lunes, 6 de noviembre de 2017

Padre, hijo y… Miguel

Miguel era un gordito, de veinticinco años, tímido y débil de carácter. Trabajaba en una entidad bancaria y, muy eficiente en sus tareas, le costaba sin embargo relacionarse en el ambiente laboral. Fue Ramón, un compañero diez años mayor que él, quien más se interesó por cultivar su amistad. Fornido y abierto, supo crear un clima de confianza entre ellos que Miguel agradeció. Como Ramón no tuvo inconveniente en reconocer desde el principio su homosexualidad, Miguel llegó a atreverse a contarle las azarosas circunstancias en que había sido iniciado en unas relaciones que, hasta entonces, no había tenido claro que se correspondieran con sus inclinaciones naturales.

Miguel, muy religioso desde niño, había colaborado con entusiasmo en las actividades de catequesis de su parroquia. Hacía ahora unos tres años, llegó un nuevo párroco. Cincuentón, grandote y afable, quedó encantado con el buen hacer de Miguel. Aunque éste no tardó en sospechar que podía haber algo más en el interés del cura hacia él, su buena fe lo impulsaba a descartar algo así. Además se sentía a gusto con el trato afectuoso que le dispensaba, sin llegar a admitir que también se sentía atraído por el sacerdote. Convertido ya en su mano derecha para las tareas sociales de la parroquia, se hizo frecuente que ambos permanecieran en sus dependencias hasta altas horas departiendo sobre lo divino y lo humano. Así el cura supo de la poca incitativa de Miguel para su trato con las chicas, que éste achacaba a su excesiva timidez. Además, en su candidez, incluso le confesó que prefería los ratos que pasaban juntos a salir con los amigos.

Hasta que llegó el momento en que el cura debió estimar que Miguel estaba a punto para pasar a la acción. Con la excusa de repasar unas cuentas, le instó a que se sentara a su lado. El deliberado roce de las piernas tenía desasosegado a Miguel, que apenas podía concentrarse en lo que estaban tratando. El cura aprovechó este despiste para llamar su atención plantándole una mano en el muslo y diciéndole afectuosamente: “¡A ver si espabilas, Miguel!”. Éste se ruborizó y su inquietud se aceleró cuando la mano no solo siguió oprimiéndole el muslo sino que se desplazó hasta rozarle la entrepierna. Dándose cuenta entonces de que estaba empalmado, sintió una gran vergüenza de que el cura lo notara. Desde luego que éste lo notó, ya que no era otra su intención, e incluso palpó descaradamente el miembro endurecido. “Es lo que esperaba encontrar”, dijo el cura persuasivo, “Y no eres el único”. Entonces tomó una mano de Miguel y la llevó a su entrepierna, donde también había una dureza equivalente.

A partir de ese instante Miguel supo que no iba a hacer sino dejarse llevar por la voluntad del sacerdote. Mansamente facilitó que le bajara los pantalones y le toqueteara con avidez. Cuando el cura hizo lo propio y le mostró la inhiesta verga, no rechazó metérsela en la boca y chuparla como le pedía. Sintió algo de temor cuando fue su culo el objeto de intensos manoseos, pero no se resistió a ser impulsado a volcar el  torso sobre la mesa y recibir los embates que lo penetraban. Dolerle sí que le dolía, pero aguantó hasta que el cura se satisfizo dentro de él. Miguel no recuerda más que, cuando estuvo solo, se preguntó si era aquello lo que deseaba y no supo responderse. Sin embargo sintió una urgente necesidad de masturbarse, que resolvió con ansia.

A Miguel le desconcertó que después de ser estrenado por el cura, éste empezara a marcar distancias, como si no quisiera comprometerse más allá de aquel polvo furtivo. Esto supuso tal decepción para él que le hizo abandonar su relación con la parroquia.

Tras haber conocido esta historia, Ramón estuvo seguro de que Miguel iba ser presa fácil para sus propósitos. Por supuesto, le gustaba Miguel, con un cuerpo que intuía muy apetitoso, y no dudaba que éste habría de ser receptivo si le proponía un revolcón. Pero en vista de la disponibilidad con que Miguel había respondido a la seducción del cura, prefirió reservarlo para un plan más complejo.

Aquí entraba en juego la figura del padre del propio Ramón. Éste nunca había tenido problema con su familia para salir del armario. Pero después de que sus padres se separaran, descubrió por casualidad que al padre también le iba el rollo. Se lo encontró en una sauna y, lejos de resultarle violento, tranquilamente le presentó a su ligue del momento, que acabaron compartiendo. Desde entonces se creó entre padre e hijo una relación peculiar. Sin llegar al incesto, pues se tenían ya muy vistos, no hallaban el menor reparo en cepillarse al alimón a cualquiera que les apeteciera a ambos. Precisamente era Ramón, por ser más activo en esos ambientes, quien solía proporcionar materia prima a tan especial entente familiar ¿Y quién mejor que Miguel  para introducirlo en ella?

“A mi padre le encantaría conocerte”, soltó un día Ramón a Miguel. “¿Tú crees?”, preguntó éste alagado. “¡Seguro! …Y a ti también te gustará. Es tan grandote como yo y muy afectuoso”, añadió Ramón. Miguel no llegó a captar la intención de la descripción del padre y Ramón insistió en ir situándolo. “Fíjate que también le van los hombres… Aunque lo descubrió mucho más tarde que yo”, dijo divertido, “En ese sentido nos llevamos muy bien”. Siguió engatusando a Miguel para planear ya un encuentro. “Un día de estos te llevo a su casa y verás lo bien que lo pasamos. Tiene una piscinita y haremos una buena barbacoa… Supongo que no te dará corte que los dos seamos gais”. “Ya conoces mi experiencia…”, dejó caer tímidamente Miguel, al que sí le daba cierto corte la propuesta. Pero dado que Ramón nunca había intentado nada con él, habiendo podido hacerlo, pensó que nada raro podría pasar al estar con padre e hijo.

Llegaron a casa del padre que, por supuesto, estaba ya bien informado por Ramón y acogió a Miguel con gran cordialidad. “Veo que mi hijo sabe escoger a los amigos”. Tenía ya en marcha la barbacoa y los pantalones cortos y la camiseta que llevaba le daba un aspecto juvenil, aunque ya contara los cincuenta largos. Miguel pensó que no había errado Ramón al describirlo como un hombre robusto, de lo que daban fe la barriga abultada y las recias y velludas piernas. Como Ramón y Miguel venían del trabajo, su ropa era demasiado formal, por lo que el padre les dijo: “¿Por qué no vais a poneros algo más cómodo y fresco? En mi habitación encontraréis lo que pueda iros bien… No creo que haya problema de tallas”. Rio señalando cómicamente los volúmenes de los tres.

El primer apuro que pasó Miguel fue el de tener que quedar en calzoncillos y mostrar a Ramón sus formas redondeadas pobladas de un vello casi rojizo. También le impactó la más recia figura de Ramón, bastante similar a la de su padre. Escogieron pantalones cortos y camisetas también, y regresaron al exterior. Allí tuvo una nueva sorpresa, porque el padre, haciendo un alto en su tarea, estaba dentro de la piscina. “No podía más del calor que estaba dando ese trasto”, explicó. Pero enseguida salió fuera, apareciendo completamente en cueros. El rubor de Miguel contrastaba con la naturalidad del padre secándose con una toalla, que se dejó ceñida a la cintura. “La ropa la tenía empapada de sudor”. Mientras el padre sacaba los trozos de carne ya hechos, Miguel ayudó a Ramón a traer todo lo necesario para la comida y disponerlo sobre la mesa.

Miguel apenas podía tragar mientras los ojos se le iban a las velludas tetas del padre y, para compensar, bebía más vino del que tenía por costumbre. Ello ayudó a que no se espantara demasiado cuando Ramón comentó indiscretamente al padre: “¿Sabes que lo desvirgó un cura?”. Miguel incluso se permitió apostillar ufanándose: “Y bien que lo aguanté”. Cuando el padre comentó con toda la intención “Bueno es saberlo”, rio tontamente sin saber todavía lo que se estaba buscando.

Al acabar la comida, Miguel se hallaba ya en una especie de nirvana, encantado de la atención que le prestaban tan amables anfitriones. El padre dijo: “Yo ya he trabajado bastante… Así que, mientras recogéis, me voy adentro a descansar un poco”. Dejó la toalla en la silla y, desnudo, entró en la casa, seguido por la mirada de Miguel fijada en el poderoso culo. Poco tiempo dedicaron Ramón y Miguel a despejar la mesa. Enseguida el primero se dispuso a preparar al incauto para lo que había de venir. Ramón se sacó la camiseta y, al quitarse también el pantalón, dijo: “Vamos al agua”. “¿Ahora?”, preguntó Miguel extrañado. “Si estará tibia con el sol que le cae”, replicó Ramón, que ya estaba en cueros. “¿Sin bañador?”, volvió a preguntar tontamente Miguel. “¿No viste cómo iba mi padre?”, rio Ramón. Ya no le quedaron argumentos a Miguel para no desnudarse también, aunque procuró meterse rápido en la piscina siguiendo a Ramón. Éste, ya con Miguel menos avergonzado, empezó a sondearlo. “¡Bueno! ¿Qué te ha parecido mi padre?”. Miguel midió sus palabras al contestar. “¡Uy! La mar de simpático… y además muy desinhibido”. “Nosotros también lo estamos ahora ¿no te parece?”, siguió Ramón. “¡Sí, sí! Y con lo que he bebido…”, dejó caer Miguel con una sonrisa boba. “Igual te gustaría que nos metiéramos mano…”, lo provocó Ramón. “Hombre, aquí con tu padre…”, alegó Miguel. “Por él no te preocupes… Además nos estará esperando”, concretó ya más Ramón. “¡¿A los dos?!”, exclamó Miguel, con un asomo de escándalo entre sus brumas etílicas. “No follo con mi padre”, aclaró descarnadamente Ramón, “Pero a los dos nos gustará hacerlo contigo”. Era demasiado para que Miguel lo pudiera razonar. “No sé si lo entiendo…”. “Cuando estemos allí verás lo bien que va todo”, lo tranquilizó Ramón, “¿O es que no confías en mí?”. “¡Sí que confío, sí!”, se apresuró a dejar claro Miguel, “Pero también con tu padre…”. Ramón empleó una presión más directa. “Si tan violento te encuentras, vayamos para que al menos te puedas despedir”. Surtió efecto porque Miguel cedió blandengue. “Entonces ya que vamos…”. Ramón lo cazó al vuelo. “¡Estupendo! No lo hagamos esperar”. Salieron de la piscina y se secaron rápidamente. Desnudos tal como estaban, Ramón, para neutralizar la indecisión de Miguel, le pasó un brazo sobre los hombros mientras iban al interior de la casa. Este gesto, con el cuerpo de su amigo pegado al suyo, reconfortó a Miguel en medio de su confusión.

Nada más llegar a la habitación del padre, encontraron a este despatarrado sobre la cama. Por sus ojos cerrados parecía dormido, pero la firme erección que mostraba era toda una provocación. Miguel quedó parado con tembleque en las piernas y Ramón hubo de empujarlo por el culo para hacerlo avanzar. “Mira lo que te está ofreciendo… Quiere que se la chupes”, susurró Ramón persuasivo. Como si estuviera obligado a obedecer, Miguel se inclinó sobre el padre hasta acercar la boca a la polla. La sorbió decidido y mamó ansioso. El padre salió de su fingido letargo y llevó las manos a la cabeza de Miguel para controlar el chupeteo. Entretanto Ramón, desde atrás, se ocupaba del culo de Miguel. Éste notó cómo le untaba la raja con algo resbaloso y refrescante, cuya sensación aumentó al hurgarle los dedos en el ojete.

Cuando más embelesado estaba Miguel, el padre lo apartó y, por sorpresa, fue deslizándose de la cama hasta quedar sentado en el suelo con la espalda apoyada en el borde. Atrajo hacía sí a Miguel y ahora fue él quien se puso a chuparle la polla. Esto lo llevó al sumun, ya que nunca se lo habían hecho. El cura se había limitado a metérsela por la boca y por el culo. Que además Ramón se le pegara por detrás restregándose y llevando las manos a sus tetas, fue más de lo que podía soportar. Miguel gimoteaba levantado los brazos y cruzando los dedos sobre la cabeza.

Poco le faltaba a Miguel para correrse en la boca del padre, cuando éste se puso de pie con admirable agilidad para intercambiar posiciones con su hijo. Ramón ocupó entonces el puesto sobre la cama, ofreciéndole la polla a Miguel que se agachó para chupársela también. Lo que aprovechó el padre para agarrar la culata de Miguel y clavarse en ella con energía. Miguel se estremeció al recibir el impacto, pero no dejó de mamársela a Ramón mientras el padre le arreaba. No perdían el tiempo en hablar. Tan solo se oían los gruñidos que acompañaban las embestidas del padre y los murmullos de placer por la mamada de Miguel, de cuyo cuerpo los únicos sonidos que salían eran el de las lametadas y el del golpeteo del vientre del padre sobre sus nalgas.

El padre no tenía prisa por correrse. Así que le cedió el culo de Miguel a Ramón. Pero el cambio también afectó a la posición de Miguel porque, entre padre e hijo, lo colocaron bocarriba y de través en la cama. Lo cual sirvió para que Ramón, manteniéndole subidas las piernas, tuviera otra forma de acceso al ojete de Miguel. Ya dilatado por el padre, le entró de un solo golpe e inmediatamente se puso a bombear. Miguel apenas tuvo tiempo de emitir un gemido, porque el padre, instalado detrás, ya le estaba metiendo la polla en la boca y se movía follándola al mismo ritmo que Ramón. Miguel, frenético, manoteaba sobre la cama mientras su polla le golpeaba la barriga con cada arremetida de Ramón. Éste no iba a tener tanto aguante como su padre y, tensando el cuerpo, se descargó con todas las ganas dentro de Miguel.

Cuando Ramón se apartó soltando las piernas de Miguel, el padre sacó la polla de su boca. Se puso entonces a meneársela sobre la cabeza entre sus piernas. Miguel sacaba la lengua, ansioso de recibir la inminente emisión de leche, al tiempo que llevaba una mano a su polla para también pelársela. Se le adelantó el padre, que se corrió copiosamente en su cara y lo dejó fuera de juego. Medio cegado por la leche en los ojos, tuvieron que ayudarlo para que pudiera quedar sentado en la cama. Ramón fue el primero que habló para preguntarle: “¿A que no ha estado mal?”. Miguel llegó a tener un conato de fina ironía. “Cuando resucite, te lo diré”.

Ramón sugirió que era un buen momento para que se relajaran los tres en la piscina. Y allá fueron acompasando el paso a la flojera de piernas de Miguel. El remojón entonó a éste, aunque también le hizo tomar conciencia de lo que había pasado en la habitación que acababan de dejar. Le habían estado dando por el culo un padre y un hijo, se las había chupado a ambos… y se lo había pasado de puta madre. Él mismo se asombró de esta conclusión, pero no le dio mucho tiempo de seguir pensando en ello porque sus partenaires ni dejaban de prestarle toda su atención. El primero en abordarlo fue el padre, que se le arrimó para alabarlo. “¡Joder, qué tragaderas tienes! Y eso que eres casi principiante”. Miguel se avergonzaba de que lo consideraran tan facilón y buscó una excusa. “Debe ser anatómico eso de que me entre tan bien”. “Como sea, buen gusto que le sacas…”, insistió el padre. “Eso sí”, se sinceró Miguel, “Me habéis puesto como una moto”. Ramón le hizo entonces una observación. “Por cierto, tú te has quedado como si tal cosa ¿no?”. Miguel reconoció con timidez: “Estaba tan ocupado con vosotros… Pero ganas no me han faltado”. “Eso lo arreglamos ahora mismo”, dijo el padre generoso. Ambos a una, padre e hijo tomaron en volandas a Miguel y lo hicieron quedar sentado en el borde de la piscina. Le dio corte estar tan expuesto, con el paquete ante las caras de los otros dos. Pero Ramón lo persuadió. “Tú déjanos hacer”. Entonces se echó hacia atrás apoyado en las manos y cerró los ojos. El manoseo que empezó a sentir por la entrepierna le puso ya la polla dura como una piedra. Cuando ya eran bocas las que se iban alternado con lamidas y chupadas creyó estar en el cielo. La excitación le fue creciendo  y, al notar que ya no iba a poder aguantar más, cosa que evidenció con gemidos y temblores, tuvo la tentación de mirar quién sería el que estaba dispuesto a llegar a las últimas consecuencias. Se trataba del padre que, en justa compensación por haberse corrido hacía poco en su cara, insistió en recibir en su boca la leche que soltó en abundancia. Miguel quedó tan desmadejado que cayó hacia atrás por completo. Ramón no tardó en tirar de él para hacer que se deslizara de nuevo en el agua. “Te vendrá bien refrescarte”, le dijo risueño.

Todavía le duraba a Miguel la resaca orgiástica cuando Ramón decidió que ya era hora de que se marcharan de la casa de su padre, quien no escatimó achuchones a Miguel en la despedida. En el coche, Ramón comentó: “Nunca había visto a mi padre tan lanzado. Te ha dado un trato muy especial”. Miguel reconoció tímidamente: “Desde luego es un hombre estupendo”. “Estoy seguro de que se ha quedado con ganas de volverte a ver”, afirmó Ramón, “Y ya no va a hacer falta que te haga de introductor”. “¿Tú crees?”, replicó Miguel, al que no le desagradaba la idea.

A partir de entonces Miguel se convirtió en un asiduo visitante del padre de Ramón. Disfrutaba con locura de las folladas que le arreaba y la generosidad con que también lo dejaba satisfecho. Ramón, más promiscuo e inconstante, se desentendió de ellos, aunque se sentía muy satisfecho del apaño que había propiciado entre su padre y su amigo.


5 comentarios:

  1. Excelente relato. Vale la pena entrar todos los dias a ver si publicas. Si no lo haces releo lo anterior. No tienes desperdicio! No pares nunca!!

    ResponderEliminar
  2. Espectacular, me dejó a tope. Eres increible !!!

    ResponderEliminar
  3. Pensé que no podías mejorarte a ti mismo. Me equivocaba...
    ¡¡¡menudo morbo!!!

    ResponderEliminar
  4. Una relación padre e hijo muy abierta, quien los pillara, como dice el anterior comentario !!menudo morbo¡¡

    ResponderEliminar