muy de chicos modernos ¿pero cómo os fue?”, le urgí. “Como era de esperar… No tardamos ni dos minutos en estar los tres despelotados. Cayeron sobre mí de tal manera que enseguida me puse a cien”. “Te follarías al rubio ¿no?”. Fue lo primero que hicimos, como en la sauna, y esta vez no se corrió antes de tiempo”. Así que llegaste a descargarte tú…”. “¡Y de qué manera! Fue un polvazo bestial en ese culo tan fino y tan tragón… Él disfrutó también muchísimo y, en cuanto me dejé caer en la cama, se corrió sobre mi pecho. Me dejó perdido de leche”. “Se quitó la espinita que le había quedado de la sauna”, comenté, “Tendrías que tomarte un descanso antes volver a la carga ¿no? Porque el otro querría también hacerte un buen repaso”. “¡Por supuesto! Pero me duché y luego bebimos algo. Estuvimos charlando y me contaron  cosas muy divertidas de sus experiencias… Yo tampoco me quedé corto con mis anécdotas”. “Y luego estarías ya a punto para que te diera por el culo el moreno ¿no?”. “Bueno, sí… Empezamos a meternos mano, me hizo una comida de culo que me puso negro, yo se la chupe tan tiesa como la tenía… Y ya me morí de ganas de que me la metiera”. “Sería también una buena follada…”. “¡Bestial! Le dio por hacérmela por delante. Me puso bocarriba y me subió las piernas apoyadas en sus hombros. Delgado y todo tenía fuerza para aguantarlas… Se me clavó así y me volvía loco con las arremetidas que me daba”. “Menudos chillidos soltarías… “. “¡No veas! Porque además duró bastante rato, hasta que le tuve que pedir que se corriera ya”. “¿Dentro también?”. “Le dio por hacer un alarde… Cuando le vino, se salió y la polla le quedó sobre mis huevos. Los chorros que soltó me salpicaron hasta en la cara”. “De uno y de otro toda la leche acabó cayéndote encima”. “Me quedé con tal calentón que enseguida me la tuve que menear. Así que mi segunda corrida se mezcló en mi barriga con la del chico”. “¿Eso fue todo?”, pregunté con recochineo. “Me ayudaron a ducharme entre los dos”, concluyó Javier. “Mucho te cundió la visita ¿eh?”, añadí, “Me huelo que no va a ser la última”. Bueno… Dicen que de vez en cuando hacen alguna reunión en su casa con amigos como ellos, que tienen los mismos gustos”. “¿Te invitarán entonces?”. “Eso parece”.



miércoles, 20 de noviembre de 2019

Regalo de cumpleaños

Juan era un hombre grandote que a sus cincuenta y pico de años, seguía siendo algo simplón y débil de voluntad. Se había llegado a casar con una compañera de trabajo que había quedado embarazada y, aunque no fuera el padre biológico, aceptó reconocer al hijo como suyo. Formaron una familia más o menos convencional y Juan se convirtió en un padrazo indolente que, a medida que Manuel, el niño, crecía, le consentía todos los caprichos. Para irritación de la madre que veía cómo Juan, con ese comportamiento, entorpecía sus intentos de encauzar la cada vez mayor indocilidad del hijo. Así las cosas, cuando éste tenía diez años, la mujer, que ya llevaba tiempo liada con el jefe de la empresa, decidió separarse de Juan, pudiendo oficializar su relación con el amante también recientemente divorciado. Que por lo demás era mucho mejor partido que Juan y de un carácter más decidido. Precisamente las alegaciones sobre la inepcia de Juan en la crianza del hijo facilitaron que la madre lograra quedarse con la custodia en exclusiva del menor. Como salió a relucir  también que Juan no era el padre biológico de Manuel, éste supo desde entonces esa circunstancia.

Juan afrontó la situación con su habitual pasividad y resignado a las esporádicas visitas que la madre permitía que le realizara Manuel. El chico aprovechaba para sacarle a Juan regalos de cosas que su madre no le permitía todavía. Lo cual daba lugar a que ésta amenazara continuamente con cortar tales visitas. Parecía por lo demás que ese era el único interés del chico para mantener las relaciones con quien sabía que no era su verdadero padre. Sin embargo Manuel, a medida que iba creciendo, aumentaba su querencia por no privarse de pasar algunos días con Juan. Y ya no solo era por su interés en los regalos que conseguía, sino que incluso le mostraba un particular afecto. Por otra parte resultó que a Manuel se le iba formando un cuerpo tirando a robusto, hasta el punto de que, en una ocasión, su madre bromeó al respecto: “Ni que fueras  de verdad hijo de tu padre”. La madre tomó como una tonta ocurrencia el comentario que al respecto hizo Manuel: “Mejor para todos que no lo sea”.

A Juan, aun con cierto distanciamiento, no dejaba de halagarle el afecto que Manuel parecía seguir sintiendo hacia él e incluso que le reconociera que le tenía más confianza que a su madre. En este contexto, Manuel le comentó un día: “Hay una cosa que solo me atrevo a decirte a ti”. “Lo que sea me parecerá bien”, contestó Juan con su natural conformismo. “Creo que soy gay”, confesó Manuel. Juan no mostró especial extrañeza. “¿Cómo lo sabes?”. “Aún no he hecho nada con un hombre, pero estoy seguro… Y sé lo que me gusta”. “Ya vas siendo mayor y si es eso lo que sientes, me parece bien”. A Juan no se le ocurrió nada más que decir. Ni siquiera relacionó esta confesión de Manuel con las muestras de un cada vez más desbordado cariño a través de abrazos y besos efusivos, caricias en los muslos cuando se sentaba muy junto a él en el sofá… Cosas de adolescente, se decía.

Poco tiempo después Manuel, que acababa de cumplir los dieciocho años, le manifestó a Juan que quería celebrarlo con él. A Juan le llegó a emocionar y, con la falta de criterio que lo caracterizaba, dijo: “Te haré un regalo especial… Lo que más te apetezca”. “¿Sea lo que sea?”, preguntó Manuel. “Lo que sea”, contestó Juan sin pensárselo demasiado. “¿Lo prometes?”, insistió Manuel. “Prometido”, afirmó Juan. No sabía en lo que se metía…

El día de la celebración acordada, a Juan, abrumado por el prolongado abrazo con el que se le colgó Manuel, solo se le ocurrió decir: “Así que ya eres todo un hombre ¿eh?”. “¡Claro! Igual que tú”, replicó Manuel, que soltándolo al fin lo miró sonriente para añadir: “También me alegra mucho que tú no seas mi verdadero padre… Así puedo quererte aún más”. Juan no supo cómo entender aquello y se salió por la tangente proponiendo: “Entonces ya me dirás qué te apetece que hagamos hoy… ¿Quieres que vayamos de compras o a comer a algún buen sitio?”. “Prefiero que nos quedemos en casa”, contestó Manuel, “Estoy deseando que cumplas la promesa que me hiciste”. “Como tú quieras… Pero entonces tendrás que decirme qué es lo que deseas que te regale”, dijo Juan algo desconcertado. “No te preocupes. Pronto lo vas a saber”, replicó Manuel enigmático.

Como Juan estaba vestido para salir, pensando que habrían de ir a comprar lo que se le antojara a Manuel, éste aprovechó el cambio de planes. “Como nos quedamos en casa ¿por qué no nos ponemos más cómodos? Hoy hace bastante calor”. Inmediatamente predicó con el ejemplo y, en pocos segundos, se quitó el polo y los tejanos. Solo con unos bóxers dijo sonriente: “Mejor así ¿no?”. Hacía tiempo que Juan no lo veía de ese modo y no dejó de fijarse en sus formas ya redondeadas y su vellosidad incipiente. “Fíjate que pensaba que estaba saliendo a ti”, rio Manuel. Juan, algo cortado, dijo entonces: “¡Vale! Voy a cambiarme”. Se dirigió al dormitorio y le sorprendió que Manuel lo siguiera. “Si vuelvo enseguida…”, alegó. “Si yo lo he hecho ante ti, lo puedes hacer tú también ahora ¿no? Somos ya hombres los dos”, se reafirmó Manuel. “Bueno, bueno. Como quieras”, dijo Juan con su habitual actitud consentidora. Con pachorra se quitó la chaqueta y, mientras se iba bajando los pantalones, pensó: “¡Qué raro sigue siendo este chico!”. Cuando se desprendió de la camisa, quedó tan solo con un eslip blanco y rehuyó la mirada de Manuel, avergonzado de su cuerpo gordo y velludo. Además, desde hacía algún tiempo, se había dejado crecer una poblada barba, probablemente para disimular la debilidad de su carácter, y que no dejaba de darle un aspecto algo fiero. Al ir a echar mano del chándal que pensaba ponerse Manuel lo retuvo. “Quédate así, tal como estoy yo… Para empezar a cumplir la promesa que me hiciste”. Juan se sintió confuso, sin poder relacionar el regalo especial que había prometido y la situación en que se encontraban. “¿Qué tiene que ver eso con que estemos los dos en calzoncillos?”, preguntó. “Puedo pedirte lo que quiera ¿no?”, recordó Manuel. “Eso dije”, reconoció Juan, “Pero sigo sin entender qué es lo que quieres de mí”. “Es muy fácil “, dijo Manuel, “Quiero que te quedes completamente desnudo. Éste será tu regalo especial para mí”. Juan tragó saliva. “¿Verme en cueros es lo que pretendes?”. El descaro de Manuel no tenía límites. “La de pajas que me he hecho imaginando este momento y tú me prometiste que podía tener lo que más me apeteciera. Y justo es eso”. Juan aún se hizo el remolón. “Ya sé que eres gay. Pero eso de que te excites conmigo, tan mayor y gordo…”. “Precisamente me di cuenta de que era gay al notar lo que me gustabas”, declaró Manuel. Juan insistió. “Bueno, sobre gustos… Pero es que además es algo que no está bien, porque yo soy…”. “¿Mi padre?”, le cortó Manuel, “De eso nada. Así que esa excusa no te vale”. Juan no acababa de creérselo. “Entonces ¿el regalo especial para tu cumpleaños es que te lo enseñe todo?”. “¡Claro! Y prometiste que me lo harías fuera lo que fuera”.

Juan, que como mucho había temido que Manuel le pidiera un coche, se dijo que pese a sus reservas, si ese era el capricho del chico, no podía sino concedérselo, ya que lo había prometido. Así que resignado se echó abajo el eslip, que le cayó a los pies. “¡Hala! Aquí lo tienes. Mira todo lo que quieras”. Ante el arrobo con que Manuel se inclinó para contemplar lo mostrado, la incomodidad que sentía hizo que Juan añadiera como si fuera necesario explicarlo y usando unos términos que creía más adecuados para la comprensión del chico: “Una polla y unos huevos como los que tienes tú”. “¡Son magníficos!”, exclamó Manuel, “¡Y qué polla más enorme te gastas!… Mejor de lo que había imaginado”. La verdad es que Juan, aunque poco partido le había sacado en su vida, estaba espléndidamente dotado. Tampoco es que él hubiera reparado demasiado en ello, ya que carecía de referencias para comparar. Ahora el que quedaba admirado era Manuel. Al acercar éste más la cara y ponerle una mano en el muslo, Juan advirtió: “Se mira pero no se toca ¿eh? Tú serás gay, pero yo no”. Manuel entones se llevó una mano a la entrepierna resaltando el bulto que le marcaba los bóxers. “Es que estoy muy excitado”. Para librarse de tan peligrosa cercanía y, de paso, acabar cuanto antes aquello, a Juan no se le ocurrió otra cosa que sugerir: “¿Vas a querer meneártela mirándome?”. “Ganas no me faltan ya, pero aún quiero ver más cosas”, dijo Manuel. Y para concretar más agregó: “¿Por qué no te tocas tú un poco?”. Juan hizo un intento de plantarse: “¡Mira! Te dejo que veas todo lo que quieras y hasta que te corras a mi costa, pero no pretendas que yo vaya a darme gusto también”. Manuel se puso persuasivo. “No siempre se toca uno para darse gusto. Se puede hacer para rascarse, mear, limpiarse el culo…”. A Juan le hizo gracia la desfachatez del chico y hasta llegó a reírse. “Así que me tengo que rascar las pelotas”. Manuel se agarró a este destello de humor. “Porfa, papi”. “¿En qué quedamos?”, protestó Juan porque volviera a llamarlo ahora así. Pero ya estaba transigiendo. Con una mano se levantaba la polla y con la otra se palpaba los huevos. “¿Así dices?”. Aunque Juan llegó a lamentar que tuviera la  polla tan grande como decía Manuel. Pero ni a él se le podía escapar que Manuel seguiría insaciable. Agachado y con la cara cada vez más cerca, mientras se iba tocando por abajo observó: “Te asoma casi todo el capullo ¿Te hiciste la fimosis?”. “Hace muchísimo tiempo. Pero no me quitaron toda la piel”, contestó paciente Juan. “No te costará sacarlo entero. A ver…” Antes de que Manuel lo comprobara por sí mismo, Juan corrió ligeramente la piel y mostró el capullo al completo. “Me gusta cómo te queda… ¿Crees que me tendría que hacer los mismo?”, dijo Manuel. Juan cayó en la trampa e involuntariamente se le fue la mirada hacia abajo. Manuel había sacado ya la polla, tiesa y descapullada, por encima de los bóxers.  “No lo parece”, zanjó Juan, indefenso ante el tropel de ocurrencias con que lo asaetaba Manuel.

Para colmo, los nervios, lo toqueteos y la vejiga le jugaron una mala e inoportuna pasada a Juan, que avergonzado tuvo que decir: “Perdona, pero voy a tener que ir a orinar”. Ingenuo él, no se esperó la inmediata reacción de Manuel: “¡Estupendo! Vamos al baño”. “¿Eso también?”, se alarmó Juan. “Ya que no quieres que vea cómo echas otra cosa por el capullo, al menos podré ver cómo te sale el chorro de esa polla tan grande”. Juan, ya con cierta urgencia, solo dijo: “¡Vaya capricho!”. “¡Venga!”, se apuntó decidido Manuel precediéndolo.

Manuel tomó posiciones a un lado del wáter y levantó la tapa. Juan, aunque abochornado por este retorcido antojo de Manuel, se colocó de frente dócilmente, cogida la polla con dos dedos para apuntar. “Veremos si me sale contigo ahí delante”, advirtió. “¡Venga, que vas a poder!”, lo animó Manuel. Juan, para estimularse, dejó todo el capullo al descubierto y sacudió ligeramente la polla. “¡Cómo me gusta eso que haces! ¡Qué gordo lo tienes!”, comentó Manuel. “Espera un momento. Ya va a salir”, dijo Juan para calmarlo. Por fin débilmente al principio empezó a brotar el chorro, pero enseguida adquirió potencia formando una curva orientada a la taza del wáter. Juan soltó un suspiro. “¡Hala, ahí lo tienes!”. “Me encanta y me está excitando cantidad ¡Gracias!”. Pero cuando el caudal mermó, Manuel de repente agarró los muslos de Juan y lo hizo girar hacia él. “¡Eh, que aún gotea!”, exclamó Juan sobresaltado. Pero Manuel, rápidamente, acercó la cara y alcanzó a darle un lametón al capullo. Juan, paralizado por el estupor, no supo reaccionar. Ni siquiera cuando, sobrepasando los límites que había tratado de imponer, los labios de Manuel se ciñeron al capullo. “¡¿Qué haces?¡ Te dije que de eso nada”. Manuel se apartó ya y, relamiéndose, miró a Juan con una sonrisa cínica. “No te he tocado con las manos. De la boca no habías dicho nada”. “Pero además ha sido una cochinada”, lo reprendió Juan. “No es para tanto y no tiene mal sabor”, alegó Manuel con descaro, “He visto que hasta se mean directamente en la boca”. “¿De dónde sacarás tú eso”, solo pudo comentar Juan que, superado, optó por pasar página. “¡Venga, va! ¿Te harás la paja de una vez?”.

Sin embargo Manuel, que ya había prescindido de los bóxers y mantenía la polla tiesa, no iba a dar tregua tan fácilmente a su falso padre, al que había erigido en tótem de su efervescencia sexual. Juan había cortado un trozo de papel higiénico para limpiarse los restos de pis y babas, y en un gesto mínimo de pudor –“A buenas horas”, ironizó para sí mismo–, le dio la espalda al agazapado Manuel. A éste le faltó tiempo para agarrarse a las pantorrillas de Juan, a quien, por lo inesperado del gesto, se le doblaron las corvas. “¡Vaya culazo tienes! También quiero vértelo a fondo”. “¿Qué es eso de a fondo?”, se alarmó Juan. “Que me tienes que enseñar lo que se ve y lo que no se ve”, exigió Manuel. “¿Tan gordo y peludo te va a gustar?”, trató Juan de disuadirlo. “Así es como me gusta”, aseguró Manuel indomeñable, “Te voy a abrir la raja”. “¡Quietas las manos!”, soltó Juan obstinado en mantener las líneas rojas que había marcado, aunque cada vez más debilitadas. “Ya lo haré yo”, transigió acogiéndose de nuevo al paliativo del mal menor. Así que inclinó el torso con las manos en las rodillas y presentó el culo en pompa a la vista de Manuel. A éste le temblaba la voz. “¡Oh, que pedazo de culo! ¡Más, más! ¡Ábretelo!”. Transigiendo resignado Juan llevó las manos a las nalgas y las estiró hacia los lados. La escabrosa visión de la raja abierta, orlada de vello, con las pelotas colgando y el ojete fruncido destacando sonrosado, llevó al delirio a Manuel. Juan notó que acercaba la cara y pasaba la lengua por dentro. “¡Eso no!”, protestó ya con poca convicción. “No uso las manos”, arguyó cínicamente Manuel, que volvió a dar otro lametón. “Peor todavía”, le reprochó Juan, “Vas a hacer que me caiga de morros”. “Sujétate al borde de la bañera… Tu culo me ha puesto tan cachondo que me voy a correr sobre él”. “Con tal de que acabe de una vez…”, se dijo Juan, cuya cortedad de luces le hizo ignorar la vulnerabilidad de su postura. Nunca calibraba a tiempo hasta donde era capaz de llegar su hijo putativo, por más inédito que le resultara el furor sexual que estaba proyectando sobre él.

Juan apoyó la barriga en el borde de la bañera y estirando los brazos se sujetó con las manos en el borde opuesto. Manuel se agarraba la polla y la iba restregando por las nalgas peludas. “¡Oh, qué gusto!”. Juan lo apremió: “¡Venga, échamela encima!”. Ni se le ocurrió que Manuel pudiera hacer otra cosa y no le alarmó demasiado que la polla se le fuera también deslizando por la honda raja. “¿Te va a venir ya? Me está subiendo la sangre a la cabeza”, se quejó Juan de la postura forzada. Pero de pronto las manos de Manuel se plantaron como garras en los costados y la polla, centrada en el ojete, se clavó de golpe. Juan vio las estrellas. “¡Eh, para! ¡No hagas eso! ¡No puedes!”, gritó en su indefensión. “¡Lo siento! No he podido controlarme”, alegó Manuel, que se afianzaba más todavía. “¡Para! ¡Sal! ¡Esto duele!”, suplicaba Juan. “¡No puedo! Es tan bueno…”, persistía Manuel empezando a dar golpes de cadera. Ya sin palabras, Juan se limitaba a gemir y, ante la incapacidad de resistirse, optó por aflojar la tensión para paliar el dolor. “¡Cómo estoy disfrutando!”, se recreaba Manuel, “¿Tú no?”. Juan no respondió porque estaba percibiendo que, sobreponiéndose al dolor, se abría paso una sensación desconocida y extraña… ¿placentera? Por eso solo dijo: “¡Vamos, acaba!”. Lo mismo podía entenderse como el deseo de que todo aquello terminara o de que Manuel siguiera adelante hasta el final. “Me está gustando tanto… Pero ya me falta poco”, declaraba Manuel arreando con entusiasmo, mientras Juan rumiaba sus confusas sensaciones. “¡¡Ooohhh!!”, rugió al fin Manuel en una prolongada descarga. Y entonces Juan soltó: “¡Ay, ay, ay!”. Pero no era por la corrida de Manuel, sino por la suya propia que empezaba a chorrear por el borde exterior de la bañera.

Manuel soltó ya a Juan y, con juvenil facilidad de recuperación, se mostró exultante. “¡Gracias! El mejor regalo de mi vida”. Juan, con una mano todavía apoyada en la bañera, llevó un brazo hacia atrás en muda petición de ayuda para incorporarse. Manuel le tiró de la mano y, cuando Juan estuvo de pie, vio asombrado la polla que penduleaba goteando leche. “¡Anda! Si tú también te lo has pasado en grande”, exclamó divertido. “Ya ves… No me esperaba yo esto”, dijo Juan confuso y avergonzado. “¡Estupendo! Así que hemos compartido el regalo de cumpleaños”, rio Manuel. Y sorpresa sobre sorpresa, se agachó ante Juan y comentó: “Así que hasta te has empalmado ¿eh? Me encanta”. Juan, ya sin fuerza moral para nada, dejó que se la sacudiera y le lamiera el capullo. “¡Qué rica tu leche! Lo que voy a disfrutar sacándotela de esta polla tan gorda”. Juan se limitó a suspirar y sintió vértigo al intuir que aquello no iba a ser cosa de un día.

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Juan había quedado sumido en un mar de confusiones. Él, que siempre había procurado no complicarse la vida y dejar hacer a los demás. ¿Cómo podía haberlo enredado de esa manera el hijo de su madre? ¿Todas sus muestras de cariño iban en esa dirección y él sin enterarse? En cuanto ha tenido dieciocho años ¡hala! Y dejando claro que no había lazos de sangre por medio. Bien que me dejó sin argumentos serios para negarme a sus pretensiones. Vale que sea gay, pero esa fijación en un tipo como yo ¿quién la puede entender? ¡Cómo se excitaba a medida que le iba enseñando mis intimidades! Y yo dejando que me hiciera cosas para no incumplir la promesa que en mala hora se me ocurrió hacerle. Hasta que al final ¡zumba!, a darme por el culo ¡Cómo podía imaginar algo así a estas alturas…!

Pero las elucubraciones de Juan derivaron también hacia otros derroteros aún más sorprendentes. ¿Cómo es que le seguí el juego sin apenas cuestionarlo? Porque mira que le iba dando facilidades para que me viera todo lo que pedía. Que me toque los huevos, que saque el capullo, que eche una meada, que me abra la raja del culo… Para colmo los chupetones que el muy cochino me daba en cuanto bajaba la guardia. Y yo viendo cómo se la iba meneando a mi costa. Pero lo que me hizo al final fue una auténtica violación. Y bien que la aguanté, con lo que me dolía… Ahora bien ¿cómo es posible que, a pesar de todo, llegara a tener un orgasmo como el que me estalló de pronto, el más fuerte que he tenido en mi vida? Es que, doliendo y todo, me entró una excitación increíble. ¡Vaya si se dio cuenta Manuel de la corrida que había tenido! Como para reñirle porque se había pasado dándome por el culo. ¿Sería verdad que se estrenaba conmigo? Porque el chaval se las sabía todas.

Sin embargo Juan tuvo que hacer un esfuerzo para apartar de su mente estos pensamientos, porque se dio cuenta de que le estaban provocando una fuerte erección. Con lo poco que se había preocupado por el sexo desde hacía mucho tiempo… Y lo del dichoso Manuel era tan extraño para él… Porque además ahora se preguntaba en qué plan vendría el chico la próxima vez que lo visitara ¿Habría dado la promesa por cumplida? Con lo empecinado que era cuando quería una cosa, cabía ponerlo en duda. ¿Y él? ¿Se dejaría llevar como de costumbre? No se atrevió a responderse.

Manuel no tardó mucho en anunciar su visita. “Ya no tengo que pedirle permiso a mi madre”, presumió de su mayoría de edad. No por esperada la noticia no dejó de recibirla Juan con desazón. Incapaz de plantearse previamente cuál debía ser su actitud, optó por el británico wait and see. Al fin y al cabo Manuel había demostrado saber el manejo de una situación tan extraña mejor de lo que podía hacerlo él. Como suponía que los planes no consistirían en salir, se vistió con su chándal de estar por casa y sin calzoncillos debajo. Por simple comodidad, se dijo.

Manuel llegó rebosante de energía y, para inquietud de Juan, descaradamente cariñoso. En lugar de los tradicionales besos en las dos mejillas, fue directo a juntar los labios y a Juan le pareció que la lengua de Manuel hurgaba entre sus dientes. Juan preguntó lo que solía en otras ocasiones pero que ahora no dejaba de sonar como ingenuo: “¿Qué te apetecerá que hagamos hoy?”. Manuel rio. “¿Tú qué crees? Nos quedaron pendientes muchas cosas”. Juan no se apeó de la higuera. “¿Como qué?”. Manuel no se mordió la lengua. “El otro día estabas muy estrecho. No me dejabas tocarte”. “Pero usaste otras cosas ¡y de qué manera!...No hagas que te las recuerde”, replicó Juan queriendo dar un tono desinhibido. Incluso se atrevió a preguntar: “¿Tú cómo sabes todas estas cosas?”. Manuel rio. “En internet se encuentran a toneladas y para todos los gustos. Si supieras la de hombres como tú, y más gordos y mayores, que se ven haciendo de todo. Ahí se aprende mucho”. “Eso parece… Nunca se me habría ocurrido”, reconoció Juan. “Pero siempre imaginaba hacer todo eso contigo”, puntualizó Manuel. Juan tragó saliva. “Yo es que eso…”. “No lo dirás por la corrida que largaste”, replicó Manuel, “Si te pasó algo así es porque te gustaría”. “Todavía no lo sé”, confesó Juan. “Predispuesto sí que parecías… Ya te ayudaré a salir de dudas”. La seguridad de Manuel iba removiendo la indefinición de Juan. Éste, ni siquiera en su época de casado, había puesto demasiado interés en el sexo. Y cuando su mujer fue retrayéndose, se conformó fácilmente. Ahora Manuel aparecía avivándole la curiosidad y el corazón se le aceleraba recordando el orgasmo que le había hecho tener.

“Me vas a dejar jugar contigo ¿verdad?”, dijo Manuel insinuante. Juan echo mano de una ironía laxa. “¿Quieres hacer conmigo lo que ves en internet?”. “Ya hice la prueba el otro día y parece que no fue nada mal”, contestó Manuel incisivo. Juan se sentía abrumado por situación tan comprometida y, en un intento de sortearla, preguntó: “¿Qué pasaría si te digo que más cosas de esas conmigo no?”. “Que no te creería”, fue la rotunda respuesta de Manuel. Juan aún se permitió reflexionar: “El mundo al revés. En lugar de que sea el hombre experto y bregado quien seduzca al joven ingenuo e inexperto, aquí es a la inversa”. Manuel rio. “No hay reglas fijas para eso”. “Y también me conoces de sobra para saber que el ‘no’ nunca me ha funcionado contigo”, fue la  escapista conclusión de Juan.

Manuel se le acercó. “Te voy a desnudar… Eso no te vendrá tan de nuevo”, bromeó, “Luego me lo podrás hacer a mí”. Pero, dudando de que Juan tomara esa iniciativa, añadió: “Si no, lo haré yo”. Esta vez Manuel iba a tenerlo fácil. Juan dejó resignado que le bajara la cremallera y le quitara la parte superior del chándal. Manuel se paró un momento contemplando el torso tetudo y velludo, y luego le plantó una mano en cada teta. “Hoy ya no me vas a prohibir que te toque ¿verdad?”. Juan eludió contestar y solo comentó: “Entiendo que te gusten los hombres, pero con este barrigón que tengo…”. “Ese es tu encanto y quiero disfrutarte entero”, replicó Manuel que, tras palpar las tetas, se puso decidido a chupetear los pezones. “¡Uy, que me haces cosquillas!”, se quejó tibiamente Juan. Manuel lo miró sonriente. “Ha sido solo un aperitivo”.

El pantalón de chándal se ligaba con una cinta. Manuel no tuvo más que deshacer el lazo y aflojar la cintura para que se deslizara hasta los pies. Al ver que Juan no llevaba calzoncillos, dijo divertido: “¡Anda! Te habías preparado para mí ¿eh?”. Juan replicó sin que sonara demasiado convincente: “Es más cómodo para andar por casa”. “¡Claro!”, rio Manuel, “Mejor llevar suelto ese pollón que tienes”. “No exageres”, dijo Juan azorado. Pero lo que ahora resaltaba entre sus muslos daba fe de la apreciación de Manuel. A éste le faltó tiempo para agarrar la polla. “¡Que ganas tenía de tenerla en mis manos!”. “A ver lo que haces ¿eh?”, advirtió Juan sin mucha convicción. “¿Qué es lo que me vas a prohibir hoy?”, lo desafió Manuel. “Y yo que sé”, contestó Juan hecho un lío. No hizo ya el menor gesto cuando Manuel empezó a frotarle la polla, convencido de que poco efecto le iba a hacer algo así. Pero se precipitó al quitarle importancia. “Ya ves que sigo igual”. Manuel lo contradijo: “¡Si se te ha puesto dura… y de qué manera!”. Juan, incrédulo, miró hacia abajo y pudo ver que, más allá del abultamiento de su barriga, sobresalía su polla bien tiesa. No obstante quiso persistir en su ingenua tozudez y dijo tontamente: “Es que me pones nervioso”. Enseguida, antes de que Manuel insistiera en lo evidente, se salió por la tangente. “¿Tú no te ibas a desnudar también?”.

Esto al menos le sirvió para escurrirse y, deseoso de disimular su erección, se sentó en el sofá mientras Manuel se iba desnudando. La visión de su cuerpo llenito y ya con algo de vello hizo pensar a Juan que él de joven era así. Y de pronto le cruzó la mente una idea que le produjo escalofríos: “¿Y si…?”. Pero enseguida pudo desecharla razonando para sí: “¡Imposible! No follé con la madre hasta bastante después de que pariera a Manuel… y tampoco es que lo hiciera demasiado más adelante”. Ya estaba Manuel en cueros y con la polla juvenil en plena forma. Sin embargo, cosa rara en él, se mostró algo cohibido. “En comparación contigo cualquiera se acompleja”. Juan quiso animarlo. “Eso no tiene tanta importancia… Mira lo que me hiciste el otro día”. Se arrepintió inmediatamente de este recordatorio y, para salvar la situación, le dijo señalando a su lado en el sofá: “Anda, siéntate aquí”.

Manuel se arrimó tanto a Juan que éste tuvo que subir un brazo y pasárselo por los hombros. Manuel aprovechó entonces para chuparle una teta y darle lamidas hasta la axila. “Mira que eres”, le recriminó paciente Juan. Pero Manuel lo que hizo a continuación fue quitarle el brazo de sus hombros y, superado ya el momentáneo complejo de inferioridad, llevarle la mano sobre su propia polla. Juan se sobresaltó. “¿También te tengo que tocar yo?”, preguntó como si se tratara de un nuevo deber y sin llegar a apartar la mano. “¿Por qué no?”, replicó Manuel con descaro, “Si ya la tuviste en tu culo… Y bien que la disfrutaste”. “Aún no sé cómo me pudo pasar aquello”, musitó Juan. “¡Y dale con eso!”, lo reprendió Manuel, “Ahora cógemela sin miedo, que es más sencillo”. Apretó la mano de Juan, que seguía inerte, e hizo que cerrara los dedos en torno a la polla. “¿Qué notas?”, le preguntó. “Que está dura”, contestó Juan como si hiciera un descubrimiento. “No te va a morder si la frotas un poco”, insistió Manuel. Juan dio unos tímidos pases a la polla. “¿Cómo? ¿Así?”, volvió a preguntar para que Manuel lo guiara. “No sabes el gusto que me estás dando”, dijo Manuel. “No pretenderás que te haga una paja”, advirtió Juan con uno de esos límites que Manuel iba rebasando con facilidad. “Ahora no”, precisó Manuel, “Es un toma y daca: yo te la he puesto dura a ti y tú me la pones a mí”. “¡Vale! Pues ya está ¿no?”, intentó Juan zanjar la cuestión. Todavía se empeñaba en considerar que, aparte de alguna reacción natural debida más que nada a los nervios, aquello no le estaba afectando gran cosa.

No era esa la percepción de Manuel, dispuesto a profundizar en el disfrute de Juan. Se levantó para arrodillarse delante  y separarle las piernas, que Juan había apretado para disimular la erección. ¿Le duraba todavía el efecto de los frotes que le había dado Manuel o se le había reavivado al hacérselo él? Ni él mismo lo sabía… El cuándo no le interesaba a Manuel que tomó la polla entre las manos y de nuevo mostró su admiración. “Ni en las pelis porno tienen los tíos un pollón como éste”. La frotó con deleite y Juan preguntó inquieto: “¿Ahora vas a hacerme una paja tú a mí?”. “Nada de pajas”, contestó Manuel, “Otra cosa que te va a gustar mucho más… y a mí no te digo”. A continuación puso los labios sobre el capullo y fue sorbiéndolo hasta meterse casi media polla, para desconcierto de Juan. Hasta entonces Manuel solo le había dado algún lametón o breves chupadas al capullo, pero eso… Sin embargo solo se le ocurrió decir: “Te vas a atragantar”. Manuel soltó la polla y lo miró sonriente: “¡Qué cosa más grande! Casi no me cabe en la boca… Verás lo que vas a disfrutar”. Se amorró de nuevo y combinaba mamadas de todo lo que le cabía con lamidas al capullo y al tronco de la gruesa polla. Cuando descansaba la boca, frotaba enérgicamente. Todas estas manipulaciones tenían abrumado a Juan, al que nunca en su vida le habían hecho una mamada, al menos que él recordara, y un hombre, seguro que no. Pero tampoco le habían dado por el culo hasta que Manuel lo pilló por sorpresa. Así que, inmóvil, se debatía entre pararlo de alguna forma o dejarle hacer y ver hasta dónde era capaz de llegar. Como esto último era lo más fácil fue por lo que optó. Pero es que además notaba que la polla se le ponía cada vez más tensa e iba percibiendo una sensación que no se atrevía a llamar excitación, aunque se parecía a la que había tenido inopinadamente cuando Manuel lo enculaba.

Ya no pudo pensar más porque aquel efecto subía y subía provocándole escalofríos por todo el cuerpo. Manuel, que percibió sus temblores, pausó la mamada y, el muy perverso, dijo a Juan: “¿Quieres ver todo lo que te va a salir?”. Cada vez iba dando más frotes que chupadas, tal vez porque también quería ver la eclosión de Juan, o quizás por medir previamente lo que su boca sería capaz de engullir, si Juan expulsaba leche en proporción a las dimensiones de la polla. “¡Qué barbaridad!”, exclamó Juan, “¡Ya no me aguanto!”. Entonces Manuel, sin llegar a cerrar los labios sobre el capullo, mantuvo cerca la cara mientras seguía frotando la polla. La corrida de Juan fue pautada, en sucesivos borbotones que iban rebosando el capullo, precedidos por fuertes estremecimientos y resoplidos. En cuanto Manuel vio cómo iba, ya sí que se amorró para no desperdiciar la leche. Esto sorprendió a Juan casi más que la intensidad de su corrida y, con las pocas fuerzas que le quedaban, trató de disuadirlo. “¿Qué haces? ¿Te la estás tragando? ¡Deja de hacer eso!”. Pero Manuel no cejaba en su empeño y, solo cuando hubo dejado la leche bien rebañada, soltó la polla y miró a Juan con cara de satisfacción. “¡Cómo me ha gustado! ¡Está riquísima!”. “¡Vaya cochinada!”, le reprochó Juan. Manuel se levantó ya y todavía entre las piernas de Juan, le preguntó con pillería: “¿Y tú qué? ¿Serás capaz de decir que no te lo has pasado en grande?”. Juan contestó con ambigüedad: “Con todo lo que me has hecho ¿qué otra cosa me podía pasar?”. Pero en su mente se abría paso una constatación: “¡Qué gustazo!”.

Juan, con el cuerpo que le pesaba, hizo un esfuerzo para levantarse del sofá. “Voy a limpiarme un poco ¿vale?”, dijo como pidiendo permiso a Manuel. Éste, todavía regodeándose en la mamada, lo dejó hacer sin irle detrás. Pero ya tramaba cómo seguir dándole caña a Juan. Cuando éste volvió más entonado, Manuel  se hizo el comprensivo. “Después de la corrida tan buena que has tenido ¿no te vendría bien descansar un rato en tu cama?”. A Juan le sonó un tanto insólita la propuesta, que incluso le pareció que lo minusvaloraba. “¿Por qué? ¿Tan poco aguante crees que tengo?”. “¡Para nada, hombre! Si éstas hecho un toro”, dijo Manuel adulador. Pero enseñó sus cartas: “Yo te podría acompañar y así los dos estaríamos más cómodos…”. Era un paso más en su acoso y derribo a Juan: meterse en su cama. A Juan no le escapó este detalle y comentó con cierta ironía: “No sé yo si tendría mucho descanso”. Pero si Manuel se empeñaba…

En efecto, Juan se dejó conducir hasta su dormitorio y, ya en él, asumió que, aun en ese reducto íntimo desde hacía mucho tiempo, volvía a quedar atrapado por los caprichos de Manuel. “Me acuesto entonces ¿no?”, dijo condescendiente y se tendió en la cama mansamente expuesto a la insaciable incontinencia de Manuel. Para éste, tenerlo allí en su solitaria cama, era una triunfo que no iba a desperdiciar. Enseguida se subió para estrecharse contra Juan, que se sintió obligado, o tal vez ya no tanto, a pasarle un brazo por los hombros. A Manuel, que todavía conservaba incólume toda su energía, le excitó tremendamente estar así abrazados y su erección se hizo patente. Por si Juan no se había percatado, le tomó la mano libre y la llevó a su polla. “Mira cómo me has vuelto a poner”, le hizo notar. Juan se la palpó ya sin reservas e, inesperadamente incluso para él mismo, se oyó decir: “En un momento u otro vas a querer que te haga lo mismo que me has hecho hace un rato ¿verdad?”. A Manuel le sorprendió gratamente lo que cabía entender como una iniciativa de Juan y preguntó sonriente: “¿Cómo lo sabes?”. “Te voy conociendo”, ironizó Juan, “No lo haré tan bien como tú”. “Todo es empezar”, replicó Manuel entusiasmado, que ya se estaba arrodillando frente a la cara de Juan.

Juan sujetó la polla tiesa con una mano y fue acercándole la boca. Entreabrió los labios y cercó con ellos el capullo. Se quedó quieto como si quisiera asimilar lo que estaba haciendo. Manuel entonces fue empujando para que la polla se metiera más. “¡Así, así!”. Juan temía atragantarse y, al mover la lengua como freno, dio lugar a que Manuel exclamara: “¡Qué bien lo haces!”. Entre los vaivenes de Manuel y los manejos de Juan con labios y lengua para que la polla no se le escapara, la mamada estaba funcionando. “¡Qué gusto me estás dando!”, confirmó Manuel. Sin embargo Juan pensó que sus habilidades no eran tantas como para provocarle la corrida, aunque no le repeliera recibirla en su boca, pues a esas alturas asumía cada vez con más naturalidad todo cuanto iba descubriendo con Manuel. De ahí que le viniera una idea que ni él mismo sabía si era para que Manuel disfrutara mejor o por un repentino y descontrolado deseo que sintió. El caso fue que, sacándose la polla de la boca, dijo: “¿No preferirías ya acabar como hiciste el otro día en el baño?”. Manuel, con la calentura a tope, no dejó de sorprenderse y preguntó a su vez: “¿Quieres que te folle?”. “¿Por qué no ahora?”, contestó Juan resuelto, “¿Es que no pensabas volver a hacérmelo?”. “Me alegro de que me lo pidas tú”, reconoció Manuel, “Tan mal no te fue ¿verdad?”. A Juan se le sobrepuso el recuerdo de la corrida espontánea que le había provocado al de la inicial sensación dolorosa. Así que se fue girando para presentarle el culo a Manuel.

“¿Está bien así?”, preguntó Juan estirado bocabajo sobre la cama. Pero Manuel quiso mejorar la pose. “Si subes las rodillas será más cómodo”. Juan obedeció y con el cuerpo inclinado hacia delante quedó con el culo en pompa. “¡Qué miedo me das!”, soltó con sentimiento. “¡Cómo me gusta tu culo!”, exclamó Manuel sin hacerle caso. “Tan gordo no sé yo… Pero ve con cuidado ¿eh?”, pidió Juan. Esta vez no se trataba de un ataque a traición, aunque casi lo habría preferido para que lo que más temía pasara rápido. Manuel lo montó y, aunque lleno de excitación, no fue tan brusco como en la primera ocasión. A medida que iba empujando, Juan emitía un sonido como el de un globo que se deshinchara. “¡Uhhh… uhhh… uhhh…!”. Hasta que, al llegar Manuel al tope, suspiró con fuerza: “¡Oooh!”. “¿A que te gusta?”, dijo Manuel satisfecho. “Si tú lo dices…”, replicó Juan, “A ver lo que haces ahora”. Era obvio que la pretensión de Manuel era darle arremetidas cada vez más intensas, sonorizadas por suaves quejidos de Juan. Manuel, que tenía presente lo que le pasó a éste cuando se lo folló por sorpresa, no se privó de preguntarle: “Se te está poniendo dura”. “Creo que sí”, susurró Juan. “Me falta poco para correrme… ¿Lo harás tú también?”. “No lo sé… Tu ve a la tuyo”, replicó Juan agobiado. “¡Uy, ya me viene!”, avisó por fin Manuel. Juan resistió con firmeza los últimos embates de Manuel, cuya polla fue ya saliéndose de culo. “¡Qué gozada!”, exclamó.

Juan, al sentirse libre, fue poniéndose lentamente bocarriba y, en efecto, su erección era evidente. Manuel enseguida observó: “Pero no te has corrido ¿verdad?”. Juan alegó como disculpándose: “Si lo había hecho hace un rato con tu mamada… No iba a repetir tan pronto”. No obstante se llevó una mano a la polla y reconoció casi avergonzado: “Pero ganas no me faltan”. “Pues no te prives”, rio Manuel, “¿Quieres que te ayude?”. Con una envidiable capacidad de recuperación apartó la mano de Juan y le agarró la polla. “Me encanta lo dura que se te pone cuando te doy por el culo”, celebró. Y ofreció generoso: “Una pajita suave a ver si te sale ¿vale?”. “Como quieras… Si no ya lo haré yo”, dijo anhelante Juan que parecía con prisa por aliviarse. En realidad se fueron alternando, tomándolo Manuel más bien como un morboso juego al ver a Juan completamente entregado ya a lo que él tanto había buscado con sus persistentes tretas. Su falso padre se había convertido en su deseado amante. Para reafirmarlo, malévolamente dejó que fuera el propio Juan quien acabara la paja con un ansia febril. Cuando Juan al fin se corrió, gimoteó exhausto: “¡Cómo llegas a ponerme! ¿Qué has hecho conmigo?”. Manuel calló de momento, porque dio prioridad a lamer la leche derramada en el pubis de Juan. Pero luego lo miró sonriente y, con uno de esos destellos de madurez de que hacía gala, alegó: “Igual he descubierto algo que no sabías de ti mismo”. “Será eso”, replicó Juan con ironía. Pero el agotamiento, y también la relajación tras haber quedado satisfecho, hicieron que los ojos se le fueran cerrando. Cuando Juan empezó a resoplar, Manuel fue empujándolo suavemente para hacerle quedar de costado. Lo abrazó por detrás y amoldó su cuerpo a las curvas de Juan. Así se fue durmiendo también.

Manuel decidió irse a vivir a casa de Juan, con gran disgusto de la madre, que no sospechaba lo más mínimo del verdadero motivo. “¡Eso! Para que te siga dando todos tus caprichos… Así nunca madurarás”, le recriminó. Por su parte Juan, como de costumbre no dijo ni que sí ni que no. Sin embargo entendió que Manuel, todo y su bisoñez vital, le daba sopa con honda en materia de sexo. Y tal constatación ya no le infundía temor.